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Cuando Ginny se presentó en las oficinas de SOS/HR, le comunicaron que estaban considerando dos destinos posibles para ella. Uno era una zona del norte de la India en la que los padres vendían a sus hijas como esclavas, donde la organización contaba con un centro que brindaba refugio a las que lograban escapar. Muchas habían sufrido vejaciones terribles, y ninguna tenía más de quince años. El otro destino posible eran las montañas de Afganistán, un campamento de refugiados en el que ya había trabajado antes. Conocía la zona, y su labor allí había sido peligrosa, extenuante y gratificante a la vez. Se sentía más inclinada a ir al último, pues era una misión más parecida a las que ya había llevado a cabo. Los peligros eran evidentes. SOS/HR protegía muy bien a sus enviados, organizaba los campamentos y los programas de actuación con precisión castrense, y además trabajaba en regiones en las que también estaban presentes Cruz Roja y otros organismos internacionales. Por eso, Ginny sabía que, especialmente en zonas en conflicto, no estaría sola sobre el terreno. Asimismo, en la mayoría de los casos, incluso los propios países en los que estaban destinados respetaban tanto el trabajo humanitario que realizaban como la ayuda eficaz que prestaban a las poblaciones locales. Ginny rara vez había advertido rechazo hacia ella en los países a los que viajaba. A pesar de lo duras que eran las condiciones, a veces peligrosas, la organización humanitaria para la que trabajaba era de las mejores, motivo por el cual se había enrolado con ellos.

—Aún no estás lista para renunciar a las misiones más difíciles, ¿eh? —Su supervisora, Ellen Warberg, la miró con intensidad—. La mayoría de la gente acaba quemada al cabo de un año. Tú llevas casi tres decantándote por las misiones más duras.

—Me van los retos —reconoció Ginny en voz baja.

Siempre, sin excepción, había aceptado que la enviasen a misiones que entrañaban condiciones de vida muy difíciles, y en la sede de Nueva York la conocían por eso. Hasta la fecha, su labor había sido impecable y digna de encomio. Y Ginny no daba muestras de aflojar. Al final de la conversación habían decidido que iría a Afganistán, y la organización le pedía que partiese en un plazo de dos semanas. Cuando salió de las oficinas, pensó en el poco tiempo de que disponía para encontrar un sitio para Blue.

Una vez en casa, volvió a mirar en internet y encontró tres posibilidades. Antes de que el chico regresase del colegio, pidió cita en las tres instituciones esa misma semana. Quería dejar atados todos los cabos sueltos antes del viaje. Si lo lograba, podría considerar su breve paso por Nueva York como un éxito rotundo. No habría sido una pérdida de tiempo.

Blue iba bien en los estudios. Solo llevaba dos días en el colegio y por la noche dedicaba una hora a hacer los deberes, en la mesa de comedor. Decía que las clases y los profesores eran aburridos, pero no daba señales de tirar la toalla, contra el pronóstico de su tía. De todos modos, aún era pronto. Ginny tenía miedo de que dejase colgados los estudios cuando ella se marchase. Pensó que, mientras ella estuviera allí, el chico seguiría, al menos de momento. Pero nada de lo que hacía en clase lo motivaba. Decía que ya lo había oído todo antes, y ella sospechaba que podía ser verdad. Era listo y a la vez maduro para su edad, y su abanico de intereses era más amplio que el de la mayoría de los chavales. Al parecer, estaba bastante bien informado acerca de la actualidad del mundo y le interesaba la música. El sistema público de enseñanza no estaba organizado, ni disponía de los medios, para añadir nada al currículo escolar general. Estaba pensado para suplir las necesidades del mínimo común denominador en las aulas, no las del máximo. A finales de semana iban a hacerle un test de cualificación para el programa de alumnos con altas capacidades y lo habían incluido en el plan de clases especiales.

