¡BOOM!

¡BOOM!


¡BOOM! 37

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Los perros no corrían y saltaban para ejercitar sus cuerpos, estaban obsesionados con poder saltar la valla para vivir libres en el mundo más allá del redil. Comer carne fresca y beber sangre caliente les había vuelto tan inteligentes que sabían qué era lo que les esperaba. El comienzo del invierno significaba que serían llevados al edificio de tratamiento con agua, donde se los inyectaría agua que los entumecería, afectando a su capacidad de andar y haciendo que sus ojos se hundiesen. Después estarían listos para el matadero, donde se les golpearía, se les despellejaría vivos, los destriparían y se empaquetarían para ser enviados a la ciudad como solución para los hombres que buscaban erecciones duras como el acero. No era la clase de futuro que un perro desearía. Al verles realizar esos extraordinarios saltos, me felicité por haber hecho las verjas lo suficientemente altas. Construidas con barras de hierro, medían cinco metros y gracias al alambre de acero eran prácticamente indestructibles. El Señor Lan y yo nos opusimos al principio a las barras de hierro, pero mi padre insistió y lo permitimos. Era, al fin y al cabo, el director de la planta. Y tenía razón. En el pasado, cuando vivía en el noreste, desarrolló un profundo interés por la relación entre perros y lobos. Ahora, al pensar en ese tiempo, me horroriza imaginar qué habría ocurrido si esos ahora lobunos animales hubiesen salido del redil. Toda la zona hubiese sido atacada. Nos hubiesen atacado a todos.

El hombre colocó la báscula sobre el redil de los perros, donde apareció mi padre de la nada.

—Vendedores de perros —gritó a los hombres que formaban una cola—. Acérquense.

El anciano se agachó, colocó su carga en los hombros y se puso en pie, levantando a sus cuatro perros. Oh, olvidé una cosa. Los hombres que crían perros marcan a sus animales, incluyendo el corte de las orejas y la inserción de aros en la nariz. El anciano, eludiendo esos métodos poco originales, les cortó la cola a sus perros, lo que les concedía un aspecto algo ridículo, pero incrementaban su agilidad. Me pregunté si sus perros sin cola se convertirían en lobos dentro del redil, y de ser así, si saltarían bajo la luna. Supongamos que lo hiciesen. ¿Serían entonces más gráciles que los otros o botarían como machos cabríos? Nos colocamos a su espalda sintiendo lástima por los perros que colgaban de sus hombros y sabiendo lo hipócritas que eso nos hacía. Mostrar simpatía hacia un perro era como una invitación a ser comido por él, y qué triste sería eso. En la antigüedad, la carne humana puede que fuera (no, seguro, era) una exquisitez para las fieras, pero hoy en día ser comido por un animal es como poner el mundo patas arriba, confundiendo los papeles entre comensal y vianda. Su propósito en esos días era ser comidos por humanos, lo que hace que la simpatía por ellos fuera hipócrita y risible. Aun así, no podía evitar sentir lástima por esas criaturas que colgaban a los lados de la barra que cargaba el hombre a los hombros, o tal vez encontraba la imagen desagradable. Intentando apartar mi mente de esos pensamientos débiles y vergonzosos, tomé a Jiaojiao de la mano y la llevé a la sala de inyección de agua, donde vimos cómo los vendedores de perros colocaban a sus animales, unos sobre otros, en la báscula. La única señal de vida eran pequeños gemidos, como los de una mujer con dolor de muelas, y resultaba difícil imaginarlos vivos. El hombre que manejaba la báscula movió el indicador de peso y lo anunció en voz baja. Padre, que estaba a su lado, dijo sin ganas:

—¡Quítale diez kilos!

—¿Por qué? —protestó el vendedor—. ¿Por qué va a descontar diez kilos?

—Porque has atiborrado a estos animales con al menos dos kilos de comida antes de venir aquí —dijo Padre con tranquilidad—. Solo rebajo diez kilos para que salves algo de dignidad.

El vendedor le contestó con una sonrisa irónica.

—Nadie puede engañarte, Jefe Luo. Pero estos animales están aquí para ser sacrificados y hemos de darles de comer, ¿verdad? Los he criado yo mismo. Son como de la familia. Además, vosotros les inyectáis agua antes de matarlos.

—Será mejor que puedas demostrarlo —contestó Padre con gesto frío.

—De verdad, Jefe Luo —dijo el vendedor con una risita—, si no queréis que la gente sepa algo, no lo hagáis. Todos saben lo de vuestra técnica de inyección de agua. ¿A quién creéis que engañáis? —El hombre me miró por el rabillo del ojo, y su voz sarcástica continuó—: ¿Estoy en lo cierto o no? Tú eres el jefe de la sala de inyección, ¿verdad?

