Blue

Blue


3

Página 5 de 23

3

Ginny se despertó temprano al día siguiente y vio que había dejado de nevar. Había una capa de nieve de más de un palmo de grosor, y el cielo seguía plomizo. Se duchó y se vistió rápidamente, y a las nueve en punto estaba de nuevo en la caseta. Llamó a la puerta con los nudillos, con educación, y respondió una voz somnolienta. Le dio la sensación de que lo había despertado. El chico asomó la cabeza a los pocos segundos, con su parka puesta y el saco de dormir en las manos.

—¿Te he despertado? —preguntó en tono de disculpa. Él asintió con la cabeza, sonriendo—. ¿Quieres que vayamos a desayunar?

Blue sonrió y enrolló el saco de dormir para llevárselo. No quería dejarlo en la caseta por si entraba alguien y se lo quitaba. También tenía una bolsa pequeña de deporte, de nailon, en la que guardaba todas sus posesiones terrenales. En un par de minutos estuvo listo, y se marcharon a pie al McDonald’s otra vez. Nada más llegar, se fue derecho a los aseos, y cuando salió, Ginny advirtió que se había peinado y se había lavado la cara.

Pidieron el desayuno y volvieron a la mesa en la que habían cenado la noche anterior.

—Feliz Navidad, por cierto —dijo Ginny cuando empezaban a comer.

Había pedido un café y un muffin, y él tomó dos McMuffins con beicon y patatas fritas. Tenía un apetito voraz, como cualquier chico en estado de crecimiento.

—No me gusta la Navidad —respondió en voz baja mientras se tomaba un chocolate caliente con nata montada por encima.

—A mí tampoco —reconoció ella, con mirada ausente.

—¿Tienes hijos? —Ginny le producía curiosidad.

—No —respondió sin más. Si hubiese dicho «Tenía», habría desvelado más de lo que deseaba—. ¿Dónde están tus padres, Blue? —le preguntó a su vez, cuando terminaban de desayunar. Dio un sorbo a su café. No podía evitar querer saber cómo había acabado en la calle.

—Murieron —contestó él en voz baja—. Mi madre cuando yo tenía cinco años. Y mi padre después, pero hacía mucho que no lo veía. Era un hombre malo. Mi madre era una mujer muy buena. Enfermó. —Miró a Ginny con cautela—. Me fui a vivir con mi tía, pero ella tiene hijos y no le queda sitio para mí. Es enfermera. —Entonces volvió a observarla con recelo—. ¿Eres poli? —Ginny negó con la cabeza y él la creyó—. ¿Trabajadora social?

—No. Soy trabajadora humanitaria. Viajo a países que están muy lejos de aquí, para cuidar a la gente que vive en zonas en guerra o en lugares con problemas en los que necesitan ayuda. África, Afganistán, Pakistán, sitios así. Trabajo en campamentos de refugiados, o donde hay heridos o gente enferma, o donde los gobiernos los tratan mal. Estoy una temporada trabajando con ellos y luego me voy a otro sitio.

—¿Por qué lo haces? —Lo que le había contado lo había dejado intrigado. Le parecía que era un trabajo duro.

—Pues porque me parece algo bueno.

—¿Es peligroso?

—A veces. Pero creo que merece la pena. Acabo de volver de viaje, hace un par de días. He pasado cuatro meses en Angola. En el sudoeste de África.

—¿Y por qué has vuelto? —Aquel trabajo le parecía un misterio.

—Porque llegó otra persona para sustituirme, y me vine a casa. La fundación para la que trabajo nos cambia de destino cada pocos meses.

—¿Y te gusta lo que haces?

—La mayor parte del tiempo, sí. A veces no tanto, pero solo estoy unos meses en cada sitio. Además, aunque dé miedo o sea incómodo, acabas acostumbrándote.

—¿Y te pagan mucho dinero?

Se rio al oírlo.

—No, muy poco. Tienes que hacerlo porque quieres. La mayor parte del tiempo es bastante duro. Y a veces pasas miedo. ¿Y tú? ¿Vas al colegio?

Vaciló antes de responder.

—Últimamente no. Antes sí, cuando vivía con mi tía. Ahora no tengo tiempo. Hago trabajillos de vez en cuando.