Ginny aún no le había dicho nada del viaje a Afganistán, pero pensaba contárselo en algún momento de los días siguientes. Antes quería ver los albergues para adolescentes. Al llegar el fin de semana, ya había visitado los tres, y uno en particular le pareció idóneo para él. Ofrecía plazas para chicos de entre once y veintitrés años. Algunos volvían con sus familias tras un período de orientación psicológica, aunque no era lo habitual. Casi todos los residentes se hallaban en alguna situación parecida a la de Blue: chicos procedentes de hogares desestructurados, cuyos padres o habían muerto, desaparecido o acabado en la cárcel. La dirección animaba a todos los chicos a seguir estudiando, los ayudaba a encontrar empleo a tiempo parcial o a tiempo completo, ofrecía servicio de orientación, asistencia médica y alojamiento temporal, de hasta seis meses de estancia como máximo. Seguía el modelo de intervención de reducción del daño, lo cual implicaba que algunos de los residentes aún consumían drogas, pero debían cumplir una serie de requisitos de comportamiento, seguir unas pautas de reducción del consumo y no drogarse nunca dentro de la residencia. El planteamiento era práctico y realista. Además, había plaza para Blue. Pero él tenía que querer alojarse allí, nadie iba a obligarlo. Se instalaría en un dormitorio de seis plazas, con otros cinco chicos más o menos de su edad, y comería gratis todos los días. Todo el programa era gratuito, financiado por varias fundaciones privadas y mediante subvenciones del gobierno. Parecía hecho a la medida de Blue.

Ginny explicó a la directora, Ann Owen, la situación del muchacho y cómo lo había conocido. La mujer, de la edad de Ginny, comentó que había tenido suerte de encontrar en ella a una mentora.

—Voy a estar fuera tres meses. Puede volver conmigo cuando regrese, pero realmente quiero que se quede aquí mientras estoy fuera de viaje —dijo, esperanzada.

—Eso depende de él —respondió Ann Owen en tono filosófico—. Todo en estas instalaciones es de carácter voluntario y hay muchos otros jóvenes que querrán la plaza si él no lo hace.

Ginny asintió. Esperaba que Blue aceptase quedarse, que no optase por volver a buscarse la vida en las calles. Siempre cabía esa posibilidad, y su tía decía que él la prefería a vivir acatando normas y amoldándose a una estructura. Llevaba demasiado tiempo viviendo solo, igual que la mayoría de los chavales de Houston Street, que era como llamaban coloquialmente al centro.

Después de la visita, Ginny habló con Blue, que se quedó cabizbajo.

—Pero es que yo no quiero ir —dijo con hosquedad.

—No puedes volver a la caseta. En ese sitio te darán comida, un techo y una cama. Habrá otros chicos, de tu edad y mayores, con los que pasar el tiempo. Si te pones malo, allí cuidarán de ti. No seas tonto, Blue. No te la juegues en la calle. Es una forma penosa de vivir, y lo sabes.

—En la calle puedo hacer lo que me dé la gana —replicó, terco.

—Sí, claro. Como helarte de frío y morirte de hambre, o que te atraquen y te desplumen. Una opción magnífica, si quieres conocer mi opinión. —Sabía tan bien como él lo que tendría que afrontar viviendo en la calle—. Yo volveré a finales de abril, y entonces podrás quedarte aquí otra vez, si tú quieres. Pero tienes que aguantar hasta entonces. —A los dos les parecía una eternidad. Y él seguía angustiado temiendo que ella no volviese nunca—. Al menos ven conmigo el sábado a echarle un vistazo y luego decides. La última palabra la tienes tú —le recordó.

En última instancia, quien decidía era él, nadie podía obligarlo. Y aunque no iba a estar tan cómodo como en su apartamento, en el fondo había pasado muy poco tiempo allí, y era mucho mejor que la caseta de obreros y los demás sitios en los que se había cobijado cuando tenía que apañárselas solo. Ginny no pudo evitar preguntarse si el chico sería capaz de adaptarse a una estructura a largo plazo y si lo había hecho alguna vez. Su vida hasta entonces había sido independiente y sin pautas de ningún tipo.

