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«Si Yaoyao Shen no hubiese muerto, lo habría hecho yo. Al morir ella, yo viví». Eso sollozaba Feiyun Huang la noche anterior cuando se sentó en el sofá frente a Laoda Lan. «No puedo evitarlo, te quiero. Fingiré que estoy muerta si ella vive, pero elegiré la vida si ella muere. El niño es tuyo, así que debes casarte conmigo». «¿Cuánto quieres?», le preguntó con crueldad. «¿A eso crees que he venido? ¿A por dinero, hijo de puta?», soltó Feiyun Huang. «¿Por qué otra razón ibas a intentar encasquetarme al hijo de otro? Tú más que nadie deberías saber que no te he tocado desde que te casaste. A no ser que me equivoque tu querida hija nació tres años después, y no he escuchado nunca que exista una gestación tan larga». «Sabía que dirías eso —dijo Feiyun Huang—, pero te olvidas de las muestras de semen que dejaste en el banco de esperma de famosos». Laoda Lan encendió un cigarro con su mechero con forma de pistola y miró al techo. «Tienes razón —dijo—. Me engañaron para dejar esa muestra porque decían que tenía genes extraordinarios. ¿Les convenciste para que te inseminaran? Has ido demasiado lejos, ¿no crees? Pero si así son las cosas, puedes traer al niño. Contrataré al mejor tutor y la mejor niñera para que le eduquen, le cuiden y hagan de él un hombre de estado, y así podrás concentrarte en ser la virtuosa mujer de un hombre de negocios». Feiyun Huang se mostró inflexible. «No», dijo. «¿Por qué no? ¿Qué es tan importante como para que quieras casarte conmigo?». Con lágrimas en los ojos ella respondió: «Sé que no parece tener sentido. Sé que eres un importante gánster, un monstruo que trabaja a ambos lados de la sociedad, para el crimen y en pro de la ley, y que casarme contigo es firmar mi pena de muerte. Pero eso es lo que quiero. Pienso en ello a todas horas, estoy hechizada por ti». Laoda Lan se echó a reír. «Me casé una vez y ella sufrió mucho. ¿Por qué querrías ser otra víctima? Escúchame cuando te digo que no soy un hombre, soy un caballo, un semental que pertenece a todas las yeguas de la manada. Cuando un semental termina con una yegua, esta debe marcharse. Como te digo, no soy un hombre y tú no deberías considerarte una mujer. Y si eres una yegua, no puedes alimentar esa absurda idea de casarte conmigo». Feiyun Huang se golpeó el pecho y dijo con una voz llena de angustia: «Soy una yegua, lo soy, una yegua que sueña noche tras noche con aparearse con un semental que me sacie». Llorando, rompió su corpiño y su destrozado vestido cayó al suelo. Entonces se arrancó el sujetador y las bragas. Completamente desnuda, comenzó a moverse por la habitación gritando: «Soy una yegua… Soy una yegua». Estaba despierto por culpa del alboroto que había fuera del templo, pero los gritos histéricos de Feiyun aún resonaban en mis oídos. Cuando le eché un vistazo al Señor Monje, su gesto de agonía había sido reemplazado por uno sereno. Antes de continuar mi historia, hubo un jaleo ahí fuera, y cuando miré vi un camión aparcado a un lado de la carretera, con madera apilada, como tablones y gruesos troncos. Un grupo de hombres comenzó a lanzar los maderos en los que estaban sentados, y casi aplastan a un chico con uno de ellos. «¡Eh! ¿Qué estás haciendo? —gritó un trabajador bajito con sombrero de mimbre—. Quítate de en medio, muchacho, o no habrá nadie que solloce junto a tu cadáver». «Quiero saber lo que hacéis», dijo el chico. «Vete a casa y dile a tu mamá que está a punto de haber una ópera aquí esta misma noche», dijo el hombre. «Así que estáis construyendo un escenario. ¿Para qué opera?», preguntó sin poder contener su alegría. Un tablón se partió y cayó desde el camión. «¡Quítate de en medio, chico!», gritó el hombre del camión. «No puedo. No hasta que me digas el título de la ópera». «De acuerdo, te lo diré. Es Del niño de la carne al Dios de la Carne. ¡Ahora, vete!». «Por supuesto, lo haré ahora que me lo has dicho». «Menudo chaval más capullo», dijo uno mientras un leño caía rodando por el suelo. El chico se quitó de en medio, pero el leño le siguió como si lo tuviese en el punto de mira. Siguió rodando hasta dar con la puerta del templo. El aroma fresco y limpio a savia de árbol trajo imágenes de los bosques vírgenes y, al respirar ese olor a pino, recordé la plataforma de renacimiento de la planta de empaquetado, que me trajo recuerdos dolorosos. Allí era donde mi pobre padre iba a fumar, a meditar y a estar solo. Fue donde empezó a pasar gran parte del día, dejando que los asuntos de la planta se alejaran de su mente.

