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Durante el viaje de regreso a Nueva York, Ginny no logró quitarse de la cabeza lo que había visto en Chicago: aquel hombre guapísimo, con el alzacuellos, la sonrisa deslumbrante y una mirada que escondía mil secretos y estaba teñida de una dureza aterradora en contraste con la sonrisa. No logró quitarse de la cabeza al niño al que el cura había hecho pasar por aquella puerta, la idea de que su vida quedaría marcada para siempre si había ocurrido algo repugnante a continuación. No tenía pruebas, solo el temor de que hubiese pasado. Realmente había que parar a ese hombre. De momento el padre Teddy actuaba a su antojo con los menores en su parroquia, igual que había hecho cuando estaba en Nueva York. Ginny se preguntaba si alguien más lo sabía o sospechaba algo y si por eso lo habían trasladado a Chicago. O si hasta entonces se había mantenido al margen de toda sospecha o reproche.

Los vuelos habían sido puntuales. Al llegar a casa, Blue ya había vuelto del colegio; estaba viendo la tele cuando ella entró en el piso, cansada después de pasar todo el día viajando, pese a que todo había salido bien y conforme a sus planes. Se sentó a su lado en el sofá, con cara seria. Blue estaba empezando a conocerla mejor y reaccionó en cuanto vio su semblante. Pensó que estaba en un lío, y eso que había sacado un sobresaliente en el examen de historia de ese día, aunque ella todavía no lo sabía. Estaba deseando contárselo.

—¿Ha pasado algo? —preguntó Blue, nervioso.

—Sí, pero no contigo —aclaró rápidamente al ver el temor en la mirada del chico—. Vengo de Chicago ahora mismo. Lo he visto.

Blue sabía que iba allí ese día, lo único que desconocía era a qué hora volvía.

—¿Al padre Teddy? —Sus ojos reflejaban preocupación.

Ella respondió que sí con la cabeza.

—Ahora entiendo por qué lo adora todo el mundo. Es un encantador de serpientes, y además es muy guapo. Pero tiene la mirada más malévola que he visto en mi vida. —No le contó lo turbada que se había quedado al ver al niño que se había llevado de la iglesia, pues no quería recordarle su experiencia personal con ese hombre; bastante desagradable era ya—. Estoy convencida de que hay que pararle los pies. O la Iglesia sabe lo que hace y por eso lo trasladan de parroquia en parroquia para que no se meta en líos, o no tienen ni idea y están permitiendo, sin saberlo, que campe a sus anchas en otras comunidades donde sigue haciendo daño a otros niños. Sea como sea, es preciso desenmascararlo y que lo metan en la cárcel, que es donde tiene que estar.

—Charlene lo adora. Nunca creerá nada malo que digan de él. A lo mejor nadie más lo cree tampoco. —No obstante, le gustaba lo que había dicho Ginny de él. Le hacía sentir que tenía validez.

—Tenemos que encontrar la manera de que sus víctimas reúnan el valor para dar la cara. —Sabía que muchos no querrían, que seguirían escondiéndose de por vida, profundamente avergonzados y arrastrando un trauma terrible—. No estoy segura de por dónde podemos empezar —reconoció pensativa—. Supongo que yendo a la policía. Mi amigo Kevin dice que abrirán una investigación. Pero además quiero que vayamos a ver a un abogado, para que nos asesore. —Tenía guardados todos los números que le había facilitado Kevin.

Entonces, sin embargo, miró fijamente a Blue a los ojos para hacerle la pregunta más importante de todas:

—¿Qué dices tú, Blue? ¿Quieres hacerlo? ¿O necesitas más tiempo para pensarlo? Supongo que no será fácil, y si el caso llega a los tribunales, tendrás que subir al estrado a testificar. El juez podría permitirte declarar a puerta cerrada porque eres menor, pero lo más probable es que en algún momento salga tu nombre a la luz. ¿Cómo te sientes ante la perspectiva?

—Asustado —contestó con sinceridad, y ella sonrió—. Pero creo que podría hacerlo. Creo que tienes razón, alguien debería pararle los pies. Ahora soy mayor y a lo mejor le pegaría si me tocase. O tal vez no reaccionaría ni siquiera ahora, por lo que me dijo de que me metería en la cárcel. Pero tiempo atrás me daba mucho miedo decirle nada, y además todo el mundo piensa que es un tío genial. Yo sabía que nunca me creería nadie… excepto tú. —Blue le sonrió con amor y gratitud en la mirada.

