Blue

Blue


15

Página 17 de 23

15

Esta vez el vuelo a Los Ángeles se hizo eterno. Viajar con rumbo oeste siempre llevaba más tiempo, pero en esta ocasión, además, no había ningún motivo alegre para viajar. Hasta Blue estaba más apagado en el avión. Él había sufrido la pérdida de seres queridos, en concreto sus padres. Los funerales le gustaban tan poco como a Ginny.

—¿Estás bien? —le preguntó él con dulzura cuando estaban a punto de aterrizar. Había visto que Ginny tenía lágrimas en los ojos y le sonrió con nostalgia.

—Es que se me hace tan raro que ya no esté…

Por toda respuesta, Blue asintió con la cabeza y la cogió de la mano.

Ella alquiló un coche, como la última vez. Cuando llegaron a casa de Becky, encontraron a toda la familia sentada a la mesa del desayuno con caras largas. Lizzie se levantó de un brinco en cuanto los vio entrar y echó los brazos al cuello de Blue para abrazarlo. Él también se alegró mucho de verla. Aquello los animó de pronto y, cuando Ginny y Blue se sentaron con ellos, empezaron a hablar todos a la vez.

Después de desayunar, las dos hermanas salieron discretamente y fueron en coche a la funeraria. Allí escogieron todo lo necesario: el ataúd, las tarjetas de la misa, el programa, el álbum de invitados encuadernado en piel para el rosario, y a continuación se dirigieron a la parroquia, donde habían quedado con el párroco para elegir la música, las oraciones y las personas que tomarían la palabra. Habían pasado bastantes años desde que su padre había visto por última vez a sus amigos. Muchos aún vivían y se encontraban bien, pues él tampoco era tan viejo. Sin embargo, hacía años que su cabeza ya no funcionaba como era debido y había dejado de verlos a medida que el Alzheimer iba apoderándose de él.

Becky salió de la iglesia en silencio, y se quedó mirando a su hermana mientras esta conducía de vuelta a la casa.

—Me sorprende que no te haya dado vergüenza hablar con el cura, teniendo en cuenta lo que estás a punto de hacer en Nueva York. —Soltó con un dejo cortante.

—Que yo sepa, el padre Donovan no viola a niños pequeños —respondió Ginny, sin dejar de mirar la carretera.

—¿Y cómo estás tan segura de que ese cura de Nueva York lo hace? Ya sabes que muchos de los críos que acusaban de eso a sus párrocos resultó que estaban mintiendo. ¿Tan segura estás de que Blue te ha contado la verdad? —Su voz reflejaba escepticismo.

—Pues sí. Y quince más que han aparecido durante la investigación. Becky, esto no es ninguna nimiedad. Destroza la vida a la gente. —Ginny quería hacerla razonar, pero Becky estaba convencida de estar en lo cierto.

—¿Y qué pasa con el cura? ¿No vais a destrozarle la vida si al final acaba en la cárcel por un delito que no ha cometido? Eso también ocurre todo el tiempo. —Ni siquiera conocía a Ted Graham en persona y, aun así, estaba segura de su inocencia solo porque era sacerdote.

—¿Y si es verdad lo que dicen todos esos chavales? ¿No te da miedo que ande suelto un individuo que comete abusos sexuales contra niños pequeños, especialmente si es un cura?

Becky no respondió, se quedó pensando en ello. Pero seguía empeñada en que se trataba de una más de las cruzadas de Ginny. Siempre andaba metida en alguna causa: la lucha por los derechos humanos, un niño de la calle y una vendetta contra la Iglesia. No le quedaba nada más en la vida que esas causas. Desde que Mark y Chris habían muerto, había llenado su existencia con luchas ajenas a ella y con víctimas a las que salvar. Había cambiado totalmente como persona, y a Becky le costaba mucho identificarse con ella. Se había transformado en una especie de luchadora por las libertades, metiéndose en guerras que no iban con ella, y todo porque no tenía una vida propia.