El sábado, cuando fueron a ver Houston Street, Blue parecía llevar plomo en las zapatillas. Subió los desportillados escalones del edificio principal prácticamente a rastras. El centro constaba de tres unidades en el mismo bloque: una para mujeres y dos para hombres, como se referían a sus jóvenes residentes. Blue no abrió la boca en toda la visita. Algunos chicos los saludaron con la mano, pero él hizo caso omiso. Y cuando hablaron con el orientador, Julio Fernández, un hombre afectuoso y amable que tenía mucha información que darles, Blue se mantuvo imperturbable. Lo escuchó todo en silencio y parecía estar a punto de echarse a llorar.

—¿Cuándo querrías entrar, Blue? —le preguntó Julio directamente.

—No quiero —repuso él sin rodeos, rozando la mala educación.

—Pues es una pena. Ahora mismo contamos con una cama para ti, pero no seguirá libre mucho tiempo. Estamos bastante completos.

También había una parada de metro cerca, con lo que tardaría apenas unos minutos en llegar al colegio. Y mientras Julio y Ginny hablaban de las instalaciones del centro, Blue se alejó distraído. Al poco ella se dio cuenta de que habían puesto música clásica, cosa que pensó que era un tanto ambiciosa. No prestó más atención hasta que Julio guardó silencio, mirando algo detrás de ella. Ginny se dio la vuelta para ver de qué se trataba y se quedó boquiabierta cuando vio que era Blue tocando el piano, con gesto concentrado. Mientras lo observaban, cambió al jazz y continuó tocando sin mirarlos, muy pendiente de la música, como si estuviera en otro mundo.

—Menudo talento —señaló Julio en voz baja a Ginny, que ni pestañeaba.

Blue no le había contado que supiera tocar el piano. Tampoco su tía. Se había limitado a comentar que le gustaba la música. Pero tocaba el teclado de manera magistral. Un puñado de residentes se detuvo a escuchar también, y varias personas aplaudieron cuando terminó, cerró el piano (uno viejo, de pared) y volvió junto a Julio y a Ginny con cara de no haber hecho nada del otro mundo. Al contrario que él, estaban todos impresionados.

—Bueno, ¿y cuándo tengo que mudarme? —preguntó a Ginny.

—No tienes que mudarte —respondió Julio—. No tienes que hacer nada que no quieras. Esto no es una cárcel. Es un hogar para muchos jóvenes como tú que quieren estar aquí, pero siempre por propia elección. Nadie viene asignado por los juzgados. —Tenían capacidad para alojar a cuatrocientos cuarenta jóvenes en total, cualquier día o noche, y prácticamente siempre estaban al completo.

—¿Cuándo te vas? —preguntó Blue a Ginny con semblante acongojado.

—Dentro de diez días. Tal vez deberías mudarte la semana que viene, antes de que me vaya, así sabré qué tal te va los primeros días. Podemos seguir viéndonos una vez que estés aquí. —Procuró transmitirle ánimos, pero el chico parecía tremendamente desgraciado.

—Vale, vendré la semana que viene. —Accedió con la mirada perdida. De repente era como si no sintiese nada en absoluto.

A continuación dieron las gracias a Julio y se marcharon tras confirmar la plaza para Blue, que se trasladaría la semana siguiente. Al salir del edificio, Ginny lo miró asombrada.

—No me habías contado que tocabas el piano —le dijo, perpleja aún por lo bien que había tocado. Lo hacía de un modo prodigioso, como si fuese un don natural. Ginny no alcanzaba a imaginar cómo ni dónde habría aprendido.

—En realidad no toco, solo hago el tonto con las teclas —contestó él, encogiéndose de hombros.

