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La reunión de octubre en la archidiócesis fue frustrante y confusa. Ginny acudió con Andrew. Él perdió los estribos más de una vez, tuvo varios encontronazos con monseñor Cavaretti y se lanzaron amenazas veladas a diestro y siniestro como si fuesen pelotas de tenis y aquello fuese un torneo… Y también las hubo no tan veladas. En esta ocasión estuvieron presentes en el despacho seis prelados, y hasta un obispo en un momento dado. Andrew tan pronto mantenía una actitud diplomática como les pagaba con la misma moneda y les devolvía las amenazas. Por su parte, los prelados alternaban las insinuaciones de llegar a un acuerdo sobre la indemnización con las de rechazarlo de plano, principalmente para poner a prueba a Andrew, imaginó Ginny. Andrew sabía que lo que pretendían era sondear las aguas, ver qué pedía para su representado. Pero resultaba imposible tratar con esa gente; pese al hecho de que diecisiete hombres y niños habían declarado ante la policía, con todo lujo de detalles, haber sido víctimas de abusos sexuales por parte del padre Teddy cuando eran menores de edad, los sacerdotes seguían dando a entender que era inocente y que los demás mentían.

—¿Diecisiete niños y hombres respetables mienten? —les preguntó Andrew indignado—. ¿Cómo llegan a esa conclusión? Su hombre es un sociópata, un pedófilo que se mofa de todo lo que representa el sacerdocio. Yo ya no soy cura, pero me indigna la sola idea de que él se atribuya tal nombre. ¿Cómo pueden defenderlo? Y sabiendo lo que sabían, ¿cómo es posible que lo protegieran mandándolo a otra ciudad, donde podría reincidir? Sus manos están manchadas de sangre por destruir la vida de esos niños. Son ustedes tan responsables como él. Y no entiendo por qué no lo fuerzan a que admita su culpabilidad. Un tribunal lo declarará culpable y lo mandará a la cárcel. Están haciendo perder el tiempo a todo el mundo —les recriminó.

La reunión duró tres horas, durante las cuales los ánimos fueron caldeándose cada vez más. Al final, admitiendo que así no iban a llegar a nada, monseñor Cavaretti suspendió el encuentro. Dijo que la cuestión no estaba zanjada y que tendrían que volver a reunirse.

Andrew salió de allí echando chispas. Cuando se iban, Ginny, a su vera, le dijo que estaba de acuerdo punto por punto con todo lo que había dicho.

—¿Qué sentido tiene defender a un hombre que todos sabemos que es culpable? Lo único que pretendían averiguar hoy era si íbamos a ablandarnos. Pero Cavaretti me conoce. Pienso irme al otro barrio con la certeza de que se detiene al padre Teddy y se lo declara culpable, y pelearé por conseguir la mejor indemnización posible para Blue.

Andrew sentía que se lo debían. Ginny compartía su parecer. Ninguno de los dos tenía la menor intención de tirar la toalla. Eso les había quedado claro a Cavaretti y al resto de su equipo. Y además tendrían que vérselas con las demás víctimas. El caso iba a salir caro a la Iglesia, sobre todo por haber ocultado los pecados de Ted Graham y por no haber movido un dedo para pararlo; simplemente habían cerrado los ojos y lo habían cambiado de ciudad. Ese era uno de los peores aspectos del caso. Ellos habían tenido potestad para proteger a todos aquellos niños y no lo habían hecho, lo cual habría destrozado la vida de muchas personas si esos niños no se recuperaban del trauma. Algunos de los que ya eran hombres adultos no lo habían superado.

Después de la inútil reunión, las aguas, aparentemente, se calmaron durante un tiempo. A lo largo de las dos semanas siguientes Andrew estuvo ocupado con otros casos y Ginny no tuvo noticias suyas. Sí consiguieron quedar para cenar y pasaron una velada muy agradable en un restaurante italiano; disfrutaron de la compañía mutua, conversaron de forma distendida y, para variar, no hablaron del caso. Lo habían acordado antes y lo cumplieron. Disfrutaron mucho. Pero desde esa noche ella no volvió a saber de él.

