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Al día siguiente, cuando Ginny se despertó, hacía una mañana clara y soleada y, por el frío que reinaba en la habitación, imaginó que la temperatura fuera sería gélida. Era el día antes de Nochebuena, el día que más aborrecía de todo el año, y estaba acusando los estragos del impacto cultural y del desfase horario de después del viaje. Se dio la vuelta y se quedó dormida de nuevo. Cuando despertó otra vez, cuatro horas más tarde, el día se había tornado gris y estaba nevando. En un armario de la cocina, encontró café instantáneo y una lata con cacahuetes rancios, que tiró a la basura. Le daba demasiada pereza salir al frío de la calle a por algo de comer. Además, tampoco tenía ni pizca de hambre, nunca tenía hambre ese día. Fue al salón, en pijama, y trató de no fijarse en la fotografía de Mark y Chris que tenía en el desvencijado escritorio, en un marco de plata. Solo había dos fotos de ellos en el apartamento. La que estaba tratando de no mirar era una de Mark con Chris en la fiesta de su segundo cumpleaños. Se sentó en el sillón reclinable y cerró los ojos, pensando inevitablemente en el día de hacía tres años en que habían asistido a aquella otra fiesta, Chris con su trajecito de terciopelo rojo, los pantalones cortos y la pajarita de tela escocesa. Intentó apartar la imagen de su mente, pero le resultó imposible. Los recuerdos eran demasiado fuertes, de la fiesta, del despertar en el hospital tras el accidente, de cuando Becky le contó lo que había ocurrido. Habían llorado las dos y, a partir de ahí, todo quedaba difuminado. Celebraron el funeral cuando salió del hospital, un mes después, pero había estado tan histérica que apenas recordaba nada. Luego, en casa de Becky, guardó cama durante semanas. La cadena de televisión se portó de maravilla y le pidió que, en lugar de presentar su dimisión, solicitase una excedencia, pero ella sabía que no podría volver sin Mark. Trabajar en los informativos sin él ya no tenía sentido, habría sufrido demasiado.

Vivía de sus ahorros, del seguro de vida de él y de lo que ganó con la venta de la casa. Pese al exiguo salario que cobraba de SOS/HR, disponía de lo suficiente para seguir desempeñando ese tipo de trabajo mucho tiempo. Apenas tenía gastos y no deseaba rodearse de todo lo que acompañaba una vida de opulencia. No tenía prácticamente ninguna necesidad, salvo botas de montaña cuando se le desgastaban las últimas. Ya solo necesitaba ropa resistente para los viajes. La traía al pairo lo que se ponía, cómo vestía, qué comía o cómo vivía. Todo lo que le había importado antes había desaparecido. Su vida sin Mark y sin Chris era como un cascarón vacío, salvo por la labor que hacía, que era lo único que daba sentido a su existencia. No toleraba las injusticias que veía que se cometían a diario, en culturas y países de todo el mundo. Se había convertido en una activista por la libertad que defendía a mujeres y niños; tal vez, había comprendido, para paliar su propio sentimiento de culpa por no haber estado más atenta aquella noche aciaga y por dejar que su marido los pusiera a los tres en peligro. Solo deseaba haber muerto con ellos, pero, cruelmente, ella había sobrevivido. Su castigo era pasar sin ellos el resto de su vida. Aquel pensamiento resultaba casi insoportable cuando se permitía contemplarlo, cosa que rara vez ocurría pero que nunca podía evitar en esa fecha. Los recuerdos la acosaban como fantasmas.

Cuando anocheció, se quedó mirando por la ventana los copos de nieve que caían con suavidad sobre las calles de Nueva York. La nieve había cuajado y ya había una capa de unos diez centímetros. Estaba precioso y, de pronto, le dieron ganas de salir a dar un paseo. Necesitaba tomar un poco el aire y alejarse de sus pensamientos. Las imágenes que se agolpaban en su mente le resultaban opresivas, y sabía que el frío y la nieve la distraerían y la despejarían. Podía comprar algo de comer en el camino de vuelta, dado que no había probado bocado en todo el día. Pese a que no tenía apetito, se daba cuenta de que debía comer. En esos momentos lo único que deseaba era salir del apartamento y de sí misma.