Ginny se preguntó si por eso se habían cruzado sus vidas, para que ella pudiese ayudarlo a liberarse de aquella terrible carga. No quería que aquello lo dejara tocado de por vida. Y era muy consciente de que podía dejarlo tocado, de que podía afectar a sus relaciones, volverlo desconfiado, incapaz de establecer vínculos, con trastornos sexuales, pesadillas, ataques de pánico. Había muchísimas posibilidades, y no deseaba nada de eso para él. Abrigaba la esperanza de que la confianza, el amor y la justicia sirvieran para curarlo.

—Quiero hacerlo —dijo entonces Blue en voz baja, mirándola a los ojos. No tenía dudas, por mucho miedo que le diese. Sabía que Ginny lo ayudaría a pasar ese trance—. Quiero hacerlo —repitió.

—Yo también. Lo haremos juntos. —Entonces, le tendió la mano y chocaron los cinco sin dejar de mirarse a los ojos—. Mañana mismo llamaré a la Unidad de Abuso de Menores. Pero avísame si cambias de idea —le pidió sin andarse por las ramas. No quería que hiciese nada con lo que no se sintiera a gusto o que le diera demasiado miedo. Quedaba enteramente a su elección.

—No cambiaré —respondió Blue refiriéndose a lo de echarse atrás—. Lo tengo claro.

Ginny se levantó del sofá y se fue a preparar la cena. Él abrió el portátil y estuvo viendo vídeos en YouTube hasta que estuvo lista. Entonces puso la mesa, como todas las noches. Y se sentaron a cenar el sencillo plato que había cocinado Ginny. Siempre trataba de hacer platos nutritivos para él, que además también eran buenos para ella. Mientras cenaban, estuvieron callados, pensando en lo que tenían por delante.

—¿Cuándo vas a llamarlos? —le preguntó, interrumpiendo sus reflexiones.

Ginny estaba pensando de nuevo en el padre Teddy. No podía apartar de la mente esa imagen del niño yéndose con él.

—Mañana.

Blue asintió en silencio. Esa noche se acostaron temprano. Había sido un largo día. Y a la mañana siguiente, Blue le dio un abrazo al salir de casa. Le había enseñado el examen de historia en el que había sacado un sobresaliente, y Ginny le había dicho que estaba muy orgullosa de él. Seguía maravillándose de pensar que de la noche a la mañana se había convertido en algo así como la madre de un adolescente, y por momentos sentía que le quedaba mucho que aprender. Tiraba de instinto y de sentido común, y razonaba con él como si se tratara de un adulto. Blue seguía siendo un niño y de vez en cuando se comportaba como tal. Pero era sensato y respetuoso con ella, y se mostraba agradecido por todo lo que Ginny hacía. Le había encantado el viaje a Los Ángeles, y Lizzie y él se habían hecho amigos enseguida.

En cuanto se hubo marchado al colegio, Ginny llamó al número de la Unidad de Abuso de Menores que le había dado Kevin Callaghan. No le había proporcionado ningún nombre en particular, tan solo el número del departamento, ya que su amiga, la teniente de Los Ángeles, no conocía a ningún integrante del equipo de Nueva York. Respondió una voz de mujer, y Ginny le solicitó una cita para ir a hablar con alguien.

—¿Acerca de…? —preguntó la mujer con tono aburrido.

Recibían llamadas todo el día, muchas de las cuales les hacían perder el tiempo, pero había otras que no. Ginny tenía la certeza de que la suya sería de esas.

—Un incidente de abuso a un menor repetido a lo largo de un período —respondió meridianamente. Sus años como periodista la habían enseñado a ir al grano y a no desviarse de la cuestión.

—¿Por parte de quién? —Al instante la voz de la mujer transmitió interés y la sensación de que era todo oídos.

—Un párroco.

Se hizo un silencio antes de la siguiente pregunta.

—¿Quién es la víctima?

Ginny dedujo que la mujer estaba tomando nota, posiblemente en algún tipo de impreso.

—Un niño. La primera vez tenía nueve años, y ocurrió hasta después de que cumpliera los diez.