—Yo solo creo que estás completamente equivocada. No se ataca a la Iglesia —repuso Becky con rabia—. Va contra todo lo que nos han enseñado.

—Pero hay que hacerlo si alguien de dentro hace algo malo —respondió Ginny sin alterarse. No albergaba la más mínima duda sobre la sinceridad de Blue ni sobre el caso.

Hicieron el resto del trayecto en silencio, separadas por un abismo de un kilómetro de ancho. Después Ginny se llevó a Blue al centro para comprarle un traje. Se decidieron por uno azul oscuro, sencillo, que Ginny consideró que podría utilizar en alguna otra ocasión, quizá para algún recital del instituto. El chico salió de la tienda muy ufano con su traje nuevo, más una camisa blanca y una corbata oscura para completar el conjunto. Y esa noche, cuando se lo puso para asistir al rezo del rosario, parecía todo un hombre.

Lizzie y él se sentaron en uno de los bancos del fondo, conversando en voz baja, mientras Margie y Charlie seguían las oraciones junto a sus padres. Ginny y Becky se encargaron de saludar a los presentes, cosa que dio a aquella la oportunidad de comprobar que había pasado mucho tiempo fuera de Los Ángeles. No reconoció a casi nadie, pues la mayoría de los asistentes eran amigos de Becky y de Alan. Por otro lado, todo le recordaba a la misa por Mark. En cuanto hubo terminado el rosario de difuntos, salió a toda prisa de allí y, una vez en casa de su hermana, se sirvió una copa de vino. Había dejado el ordenador en la mesa. Al verlo se dio cuenta de que tenía un e-mail de Andrew O’Connor. Dio un sorbito al vino, abrió el mensaje y lo leyó. Andrew había trasladado la cita de la archidiócesis a una semana más tarde. Resultaba agradable recibir noticias del mundo exterior; el ambiente en el rosario de difuntos había sido asfixiante.

Los chicos bajaron luego a la sala de juegos del sótano. Al poco, los mayores oyeron a Blue tocando el piano y bajaron para estar con ellos. Blue los obsequió con un pequeño recital improvisado, haciendo que todos lo acompañasen cantando. Aquello convirtió su tristeza en baile, como decía la Biblia. Al final cantó una canción de góspel, con una voz limpia y rotunda que los emocionó a todos e hizo que a Ginny se le saltaran las lágrimas.

—Mi madre me cantaba esta canción —le dijo él en voz baja.

Después de oírlo cantar, con aquella voz potente, se sentaron a su alrededor y charlaron durante un rato. Blue los había animado a todos al piano.

Al día siguiente se celebraba el funeral. Blue bajó vestido de nuevo con el traje de chaqueta. Unos minutos después, bajó Lizzie con un vestido negro de falda corta que había elegido su madre para ella. Se veían los dos muy mayores de esa guisa. Una hora más tarde, la familia al completo salía hacia la iglesia en las dos limusinas negras que habían contratado en la funeraria el día anterior.

La parroquia estaba más concurrida de lo que había esperado Ginny, con una cantidad considerable de allegados y conocidos que habían querido estar presentes en el funeral por su padre. Mientras Becky y su familia ocupaban su banco de la iglesia, Blue se quedó a su lado, orgulloso de encontrarse allí también.

Tras la ceremonia, salieron a saludar a los asistentes y finalmente fueron al cementerio para acompañar el ataúd de su padre. Ginny vio de pronto las sepulturas de Mark y Chris, y la sensación de soledad que la embargó fue tan abrumadora que casi la dejó sin respiración. Blue captó la expresión de su rostro y se acercó a Lizzie.

—¿Son ellos? —le preguntó susurrando, señalando las dos tumbas con la cabeza.