Se puso dos jerséis gruesos, unos vaqueros, las botas de montaña con calcetines de invierno, un gorro de punto y la parka. Se echó la capucha por encima del gorro y sacó un par de manoplas de un cajón. Todas las prendas que tenía en ese período de su vida eran sencillas y funcionales. Había guardado todas las joyas que Mark le había regalado en una caja de seguridad del banco, en California. No podía ni imaginar que volviera a ponérselas.

Se metió la cartera y las llaves en el bolsillo, apagó las luces y salió de casa. Cogió el ascensor y, segundos después, estaba andando en medio de la nevada por la calle Ochenta y nueve en dirección este, hacia el río, tomando profundas bocanadas de aire gélido mientras los copos de nieve seguían cayendo a su alrededor. Largas volutas de vaho ascendían por el aire cuando exhalaba. Cruzó por el paso elevado hasta el río y se asomó por la barandilla para ver pasar los barcos: un remolcador y dos barcazas, además de un yate de ocio totalmente iluminado en el que estaban celebrando una fiesta navideña; desde donde se encontraba, se oían música y risas, que flotaban en el aire frío y vigorizante de la noche.

En la autovía Franklin D. Roosevelt Drive apenas había tráfico mientras contemplaba el agua, a sus pies. Las imágenes de Chris y Mark volvieron a abrirse paso en su mente y reflexionó acerca de cómo había cambiado su vida desde el fallecimiento de ambos. Había pasado a ser una vida entregada a los demás, una vida que al menos tenía alguna utilidad para alguien, pero, tal como había adivinado su hermana, le daba igual vivir que morir, y por eso no le importaba exponerse a peligros brutales. La gente creía que era valiente, pero solo ella sabía lo cobarde que era, pues esperaba que la matasen para no tener que pasar el resto de sus días sin su marido ni su hijo.

Mientras observaba el agua que rielaba a sus pies, pensó en lo fácil que sería subirse a la barandilla y tirarse al río. Sería mucho más sencillo que vivir sin ellos. Con una extraña sensación de paz, se preguntó cuánto tardaría en ahogarse. Estaba segura de que en el río había corrientes que, con todas las capas de ropa que llevaba, la arrastrarían al fondo rápidamente. Y, de pronto, la idea le resultó irresistible. No pensó ni en su hermana ni en su padre. Becky tenía su vida y su familia, ya no se veían nunca, y su padre nunca sería consciente de que había muerto. Mientras cavilaba, le pareció que era el momento idóneo para hacer mutis.

Estaba planteándose encaramarse a la barandilla cuando percibió con el rabillo del ojo un movimiento brusco, a su izquierda, que la sobresaltó, y volvió la cabeza para ver qué era. La capucha de la parka le bloqueaba parcialmente la visión, de modo que lo único que acertó a ver fue un destello blanco que se metía a toda prisa en una caseta de obras públicas y la cerraba dando un portazo. Era evidente que alguien se había escondido dentro y se preguntó si, fuera quien fuese, pretendía atacarla. Tirarse al río para ahogarse le parecía un acto sencillo y lógico dado su estado de ánimo, pero que la asaltase un matón que se ocultaba en una caseta le pareció más desagradable y, además cabía pensar que, después seguiría viva. Pero prefería quedarse donde estaba. Tenía un plan, tirarse al río, estaba dispuesta a llevarlo a cabo y no quería esperar al día siguiente. Morir el mismo día que ellos, con tres años de diferencia, tenía un toque poético que la atraía. Su sentido del orden le dictaba que debía suicidarse esa noche. En ningún momento se le pasó por la cabeza que tenía las facultades afectadas, el juicio paralizado por el dolor. Ese plan le parecía perfectamente lógico. Y no pensaba tirar la toalla y echar a correr solo porque alguien se hubiese escondido en la caseta. De hecho, le molestaba que aquella persona no diese la cara, que siguiese escondiéndose. Se quedó esperando a que quien fuera saliera de la caseta, para que no la sobresaltara ni la atacara. Decidida a llevar a cabo su plan, se negaba a marcharse, no se movió de donde estaba. Haber tomado la decisión le procuraba alivio después de tanto dolor. Había escogido su vía de escape.