Ella asintió, preguntándose cómo sobreviviría en la calle sin familia ni dinero. Y si era tan joven como sospechaba, tenía que evitar que alguien informase al Servicio de Protección de Menores si no quería que lo metieran en un correccional o en el sistema público de acogida. La apenó que no fuera al colegio y que estuviera buscándose la vida en la calle.

Hablaron un rato más y luego salieron del restaurante. Él dijo que volvería a la caseta más tarde, cuando hubiese oscurecido. A Ginny le parecía un lugar deprimente para pasar la Nochebuena y, mientras lo miraba, tomó una decisión.

—¿Quieres venir un rato a mi casa? Puedes quedarte todo el día allí, hasta que vuelvas a la caseta. Si quieres puedes ver la tele. Yo hoy no tengo nada que hacer.

Había pensado acercarse esa noche a un centro para personas sin techo, para echar una mano sirviendo la cena. Le pareció que sería una buena forma de pasar la velada, sirviendo a otros en lugar de compadecerse de sí misma mientras esperaba a que terminasen las fiestas.

Blue vaciló cuando se lo preguntó, como si todavía no las tuviera todas consigo y no acabara de fiarse de ella, de por qué estaba siendo amable con él, pero había algo en aquella mujer que le gustaba, y si todo lo que le había contado era verdad, era una buena persona.

—De acuerdo. Quizá vaya un rato. —Accedió, y se marcharon juntos por la acera.

—Vivo a una manzana de aquí —explicó Ginny.

Al cabo de unos minutos, estaban allí. Ginny abrió el portal con su llave, y el chico entró detrás de ella. Tomaron el ascensor. Ella abrió la puerta del apartamento y pasaron. Blue miró a su alrededor al entrar, vio los muebles gastados y las paredes desnudas, y entonces la miró con cara de sorpresa y una gran sonrisa.

—Pensé que vivirías en un sitio más bonito.

Ella se rio al oír aquello. El chico era educado pero sincero, con la sinceridad propia de los jóvenes.

—Ya ves, no he decorado demasiado desde que me mudé. Paso mucho tiempo fuera —aclaró, sonriendo avergonzada.

—Mi tía vive con sus tres niños en un piso de una sola habitación, más arriba. —Por «más arriba», Ginny supuso que se refería a Harlem—. Y el sitio tiene mejor pinta que este.

Los dos se rieron, Ginny con más ganas incluso que él. Era el colmo que un chaval de la calle opinase que su apartamento daba pena. Y, bien mirado, tampoco podía discrepar.

—Prueba el sillón reclinable, es bastante cómodo. —Lo señaló y le tendió el mando de la tele.

Ginny se sentía muy a gusto teniéndolo en casa. El chico no era en absoluto peligroso, y sentía una conexión con él. A su manera, los dos eran vagabundos. Antes de sentarse, Blue se paseó por el salón y reparó en la fotografía de Mark y Chris que había encima del escritorio. Se quedó mirándola un buen rato y luego se volvió hacia Ginny.

—¿Quiénes son? —Intuía que eran importantes para ella y que había una historia detrás de la foto.

La pregunta pilló a Ginny por sorpresa y contuvo la respiración durante un minuto antes de responder con toda la serenidad de que fue capaz.

—Mi marido y mi hijo. Murieron hace tres años. Ayer fue el aniversario. —Procuró que la voz le saliera lo más neutra posible.

Blue se quedó callado unos segundos. Movió la cabeza arriba y abajo, y dijo:

—Lo siento. Qué triste.

Pero no era más triste que perder a sus padres y acabar deambulando por las calles. Y la vida de ella, que no era oficialmente una sintecho, también había cambiado para siempre desde la muerte de Mark y Chris, un suceso que la había dejado de igual modo a la deriva.

—Sí, fue una desgracia. Un accidente de tráfico. Por eso ahora viajo tanto. No tengo a nadie que me espere. —No le hizo ninguna gracia ponerse tan patética—. Pero, bueno, me gusta mi trabajo, así que no hay problema.