—¿Cuánto tiempo hace de esto? —De nuevo la mujer parecía recelar. Recibían infinidad de llamadas como esa de hombres de cuarenta y tantos años que aseguraban haber sufrido abusos de niños. Sus aseveraciones eran ciertas, al igual que su sentimiento de violación, pero cuando los casos eran más recientes recibían prioridad—. ¿Cuántos años tiene el niño ahora? ¿Sigue siendo menor de edad?

—Tiene trece años.

—Espere, por favor —dijo la mujer, y desapareció. Pasó una eternidad hasta que volvió a oírse su voz al otro lado de la línea—. ¿Puede venir con él?

—Sí, claro.

—¿Le va bien hoy a las cuatro y media? Acaban de cancelar una cita.

—Muy bien —respondió Ginny en tono práctico, en consonancia con el resto de la conversación, que se había mantenido con actitud profesional por parte de las dos. Se alegraba de que Blue no tuviese que esperar y angustiarse antes de la cita. Una vez tomada la decisión de denunciar los hechos, lo que Ginny deseaba era hacerlo cuanto antes, por lo que la idea de ir esa misma tarde le parecía perfecta—. Muchas gracias —añadió de corazón.

—Se reunirán con la oficial Jane Sanders de la Unidad de Abuso de Menores. Pregunten por ella cuando lleguen.

A continuación le dio la dirección y le explicó cómo llegar. Ginny volvió a darle las gracias y colgaron. Y decidió hacer todas las llamadas del tirón. Así pues, acto seguido llamó a Andrew O’Connor, el abogado especialista en derecho canónico y en casos de abusos sexuales y abusos a menores. Saltó el contestador (el hombre tenía una voz agradable) y le dejó un mensaje. Luego envió otro mensaje a Kevin para decirle que había contactado con la persona cuyo nombre le había facilitado. Y después pasó dos horas leyendo informes del Departamento de Estado sobre zonas en conflicto que le había mandado la oficina de SOS. Contenían información útil para todos los cooperantes de la organización y dedujo que no tardarían en enviarla a uno de esos sitios.

Estaba tomándose un respiro cuando le sonó el móvil. Era Andrew O’Connor. Le sorprendió el timbre de su voz, tan joven, sobre todo teniendo en cuenta que era un exsacerdote y letrado que había pasado tiempo en el Vaticano. Había imaginado que sería mayor.

—Disculpe, estaba fuera cuando ha llamado —dijo muy amablemente—. He tenido un día de locos. Ahora estoy entre dos vistas. ¿En qué puedo ayudarla? —Era la hora del almuerzo y, por lo visto, el abogado aprovechaba para devolver llamadas. Al menos sabía que respondía bien.

—Acabo de informar a la policía de un caso de abusos sexuales —le explicó—. Soy la tutora de un chico de trece años. En estos momentos vive conmigo. Hace tres años un cura abusó de él. —Fue directa al grano; O’Connor era un hombre ocupado y no quería hacerle perder el tiempo, cosa que él apreció.

—¿Abusó de él o lo violó? —le preguntó él sin ambages.

—Dice que abusó de él, pero cabe la posibilidad de que hubiese algo más que no me haya contado o que ni él mismo recuerde.

El abogado era plenamente consciente de esto también.

—¿Por qué ha esperado hasta ahora para dar el paso? —Si bien estaba acostumbrado a casos en los que la gente esperaba aún más tiempo, en ocasiones veinte años, quería conocer los detalles.

—En su día intentó contárselo a una tía suya, pero ella no lo creyó. Desde entonces, creo que tenía miedo, que le daba vergüenza. El cura lo amenazó con que haría que lo encarcelasen si alguna vez lo contaba. Y hasta ahora no contaba con nadie que defendiera su causa. Solo llevo seis meses siendo su tutora, y hace muy poco que me lo ha contado.

Al abogado le parecía razonable. Eso no tenía nada de excepcional.

—¿Saben dónde está el cura ahora? A veces los trasladan de parroquia, para ocultarlos o apartarlos de la exposición pública, en especial si han recibido quejas sobre ellos.

—Podría ser el caso. Lo trasladaron a Chicago el año pasado. Yo estuve con él ayer —le informó.

Este extremo sorprendió a Andrew O’Connor, que reaccionó con extrañeza.

—¿En Nueva York? ¿En la calle? ¿Fue una coincidencia o había quedado con él?

—Cogí un avión a Chicago para conocerlo. Supuestamente fui a hablar con él sobre un marido imaginario.