Ella asintió en silencio. Al lado de las sepulturas, había un sitio para Ginny, quien había comprado los tres nichos el mismo día. La lápida de Chris era ligeramente más pequeña. Una vez terminado el responso ante la tumba, Ginny se acercó a ver las sepulturas mientras los demás se alejaban. Se agachó y, con las lágrimas rodándole por las mejillas, acarició la lápida de su hijo. Entonces, al volverse, vio a Blue de pie a su lado con dos rosas blancas de tallo largo en la mano. Dejó una en cada tumba, y Ginny se abrazó a él. Permanecieron unos minutos así, mientras ella lloraba. Luego él la condujo con delicadeza hasta los coches, montaron en la limusina y le sostuvo la mano todo el camino.

En la casa ya había gente esperándolos, así como un bufé en el que no faltaba de nada. Los invitados estuvieron con ellos hasta primera hora de la tarde y después, al fin, la familia se quedó a solas de nuevo. Charlie se puso unos vaqueros, y llegó su novia y los más jóvenes decidieron darse un chapuzón en la piscina. Ginny los observaba desde la ventana de la cocina, sonriendo. Entonces se volvió hacia su hermana. La ceremonia había sido preciosa, tradicional, tal como imaginaron que sería apropiada para su padre. Entre las dos habían acordado todos los detalles.

—Esto es lo que hubiese querido papá, verlos ahí fuera jugando así. —Siempre había sido un hombre alegre y disfrutaba mucho cuando tenía a sus nietos cerca. Ginny sentía que, pese a lo inusual de las circunstancias, le habría gustado conocer a Blue.

—¿Qué piensas hacer con él ahora? —le preguntó Becky al ver a su hermana mirando a Blue en la piscina.

—¿Qué quieres decir?

—No puedes tenerlo contigo eternamente. Ya no es un niño, y tú pasas prácticamente todo el tiempo de viaje. No irás a adoptarlo, ¿verdad?

—No lo sé. No lo he pensado. Lo dices como si fuera un pez al que tuviera que devolver al agua. —Pero lo cierto era que Blue no tenía adónde ir y que los dos se querían. El muchacho se había convertido en una parte importante en su vida, y Becky no parecía entenderlo—. No tiene mucho sentido que lo adopte, dentro de cuatro años cumplirá dieciocho. —Pero su tía Charlene no lo quería con ella y Ginny no deseaba dejarlo en un centro de acogida—. A lo mejor se queda conmigo tan solo hasta que tenga edad para valerse por sí mismo. Empieza en el instituto el mes que viene.

—Pero no es tuyo, Ginny. No es de la familia. No tiene por qué estar contigo. Y tú ya no tienes la vida montada para que haya un chico en ella, con el trabajo que haces, siempre de aquí para allá por el mundo.

—Y si yo no me ocupo de él, ¿quién lo hará? —Ginny se volvió para mirar de frente a su hermana, quien parecía no querer hacer sitio en su vida para nada que se saliera de lo normal, solo para lo que encajase perfectamente. Y todo en la vida de Ginny era fuera de lo normal. Ya no parecían tener nada en común, salvo su padre, y había fallecido. Becky siempre estaba atacándola, aunque no fuera su intención.

—No es problema tuyo. Tú no eres «el guardián de tu hermano», ni el guardián del hijo de nadie —insistió Becky, obstinada.

—Si eso fuera cierto, ningún niño adoptado de este mundo tendría un hogar —replicó Ginny en voz queda—. Yo no sé por qué Blue y yo nos encontramos el uno al otro, pero así fue. Quizá sea suficiente por ahora.

Salieron a la piscina y estuvieron viendo a los chicos jugar a Marco Polo con Alan. Se lo estaban pasando todos en grande. Era el final perfecto para un día agridulce, pues había un componente de paz y sosiego en ello. No fue como el dolor desesperado que tiñó los funerales por Mark y Chris, en los que absolutamente todo era extraño e incomprensible. Eso, por el contrario, era ley de vida: los padres desaparecían sin hacer ruido, y las nuevas generaciones ocupaban su lugar.