—Eso no es hacer el tonto con las teclas, Blue. Tienes verdadero talento. ¿Sabes leer partituras? —El chico era una caja de sorpresas.

—Más o menos. Aprendí solo. Me sale sin más.

—Vaya, pues para salirte sin más, tocas increíblemente bien. Nos has dejado a todos con cara de pasmo.

Blue sonrió al oír aquello. Y Ginny no le preguntó qué le había parecido el sitio, ya lo veía por sí misma. Además, dado que había aceptado ir, no merecía la pena darle más vueltas. Sin embargo, lo que acababa de oírle hacer al piano sí que le había llamado poderosamente la atención. Blue tenía un talento que no podía desdeñarse, menos aún si el chico era autodidacta. Era un muchacho polifacético, como estaba empezando a descubrir Ginny.

—¿Dónde aprendiste a tocar? —le preguntó cuando volvían en metro a la zona alta de la ciudad.

—Había un piano en el sótano de la iglesia a la que va mi tía. El cura me dejaba tocar. —Se le tensaron los músculos de la cara al decirlo, y Ginny detectó una mirada extraña en sus ojos—. Pero era un gilipollas, así que lo dejé. Ahora solo toco cuando me encuentro un piano. A veces me meto en una tienda de instrumentos musicales, hasta que me echan. —Ginny se preguntó por qué Charlene no le había comentado nada al respecto; desde luego, era digno de mención. Un instante después, Blue explicó el silencio de su tía al respecto—: Ella no lo sabe.

—¿Por qué no le contaste que tocabas así? ¿No te ha oído tocar nunca?

—El cura decía que se metería en un lío si se enteraban de que me dejaba tocar allí, así que debíamos mantenerlo en secreto. Y eso hice. —Al cabo de unos segundos, agregó—: Mi madre cantaba en un coro y tocaba el órgano en la iglesia. Yo me sentaba a su lado durante la misa, pero nunca me enseñó a tocar. Solo la miraba. Supongo que también sabría tocar el órgano.

Ginny se dio cuenta de que debió de tratarse de una mujer con mucho talento, para tener un hijo con semejante don para la música.

Y esa noche, después de cenar, se le ocurrió una idea.

—¿Qué te parece si para el curso que viene te presentas a un instituto que ofrezca estudios de música y arte? LaGuardia Arts es público. Podría echar un vistazo, si quieres.

—¿Y por qué iban a aceptarme? —dijo él, apenado. Aún estaba deprimido tras la visita al albergue al que iba a mudarse, pese a que a ella no le había parecido mal sitio.

—Porque tienes un talento inmenso —le aseguró—. ¿Sabes lo raro que es que alguien aprenda a tocar así sin ayuda? —La había dejado anonadada.

—También toco la guitarra —añadió él, como quien no quiere la cosa.

Ella se rio.

—¿Alguna otra habilidad oculta, Blue Williams?

—No, eso es todo —respondió, y volvió a parecer un niño—. Aunque estoy seguro de que podría aprender a tocar la batería. No lo he probado, pero me encantaría.

Ginny sonrió. El chico fue animándose a medida que transcurría la tarde. Luego le dio una pulcra lista con el desglose del dinero que le debía por los recados que había hecho para ella. Había ido anotándolo todo religiosamente. Ella le pagó, y el chico quedó encantado. Pero, sobre todo, Ginny percibió lo triste que estaba porque ella se fuera y lo mucho que se preocupaba por ella.

—¿Y si no vuelves más? —le preguntó aterrado.

—Volveré —respondió ella en voz queda—. Confía en mí. Nunca me han herido, y siempre vuelvo.

No era la primera vez que lo tranquilizaba con esas palabras, pero él seguía angustiado por ella. En su mundo, uno perdía a la gente para siempre.

—Más te vale —contestó con gesto sombrío, y esa noche ella le dio un abrazo antes de que se fuese a dormir.

Había momentos en que realmente le parecía un niño pequeño, mientras que en otros era mucho más espabilado de lo que le correspondía por edad. A sus años, había visto demasiadas cosas.