El abogado se quedó muy impresionado con lo que había hecho Ginny. Le pareció que controlaba la situación, que actuaba de manera proactiva, y le gustó su voz inteligente. Nada de florituras ni aderezos, ni lágrimas: los hechos puros y duros, lo cual le ahorraba tiempo.

—¿Qué aspecto tiene? —preguntó Andrew O’Connor con curiosidad.

—El de una estrella de cine: alto, guapo, increíblemente carismático. Y tiene mirada de serpiente, capaz de encandilar a los pajaritos para que bajen de las ramas. Es perfecto para el papel que representa, el del «padre Teddy», el peluche favorito de todo el mundo. Los niños deben de seguirle como a un flautista de Hamelín, y las mujeres de la parroquia tienen que caer rendidas a sus pies. No podría haber sido más amable. Y después, entré en su iglesia y lo vi llevarse a un niño por una puerta lateral, con la mano apoyada en su hombro. Cerró la puerta y sabe Dios lo que ocurrió a continuación. Me sentí completamente impotente, pero solo de pensarlo me entran ganas de vomitar. Lo que le hizo a mi chico ya fue bastante malo. Le dejaba tocar el piano que tenía en el sótano de la iglesia para poder abusar de él y luego lo amenazaba con hacer que lo metieran en la cárcel si lo contaba. Se las ingenió para echarle la culpa a él.

—A ver si lo adivino: ¿por «tentarlo»? El viejo recurso de los curas malos. Por lo que dice, el tipo promete. Me gustaría conocer a su chico en persona y hablar con él. ¿Podrían venir el lunes a las tres? —Blue tendría que salir antes del colegio, pero Ginny pensó que merecía la pena—. ¿Cómo se llama, a todo esto?

—Blue Williams. Y yo, Ginny Carter.

—Igual le parece un disparate, pero ¿no salía usted en la tele? Tengo una hermana en Los Ángeles y antes había una periodista en las noticias que se llamaba Ginny Carter. La veía siempre que iba.

—Soy yo —respondió ella, cohibida.

—¡Vaya! Es increíble. Su marido y usted formaban un tándem perfecto en las noticias —manifestó él a modo de cumplido.

Y ella pensó que en ese momento era una persona totalmente diferente de aquella. Era como si hubiese pasado una eternidad y todo aquello formase parte de otra vida.

—Sí, formábamos un gran equipo, gracias. —Trató de adoptar un tono neutro, sin ningún dejo de nostalgia. Su interlocutor no era psiquiatra, sino abogado.

—La última vez que estuve en Los Ángeles, me di cuenta de que ya no salían ni usted ni él —dijo como decepcionado.

—Mi marido falleció hace tres años y medio —contestó Ginny sin entrar en detalles.

—Cuánto lo lamento… No debería haberlo mencionado. Aunque eran ustedes buenísimos. —Parecía azorado por haber sacado el tema.

—Gracias.

O’Connor había pasado a creer más en la veracidad de lo que le había contado Ginny, sabiendo que estaba acostumbrada a ceñirse a los hechos, a la precisión, a dar cuenta de los acontecimientos tal como eran, sin exagerarlos ni embellecerlos de ninguna manera. Todo eso hacía que le resultase más fiable, lo cual le facilitaba la labor.

—Hasta el lunes, entonces. Con Blue —dijo él con cordialidad, y colgó.

Tan pronto como Blue volvió de clase ese día, Ginny le anunció que tenían cita con la policía. En un primer momento, él reaccionó con cara de susto, pero entonces movió la cabeza arriba y abajo en señal de aceptación. En su vida anterior, ir a ver a la policía no era bueno. Esta vez, sí.

Se dirigieron al centro en metro y llegaron a la cita justo a la hora acordada. Ginny preguntó por la oficial Sanders. A los pocos minutos, salió a atenderlos una mujer muy guapa. Iba de paisano, era pelirroja, con el pelo largo, y llevaba una blusa ajustada y muy corta. Blue la recibió con cara de alivio, pues no parecía una policía ni alguien con intenciones de meterlo entre rejas, a pesar de que llevaba unas esposas en el cinturón. Ginny advirtió, bajo la americana de la oficial, la silueta difusa de un arma de fuego dentro de una funda al hombro, que sus movimientos permitían entrever, así como la placa, prendida en el cinturón.