Los chicos se quedaron en la piscina hasta que se hizo de noche. Luego cenaron los restos del bufé que la empresa de catering había llevado y todo el mundo se fue a dormir temprano. A solas en su habitación, Ginny estuvo dando vueltas a lo que había dicho su hermana. La asombraba la poca capacidad que tenía para entender que la gente podía vivir la vida de un modo distinto del suyo. Su mundo se limitaba a Pasadena y en él solo había cabida para gente «normal», cuya vida era fiel reflejo de la de ella y Alan. No había espacio para un chico como Blue ni para nada que se saliese de lo corriente. Entonces recordó la pregunta que le había hecho Becky esa tarde, si tenía planes de adoptar a Blue. En realidad no se lo había planteado hasta ese momento, pero de pronto se vio considerando si debía dar el paso. El muchacho necesitaba una familia y un hogar. Le dio que pensar.

Pasaron un día más en Pasadena; después Blue y ella regresaron a Nueva York. Tenían vidas que retomar, además de una batalla que emprender contra la archidiócesis. El mismo día en que llegaron a casa, Ginny telefoneó a Andrew O’Connor. Tenían la cita con el superior eclesiástico al cabo de dos días.

—Solo quería que supieras que ya estamos aquí —le informó, con tono cansado.

—¿Cómo ha ido todo? —preguntó él.

—Más o menos como cabía esperar: con pena pero como era debido. Con mi hermana la situación ha sido algo incómoda. Está furiosa por que desafiemos a la Iglesia. Según ella, estamos cometiendo un sacrilegio y los curas nunca pueden hacer nada malo. Su marido y ella son muy tradicionales. Yo trato de evitar el tema, pero ella se empeña en discutirlo conmigo y en hacerme ver lo equivocada que estoy. Realmente no lo entiende.

—Le pasa a mucha gente. No quieren creer que estas cosas ocurren ni ver el daño que producen. Hay que tener agallas para ir contracorriente, pero es lo que debe hacerse. Cuando empecé a llevar este tipo de casos, recibía amenazas de muerte. Siempre me ha parecido interesante que la gente amenace de muerte a otros en nombre de la religión cuando no les gusta lo que hacen. Es una contradicción fascinante.

Ginny nunca había pensado en el riesgo que podía entrañar para él aceptar casos contra la Iglesia.

—Entonces supongo que tú también eres bastante valiente —dijo ella con admiración.

—No, solo estoy convencido de que lo que hago es lo correcto. Siempre me ha traído por el camino de la amargura, pero es como quiero vivir. —Su tono era decidido.

—Mi vida era distinta antes de que murieran mi marido y mi hijo. Ellos la llenaban. Ahora me he volcado en luchar contra las injusticias del mundo y en intentar que las cosas cambien para quienes no pueden valerse por sí mismos. Pero imagino que para la gente supone una amenaza que otros plantemos cara y corramos este tipo de riesgos. No les gustan las posturas impopulares que los obligan a revisar sus creencias y a poner en tela de juicio sus bondades.

—Es verdad. —Coincidió él—. Mi familia pensaba que estaba como una cabra cuando ingresé en la Iglesia. Se opusieron de manera virulenta, les parecía rarísimo. Y después se horrorizaron aún más cuando dejé el sacerdocio. Supongo que me paso la vida escandalizándolos con cosas que encuentran censurables. —No parecía molesto por eso, y Ginny se rio.

—Así es como está mi hermana conmigo.

—Está bien tenerlos siempre alerta —bromeó Andrew, y se rieron ambos. Pero luego añadió, más serio—: Nunca estuve en la Iglesia por los motivos correctos. Tardé mucho en darme cuenta. Creí que tenía vocación, pero no era así.

Nunca le había contado nada de eso a un cliente suyo. Pero Ginny era una mujer dotada de empatía, abierta de corazón y de mente, y a Andrew le agradaba hablar con ella. Además, la admiraba mucho por lo que estaba haciendo por Blue.

—Eso puede ser un error grave —contestó con absoluta sinceridad— y entiendo que, al colgar los hábitos, diste un golpe de timón importante en tu vida. Debió de ser una decisión difícil.