El día acordado para que se trasladase a Houston Street llegó demasiado pronto para los dos. Un día antes, Blue le compró flores con su propio dinero en la tienda de ultramarinos. Ginny lo ayudó con la mudanza, apesadumbrada pero sabiendo que era lo más apropiado para él. Aun así, por primera vez le dio pena marcharse de Nueva York por una misión humanitaria. Hasta entonces siempre se había ido de buena gana.

Blue fue muy callado en el taxi, camino del albergue. Ella le había comprado unas cuantas cosas, varias camisetas, unos vaqueros nuevos, además del material escolar y una bolsa para llevarlo todo. Subió los escalones de la entrada como un alma en pena. Y cuando se disponía a dejarlo en su dormitorio, Ginny lo sorprendió regalándole un portátil. Al chico casi se le salen los ojos de las órbitas.

—Más te vale escribirme y mantener el contacto —dijo muy seria—. Quiero saber que estás bien.

Él asintió, momentáneamente mudo, y a continuación le rodeó el cuello con los brazos y la estrechó. Ginny vio que tenía lágrimas en los ojos. Nadie le había regalado nada parecido en su vida, pero ella había querido hacerlo. El ordenador era una herramienta importante para él. Y Ginny ya no tenía a nadie a quien malcriar. Prometió que iría a verlo el fin de semana antes de marcharse y que lo llevaría a cenar fuera.

Sin embargo, cuando lo vio ese último día, Blue estaba por los suelos. Los dos habían extrañado la compañía del otro toda la semana y se habían comunicado varias veces por Skype, algo que a él le encantaba y que ella también disfrutaba. Pero para el chico perder a alguien, aunque no fuera más que durante unos meses, era una experiencia demasiado cercana, y por mucho que ella tratara de tranquilizarlo, nada lograba convencerlo de que volvería. Estaba tan asustado como consecuencia de las pérdidas que había sufrido en su vida, así como por la muerte de su madre cuando tenía cinco años, que no confiaba en volver a ver a Ginny. Hasta entonces todos lo habían abandonado: sus padres a causa de la muerte, y su tía por voluntad propia.

Lo abrazó con fuerza cuando se despidió de él en los escalones de la entrada de Houston Street, el domingo por la noche, antes de irse a casa para terminar de hacer el equipaje. A la mañana siguiente volaba a Kabul. Le prometió que le escribiría por correo electrónico siempre que le fuera posible. En los lugares más remotos no solía tener acceso a internet, pero sí cuando viajaba a zonas menos aisladas. Le dijo que estaría en contacto con él, y dos lágrimas agónicas rodaron por las mejillas del muchacho cuando la vio marcharse. Ella lloró durante todo el trayecto en metro a casa.

Becky la telefoneó esa noche para despedirse, y estuvo especialmente hábil para decir todo lo que no debería haber dicho. Ginny ya estaba destrozada tras despedirse de Blue. El tiempo que habían pasado juntos y la relación que habían forjado de un modo tan inesperado habían sido un regalo insólito para ambos, y Ginny tenía intención de seguir adelante con ella a su regreso. Además, había estado indagando acerca del instituto LaGuardia Arts y, cuando volviese, quería convencerlo para que se matriculase.

Había llamado al instituto y le habían dicho que los alumnos debían inscribirse en otoño e invierno para ingresar el curso siguiente, que las pruebas de admisión se celebraban entre noviembre y diciembre y que, por lo tanto, él iba ya con dos meses de retraso respecto del plazo de presentación de solicitudes. Las cartas de admisión estaban enviándose ese mismo mes. Ginny describió las circunstancias singulares del chico y le dijeron que quizá podrían estudiar su situación como algo especial, como un caso de alumno con dificultades socioeconómicas, sobre todo si tenía tanto talento. Se comprometieron a contemplar la posibilidad de hacer una excepción con él, mientras ella se encontraba fuera, y a ponerse en contacto con ella. Como no quería que Blue se llevase una decepción, había preferido no decirle nada por el momento.