—No inyectamos agua a los animales —me defendí—. Limpiamos la carne. ¿Puedes entenderlo?

—¿Limpiar la carne? —exclamó el hombre—. Los llenáis hasta casi estallar. Y lo llamáis limpiar la carne… Bueno, al menos he de reconoceros que os hayáis inventado un término tan fino.

—No voy a discutir contigo —le contestó enfadado Padre—. Vende tus perros con la rebaja de diez kilos o llévatelos de vuelta a casa.

—Jefe Luo —dijo el hombre entornando los ojos—, has cambiado desde que las cosas te van bien. Supongo que se te ha olvidado el tiempo en el que vagabas recogiendo colillas del suelo.

—Ya está bien —dijo Padre.

—De acuerdo —dijo el hombre—, tú ganas. Puedes decir cuándo la suerte de un hombre le sonríe por el aspecto de su caballo, pero las aves de presa siempre merodean cuando la suerte del conejo desaparece. —Se agachó y colocó a sus perros en la báscula—. ¿Por qué no llevas puesto hoy tu sombrero de cornudo? —preguntó con una sonrisa forzada.

El rostro de Padre enrojeció. Las palabras no llegaban a su boca.

Yo estaba a punto de humillar a ese hombre con mi ingenio y mi inteligencia, pero entonces escuché los gritos que salían de la sala de limpieza de carne, y cuando me giré, allí estaba el falso vendedor de ovejas, corriendo hasta la puerta principal, perseguido por una docena de trabajadores de la planta. Él miraba a su espalda, ellos gritaban:

—¡Cogedle, no dejéis que se escape!

Algo hizo clic en mi cabeza y grité:

—¡Es un periodista!

Cuando miré de nuevo a Padre, este estaba pálido, entonces agarré la mano de Jiaojiao y corrimos hacia la puerta. Estaba nervioso, me sentía como un perro persiguiendo a una liebre en un tedioso día invernal. Jiaojiao me ralentizaba, así que la solté y corrí como si mi vida dependiera de ello. El viento acariciaba mis orejas. Se oían gritos a mi espalda: ladridos de perros, ovejas balando, cerdos gruñiendo y vacas mugiendo. El hombre tropezó con una piedra y cayó al suelo; la velocidad que llevaba le hizo deslizarse sobre su barriga casi un metro. Su bolsa salió disparada. Un sonido casi inhumano escapó de su boca, como el de un sapo golpeado contra una roca. Se dio tal golpe que no pude evitar sentir lástima. El suelo estaba hecho con ladrillos viejos y gravilla, y era muy duro. Como poco se había roto la nariz y el labio, tal vez perdió un diente o dos. No se podía descartar incluso que se hubiese roto algún hueso. Pero se puso en pie como pudo, y cogió su bolsa, decidido a salir de allí, pero se quedó helado al ver (como yo) al Señor Lan y a mi madre, dos buenos oponentes, de pie como policías de una serie televisiva, bloqueando su camino. Los hombres que le perseguían le alcanzaron y le cogieron.

El Señor Lan y Madre estaban frente a él. Padre y yo a sus espaldas y los trabajadores le rodeaban. Con un movimiento de mano, el Señor Lan ordenó marchar a los obreros, que se alejaron con miradas desconfiadas. El pobre desgraciado miraba a su alrededor, buscando un modo de escapar de esa jaula humana. Supongo que pensó que yo era el eslabón más débil, pero Jiaojiao vino para reforzar la seguridad. Lo que hacía tan amenazante a la pequeña era el cuchillo que llevaba en la mano. El otro camino fácil era a través de mi madre, pero su gesto le hizo cambiar de opinión. Su rostro estaba rojo y su mirada borrosa, el típico aspecto distraído. Pero eso fue precisamente lo que hizo que él agachara la cabeza en señal de derrota. Me di cuenta entonces de que Padre tenía cara de abatimiento. Le dio la espalda al periodista e ignoró la fila de vendedores, luego se dirigió hacia el noreste de la planta, donde habíamos levantado una plataforma de madera de pino. Fue idea de Madre. Dijo que con el fin de ayudar al espíritu de aquellos animales que servían a la humanidad en el círculo de la vida tras matarlos, se necesitaba una plataforma donde realizar ritos budistas. No creo que el Señor Lan, que había sido matarife toda su vida, creyese en fantasmas y espíritus, así que me sorprendió que aceptara la idea. Ya realizamos algún rito tras invitar a un monje a recitar

sutras mientras los obreros quemaban incienso y encendían bengalas en la plataforma. El monje era un hombre de rostro rojizo con voz resonante y altos ideales morales. Oír sus

sutras era una experiencia profunda. Madre le comparaba con el monje Tang de la serie

Viajes al Oeste. Cuando, bromeando, el Señor Lan le preguntó si quería pegarse un festín con la carne de Tang para alcanzar la inmortalidad, ella le pegó una patada en la espinilla y gruñó: «¿Qué crees que soy? ¿Un demonio?».