Una noche, un mes antes de la muerte de la esposa del Señor Lan, mi padre y mi madre tuvieron una conversación.

—Bájate de ahí —dijo mi madre.

—Lo siento, no puedo —dijo mi padre tirando una colilla al suelo.

—Entonces quédate ahí para siempre.

—Eso haré.

—Eres un hijo de puta si no bajas.

—No lo haré.

A pesar de que el Señor Lan intentó ocultar la situación, el juramento de Padre de no bajar nunca más de la plataforma se extendió por toda la planta. Madre estaba esos días aturdida, a veces rompía los platos de la cena contra el suelo, luego se sentaba y sollozaba ante el espejo. Jiaojiao y yo no estábamos especialmente tristes con lo que estaba ocurriendo, y a veces incluso (y me avergüenzo de ello) nos divertía y enorgullecía que mi padre mostrara su particular temperamento. Juró no bajar de la plataforma, pero no dijo nada sobre el ayuno. Tres veces al día Jiaojiao y yo subíamos a llevarle comida. La primera vez fue algo especial, pero pronto se convirtió en costumbre. Sentado cómodamente, con gesto imperturbable, nos saludó sin especial emoción. Nos hubiese gustado sentarnos y comer con él, pero siempre nos pedía de forma educada que nos fuésemos. Le obedecíamos de mala gana para que su comida no se enfriase. Nos llevábamos los cubiertos y el plato de la comida anterior. El plato y el cuenco estaban tan limpios que no era necesario lavarlos. Debía lamerlos, y a menudo me lo imaginaba haciéndolo. Tenía tanto tiempo libre ahí arriba que lamer bien un cuenco debía ser como un trabajo para él.

Tenía sus necesidades biológicas, por supuesto, lo que significaba que Jiaojiao y yo teníamos que llevar dos cubos porque, además de dejarle la comida, teníamos que deshacernos de sus excrementos. Tras vernos llevar los cubos abajo, sugirió que subiésemos su comida en una cesta y bajásemos los cubos con una cuerda para evitarnos las molestias de subir y bajar. El Señor Lan se echó a reír cuando se lo conté.

—Esto es un asunto familiar —dijo cuando dejó de carcajearse—. Ve y háblalo con tu madre.

Madre se opuso a la actuación de Padre, y nos dio la impresión de que se había hecho a la idea de que su marido viviese en la plataforma. Así que iba a trabajar y cumplía con su deber cada día. Dejó de romper platos y charlaba a menudo con el Señor Lan.

—Xiaotong —me dijo—, no olvides llevarle los cigarrillos cuando subas su comida.

La verdad es que, a pesar de la oposición de Madre, una cuerda hubiese sido lo más fácil. Si no lo hicimos fue porque no quisimos. Subir a la plataforma tres veces al día para visitar a nuestro excepcional padre era algo muy especial para Jiaojiao y para mí.

Cuando dejamos su desayuno una mañana, tres semanas antes de la muerte de la esposa del Señor Lan, suspiró y nos dijo:

—Niños, vuestro padre ha malgastado su vida.

—No lo has hecho, papá —le dije—. Ya llevas aquí siete días y eso es algo de lo que enorgullecerse. La gente empieza a considerarte un sabio esperando la inmortalidad aquí arriba.

Negó con la cabeza y forzó una sonrisa amarga. Le llevábamos buena comida cada día y que nos devolviese el cuenco limpio era una señal de que su apetito estaba en perfecto estado, pero en esos siete días había perdido peso. Su barba creció, larga y espinosa como un erizo, sus ojos estaban enrojecidos, tenía legañas acumuladas, y olía realmente mal. Mirarle casi me hacía llorar, y me culpaba por no haberle cuidado más.

—Papá —le dije—, te traeremos una cuchilla y una tinaja para que te laves la cara.

—Papá —añadió Jiaojiao—, te traeremos también una manta y una almohada.

Se sentó allí, apoyado en un poste y mirando al horizonte.

—Xiaotong —dijo con pena—, Jiaojiao, bajad, encended un fuego y quemadme.