Cada tarde se sentaba a ayudar a Blue con los deberes. Era un lince en todo lo relacionado con la música y estaba componiendo sus propias piezas para concierto, pero con las asignaturas académicas necesitaba que le echara una mano. Ella le ayudaba con lengua e historia, pero la química no era su fuerte, así que tenía que concentrarse mucho para hurgar en el baúl de los recuerdos y resolver sus dudas.

Una tarde, volviendo del gimnasio al que había empezado a ir para hacer ejercicio, se detuvo a comprar unas revistas y se vio en una fotografía que publicaba

The New York Post y en otra del

National Enquirer. Las dos publicaciones habían tirado de fotos antiguas de su época como periodista televisiva, por lo que tendrían unos cinco años. Aún no había leído la prensa del día, de modo que los compró inmediatamente y los leyó en cuanto llegó a casa. El artículo de

The New York Post era más fiel a la verdad, pero contenía una serie de implicaciones desagradables que no le hicieron ninguna gracia. Venía a decir que Ginny era una de las partes en un caso de abusos sexuales en el que estaba implicado un cura que había abusado de diecisiete niños en total en los estados de Nueva York e Illinois. Que el cura había quedado en libertad pagando una fianza de un millón de dólares. Hasta ahí era cierto y todos esos datos ya eran públicos. Asimismo, el artículo enumeraba con precisión todos los cargos de que se lo acusaba. A continuación, sostenía que la implicación de Ginny en todo eso estaba relacionada con un chaval de la calle al que había acogido en su casa y que resultaba ser una de las víctimas. No citaba su nombre porque la identidad de las víctimas quedaba salvaguardada y no se había dado a conocer.

Pero entonces el artículo contaba que Virginia Carter prácticamente había desaparecido de la esfera pública y de los informativos de la televisión a raíz de que, cuatro años atrás, ella y su marido sufrieran un accidente de tráfico después de haber bebido más de la cuenta, un accidente que causó la muerte tanto de su marido, quien se había puesto al volante estando ebrio, como de su hijo de tres años. Y añadía que ella se había retirado del mundo desde entonces. No lo decía directamente, pero sí insinuaba que tenía problemas psiquiátricos, que también ella había estado bajo los efectos del alcohol aquella noche y que nadie había vuelto a verla desde el accidente. Daban a entender que había pasado los últimos cuatro años alcoholizada.

A continuación el artículo preguntaba qué hacía ella con un niño de la calle y cómo había acabado enredada en el último escándalo de la Iglesia católica. Pasaba a describir entonces una serie de casos similares de curas pedófilos que habían sido declarados culpables. Y concluía afirmando que el acusado del procedimiento en el que se hallaba incomprensiblemente involucrada la señora Carter sería juzgado en algún momento del año siguiente. Ningún portavoz de la Iglesia había querido hacer comentarios, el abogado oficial del pupilo de la señora Carter era Andrew O’Connor, exsacerdote jesuita, y la propia señora Carter continuaba sin aparecer por ninguna parte. El artículo se cerraba con la frase «Continuará… No cambien de canal. Sigan pendientes de la última hora», que era el mensaje con el que se despedía de los telespectadores cuando presentaba los informativos.

Se quedó mirando perpleja la noticia. Los hechos se ceñían a la realidad, pero el resto daba a entender que su marido y ella eran dos alcohólicos, que él había matado a su hijo por conducir borracho y que ella había desaparecido del mapa inmediatamente después de la tragedia, lo que insinuaba que su salud mental había quedado perjudicada. Ginny no había vuelto a aparecer en la prensa desde la muerte de Mark. Alguien había hablado con los medios; no sabía quién, pero no le gustó nada. El periodista podía obtener la lista de cargos de los autos del juzgado, pero todos esos detalles se los había facilitado un particular. Le dio rabia volver a hallarse bajo los focos, o arrastrar a Blue con ella a ese circo, aunque no se mencionase su nombre, solo porque tiempo atrás fuera un personaje público. Y sintió rabia por el regusto sensacionalista del artículo y por aparecer en las noticias de nuevo.