—Lo fue. Pero cuando fui a Roma me di cuenta de que la Iglesia, en su estratosfera superior, es un ente sumamente político, lleno de intrigas, una especie de lucha de poder. Yo nunca entendí la Iglesia como una arena política. De todos modos, estar en Roma fue muy interesante, la verdad, con todos los cardenales pululando por allí. Y trabajar en el Vaticano fue como un sueño, era todo muy embriagador. Pero yo no había ingresado en el sacerdocio para eso. Ahora soy más útil haciendo lo que hago que cuando era cura. En el fondo no era más que un abogado con alzacuellos y no tenía vocación para servir en una parroquia, sobre todo después de venir de Roma. En cuanto lo comprendí, sentí que era el momento de dejarlo. No estaba ayudando a nadie. Además lo que de verdad quería ser era abogado, no cura. —Se veía que estaba completamente satisfecho con la decisión que había tomado y transmitía la sensación de haber acertado.

—Pues me decepciona oírte decir eso —dijo ella, y se rio con dulzura.

A Andrew le gustaba su voz. Notaba, por su forma de relacionarse con la gente, que no era ajena al sufrimiento humano, incluyendo el suyo propio.

—¿Y eso? —preguntó, desconcertado por su comentario.

—Tenía algo así como la esperanza de que te hubieses enamorado de una monja, que hubieseis huido juntos y que después hubieseis vivido felices y comido perdices. Me encantan esas historias. Supongo que en el fondo soy una romántica. Un amor imposible que al final acaba triunfando.

—A mí también me gustan esas historias —admitió él—. No pasan muy a menudo. Además, aceptémoslo, la mayoría de las monjas de hoy en día no se parecen a Audrey Hepburn en Historia de una monja. Son más bien corpulentas, llevan cortes de pelo raros, dan la impresión de no acordarse mucho de peinarse y van en vaqueros y con sudadera; solo visten los hábitos cuando van a Roma, y entonces parece que siempre se ponen la toca torcida. —Se notaba que hablaba por experiencia. Ginny se rio de lo que acababa de decir, aunque su hermana se habría llevado las manos a la cabeza ante su irreverencia. No obstante, no lo decía de mala fe, sino con sentido del humor. Y era cierto—. De lo único que me enamoré cuando trabajé en el Vaticano fue de estudiar derecho canónico. Era fascinante. Pero nunca vi a ninguna monja que me acelerase el corazón.

Ginny se preguntó si alguien le había provocado ese efecto desde entonces. Era un hombre inteligente y muy interesante.

Él respondió a su pregunta sin necesidad de que la formulase, como si le hubiese leído el pensamiento.

—Nunca terminé de reintegrarme en la vida secular. Puede que fuese demasiado mayor cuando dejé la Iglesia o que esperase más de la cuenta. Me concedieron la dispensa total de los votos religiosos hace cinco años, a los cuarenta y tres. Algo así como una baja con honores. —Ginny se sorprendió. Era mayor de lo que aparentaba; ella le había echado unos treinta y nueve o cuarenta años, no cuarenta y ocho—. Pero la mayor parte del tiempo todavía me siento como un sacerdote, con toda la típica culpa católica. Es posible que lo de ser jesuita sea para siempre. En mí tuvo mucho calado. Era muy joven cuando ingresé. Demasiado. La gente hoy en día no entra en la Iglesia tan joven, y es mejor así. De esa forma saben lo que hacen cuando toman la decisión. Yo iba con un montón de elevados ideales que en realidad nunca tuvieron sentido. Pero tardé mucho en comprenderlo. Han pasado veinticinco años desde que me ordené sacerdote. E imagino que tardaré el doble en salir del todo, si es que salgo algún día. En definitiva, que por ahora me complacer ser un agitador que persigue a los malos como el padre Teddy Graham. —No disimuló su desprecio al referirse a él—. Esto es lo que de verdad quería hacer al principio. Entonces era una especie de cruzado. Quería ser un buen sacerdote en lugar de uno malo. Ahora simplemente me alegro de llevar a los malos a la cárcel y aprovechar para obtener indemnizaciones para sus víctimas. No es un empeño del todo noble, pues hay dinero de por medio, pero mientras el dinero no sea para mí, funciona.