—Hola, Blue —lo saludó con naturalidad y, cuando se sentaron en su despacho, les preguntó si querían beber algo. Tenía los ojos verdes, grandes, y una sonrisa amable y relajada. Blue pidió Coca-Cola y Ginny dijo que no quería nada. La oficial Sanders se dirigió a Blue directamente, con tono dulce—: Sé que no resulta agradable venir aquí. Pero estamos para ayudarte. No permitiremos que te pase nada malo. Te iré contando lo que hacemos a lo largo de todo el proceso. A la gente que hace daño a los niños o que abusa de ellos de cualquier manera hay que detenerla, por el bien de todos, incluso por su propio bien. Por eso has hecho lo correcto al venir. —Lanzó una mirada a Ginny como para incluirla a ella en la conversación—. ¿Es tu madre? —le preguntó señalándola.

—No, es amiga mía —dijo él, y sonrió a Ginny.

—Vive conmigo —explicó ella.

—¿Eres su madre adoptiva? —preguntó la oficial Sanders y ella negó con la cabeza.

—No, pero se queda en mi casa por temporadas. Su tutora legal es una tía suya.

—Ningún problema —dijo la oficial sin reflejar la más mínima preocupación. Solo quería saber quién era quién y ya lo sabía. No era preciso que Blue obtuviese permiso de un padre o de un tutor legal para comunicar el incidente—. Bueno, ¿quieres contarme lo que pasó? En primer lugar, ¿cuántos años tenías?

—Nueve, creo, o diez recién cumplidos. Vivía con mi tía, en la parte alta. El cura de nuestra parroquia, el padre Teddy, me dijo un día que podía tocar el piano que tenían en el sótano. Venía conmigo para escuchar cómo tocaba y a veces se sentaba a mi lado. Era entonces cuando lo hacía.

—¿Y qué hacía? —Formuló la pregunta como si fuese lo más normal del mundo, aun habiéndolo conocido hacía tan poco tiempo. Era buena en su trabajo.

Fue haciéndole preguntas concretas a medida que él se lo contaba: qué era lo que le tocaba, cómo, dónde exactamente, y si el cura le había hecho daño. Le preguntó si le había obligado a desnudarse o si habían practicado sexo oral en algún momento, y Blue dijo que no. Pero el incidente se había repetido infinidad de veces, y el cura lo había besado y había ido cada vez un poco más lejos. Blue contó que había tenido miedo de que intentase hacerle otras cosas y que por eso había dejado de ir a tocar el piano. Entonces el cura había intentado convencerlo para que volviera. Pero él no había vuelto. Luego lo había amenazado otra vez para que no dijera nada a nadie, de lo contrario lo arrestarían, lo meterían en la cárcel y nunca le creerían. Ese hombre lo había convencido por completo de que eso era lo que ocurriría. Ginny se dio cuenta, al escuchar su relato, de que los incidentes de abuso habían sido más frecuentes de lo que ella había entendido al principio. Blue no se lo había contado. En ese momento, se preguntó si se había guardado más cosas o si tan solo no las recordaba. Se alegró todavía más de haber acudido a la policía. Tenía la sensación de que había algo que tal vez él no quería contar. Eso pensó también la oficial Sanders, aunque de momento era un buen comienzo.

La oficial planteó entonces otra pregunta:

—¿Te pidió alguna vez que lo tocaras tú a él? —Su forma de preguntarlo daba a entender que no tenía mayor trascendencia.

Blue vaciló y se lo pensó un buen rato antes de mover la cabeza afirmativamente. A Ginny le costó Dios y ayuda seguir el ejemplo de la oficial Sanders y no reaccionar. Ni siquiera se le había ocurrido preguntarle eso a Blue y se quedó horrorizada al conocer la respuesta.

—A veces. —Había bajado la vista y no miró a Ginny.

—¿Te amenazaba con hacerte daño si no lo tocabas?

—Me decía que era culpa mía que se pusiera así, porque yo lo tentaba y eso le hacía sufrir, así que tenía que arreglarlo yo. Y si no, no me dejaría volver y le diría a mi tía que había robado el dinero del cepillo, aunque no era verdad.

—¿Y cómo tenías que arreglarlo?

Siguió otro largo silencio y a continuación Blue, a regañadientes, describió con todo detalle una felación. Ginny contuvo las lágrimas mientras lo escuchaba. Aquello le partía el corazón.