El

Enquirer iba directo a la yugular, como siempre. Publicaba una foto antigua suya en portada junto a una pregunta con letras enormes que rezaba «¿Vuelve de la tumba con un novio adolescente sin hogar?». Y se las ingeniaba para presentar el proceso judicial como si hubiese algo sórdido en el hecho de que ella estuviese relacionada con el asunto. Todo lo que decían la sacó de sus casillas. En cuanto terminó de leer el artículo, telefoneó a Andrew.

—¿Has visto el

Post y el

Enquirer de hoy? —preguntó con tensión en la voz tan pronto como él respondió la llamada.

Andrew se rio.

—No. No suelen estar en mi lista de lecturas obligadas. Yo leo

The New York Times, The Wall Street Journal y el

Financial Times de Londres cuando tengo tiempo. ¿Por qué? ¿Qué cuentan esos otros dos?

—Salgo en las portadas. Y el

Enquirer se lleva la palma. Preguntan si he vuelto de la tumba con un novio de catorce años sin hogar. Y el

Post parece saber muchos detalles del caso. Cuenta que mi marido conducía borracho la noche que él y mi hijo murieron en el accidente. Dan a entender que he estado encerrada en un psiquiátrico desde entonces, y en mi vida he pisado uno, y preguntan qué pinto yo con un chaval de la calle, implicada en un escándalo sexual de la Iglesia. ¿Quién crees que se ha ido de la lengua?

—Una pregunta interesante —respondió pensativo—. Tú sabes más que yo. No creo que a Cavaretti se le ocurriera colar semejantes disparates en la prensa. Nos lo está poniendo difícil, pero es un hombre responsable. A lo mejor la tía de Blue le contó algo a alguien, luego dieron con ella y el resto lo encontraron seguramente al descubrir que se trataba de ti. Debe de estar en alguna parte en internet, de cuando falleció tu marido. —Entonces bajó la voz—: Lo siento, Ginny. Debe de ser doloroso para ti, seguro. Pero no es más que basura sensacionalista, nadie lee esas cosas.

—Te equivocas. Tú no lo leerás, pero mucha gente lo hace. Cómo se les ocurre decir que Blue es mi novio adolescente de la calle. Por el amor de Dios, ¿están mal de la cabeza? Me avergüenza haber formado parte del gremio de la prensa.

—Así me siento yo con Ted Graham, habiendo sido sacerdote —respondió él en voz queda.

—¿Y si llega a manos de Blue o si les da por seguirnos? Pueden hacernos la vida imposible. No quiero que asocien el nombre de Blue con el caso contra Ted Graham. Tiene derecho a la intimidad, no es más que un crío.

—Será mejor que se lo cuentes —contestó Andrew con seriedad—, porque si no, otra persona lo hará. Deberías reducir las probabilidades de que la cosa salte por los aires.

—No soporto tener que enseñarle este tipo de bazofia —replicó muy contrariada.

No obstante, hizo lo que le había recomendado Andrew y se lo contó a Blue cuando volvió a casa. Le dijo que no era más que una sarta de estupideces. Y hablaron de la noche en que murió Mark. Ella reconoció que no se había dado cuenta de que su marido había bebido tanto, pero que no era obvio que estuviera ebrio; de lo contrario no le habría dejado ponerse al volante. Aunque luego quedó claro que su nivel de alcohol en sangre superaba ampliamente el límite.