No le contó que habían tenido una casa preciosa en Los Ángeles, en la que sí había muebles decentes; no le contó que había abandonado una gran carrera profesional ni que por aquel entonces se vestía a diario con ropa como era debido, no con excedentes del ejército. Ya nada de eso tenía importancia. Todas esas cosas formaban parte del pasado, eran historia. Había ido a vivir en ese apartamento diminuto, con muebles desvencijados y disparejos que se había encontrado abandonados en la acera o en alguna tienda de segunda mano, como para castigarse por lo que había ocurrido. Era su versión de ceñirse el cilicio. Pero el chico era demasiado joven para entenderlo, así que no dijo nada más mientras él encendía la tele y hacía zapping. Ginny también lo vio echar un vistazo a su portátil. Cualquier otra persona se habría preocupado y habría temido que quisiera robárselo. A ella, en cambio, ni se le pasó por la cabeza. Cuando llevaba cerca de una hora viendo la tele, el niño le pidió permiso para usar el ordenador.

Ginny vio que entraba en una serie de páginas para jóvenes sin hogar en las que podían abrir los mensajes que les dejaban otras personas. No escribió nada, pero, al verlo revisar la pantalla de arriba abajo, le pareció que buscaba algo concreto.

—¿Tus amigos te escriben ahí? —le preguntó con interés. Ginny no sabía nada de su mundo. El chico parecía manejarse por las páginas web tan bien como por las calles de la ciudad.

—A veces mi tía me deja algún mensaje —respondió con toda sinceridad—. Se preocupa por mí.

—¿La llamas alguna vez?

Él negó con la cabeza.

—Ya tiene bastantes cosas en las que pensar. Sus hijos, el trabajo. Trabaja de noche en un hospital y tiene que dejar solos a mis primos. Por la noche solía cuidarlos yo.

Por lo que le había contado, no debía de ser fácil que cuatro personas convivieran en un piso de una sola habitación. Por lo menos mantenía el contacto con ella por internet, pensó Ginny.

Blue se puso a ver la tele de nuevo, y ella consultó su correo electrónico. No tenía ningún mensaje. Un rato después, llamó su hermana, quien se deshizo en disculpas por no haberla telefoneado el día anterior, el día del aniversario. Tenía intención de hacerlo, pero le había sido imposible encontrar el momento.

—Lo siento mucho. Los chicos me trajeron todo el día de cabeza, y papá había pasado mala noche. No tuve ni un minuto para mí. Estuvo inquieto todo el día, quería salir, pero yo no tenía tiempo de llevarlo a ninguna parte. Se pone nervioso cuando vamos en el coche con los chicos. Ponen la música a todo volumen y no paran de hablar. Le va mejor cuando está todo más tranquilo y puede descansar. Pero le está costando dormir por las noches. Me da miedo que salga a la calle en plena madrugada. En cuanto anochece, empeora, está más confundido y a veces se enfada. Lo llaman «síndrome del ocaso». Durante el día está mejor.

Todo lo que le contaba su hermana la hizo darse cuenta de lo poco que sabía acerca de la enfermedad de su padre y del esfuerzo que tenía que hacer Becky para lidiar con ella. Se sintió culpable al oírla, aunque no tanto como para querer compartir el peso de los cuidados. Se agobiaba solo de escucharla.

—¿Qué vas a hacer esta noche? —le preguntó Becky. No soportaba que pasase la Nochebuena sola.

Ginny no le contó que había recogido a un chaval de la calle, que le había dado de comer dos veces y que se lo había llevado a casa a pasar el día. Lo había hecho por él, pero también para estar acompañada. No obstante, su hermana se moriría de miedo si se lo contaba. Imaginar que había metido en casa a un crío sin techo del que no sabía nada daría pie a una retahíla de advertencias, angustias y temores. Ginny, en cambio, confiaba y estaba segura de que el chico no le haría nada. A lo largo de los últimos años, después de sus numerosas experiencias en lugares desconocidos de otros países, se había vuelto mucho más valiente y lanzada. Hacía unos años ella tampoco lo habría hecho, pero en el contexto en que vivía en esos momentos estaba tranquila, y él había sido muy amable, respetuoso y educado.