En la caseta no se oía un solo ruido, pero de pronto percibió movimiento y unas toses ahogadas. La curiosidad pudo con ella. Si quien se encontraba allí dentro tosía, quizá estuviera enfermo y necesitara ayuda. No se le había ocurrido antes. Se quedó mirando la caseta un buen rato, y a continuación le echó valor y se acercó. Llamó con los nudillos. Se preguntó si, después de todo, se trataría de una mujer, aunque creía haber visto a un hombre con el rabillo del ojo. En cualquier caso, fuera quien fuese, se había escabullido a toda velocidad y había cerrado la puerta.

Se quedó quieta un minuto delante de la caseta, luego llamó por segunda vez, con cautela. No quería abrir la puerta de golpe y dar un susto a nadie. Como no obtuvo respuesta, llamó por tercera vez. Tenía pensado ofrecer su ayuda si la persona en cuestión estaba enferma. Y, en cuanto hubiese atendido sus necesidades, se ocuparía de las propias. Lo tenía todo planificado. Era un caso clásico de suicidio. Sabía que no era nada original, y la idea ya no le resultaba extraña.

—¿Se encuentra bien? —preguntó con voz firme.

Siguió sin recibir respuesta. Se disponía a marcharse cuando una vocecilla contestó al fin:

—Sí, estoy bien.

Por la voz, parecía tratarse de alguien muy joven. Podría haber sido un hombre o una mujer, imposible distinguirlo. Entonces el instinto se impuso y se olvidó de sí misma.

—¿Tienes frío? ¿Quieres comer algo? —Siguió un silencio interminable, mientras el ocupante de la caseta se lo pensaba, hasta que al final respondió:

—No, estoy bien. —Esta vez sonó como un niño. Entonces añadió—: Gracias.

Ginny sonrió. Fuera quien fuese, era educado. Empezó a alejarse de nuevo, retomando su plan mentalmente. La interrupción, sin embargo, le había restado impulso y la había distraído. Ya no se sentía tan decidida como unos minutos antes. Aun así, se dirigió a la barandilla de nuevo, sin dejar de preguntarse quién estaría en aquella caseta y qué estaba haciendo allí. De pronto oyó una voz a lo lejos, a su espalda, que gritó: «¡Eh!». Sorprendida, dio media vuelta y vio a un muchacho de unos once o doce años, en camiseta y vaqueros raídos, zapatillas deportivas de caña alta y con el pelo alborotado y un tanto asilvestrado. La miraba con los ojos muy abiertos, e incluso desde lejos Ginny advirtió que eran azules, de un tono brillante casi eléctrico, que destacaba contra su tez, de color marrón claro.

—¿Tienes algo de comer? —le preguntó el chico, aprovechando que se había quedado atónita, sorprendida por lo poco abrigado que iba en plena nevada.

—Puedo conseguirlo —respondió ella. Sabía que había un McDonald’s cerca. Ella misma se compraba allí el desayuno o la cena a menudo.

—Bah, es igual, no pasa nada —dijo él con cara de chasco, tiritando de frío junto a la caseta.

Se trataba de una construcción municipal, pero obviamente no la habían cerrado con llave, y el chico la estaba utilizando para resguardarse y dormir.

—Puedo traerte algo —insistió ella.

Él titubeó y a continuación negó con la cabeza y volvió a meterse en la caseta. Ginny regresó a la barandilla y bajó la vista para contemplar las aguas del río. A esas alturas estaba empezando a sentirse incómoda con la idea que, hacía apenas unos instantes, le había parecido tan acertada. Se disponía a volver a casa cuando el chico apareció de pronto a su lado con sus brillantes ojos azules y su pelo negrísimo.