—Tuvo que ser horrible para ti —respondió Blue poniéndose en su lugar y, para ser totalmente sincera con él, ella respondió que desde entonces se había sentido culpable por haberle dejado conducir esa noche. Llorando, le dijo que quizá si no le hubiese dejado, aún estarían vivos. Blue se sintió muy triste por ella. Nunca la había visto así. No supo qué decir. Por eso trató de levantarle el ánimo—. ¿Creen que soy tu novio? —Se le quebró la voz, y los dos se echaron a reír.

—Aborrezco este tipo de cosas —dijo Ginny cuando se sentaron los dos juntos en el sofá, con la mirada clavada en los periódicos, encima del baúl—. No sé quién habrá hablado con ellos, pero no me gusta. Nunca me gustó. Tras la muerte de Mark, se pasaron meses rondándome para ver qué hacía. Y lo único que hacía era llorar. ¿Crees que tu tía ha tenido algo que ver con esto? —Ginny lo preguntó pensativa, aunque le parecía poco probable.

—Podría ser. Ella no iría al periódico, pero a lo mejor se lo largó todo a alguien y esa persona lo contó. Le encanta hablar por los codos y chismorrear. A lo mejor quería devolvértela por haber acusado al padre Teddy. Jamás te lo perdonará. Para ella sigue siendo un santo. No se me ocurre nadie más. No sabía que fueras tan famosa —añadió, un tanto admirado.

—Lo era. Y Mark. Pero a nadie le importa lo que hago ahora. —Y le gustaba que así fuera. Por otro lado, sabía por experiencia que nunca se descubría al chivato. Los tabloides recogían retazos y con ellos componían una historia, daba igual si era cierta o no. Esta vez, sin embargo, tenían muchos datos correctos.

—Lo siento. Si no hubieses intentado ayudarme, no estarían escribiendo esa basura sobre ti. Es culpa mía —dijo Blue apenado.

—No seas tonto, Blue. Es culpa de Mark por haber conducido borracho, haberse matado y haber matado a Chris. Y culpa mía por haber desaparecido durante cuatro años. Y culpa tuya por tener el valor de hablar del padre Teddy, cosa que era lo que había que hacer y sobre eso no hay vuelta de hoja. Todo lo que sucede es siempre culpa de alguien, ¿y qué? Ninguna de estas memeces tiene importancia. Es culpa del padre Teddy por abusar de un puñado de niños inocentes y culpa de la Iglesia por haberlo protegido. Todos los días nos pasan cosas buenas y cosas malas. Lo que cuenta es lo que hacemos con ellas y cómo las manejamos. No podemos dejar que nos mine. Hay que seguir luchando. Y con sentimiento de culpa y con arrepentimiento no se llega ninguna parte. —Le sonrió, se levantó y metió los dos periódicos en el cubo de la basura. Pero él estaba consternado porque ella hubiese pasado tanta vergüenza por él—. Esa basura estará mañana en la jaula del hámster de alguien.

Él asintió, pero no pareció creérselo.

El colmo del día fue cuando Becky la telefoneó después de cenar.

—¡Por el amor de Dios, Ginny! ¡Ninguno de nosotros necesita volver a pasar por el martirio de que te saquen en la prensa amarilla! Bastante tuvimos después del accidente, cuando os pintaban como a un par borrachos. La gente no paraba de preguntarme si Mark y tú erais alcohólicos. —Sus palabras le dolieron mucho más que lo que había leído en los tabloides y se estremeció mientras la escuchaba—. Tú no sabes lo duro que es para mí, para mis hijos y para Alan verte en la portada del

Enquirer mientras hablan de tu novio de catorce años.

—Yo no tengo un novio de catorce años —la corrigió Ginny. Pero Becky se lanzó rápidamente a culparla y atacarla por todo lo que hacía—. ¿Tienes la impresión de que les he concedido una entrevista? —le espetó.