—Gracias a Dios que por fin has sacado a ese crío de tu casa —dijo Becky cuando Ginny le contó que estaba en un albergue para jóvenes—. Creí que no ibas a librarte de él. Tienes suerte de que no te haya matado.

—No sabes de qué estás hablando —replicó Ginny en un tono irritado con el que ocultó la pena que le había dado despedirse de él unas horas antes. Perder a la gente también era peliagudo para ella.

—No, tienes que dejar de cometer locuras como esa. Cualquier día alguien acabará contigo y a nadie le sorprenderá. Y no has venido a ver a papá —añadió con reproche evidente en la voz.

—Iré la próxima vez, te lo prometo —aseguró Ginny con tristeza, bajando la guardia por un instante, a pesar de los comentarios acerbos de su hermana—. Es que se me hace duro, eso es todo.

—Más duro se me hace a mí cuidarlo —repuso Becky sin miramientos—, y va a peor. La próxima vez quizá sea demasiado tarde, puede que no te reconozca en absoluto. A veces no me reconoce ni a mí, y eso que me ve a diario. Esta semana ha vuelto a perderse, y ayer salió a la calle desnudo después del baño. Yo no puedo hacer esto eternamente, Gin. Tenemos que pensar en algo para el futuro cercano. Está siendo difícil para Alan y para los niños. —Lo que decía era cierto y Ginny se sintió más culpable que nunca por no echarle una mano.

—Hablaremos a la vuelta.

—¿Cuándo? ¿Dentro de tres meses? ¿Me estás tomando el pelo? Cada día que pasa empeora más rápido. Y si se muere antes de que vengas, te vas a sentir fatal. —Las palabras de su hermana golpearon a Ginny como un puñetazo en el estómago.

—Esperemos que no —dijo esta muy triste, sintiéndose como la peor hija y hermana del planeta.

Ya se sentía la peor mujer y madre por haber permitido que Mark condujese, tras haber bebido más de la cuenta sin que ella se diese cuenta. Y entonces iba a quedarse sin la oportunidad de despedirse de su padre. Pero no podía soportar una dosis infinita de pérdidas y adioses. Después de perder a Chris y a Mark, Ginny era un poco como Blue en ese sentido.

—Bueno, por lo menos espero que no volvamos a oír hablar de ese crío sin hogar. Solo te faltaba ese quebradero de cabeza.

Ginny no dijo nada, Becky había hablado más que suficiente. Cuando colgó, estaba deprimida y ya echaba de menos a Blue. Esperaba que estuviera bien mientras ella se encontraba fuera. Había hecho todo lo que había estado en su mano al conseguir que retomase las clases y se instalara en Houston Street. A partir de ahí, dependía de él seguir esa senda y aguantar hasta que ella volviese. Entonces podrían pensar en su futuro y en que fuese al instituto en otoño.

Esa noche casi no pegó ojo pensando en él, y a la mañana siguiente, antes de marcharse, hablaron por Skype. Blue parecía tan triste como ella. Le dio las gracias de nuevo por el fantástico ordenador portátil. Dormía con él debajo de la almohada, una noche incluso lo había escondido entre las piernas, para que no se lo quitase nadie. No lo perdía de vista ni lo dejaba fuera del alcance de la mano en ningún momento, ni siquiera en clase.

—Nos vemos pronto, Blue —dijo Ginny con dulzura, mientras se miraban el uno al otro en la pantalla.

—¡Tú asegúrate de volver! —respondió él con ceño, y a continuación poco a poco fue esbozando una sonrisa. Era una sonrisa que Ginny estaba segura que recordaría cada instante hasta su regreso. Entonces, mientras lo miraba, sin añadir una palabra más, él dio al icono de desconectar Skype y desapareció.

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