—Podría ir contigo —propuso, en respuesta al ofrecimiento de ella de un poco antes—. Tengo dinero para pagar.

Mientras miraba al muchacho, que trataba de evitar que le castañetearan los dientes con todas sus fuerzas, pensó que era una señal evidente de que no debía tirarse al río para morir ahogada esa noche. Que lo que debía hacer, en cambio, era alimentar a ese chico. Fue a quitarse la parka para ofrecérsela, pero él la rechazó con valentía. Comenzaron a alejarse del río, caminando uno al lado de la otra. Poco antes, ella había querido quitarse la vida como vía de escape definitiva a su dolor, llevada por un arranque de cobardía raro en ella, y en ese momento se dirigía a cenar en compañía de un crío del que no sabía nada.

—Hay un McDonald’s a un par de manzanas de aquí —le dijo mientras iban de camino.

Intentaba caminar rápido para que el chico no cogiera demasiado frío, pero cuando llegaron al establecimiento y lo vio bien gracias a la iluminación intensa del local, estaba tiritando visiblemente. Nunca había contemplado unos ojos tan azules; su cara era dulce, aún infantil, y su mirada rebosaba inocencia. Tuvo la sensación de que sus caminos estaban predestinados a cruzarse esa noche. La temperatura del local era muy agradable, y el chico se puso a dar saltitos para entrar en calor. A Ginny le dieron ganas de abrazarlo para ayudarlo un poco, pero no se atrevió.

—¿Qué vas a querer? —le preguntó amablemente. Él vaciló—. No te cortes —le animó—. Es casi Navidad, celebrémoslo.

Él sonrió y pidió dos Big Macs con patatas y una Coca-Cola grande, y ella una Big Mac y una Coca-Cola pequeña. Pagó y se dirigieron a una mesa para esperar a que saliera la comanda, que estuvo lista al cabo de unos minutos. Para entonces él ya había entrado en calor y había dejado de tiritar. Se lanzó a comer con ganas y no paró hasta que se hubo zampado una hamburguesa y media; en ese momento hizo un alto para darle las gracias.

—Podría habérmelo pagado yo —añadió, algo azorado, y ella asintió con la cabeza.

—No lo dudo en absoluto. Pero hoy invito yo.

Él asintió a su vez.

Ginny lo observó, preguntándose cuántos años tendría, aún impactada por sus ojos azules.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó con cautela.

—Blue Williams —respondió él—. Blue es mi auténtico nombre, no un mote. Mi madre me lo puso por mis ojos.

Ella movió la cabeza afirmativamente. Tenía todo el sentido del mundo.

—Yo soy Ginny Carter —dijo, y se estrecharon la mano—. ¿Cuántos años tienes?

Él la miró entonces con recelo, de repente asustado.

—Dieciséis —respondió de inmediato, y ella se dio cuenta de que era mentira. Saltaba a la vista que temía que avisara al Servicio de Protección de Menores. Si tenía dieciséis años, no podían hacerle nada.

—¿Quieres pasar la noche en un albergue? En la caseta debe de hacer frío. Yo podría acercarte, si quieres —ofreció.

Él negó con la cabeza con vehemencia y se bebió la mitad de la Coca-Cola, después de haberse comido ya las dos hamburguesas y casi todas las patatas. Estaba hambriento y comía como si no se hubiese llevado nada a la boca desde hacía tiempo.

—Estoy bien en la caseta. Tengo un saco de dormir. Está bastante caliente.

A Ginny le pareció que aquello era poco probable, pero no demostró sus dudas.

—¿Cuánto tiempo llevas solo en la calle? —Quería saber si se habría escapado de algún sitio y lo estarían buscando. Aunque, de ser así, el lugar del que se habría fugado tenía que ser peor que lo que estaba viviendo en las calles, porque de lo contrario habría vuelto a su casa.