—Papá —gritamos los dos—, deja de decir esas cosas. ¿Qué sería de nosotros sin ti? Tienes que aguantar, papá. No rendirte será tu victoria.

Dejamos la cesta de comida en el suelo y recogimos los cubos, preparados para bajar. Padre se levantó, se frotó la cara con sus enormes manos y dijo:

—Lo haré.

Tomó uno de los cubos, lo balanceó de delante a atrás y lo soltó mandándolo fuera de los muros. Después cogió el otro e hizo lo mismo con el mismo resultado. Impactado por lo que acababa de hacer, tuve la sensación de que algo terrible iba a ocurrir. Corrí hasta él y me abracé a su pierna, rogando con lágrimas en los ojos.

—No lo hagas, papá, no saltes. Morirás si lo haces.

Jiaojiao corrió a abrazar la otra pierna.

—No quiero que mueras, papá.

Padre acarició nuestras cabezas y miró al cielo. Cuando por fin bajó la mirada, había lágrimas en sus ojos.

—¿Qué os hace pensar algo así, niños? ¿Por qué querría saltar? Vuestro padre no tiene agallas.

Así que bajó con nosotros y se dirigió a la oficina. Por el camino todos nos miraban.

—¿Qué estáis mirando? —les grité—. Os reto a intentar subir a esa plataforma. Mi padre ha pasado siete días ahí arriba, así que mantened las bocas cerradas hasta que os paséis allí ocho.

Se marcharon.

—Eres el mejor padre del mundo —dije con orgullo.

Padre no contestó.

Nos siguió hasta la oficina, donde el Señor Lan y Madre le recibieron con total indiferencia. Era como si hubiese vuelto de uno de los talleres o del baño, no de la plataforma de renacimiento.

—Buenas noticias, Tong Luo —dijo el Señor Lan—. La cadena de supermercados Jiajiafu nos ha pagado lo que nos debía. Debemos alejarnos de empresas fraudulentas.

—Señor Lan —dijo Padre—, dimito. No puedo seguir siendo jefe de la planta.

—¿Por qué? —dijo el Señor Lan sorprendido—. ¿Por qué ibas a querer marcharte?

Padre agachó la cabeza al sentarse en el taburete.

—He fracasado —dijo tras un buen rato.

—Eres demasiado mayor para lloriquear como un niño —dijo el Señor Lan—. ¿Ha sido algo que haya dicho o hecho?

—No le preste atención alguna, Señor Lan —dijo Madre con desprecio—. Él es su peor enemigo.

A punto de perder los nervios, Padre simplemente sacudió la cabeza y guardó silencio.

El Señor Lan cogió el periódico.

—Mira esto, Tong Luo —dijo suavemente—. Mi tercer tío ha dejado toda su fortuna, ha abandonado a todas esas mujeres que le amaban, se ha afeitado la cabeza y se ha convertido en monje del templo Yunmen. —Padre echó un vistazo al periódico—. Mi tercer tío es un hombre con un enorme espíritu —continuó emocionado—. Solía pensar que le entendía, pero ahora me doy cuenta de que soy demasiado vulgar para comprender a alguien así. Te lo digo, Tong Luo, la vida es demasiado corta como para malgastarla en cosas tan superficiales como mujeres, riqueza, fama y estatus. Naces sin ellos y los dejas atrás cuando mueres. Mi tercer tío ha visto la luz.

—Tú también la verás muy pronto —dijo con sarcasmo.

—Mi padre estuvo en la plataforma siete días —dijo Jiaojiao—, y ha visto la luz.

El Señor Lan y Madre la miraron sorprendidos.

—Xiaotong —dijo Madre—, llévate a tu hermana fuera y dejad hablar a los adultos. Vosotros no entendéis lo que ocurre.

—Yo sí —contestó Jiaojiao.

—¡Fuera! —gritó Padre enfadado, golpeando el puño contra la mesa.

Su pelo estaba lleno de nudos, su cara estaba cubierta de mugre, apestaba, y estaba de un humor terrible. Siete días de meditación en la plataforma hacen eso con un hombre. Cogí a Jiaojiao de la mano y salí.

¿Sigue escuchando, Señor Monje?