—No hace ninguna falta. Tu vida es un culebrón. Siempre aparecías en las revistas sensacionalistas cuando Mark y tú trabajabais en las noticias. Luego él se emborrachó y mató a Chris, y tú estabas con él. Ahora acoges en tu casa a un niño de la calle y te pones a perseguir a un párroco como si fuese una especie de cruzada en la que, además, a ti no se te ha perdido nada. Y de pronto apareces en la portada del

Enquirer con un supuesto novio de catorce años. No tienes ni idea de la vergüenza que nos haces pasar a los demás. ¿Te imaginas a cuántas personas me va a tocar dar explicaciones? Y el pobre Alan, en la oficina. Nosotros llevamos una vida discreta, respetable, pero no sé cómo lo haces tú que siempre tienes que pegarte el resbalón con la piel del plátano, caer de culo y salir en los periódicos. Ojalá dejaras de dar la nota, demonios.

—Ojalá, sí —respondió Ginny, súbitamente furiosa con su hermana, que se comportaba sin la menor conmiseración o bondad, por decirlo de forma suave. Blue la oía hablar por teléfono con cara de angustia, pero Ginny no lo veía—. Y, ¿sabes?, ojalá uno de estos días madures de una vez y te des cuenta de que el mundo es más grande que la caja de cerillas en la que vives. Mientras yo me dejo la piel salvando la vida de niños en Afganistán, tú vas en coche a Pasadena al súper y la tintorería y piensas que no hay nada más en la vida. Nada más que tu casa y tu piscina y tus niños y tu marido. Puede que yo quede en ridículo de vez en cuando, pero al menos estoy viva. Yo también tuve un marido y un hijo, pero no tuve la suerte que tienes tú, y por eso ahora trato de contribuir a mejorar la vida de otras personas, en lugar de quedarme en casa a llorarlos. Y lo único que haces tú es criticar y criticar lo que hago y decirme que no es «normal».

»Y para serte sincera, me importa un bledo lo que opines de mi batalla contra la Iglesia católica al lado de Blue. Siempre me miras por encima del hombro. Pues perdona que te lo diga, pero ese chico tiene más huevos que todos nosotros. ¿Te imaginas lo que supuso para él hablar y contar lo que pasó? ¿Denunciar a un sacerdote?, ¡por el amor de Dios! ¡Y tú me hablas de lo inmoral que es perseguir a un sacerdote que ha abusado de diecisiete niños! ¿Y a santo de qué tienes que censurar siempre todo lo que hago? Bueno, pues deja que te diga que estoy harta. ¿Quién te crees que eres?

Blue la estaba mirando sin pestañear cuando finalmente terminó su perorata, y a Becky casi le da algo. Pero la retahíla de Ginny venía de lejos y hacía tiempo que tendría que haberla soltado. Estaba harta de que su hermana la criticase por todo lo que hacía.

—Se acabó —sentenció Ginny, y se sintió mejor después de decirlo.

—Por mi parte también —repuso Becky con la voz temblorosa por la rabia—. Se acabó que sigas avergonzándome, se acabó el dar explicaciones a la gente o pedir disculpas por ti porque piensen que eres un bicho raro. Y a mí no me arrastras a este lío. A lo mejor a ti te da igual salir en la prensa amarilla, pero a mí no. ¡Déjame en paz! —exclamó, y colgó de golpe.

—¿De verdad está cabreada contigo? —preguntó Blue con una mirada contrita, convencido de que todo era culpa suya, dijera lo que dijese Ginny.

—Siempre está cabreada conmigo por algo —respondió Ginny sonriéndole—. Ya se le pasará.

—Es todo culpa mía —concluyó hecho polvo.

Luego, cuando se fue a dormir, Ginny volvió a tranquilizarlo y le dio un beso de buenas noches.

—Si no hubiera sido por mí, tú no estarías en los periódicos y no habrían dicho esas cosas de Chris y de Mark —dijo el chico, ya acostado, mirándola desde la cama.