Lo que sí le contó fue que tenía pensado ir a ayudar a servir la cena a un centro de acogida para personas sin hogar. Unos minutos después, se despidieron y colgaron. Hacia las tres de la tarde, tanto Ginny como Blue tenían hambre. Ella le preguntó qué le apetecía comer y, cuando le sugirió pedir comida china, al chico se le iluminaron los ojos. Ginny encargó un festín a domicilio, que llegó al cabo de una hora. Se sentaron a la mesa, en dos de las espantosas sillas desparejadas, y devoraron prácticamente toda la comida hasta que tuvieron que apoyar la espalda en los respaldos para descansar; estaban tan llenos que no podían ni moverse. Blue fue entonces a sentarse otra vez en el sillón, se puso a ver la tele y se quedó dormido. Ginny aprovechó para deshacer las maletas sin hacer ruido. El chico se despertó a las seis y vio que había anochecido. Se levantó del sillón dirigiéndole una mirada agradecida. Habían pasado juntos un día de lo más agradable, y ella había disfrutado mucho con él en casa. Le había dado un toque cálido al apartamento, que normalmente resultaba frío e impersonal. Y para él había sido como un regalo del cielo. No había tenido que rondar por la estación de autobuses o por Penn Station, en busca de un rincón caliente en el que sentarse y dejar que transcurriera el día, para regresar después a pasar una noche más en la caseta de obra, que llevaba siendo su hogar hacía ya unas cuantas semanas. Sabía que tarde o temprano tendría que renunciar a ella, cuando lo descubriese algún trabajador municipal. Pero de momento estaba a salvo en la caseta en la que pernoctaba.

—Tengo que irme —dijo al ponerse en pie—. Gracias por toda la comida y por un día tan agradable. —Parecía sincero y apenado por tener que marcharse.

—¿Has quedado con alguna chica? —bromeó Ginny con una sonrisa nostálgica. A ella también le daba pena que se marchara.

—No, pero debería volver ya. No quiero que me quiten el techo —respondió, como quien teme que se le cuelen unos okupas en la casa palaciega. El chico sabía que los sitios seguros y cómodos como ese, donde podía pasar la noche sin que lo molestasen ni lo descubriesen, no abundaban en la ciudad.

Se puso la parka que Ginny le había regalado. Ella lo miró en silencio mientras se la abrochaba y, cuando el chico dio media vuelta para ir al cuarto de baño, se le partió el corazón. Blue regresó con el saco de dormir.

—¿Volveremos a vernos? —preguntó con tristeza.

La mayoría de la gente a la que conocía desaparecía de su vida enseguida. Era la vez que más horas había pasado con alguien en meses, desde que vivía en la calle. La gente se esfumaba, se iba a vivir a un albergue, cambiaba de ciudad o conseguía quedarse en casa de algún conocido. No era frecuente volver a encontrarse con nadie.

—¿Seguro que no quieres pasar la noche en un albergue? —Mientras el chico dormía, ella había estado buscando en internet y había averiguado que había unos cuantos sitios para jóvenes que ofrecían cama y comida gratis, y hasta bolsa de empleo, además de reunificación con sus familias, si lo deseaban, aunque sabía que no era el caso de Blue. Al menos podría dormir en una cama de verdad, en un sitio con calefacción. Sin embargo, se negaba en redondo a ir a un centro.

—Estoy bien donde estoy. ¿Tú qué vas a hacer esta noche? —le preguntó como si fuesen amigos.

—Pues iré como voluntaria a un albergue de gente sin hogar para servir la cena. Lo he hecho más veces, cuando me ha pillado en Nueva York. Pensé que sería una buena manera de pasar la Nochebuena. ¿Quieres venir conmigo? —Él negó con la cabeza—. Los platos están bastante bien. —Había dado cuenta de un montón de comida china y dijo que no tenía hambre—. ¿Nos vemos mañana para desayunar juntos? —propuso, y él asintió y se dirigió a la puerta.

Le dio las gracias de nuevo y se marchó.

Ginny pensó en él mientras se vestía. Sabía que la esperaba un trabajo duro acarreando las cazuelas llenas y sirviendo cientos de platos. Aquel albergue repartía miles de cenas todas las noches, y ella agradecía la oportunidad de acabar exhausta y no pensar en cómo solía ser antes esa noche.