El féretro de la esposa del Señor Lan estaba en la sala de estar. Una pesada urna funeraria estaba sobre la mesa cuadrada negra, y una fotografía en blanco y negro de la difunta colgaba de la pared de atrás. La cabeza de la foto era más grande de lo que lo había sido en realidad en vida, pero lo que llamó mi atención fue el rastro de una sonrisa en las comisuras de la boca, recordándome lo buena que había sido con Jiaojiao y conmigo cuando comíamos en su casa. ¿Por qué la habían hecho tan grande? El periodista al que contratamos estaba haciendo fotos dentro y fuera de la casa con distintos objetivos. Se agachaba para algunos disparos y se arrodillaba para otros. Se podía saber lo duro que estaba trabajando por las manchas de sudor en su camiseta blanca que llevaba el nombre del periódico en la pechera, y que de hecho se le pegaba a la espalda. Había ganado tanto peso desde que se unió al equipo que su piel estaba tirante. Sus mejillas parecían pelotas de goma. Me acerqué cuando estaba cambiando el carrete.

—Eh, Caballo Flaco —dije—. ¿Cómo hicieron esa foto tan grande?

—Se llama ampliación —me contestó—. Si quieres, podría hacerte una tan grande como un camello.

—Pero no tengo ninguna foto.

Levantó su cámara, apuntó a mi cara y clic.

—Ahora sí. Tendrá una ampliación en un par de días, Director Luo.

Jiaojiao corrió.

—Yo también quiero una.

Apuntó su cámara hacia ella. Clic.

—Ahí la tienes.

—Quiero una de los dos juntos —dijo Jiaojiao.

Dirigió la cámara hacia nosotros. Clic.

—Ya está.

Me hizo tan feliz que deseaba quedarme charlando con él, pero estaba ocupado tomando más fotos. Un hombre atravesó la puerta de la casa del Señor Lan, vestido con un traje gris arrugado, una camisa con el cuello sucio y una corbata de cordón hecha de perlas rosas falsas. Una de las perneras del pantalón estaba levantada y dejaba al descubierto unos calcetines púrpuras y unos zapatos naranjas embarrados. Le llamábamos Cuatro Grandes porque tenía grande la boca, los ojos, la nariz y los dientes. De hecho sus orejas eran tan grandes que podría haberse llamado Cinco Grandes. En su cinturón llevaba un busca, al que llamábamos en aquel entonces «grillo eléctrico». El Señor Lan era de las pocas personas que tenían un teléfono móvil, del tamaño de un ladrillo; lo llevaba Biao Huang, y aunque le daba poco uso, era una señal de estatus. A pesar de no ser lo mismo, un busca también otorgaba categoría. Cuatro Grandes, el cuñado del jefe municipal, era también el más conocido de los constructores de la zona. Había ganado los contratos de cada proyecto que se llevaba a cabo en la ciudad, ya fuese una autovía o un baño. Acostumbrado a fanfarronear con todo el mundo, no se atrevía sin embargo a hacerlo delante del Señor Lan o de Madre. Agarró su maletín, se acercó a mi madre, asintió y se inclinó.

—Directora Yang…

Mi madre había ascendido a secretaría de la Corporación Huachang y secretaria del director general, también a jefe de cuentas de la planta de empaquetado. Llevaba puesto un vestido largo negro con una flor blanca de papel en el escote y un collar de perlas. No llevaba maquillaje y mantenía una expresión solemne y una mirada penetrante, como los bordes de una letra china, como un panegírico, como un majestuoso pino.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó Madre—. ¿Por qué no estás supervisando la construcción de la tumba?

—Tengo enterradores ahí fuera.

—Deberías estar supervisándoles.

—Eso he hecho —dijo Cuatro Grandes—. No me atrevería a descuidarme con un trabajo para el Jefe Lan. Pero…

—Pero ¿qué?

Él tomó una libreta y la abrió.

—Directora, los sepultureros casi han terminado, y lo próximo es la tumba. Para eso necesitamos tres toneladas de cal, cinco mil ladrillos, dos toneladas de cemento, cinco de arena, dos metros cúbicos de madera y otras cosas… ¿Podría adelantarnos un poco de dinero?

—¿No crees que ya nos has sangrado suficiente? —Madre no estaba contenta—. Hacer una tumba no puede ser tan difícil, y aun así pides más dinero. Utiliza el tuyo y te lo reembolsaremos cuando esté terminado.

—¿Y de dónde saco el dinero? —lloriqueó Cuatro Grandes—. Recibo el fondo de cada proyecto con mi mano izquierda y pago a mis trabajadores con la derecha. Soy un mero intermediario que no se queda con nada. Sin algo de dinero, nos enfrentaremos a retrasos.

—No entiendo siquiera por qué estoy hablando contigo —respondió Madre dirigiéndose al ala este, con Cuatro Grandes siguiéndole.