—¿Él te hizo eso a ti alguna vez?

Blue negó rápidamente con la cabeza y miró a Ginny con la cabeza gacha, para ver si estaba enfadada con él. Ella, por el contrario, le sonrió y le acarició la mano. El chico estaba dando muestras de verdadera valentía.

—Mira, Blue —añadió la oficial—, si presentamos cargos contra el padre Teddy, no tendrás que verlo en el juzgado. El juez leerá la denuncia y hablará contigo a puerta cerrada. Pero es mejor que ya no tengas miedo al padre Teddy. Forma parte del pasado. Y algún día podrás dejar todo esto atrás y olvidarlo. Es algo que te ocurrió, pero no eres tú, y nada de todo aquello fue culpa tuya. Él es un hombre repugnante que se aprovechó de un niño, tal vez incluso de muchos. Pero ya no tendrás que volver a verlo nunca.

Blue recibió sus palabras con un alivio inmenso. Eso era lo que lo preocupaba, y la oficial se daba cuenta. Casi lo vio soltar el aire de los pulmones y relajar todo el cuerpo al oír aquellas palabras.

—¿Crees que le hizo lo mismo a algún amigo tuyo? ¿Alguien comentó algo alguna vez?

—Pues Jimmy Ewald también decía que lo odiaba. A mí me daba miedo preguntarle por qué, pero pensé que podía ser eso. Nadie dijo nunca nada. Seguramente tenían demasiado miedo. Yo tampoco dije nada, ni siquiera a Jimmy. Él iba a séptimo entonces, era mayor que yo.

Ella asintió en silencio. No parecía sorprenderse ante nada de lo que decía Blue, ni siquiera cuando contó lo de la felación.

—¿Te acuerdas del aspecto del padre Teddy? ¿Crees que lo reconocerías si lo vieras?

—¿Como en una rueda de reconocimiento? ¿Como en Ley y orden? —Pareció emocionado con la pregunta de la oficial, y tanto ella como Ginny se echaron a reír.

—Sí. O por una foto.

—Claro. —Blue no tenía la menor duda.

Entonces intervino Ginny.

—Yo lo vi ayer mismo, en Chicago, en la parroquia a la que lo trasladaron. Solo quería ver cómo era. —La oficial Sanders se sorprendió mucho—. Antes era periodista.

—¿Sabía él por qué estabas allí?

—Le conté que había ido porque necesitaba consejo matrimonial y le di mi apellido de soltera. Pero después de nuestro encuentro vi que se iba por una puerta con un niño. Yo estaba en la iglesia y no me vio.

Blue la miró sorprendido. La oficial Sanders asintió, y Ginny se fijó en que se le contraía ligeramente un músculo de la mandíbula, pero, salvo por eso, nada en su semblante delató hasta qué punto le repugnaban esos agresores. Solía comentar a sus compañeros de trabajo que deberían castrarlos. Pero delante de las víctimas jamás dejaba que aflorase la rabia.

—Lo has hecho fenomenal —le dijo a Blue—. Me has ayudado muchísimo. A partir de ahora, lo que haremos será investigar el caso con mucho cuidado y discreción, para averiguar si alguien se ha quejado de él a la Iglesia alguna vez y si saben algo. Quizá por eso lo trasladaron a Chicago. Es posible que lleve mucho tiempo haciendo esto, en las otras parroquias en las que trabajó. Dudo que seas el único al que le ocurrió, Blue. Pero aunque así fuera, aunque no lo hubiese hecho antes ni lo repitiese después, no deja de estar mal. Yo te creo.

»Luego, cuando ya tengamos todas las pruebas, presentaremos cargos contra él y lo arrestaremos. Y si cumplimos bien nuestro cometido, acabará en la cárcel. Es posible que tardemos un tiempo en recabar todas las pruebas que necesitamos para presentar el caso con consistencia, así que tendrás que ser un poquito paciente. Pero estaré en contacto contigo y con Ginny, y os iremos contando cómo avanza la cosa. Ahora voy a redactar una declaración, con todo lo que me has contado hoy. Y si me equivoco o entiendo algo mal, no tienes más que decírmelo para que lo corrija. Luego puedes firmarlo y abriremos el caso, y ya está.