En el fondo era un purista. Y Ginny volvió a preguntarse si provenía de una familia acaudalada y gracias a eso podía aceptar casos como el de Blue sin cobrar nada a cambio. Tenía cierto aire aristocrático, solo que sin pretensiones, con humildad.

—Supongo que los dos somos cruzados por los derechos humanos —comentó ella pensativa—. De eso precisamente me acusaba hace poco mi hermana. De ser una cruzada, de tener complejo de Juana de Arco. Según ella, todo esto es absurdo. Pero para mí tiene todo el sentido del mundo. Yo no tengo marido ni hijos. Dispongo de tiempo para tratar de cerrar las heridas del mundo.

—Antes o después, todos encontramos el camino que va con nosotros. Algunos antes que otros. A mí me da la impresión de que has sacado lo mejor de una situación dramática y lo has aplicado a un fin bueno. Eso es un arte —dijo él.

Era lo que le infundía respeto hacia ella. Y un chico con suerte llamado Blue se había beneficiado de ello. Ginny podría haberse pasado el resto de su vida llorando la muerte de sus seres queridos, pero, en lugar de eso, se había puesto al servicio del prójimo.

—Mi hermana me preguntó si estaba pensando en adoptar a Blue. A decir verdad, no me lo había planteado seriamente hasta que me lo dijo. Quizá deberíamos hablar de ello uno de estos días.

—Sería fabuloso para él, si de verdad quieres hacerlo. Piénsalo con calma para estar segura.

—Eso haré. Es un buen consejo.

—Bueno, nos vemos el lunes en la archidiócesis. Quedamos en el pequeño restaurante de la esquina. Allí te daré algunos detalles y te hablaré del elenco de personajes. Nunca está de más contar con la visión de alguien de dentro.

—Genial. Gracias otra vez —respondió ella con afecto.

—Y mi más sincero pésame de nuevo —dijo él, y colgaron.

Ginny fue a ver qué andaba haciendo Blue. Cuál no sería su sorpresa cuando le dijo que se encontraba mal.

—¿Cómo de mal? —le preguntó, y le acercó el dorso de la mano a la frente para ver si tenía fiebre, pero no—. Seguramente es solo cansancio del viaje.

Entre el funeral, el rosario de difuntos, el vuelo a California y la vuelta a Nueva York, habían sido unos días de locos. Ginny, no obstante, advirtió que estaba pálido. Y justo antes de acostarse esa noche, vomitó. Ella pensó que tendría algo de gastroenteritis. Se sentó a su lado un rato y, cuando al fin se quedó dormido, se fue a la cama.

Al cabo de lo que parecieron apenas unos minutos, alguien la zarandeó para despertarla. Ginny abrió los ojos sobresaltada. Alzó la vista, sin saber por un instante dónde se encontraba, y vio a Blue de pie al lado de la cama, llorando. Era la primera vez que lo veía llorar.

—¿Qué te pasa? —le preguntó al tiempo que se levantaba de la cama de un salto.

—Me duele la tripa. Me duele mucho… mucho.

Ginny le dijo que se tumbara en su cama y pensó en llamar a un médico. Entonces Blue volvió a vomitar y se dobló de dolor. Cuando le indicó dónde le dolía, Ginny vio que se trataba del cuadrante inferior derecho del abdomen. Tenía suficiente formación en primeros auxilios para saber qué era. Se vistió inmediatamente y le dijo con delicadeza que irían a Urgencias. Él respondió que estaba demasiado mal para vestirse solo, así que ella lo ayudó a ponerse una bata encima del pijama y el chico se calzó las Converse. Cinco minutos después estaban en la acera, haciendo señas a un taxi. Ginny pidió al taxista que los llevase al hospital Mount Sinai, el más próximo a su apartamento.