Padre estaba sentado con gesto imperturbable tras una mesa donde había un libro de cuentas de papel de arroz, y al lado una caja de latón de tinta con un pincel sobre ella. Aceptaba regalos en memoria del difunto (dinero o paquetes de papel amarillo; algunos le daban cientos de hojas y otros doscientas) y lo apuntaba en el libro de cuentas, mientras que el jefe de la estación de inspección, Han Xiao, estaba sentado en otra mesa a su espalda, estampando el papel con una vieja moneda de cobre, para convertirlo así en «dinero espiritual» que se quemaría para la difunta. Algunos trajeron directamente paquetes de dinero espiritual del «Banco del Inframundo» con la imagen del rey Yama, que no bajaban de los cien millones de renminbis. Han agarró un billete de mil millones de yuanes y suspiró.

—¿No causarán los billetes tan grandes una inflación allí abajo?

Un anciano que trajo cien renminbis en monedas y dos paquetes de papel amarillo lo negó.

—Esto es prácticamente inútil. Solo el papel impreso se considera dinero en el Inframundo.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Han Xiao—. ¿Has estado allí abajo para comprobarlo?

—Mi mujer me visitó en sueños y me dijo que eso se consideraba dinero falso. Han de decirle al Señor Lan que se deshaga de él. Si lleva dinero falso con ella, la arrestarán por timadora.

—¿Hay policía allí abajo? —preguntó Han Xiao.

—Por supuesto que sí. Tienen todo lo que tenemos aquí —dijo el hombre.

—Aquí tenemos una planta de empaquetado y te tenemos a ti. ¿Qué me dices de eso?

—No te hagas el listillo conmigo, jovencito. Ve a verlo tú mismo si no me crees.

—Ir es lo más fácil. ¿Cómo volvería? ¡Quieres verme muerto, viejo!

Madre se acercó y saludó a Kui Ma.

—¿Dónde vas, Inspector Han? ¿Quieres que te asciendan? —Madre cogió el teléfono antes de que él pudiese contestar y marcó un número—. ¿Es el departamento financiero? Qi Xiao, soy Yuzhen Yang. Cuatro Grandes va de camino a verte. Entregadle cinco mil yuanes, y no olvidéis el recibo con su huella dactilar.

—Que sean diez mil, Directora Yang —dijo con descaro Cuatro Grandes—. Cinco mil no es suficiente.

—No seas codicioso, Cuatro Grandes —dijo Madre.

—No será suficiente —dijo sacando su libreta—. Cinco mil ni se acerca. Mírelo. Tres mil por los ladrillos, dos mil por la cal, cinco mil por la madera…

—Cinco mil y punto —le cortó Madre.

Cuatro Grandes se sentó en la puerta.

—En ese caso, tendremos que dejar de trabajar…

—El rey Yama temblaría si se encontrara con alguien como tú —dijo Madre al coger de nuevo el teléfono—. Dadle ocho mil —dijo.

—Es un ábaco de hierro, Directora Yang. Suba un poco la cifra. Al fin y al cabo no es su dinero.

—No puedo autorizar esos diez mil precisamente porque no es mi dinero.

—El Señor Lan sabía lo que se hacía cuando te contrató.

—¡Sal de ahí! —espetó Madre—. Solo con mirarte me entra dolor de cabeza.

Cuatro Grandes se levantó y se inclinó frente a Madre.

—No hay nadie como la Directora Yang, ni mi madre ni mi padre.

—Eres un experto en recortar dinero de carreteras y edificios. Si lo haces en esta tumba, Cuatro Grandes, vivirás para arrepentirte.

—Tranquila, directora —dijo él—. Gastaré menos y trabajaré más, aunque el dinero se agote. Le construiré una tumba resistente.

—No encontrarás marfil en la boca de un perro. —Madre empezaba a enfadarse—. Aún no tienes el dinero —dijo cogiendo el teléfono—. Veamos qué es más rápido, tus piernas o mis dedos al marcar.

—¡Maldita sea esta boca mía! —dijo Cuatro Grandes dándose un bofetón—. Directora Yang, hermana Lan, oh, no, quiero decir hermana Luo, mi querida hermana. Solo intentaba ablandarte un poco. Soy demasiado grosero para decir algo bien…

—¡Lárgate! —dijo Madre lanzándole un puñado de dinero espiritual.

El papel voló por los aires.