Le sonrió, se levantó y, antes de salir, dijo que no tardaría. Ginny la veía por el cristal del despacho: se había sentado ante un ordenador y estaba tecleando la declaración para que la firmase Blue. No había tomado notas para poder concentrar toda la atención en Blue, así que sería impresionante si lo incluía todo. Cinco minutos después, volvía con la declaración impresa para que Blue la leyera y firmase. Ginny ya le había confirmado que en la época en la que se produjeron los hechos no conocía a Blue, por lo que no tenía nada que añadir.

La oficial entregó la hoja a Blue y le pidió que leyera la declaración con detenimiento y que no le diera apuro señalarle si se había equivocado en algo. Quería ser absolutamente precisa, pues la declaración sería el punto de partida de la investigación. Luego, apuntó la dirección electrónica de Blue y la de Ginny, así como su propio número de móvil.

Blue leyó el texto con cuidado y le indicó que coincidía con lo que le había dicho. No había omitido nada, y el escrito no contenía errores. Una vez que hubo confirmado que era correcto, Sanders le pidió que jurase que lo que le había contado era cierto. Él lo juró y firmó la declaración. Entonces ella les dio las gracias a los dos por haber ido y los acompañó a la puerta. Había sido una entrevista agotadora y cargada de emociones. Blue estaba exhausto, y Ginny también tenía cara de cansada, pero se dijo que todo había ido bien.

Estaban bajando en el ascensor cuando Ginny miró detenidamente a Blue.

—¿Estás bien?

—Sí. Es maja —dijo él en voz baja. Entonces levantó el rostro y miró a Ginny con tristeza—. ¿No estás enfadada conmigo?

Se refería a lo que se había callado, ella lo comprendió enseguida. Al contrario, estaba admirada ante la sinceridad con la que había hablado, cosa que no podía haberle resultado fácil.

—Pues claro que no. ¿Cómo iba a estar enfadada contigo? Eres la persona más valiente que conozco y has hecho bien en contárselo. Con el único con quien estoy furiosa es con el padre Teddy.

Blue asintió y ella le cogió de la mano. Salieron del ascensor y del edificio y, ya en la calle, cuando se dirigían al metro, él volvió a hablar y a reír, y a llenarse de vida otra vez.

Jane Sanders salió de su despacho, con la declaración de Blue en la mano, y entró en el de su teniente con pasos largos y cara de pocos amigos. El teniente alzó la vista y se encontró con una mirada asesina. El caso no era diferente de los demás, pero estaba harta de oír la misma historia una y otra vez y de que siempre le asignasen esos casos a ella. Después de asistir a cursos de psicología y orientación personal durante años, y con su licenciatura por la Universidad de Columbia, los manejaba mejor que cualquiera de sus compañeros. Además, siempre echaba el guante al delincuente, no había perdido ningún caso contra un pederasta, ya fuese un ciudadano de a pie o un cura.

—¿Qué tienes? —preguntó el teniente, interesado. No era la primera vez que veía aquella expresión en su rostro—. ¿Un encantador asesino múltiple para que no te aburras? —bromeó.

—Ojalá. Otro cura. Estoy hasta las narices de estos tíos y de lo que hacen a los críos. ¿Por qué no los expulsan del sacerdocio? La mayoría ya saben quiénes son, pero los van cambiando de sitio como la bolita de los trileros. Dan mala prensa a la Iglesia. —Al igual que Ginny, estaba segura de que el padre Teddy había hecho lo mismo o cosas peores a otros niños de la parroquia. En los casos de pedófilos como él, nunca se trataba de hechos aislados. Probablemente había vuelto a las andadas en Chicago. Sanders contaba con un equipo de investigadores de los que tiraba para casos similares; pensaba ponerlos a trabajar en el de Blue de inmediato.

—¿Tiene opciones de salir adelante? —le preguntó Bill Sullivan.

Sanders era la mejor oficial que tenía para casos de abuso de menores, desempeñaba su labor de manera brillante.

—Absolutamente —contestó ella con total seguridad—. Es un caso de abusos de manual. —Se asemejaba a muchos otros en los que había trabajo. Y le parecía que todos los elementos eran verosímiles—. Además, el chico será un testigo inmejorable.

—Entonces a por él, Jane. —Bill sonrió de oreja a oreja.

—Descuida, lo haré. Estoy en ello.

Dejó una copia de la declaración encima de la mesa, con el número de expediente correspondiente, y volvió a su despacho. Había dado comienzo la búsqueda del padre Teddy y de sus víctimas.

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