—No pasa nada. Digan lo que digan, ellos ya no están. Tú no has hecho nada malo. De hecho, lo has hecho todo bien desde que llegaste a mi vida. Ahora deja de preocuparte y duérmete. —Le sonrió y volvió a darle un beso.

También ella trató de no pensarlo más esa noche, ni de pensar en la bronca con su hermana. Algunas cosas que se habían dicho no eran desatinadas. Al final, después de reproducirla mentalmente varias veces, se quedó dormida.

Cuando se despertó a la mañana siguiente se preparó una taza de café y leyó la edición digital de

The New York Times. Aunque no publicaban nada referente a ella, sí contenía un artículo de opinión muy bueno sobre abusos de curas a niños y sobre la necesidad de llevarlos a todos ante la justicia y que la Iglesia dejara de ocultarlos. Le hubiese encantado enviárselo a su hermana, pero no quería reavivar la pelea. Ya se habían dicho bastante.

Esperó a que Blue se levantara para hacerle el desayuno y de pronto se dio cuenta de que iba a llegar tarde a clase; no había oído su alarma, así que entró en su cuarto y subió la persiana. Al darse la vuelta, con una sonrisa, se lo encontró hecho un ovillo debajo de las sábanas. Lo empujó suavemente en el hombro con un dedo y le dijo que era hora de levantarse. Pero lo que tocó no era su hombro, sino un almohadón. Retiró con delicadeza la ropa de cama y vio que había preparado el bulto para que sirviera de relleno. Y le había dejado una nota encima de la almohada. Al leerla, casi se le parte el corazón.

«Querida Ginny: No hago más que darte disgustos. Siento mucho lo de los periódicos y lo que decían, ha sido todo por mi culpa y por el padre Ted. Y también me da mucha pena que te hayas peleado con Becky y que ella se haya enfadado tanto contigo por mi culpa. No es necesario que sigas siendo mi tutora si ya no quieres. Gracias por todo lo que has hecho por mí. Nunca lo olvidaré. Te quiero, Blue».

Habían empezado a rodarle lágrimas por las mejillas mientras la leía. Entonces revisó el cuarto y el armario del chico. Se había llevado la maletita pequeña de ruedas, un par de chaquetas, unas cuantas camisas, calcetines y ropa interior, además de las Converse y unas zapatillas de deporte. El cepillo de dientes y la pasta también habían volado, así como el peine y el cepillo. Todos los libros del instituto estaban apilados encima de la mesa. Entonces vio que se había llevado el portátil y el móvil; al menos podría comunicarse con él. Lo llamó inmediatamente, pero él no contestó. Le dejó un mensaje de voz y a continuación le mandó uno de texto. «¿Dónde estás? Tú no tienes la culpa de nada. Vuelve. Te quiero, Ginny». Aunque tampoco respondió a eso. Luego le mandó un correo electrónico diciéndole lo mismo y al final, con mano temblorosa, llamó a Andrew. No sabía qué más hacer.

—Se ha escapado —le dijo muy alterada y disgustada.

—¿Quién? —Andrew estaba ocupado, con la atención en otra parte.

—Blue.

—¿Cuándo?

—Esta noche, no sé a qué hora. Acabo de encontrarme su cama llena de almohadones. Y me ha dejado una nota.

—¿Y qué dice?

—Se disculpa. Se siente fatal por lo que publicaban ayer los periódicos. Además, anoche Becky y yo tuvimos una bronca por teléfono, por eso justamente, y nos oyó. Becky me dijo que la avergüenzo. Blue se culpa de todo. —Estaba a punto de llorar otra vez.

—¿Has probado a llamarlo? —Andrew también parecía preocupado. Blue y Ginny habían estado sometidos a mucha presión durante meses, con el proceso penal y todo lo demás.

—Lo he llamado, le he enviado mensajes y también un

e-mail. Aún no ha respondido.