Mi padre visitaba con regularidad la plataforma, que tenía diez metros de alto y un agradable olor a pino; algunas veces permanecía allí durante horas, sin bajar siquiera a comer.

—Papá —pregunté una vez—, ¿qué haces allí arriba?

—Nada —me contestó con frialdad.

—Yo lo sé —contestó Jiaojiao—. Se toca la cabeza con gesto siniestro y no hace nada más.

Ella y yo subimos un par de veces para echar un vistazo y oler la esencia de pino. Veíamos los pueblos a lo lejos, el río, la niebla de su orilla, los terrenos en barbecho y toda clase de vapores que flotaban por el horizonte. La vista adormecía nuestras emociones.

—Sé lo que hace ahí —dijo.

—¿El qué? —pregunté.

Con un suspiro como el de una anciana exasperada dijo:

—Piensa en los bosques del norte.

Miré sus ojos húmedos y supe que quería decirme algo más. Había oído discutir a Padre y Madre.

—Soy como un carpintero cargando con su propia picota —dijo Madre.

—No utilices tu mente retorcida para juzgarme —contestó Padre.

—Hablaré con el Señor Lan para desmontar esa cosa —amenazó Madre.

Padre entonces la señaló y con los dientes apretados contestó:

—¡No me hables de él!

—¿Por qué no? ¿Qué te ha hecho él? —contestó furiosa.

—Mucho —contestó Padre.

—Oigámoslo.

—¿Me estás diciendo que no lo sabes?

La cara de Madre se enrojeció y sus ojos parecían envenenados.

—La mierda seca no se pega a una persona —dijo ella.

—No puedes tener olas sin viento —contestó Padre.

—No he hecho nada de lo que deba avergonzarme —replicó Madre.

—Él es mejor que yo —dijo Padre—. Su familia es mejor que la nuestra. Si prefieres estar con él no me interpondré, pero antes tendrás que terminar conmigo. —Se dio media vuelta y se marchó.

Madre lanzó un cuenco contra el suelo y lo rompió, después lanzó una amenaza a Padre:

—¡Tong Luo, la próxima vez que me intimides haré lo que crees que ya he hecho!

Voy a parar aquí, Señor Monje. Hablar de esto me entristece, mejor seguiré con mi historia acerca del periodista.

Padre subió a fumar a la plataforma. Madre volvió a su oficina. El Señor Lan, Jiaojiao y yo acompañamos al periodista a mi despacho, que estaba en una esquina de la zona de tratamiento de agua. Podía ver cómo trabajaba a través de los huecos de las paredes contrachapadas. Tras explicarle en qué consistía el procedimiento de lavado de carne, le ofrecimos limpiarle las entrañas y después llevarle al matadero, donde mezclaríamos su carne con carne de perro y la venderíamos a la ciudad. Perlas de sudor del tamaño de judías escapaban de los poros de su frente. Vimos que se había hecho pis encima.

—¿Quién ha oído hablar alguna vez de un adulto haciéndose pis encima? ¡Qué asco! —señaló Jiaojiao.

Si por otro lado, no le apetecía ser limpiado y descuartizado, estaríamos dispuestos a contratarle para nuestro departamento de relaciones públicas, con un salario mensual de mil yuanes y doscientos yuanes extras cada vez que apareciese un artículo sobre la planta en algún periódico, sin importar el número de palabras. Bueno, firmó, y escribió un artículo que casi llenaba una página. Tal como prometimos, le dimos doscientos yuanes, le invitamos a un espectacular festín de carne y le regalamos cuarenta y cinco kilos de carne de perro.

Los siguientes periodistas (dos más) que vinieron trabajaban para la televisión. Sun Pan y su ayudante venían disfrazados de vendedores, equipados con cámaras ocultas. Recorrieron las instalaciones, y nosotros les hicimos la misma oferta; invitarles a trabajar con nosotros.

Mientras que el Señor Lan y yo hablábamos con el periodista, Padre fumaba en la plataforma. Cada quince o veinte minutos una colilla caía al suelo. Sufría una profunda depresión. Padre…, pobre hombre.

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