Cuatro Grandes se despidió del resto, se dio la vuelta y se dirigió a la puerta, donde con las prisas chocó con la mujer de Biao Huang. Con la cara enrojecida espetó:

—No llevas el sombrero de luto, ¿verdad, Cuatro Grandes? No te preocupes, hay uno esperándote.

—Lo siento, hermana Lan, no, quiero decir hermana Huang. He de controlar esta boca mía —dijo frotándose la cabeza. Luego juntó su cara a la de ella—. No te he tocado los pechos, ¿verdad?

—¡Puedes irte a la mierda, Cuatro Grandes! —dijo dándole una patada en la espinilla, y añadió abanicándose—: ¿Has comido mierda? ¿Es por eso que hueles tan mal?

—Para alguien como yo la única mierda que podría encontrar estaría fría.

Intentó darle otra patada, pero esta vez la esquivó y salió por la puerta.

Todos en la habitación se quedaron sin habla por lo que acababa de ocurrir, mirando fijamente a la recién llegada. Llevaba una chaqueta corta de algodón azul con un estampado de flores, con cuello alto y abotonado en un lado sobre un conjunto informal de algodón que rozaba el suelo. Unos zapatos negros bordados asomaban por debajo. Aunque tenía el aspecto de niñera de una familia rica, también tenía cierto aire de colegiala moderna. Llevaba su pelo grasiento recogido en un moño suelto; unas cejas oscuras enmarcaban unos ojos claros, con una naricilla y labios carnosos. Un hoyuelo se formaba en su mejilla izquierda al sonreír. Sus pechos brincaban como conejillos. Yo había hablado antes con ella, trabajaba para el Señor Lan, cuidando de su mujer y su hija. Después de firmar como director del taller de la planta, dejé de comer allí, así que hacía bastante desde la última vez que la había visto, y mi impresión fue que se había convertido en una libertina. ¿Por qué? Porque con solo mirarla tuve una erección, no importaba lo mucho que deseara frenarla. Para ser honestos, las mujeres facilonas siempre me han disgustado, pero eso no afectó a mis ganas de mirarla, que me causaban una gran culpabilidad. Debí haber apartado la vista. Pero era como un imán para mis ojos, y cuando se dio cuenta de que la miraba me dirigió una sonrisa que olía a sexo.

—Directora Yang —dijo—, el jefe Lan pregunta por ti.

Madre miró a Padre de forma extraña.

Padre agachó de nuevo la cabeza y continuó apuntando en la libreta.

Así que Madre siguió el trasero de la mujer de Biao Huang hasta la puerta. Maldita sea, hacía que mi cara picase. Deberían matarla.

Han Xiao, cuyos ojos se habían pegado a esas nalgas, dijo emocionado:

—Un hombre inteligente no consigue encontrar una pareja decente, ese sapo sin embargo es bendecido con una mujer que es una flor.

—Biao Huang es solo una tapadera —dijo Kui Ma, que estaba fumando cigarrillos sin nicotina—. Vete tú a saber quién es el verdadero marido.

—¿De quién habláis? —preguntó Jiaojiao.

Padre tiró el pincel contra la mesa, salpicando tinta en la caja.

—¿Qué ocurre, papá?

—¡Cállate! —gritó.

—Tong Luo —dijo Kui Ma sacudiendo la cabeza—. ¿Por qué te pones así?

—Que te jodan —contestó Han Xiao—. ¿Vas a seguir fumando esa mierda?

Kui Ma sacó dos cigarros más de la lata, encendió uno con el que aún tenía en su mano y el otro se lo colocó en la oreja. Se puso de pie y fue hacia la puerta.

—Si te interesa —dijo de camino—, el Jefe Lan y yo somos parientes, ya que la nuera de su tercer tío es la nieta del tercer tío de mi yerno.

—Xiaotong —dijo Padre—, vete a casa y llévate a Jiaojiao contigo, no quiero que te veas mezclado en todo esto.

—No —dijo Jiaojiao—, esto es muy divertido.

—¡He dicho que la lleves a casa, Xiaotong! —insistió.

Su gesto, el más severo que nos había dirigido desde su regreso, me asustó lo suficiente como para agarrar de la mano a mi hermana e irme a casa. Pero ella clavó sus pies en el suelo y se quejó, su cuerpo se balanceó y se negó a moverse. Padre estaba a punto de darle una bofetada cuando Madre entró. Él dejó caer su mano.

—Tong Luo —dijo Madre con tono serio—, el Jefe Lan quiere que Xiaotong haga el papel de hijo solícito. Se unirá a Tiangua para vigilar el féretro y colocar la bandeja de arcilla donde se quemará el dinero.

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