—Unos meses —respondió con imprecisión—. No me gustan los albergues. Esos sitios están llenos de pirados. Te pegan una paliza o te roban, y muchos están enfermos —explicó, como con conocimiento de causa—. Estoy más seguro donde estoy. —Ella asintió. Quería creerlo. Había oído que en los centros de acogida se producían casos de violencia—. Gracias por la cena. —Le sonrió y, sin darse cuenta, puso cara de niño, una cara que desde luego no aparentaba dieciséis años.

Ginny se fijó en que aún no se afeitaba y, a pesar de la vida que llevaba, tenía el aspecto de crío, uno muy listo, sí, pero un crío al fin y al cabo.

—¿Te apetece algo más? —le ofreció. Él negó con la cabeza y se levantaron de la mesa. Ginny se detuvo en el mostrador para pedir otras dos Big Macs con patatas y una Coca-Cola, y cuando se lo entregaron, le tendió la bolsa al chico para que se la quedase—. Por si te entra hambre luego.

Él cogió la bolsa con gratitud, mirándola con los ojos muy abiertos. Salieron del establecimiento y regresaron por el mismo camino, apretando el paso en medio del frío. No había parado de nevar, pero había cesado el viento. Enseguida llegaron y, entonces, ella se abrió la cremallera de la parka, se la quitó y se la ofreció.

—No puedo aceptarla —objetó él, tratando de rechazar el abrigo en medio de la nevada.

Pero ella se quedó con los dos jerséis gruesos debajo y se la tendió igualmente. Hacía un frío helador y podía imaginar cómo estaría el chico con la camiseta fina y nada más.

—Tengo otra igual en casa —le aseguró.

Él se la puso lentamente, agradecido. Tenía un relleno grueso, aislante, y el chico la miró sonriendo.

—Gracias. Por la cena y por el abrigo.

—¿Qué vas a hacer mañana? —quiso saber, como si el chico tuviese una apretada agenda social en lugar de limitarse a intentar sobrevivir en aquella casetita. Se preguntó si de verdad tendría un saco de dormir, como había dicho—. ¿Puedo invitarte a desayunar? ¿O traerte algo?

—Andaré por ahí. Normalmente me largo durante el día para que no me encuentren aquí.

—Podría acercarme por la mañana, si quieres —le propuso.

Él asintió con la cabeza, perplejo.

—¿Por qué haces esto? ¿Por qué te importa? —inquirió, con aire receloso otra vez.

—¿Y por qué no? Hasta mañana, Blue. —Sonrió y le dijo adiós con la mano.

Ella se marchó en dirección a su apartamento, y él se metió en la caseta, con la parka de ella y la bolsa de reservas que le había regalado. Ginny se había olvidado por completo de la idea de tirarse al río. Y, al pensar en ello, dejó de tener sentido. Iba sonriendo para sí mientras pisaba la nieve. Menudo encuentro más extraño. Se preguntó si el chico estaría allí al día siguiente, cuando volviese. Se dio cuenta de que tal vez no, pero en cualquier caso él ya le había dado mucho más de lo que ella le había dado a él. Ella le había dado una parka y la cena, pero sabía con absoluta certeza que, de no haber sido porque Blue apareció de pronto de la nada, en esos momentos ella podría encontrarse en el lecho del río. Estaba entrando por la puerta de su apartamento cuando comprendió, con un estremecimiento, lo cerca que había estado de poner fin a su vida esa noche. Durante unos instantes, le había parecido facilísimo, algo de lo más sencillo, subirse a la barandilla, dejar que las aguas se cernieran sobre ella y desaparecer. Pero, en lugar de eso, la había salvado un chavalín sin techo que respondía al nombre de Blue y que tenía unos brillantes ojos azules. Estaba pensando en él cuando se quedó dormida esa noche, y durmió apaciblemente por primera vez en meses. Gracias a él, había sobrevivido al día del aniversario. Le había salvado la vida.

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