Al cabo de cinco minutos, estaban en Urgencias. Blue describió los síntomas a la enfermera, mientras Ginny se ocupaba del papeleo en el mostrador de admisiones. Rellenó todos los impresos que le pidieron y entonces se dio cuenta de que no tenía tarjeta de seguro sanitario para él. Volvió corriendo al despacho de las enfermeras para consultarlo con él. Allí se lo encontró sentado en una silla de ruedas, con la cara verde y una palangana debajo de la barbilla por si volvía a vomitar.

—Blue, ¿tienes seguro médico? —le preguntó con delicadeza.

Él negó con la cabeza y ella regresó corriendo al mostrador de admisiones para decirles que el muchacho no tenía seguro. La encargada de admisiones no puso cara de felicidad precisamente—. Pueden cobrármelo a mí directamente —añadió Ginny enseguida, e incluyó su dirección en el impreso. Había vacilado un momento antes de rellenar la parte en que le pedían que indicase el nombre de un pariente cercano y pensó en poner sus datos, pero al final había escrito los de la tía del chico. Ella se había inscrito como la persona que lo había llevado al hospital.

—No nos permiten hacer eso. No podemos cobrárselo a usted —dijo la administrativa al revisar el impreso—. Sería mejor si el chico tuviese tarjeta de seguro. —Anotó «Sin seguro» en el formulario—. ¿Es su madre? —inquirió con recelo.

—No —respondió Ginny sin afán de mentir, y se preguntó si habría metido la pata.

—Pues entonces no puede firmar el impreso de admisión. El chico es menor de edad. Tiene que firmarlo un familiar, sus padres o el tutor legal.

—Son las cuatro y media de la madrugada, y no quiero perder el tiempo buscando a su tía —replicó Ginny desquiciada.

—Podemos atenderle si es una urgencia, pero deberíamos notificárselo —contestó la mujer sin ceder un ápice.

Ginny se preguntó si Charlene estaría trabajando en el hospital en el turno de noche. Eso simplificaría las cosas.

A esas alturas, Blue había pasado con el médico, que estaba examinándolo. Ginny entró para estar con él. Blue la miró con cara de tener mucho miedo, y ella le dio unas palmaditas en la mano. El médico salió con ella de la consulta para informarla en el pasillo.

—Tiene el apéndice inflamado —le explicó—. Hay que extirpárselo esta misma noche. No quiero esperar.

Ella asintió; era lo que se había imaginado.

—Me parece bien. Pero tenemos un problema. No soy su tutora legal, es huérfano de padre y madre, y solo tiene una tía que es su tutora pero a la que no ve nunca. Vive conmigo. ¿No puedo firmar yo el impreso?

El médico negó con la cabeza.

—No, pero no hace falta que firme nada. Puede intentar localizarla mientras lo operamos. Puedo llevármelo ahora mismo al quirófano. Pero al tutor legal hay que avisarlo.

Ginny se mostró de acuerdo y decidió esperar a llamar a Charlene hasta que se llevasen a Blue para operarlo. Así pues, volvió con él a la consulta. El chico estaba vomitando de nuevo, mientras una enfermera le sujetaba la palangana. Estaba hecho una pena, con los ojos más grandes que nunca y la cara muy blanca de repente. Estaban impacientes por llevárselo al quirófano y le habían puesto una vía en el brazo. Un minuto después, entró un enfermero y explicó a Blue lo que iban a hacerle. El chico se echó a llorar. Ginny le dio un beso en la frente antes de que lo sacaran por la puerta en la cama. Unos instantes más tarde, lo metían en el ascensor y se lo llevaban a otra planta. Ginny se quedó en el pasillo, sola. También ella estaba llorando.

Entonces llamó al móvil de Charlene, cruzando los dedos para que estuviera trabajando. Sin embargo, respondió una voz somnolienta. Era ella. Se asustó al oír a Ginny llorando al otro lado de la línea. Ginny le explicó la situación. Junto a Charlene, le llegó una voz de hombre que se quejaba de que los hubiesen despertado a las cinco de la madrugada. Ginny dedujo que era Harold, el novio de Charlene.