Andrew reflexionó unos segundos. A sus catorce años, Blue conocía la vida de la calle mejor que ellos. Nueva York era una ciudad inmensa.

—¿Por qué no esperas a ver qué hace hoy? Puede que se tranquilice y regrese a casa por la tarde.

—No va a volver. Según él, me está fastidiando la vida. Y no es cierto, es lo mejor que me ha pasado en los cuatro últimos años.

—Estate tranquila —dijo Andrew con suavidad—. Aunque pase fuera uno o dos días, volverá. Te quiere, Ginny.

—Eso dice en su nota —respondió ella con lágrimas en los ojos y un nudo en la garganta.

—Procura calmarte, ya verás como vuelve. Son cosas de chicos. Y tiene la cabeza como una olla a presión. —Pese a que Andrew no tenía respuestas para ella, oírlo la tranquilizaba.

—No sé por dónde empezar a buscarlo.

—De momento no tienes por qué hacerlo. Es de día. Me pasaré a verte después de trabajar y podemos buscarlo entre los dos —se ofreció—. Llámame si aparece.

Ginny pasó el día esperando noticias de Blue, llamándolo a su móvil cada poco tiempo y escribiéndole algún que otro mensaje más, además de un segundo correo electrónico. Pero él no contestó a nada. Cuando llegó Andrew, a las seis en punto, ella se sentía como si hubiese estado todo el día dando vueltas en círculos. No había comido nada, pero a cambio se había tomado cuatro cafés. Estaba hecha un manojo de nervios.

—¿Y si no regresa nunca? Él es todo lo que tengo. —Volvieron a saltársele las lágrimas.

Por puro instinto, Andrew la rodeó con los brazos y la estrechó. Notó en el pecho el corazón acelerado de ella.

—Vamos a comer algo y luego salgamos a echar un vistazo —respondió con calma. También él escribió un mensaje a Blue con el móvil, pero el chico no le respondió. Y cuando quiso llamarlo, saltó directamente el buzón de voz.

Andrew preparó sendos sándwiches para él y para Ginny con lo que encontró en la nevera. Había pasado por su casa para ponerse unos vaqueros y coger una chaqueta con capucha, un jersey azul oscuro y unas zapatillas de deporte. Tenía la sensación de que esa noche les iba a tocar patearse la ciudad para recorrer todos los sitios en los que Ginny pensase que pudiera estar.

Empezaron por el McDonald’s en el que habían cenado la noche en que se conocieron. Luego en su pizzería favorita. En un par de hamburgueserías más. En la bolera del centro. Estuvieron un rato esperando en la puerta de unos multicines, pero no lo vieron. A las once de la noche, bajaron a Penn Station y cruzaron las vías para adentrarse en el túnel en el que había estado viviendo la vez que se escapó de Houston Street. Encontraron a media docena de chavales, de los que solo uno dijo conocerlo, pero les explicó que hacía meses que no se dejaba caer por allí. Ginny llamó a Houston Street, pero tampoco ellos lo habían visto; dijeron que avisarían a su grupo de intervención en las calles para que estuvieran atentos por si lo veían. No aparecía por ninguna parte. Ginny no se tomó la molestia de llamar a la tía de Blue, puesto que tenía la certeza de que el chico no acudiría a ella. A medianoche estaban sentados en un banco de Penn Station, Ginny con la cabeza entre las manos y Andrew con un brazo por sus hombros.

—¿Qué voy a hacer? —dijo ella, mirándolo con tristeza.

—Lo único que puedes hacer es esperar. Volverá.

Entonces Ginny pensó en Lizzie, su sobrina de California. Aún era buena hora para llamar. Lizzie respondió la llamada, pero le dijo que no había sabido nada de él en todo el día y que suponía que estaba liado con el instituto.

—¿Pasa algo? —preguntó a su tía.

Ginny no quería contarle nada.

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