Cogió un taxi para ir al West Side y, una vez allí, se apuntó como voluntaria. La asignaron a las cocinas durante las dos primeras horas, donde le tocó llevar de un lado a otro las pesadas cazuelas llenas de verduras, puré de patata y sopa. Hacía calor, y los trabajadores se deslomaban. Luego la mandaron a primera línea, a ayudar a servir las cenas. Esa noche los comensales eran sobre todo hombres, solo había un puñado de mujeres, y estaban de buen humor y se deseaban feliz Navidad unos a otros. Mientras trabajaba, solo podía pensar en Blue, en el frío que estaría pasando en la caseta. Era casi medianoche cuando terminó y firmó la salida. Para entonces, los más rezagados se habían ido ya, y los voluntarios se quedaron preparando las largas mesas para el desayuno. Deseó felices fiestas a todos y se marchó. De camino a casa, entró en una iglesia, donde escuchó la misa del gallo, que ya había empezado, y encendió unas velas por Mark, Chris, Becky y su familia, y por su padre. A la una de la madrugada, cogió un taxi para el resto del trayecto. Sin embargo, tan pronto como llegó a su dirección, tuvo claro lo que deseaba hacer.

Recorrió a pie la corta distancia que la separaba de la caseta. No había ni un alma e iba atenta por si la asaltaban. Era tarde, pero no se veía a nadie. Había empezado a soplar viento otra vez y hacía un frío que pelaba. El taxista le había dicho que con el viento la sensación térmica era de menos doce grados. Vio la barandilla donde había intentado reunir el valor necesario para tirarse al río, la noche anterior, y se fue a la caseta directamente. Llamó a la puerta con suavidad, pero con fuerza suficiente para despertarlo, ya que era probable que estuviese dormido. Tuvo que insistir varias veces hasta que contestó, con voz soñolienta.

—¿Sí? ¿Qué?

—Quiero hablar contigo —contestó Ginny, lo bastante alto para que la oyera.

El chico asomó enseguida la cabeza por la puerta e hizo una mueca ante el viento gélido.

—Mierda, qué frío —dijo, mirándola con los ojos entornados, medio dormido todavía.

—Sí, mucho. ¿Por qué no vienes a pasar la noche a mi sofá? Es Navidad. Y en mi apartamento hace más calor que aquí.

—No, estoy bien —replicó.

En ningún momento se había planteado quedarse en su apartamento, y no quería abusar, ya se había portado fenomenal con él. Ginny, no obstante, lo miró con gesto de determinación.

—Sé que estás bien. Pero quiero que vengas conmigo a mi casa. Solo esta noche. Dicen que mañana va a hacer más frío todavía. No quiero que acabes convertido en un cubito. Vas a ponerte malo.

Él titubeó y, entonces, como si le faltasen las fuerzas para oponerse, abrió la puerta del todo, se levantó del suelo con la ropa y las zapatillas puestas, enrolló el saco de dormir y la siguió. Estaba demasiado cansado para discutir, y tampoco quería hacerlo. No pudo resistirse a la idea de dormir en un sitio caliente, y ella parecía una buena persona, con buenas intenciones.

Regresaron al apartamento, y ella preparó el sofá para que durmiera en él, con un par de almohadas, sábanas y una manta. Para Blue, era lo más parecido a una cama que había tenido en meses. También le prestó un pijama viejo suyo y le dijo que podía cambiarse en el cuarto de baño. Cuando salió y se quedó mirando la cama que le había hecho en el sofá, parecía un niño pequeño con el pijama de su padre.

—¿No te importa dormir aquí? —le preguntó, preocupada, y él sonrió de oreja a oreja.

—¿Me tomas el pelo? Es mucho mejor que mi saco de dormir. —No comprendía qué le había pasado a ella ni por qué actuaba como si quisiera colmarlo de favores. Superaba todo lo imaginable. Aun así, tenía intención de disfrutarlo mientras durase.

Ginny esperó a que se metiera entre las sábanas y a continuación apagó las luces y se fue a su habitación, a ponerse el pijama a su vez y leer un rato en la cama. Se le hacía extraño lo agradable que le resultaba saber que había alguien más en el apartamento con ella, otra presencia humana; aunque no lo viera desde su cuarto, sabía que el chico estaba allí. Se asomó una vez y vio que se había quedado profundamente dormido. Entonces se acostó, sonriendo para sí. Después de todo, había resultado ser una Nochebuena muy agradable, la mejor en años. Y para él también.

Ir a la siguiente página

Report Page