—Se pondrá bien —dijo esta, menos preocupada, al parecer, que Ginny—. Mañana cuando vaya a trabajar firmaré el impreso de admisión. —No parecía importarle gran cosa, lo que molestó a Ginny.

Colgaron enseguida. Y Ginny fue a sentarse en una sala de espera hasta que Blue volviese de quirófano. Primero tendría que pasar por la sala de reanimación. Ese tiempo le sirvió para reflexionar acerca de su situación. Desde el punto de vista legal, Blue y ella estaban en un limbo, por lo que, al haberse puesto malo, Ginny comprendió que tenía sentido que ella fuese su tutora legal. Charlene no quería hacerse responsable de él, y Ginny, sí.

Blue volvió de la sala de reanimación a las ocho de la mañana. Lo metieron en una habitación semiprivada que tenía una cama vacía. Estaba grogui. Siguió durmiendo hasta las doce, cosa que aprovechó Ginny para volver a casa, darse una ducha y cambiarse de ropa. Cuando regresó, se sentó en una silla junto a su cama y dio una cabezada mientas él dormía toda la tarde. A las cinco en punto, Ginny bajó a la cafetería, donde había quedado con Charlene. Ginny llevaba los formularios de admisión, que Charlene firmó y le devolvió. Entonces dijo algo que sobresaltó a Ginny.

—Ya no quiero seguir siendo su tutora legal. No lo veo nunca. No es hijo mío. Y vive con usted —concluyó con toda lógica.

Sus palabras tenían todo el sentido del mundo. Ginny constató que ella sí quería ser su tutora legal. Pero la última palabra la tenía Blue y deseaba preguntárselo.

Pasó toda la noche en el hospital con él. Dos días después de su operación, se lo llevó a casa y lo mimó como correspondía. Vieron la tele juntos, en el sofá, y en un momento dado ella le preguntó qué le parecía si se convertía en su tutora legal. Una sonrisa enorme se dibujó en el rostro del chico.

—¿Harías eso por mí? —le preguntó con lágrimas en los ojos.

—Si tú quieres, sí. Puedo consultárselo a Andrew.

Eso hizo. Y él contestó que era un procedimiento muy sencillo, sobre todo teniendo en cuenta la edad del chico. Con catorce años, tenía voz y voto. Por tanto, dado que Blue quería que ella fuese su tutora, que Ginny lo deseaba también y que Charlene había pedido renunciar a su tutela, la vista con el juez sería un mero trámite. Ginny era una persona responsable, y Andrew le dijo que ningún juzgado pondría objeciones. Además, cuando salía de viaje, siempre dejaba todo arreglado en lo que atañía al chico.

—Puedo ocuparme del papeleo, si quieres —se ofreció Andrew.

Ginny le pidió entonces que iniciara el procedimiento. Andrew solicitaría una vista lo antes posible, debido a las circunstancias en que se hallaba Blue. Además, con la investigación en curso, el abogado estaba seguro de que las autoridades competentes procederían a hacer el cambio de tutela sin demora.

Solo con hablarlo, Ginny y Blue estaban felices. Ella sabía que era la mejor decisión que podía tomar, y Blue, por su parte, estaba radiante de saber que ella lo quería en su vida a largo plazo y que estaba dispuesta a asumir la responsabilidad de cuidar de él. Todo lo demás pasó a un segundo plano. Mientras el chico se recuperaba de la operación, hicieron planes. Hablaron de lo que harían en cuanto pudiera salir de casa. Ella le cocinó los platos que más le gustaban y vieron juntos las películas favoritas del muchacho. La noticia de que sería su tutora legal reforzó el vínculo que se había creado entre ambos. La apendicitis resultó ser un regalo del cielo para los dos. Estaban impacientes por que llegara el día de la vista con el juez para confirmar el cambio.

Ir a la siguiente página

Report Page