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Había ido con su marido a una fiesta que daban unos amigos dos días antes de Navidad. Como habría niños y un Santa Claus, también habían llevado a Christopher. Ginny no llegó a ver las fotos de Chris sentado en el regazo de Santa Claus, pero cuando Becky las guardó con el resto de las pertenencias de su hermana, junto con todos los álbumes de fotos de Chris de bebé y las fotos de la boda con Mark, se le partió el corazón. Estaban en las cajas que Ginny no había abierto nunca, las que tenía apiladas en la otra habitación de su piso de Nueva York. No tenía ni idea de lo que Becky le había enviado como recuerdo de su vida anterior y nunca se había sentido con fuerzas para comprobarlo.

Ginny y Mark habían sido la pareja de oro, las estrellas de la cadena de televisión. Ella era reportera, y él, el presentador más famoso del sector. Los dos eran guapos, atractivos y estaban locamente enamorados. Se habían casado cuando Ginny tenía veintinueve años y su carrera en el mundo de la televisión empezaba a dar frutos. Mark, por su parte, ya era una estrella por aquel entonces. Al año siguiente nació Chris. Tenían una casa de ensueño en Beverly Hills y todo lo que siempre habían deseado, amén de un matrimonio y una vida que eran la envidia de sus amigos y conocidos.

Aquella noche salieron hacia la fiesta con Chris en el asiento trasero vestido con un trajecito de terciopelo rojo y pajarita de tela escocesa. El pequeño tenía entonces tres años y estaba impaciente por sentarse en el regazo de Santa Claus. Mientras Ginny lo vigilaba, Mark fue a la barra a tomarse una copa de vino en compañía de otros hombres. Había sido un largo día para él. Ginny también se tomó una copa. La mayoría de los padres tenían una copa de vino en la mano y reinaba un humor festivo. Por fin estaban de vacaciones. Nadie se emborrachó. Cuando se marcharon de la fiesta para llevar a Chris a la cama, a Ginny no le pareció que Mark no estuviera en condiciones. Eso había dicho una y mil veces después: que no le pareció que Mark estuviera ebrio. Como si a fuerza de decirlo pudiera cambiar las cosas. Pero no cambiaban. La autopsia reveló que sus niveles de alcohol en sangre superaban el límite, no de manera apabullante, pero sí lo suficiente para afectar sus reflejos y ralentizar sus reacciones. Evidentemente, había bebido más de una copa mientras ella vigilaba a Chris y charlaba con las otras madres. Y, sabiendo lo responsable que era Mark, Ginny tenía la certeza de que su marido no había sentido que hubiese bebido más de la cuenta esa noche. De lo contrario, le habría pedido que condujese ella o llamase a un taxi.

Regresaban a casa por la autopista. Había empezado a llover cuando el coche chocó con la mediana, volcó y se empotraron de frente contra un tráiler que aplastó su turismo. Mark y Chris fallecieron en el acto. Ginny pasó un mes ingresada con una vértebra del cuello rota y los dos brazos fracturados. Había hecho falta una grúa para sacarla del coche. Becky había acudido al hospital en cuanto la avisaron, pero no habían informado a Ginny sobre lo que había pasado con Mark y Chris. Becky se lo contó al día siguiente. En un abrir y cerrar de ojos, tres vidas habían quedado truncadas, incluida la de Ginny. Después de aquello, no volvió a la casa. Le pidió a Becky que se deshiciera de todo, salvo las cosas que embaló en cajas y que le envió más adelante a Nueva York.

Ginny se quedó en casa de Becky hasta que se recuperó de la lesión cervical. Había tenido muchísima suerte: aunque llevó collarín durante seis meses, la rotura se había producido en una zona lo bastante alta para no provocarle parálisis. Dimitió de su puesto en la cadena de televisión, rehuía a sus amistades, no soportaba ver a nadie. Estaba segura de que habían muerto porque ella dejó que Mark se sentara al volante aquella noche; que era culpa suya que hubiese conducido él. Había dado por hecho que los dos habían bebido sendas copas de vino, ya que Mark no solía beber más. Además, a ella no le hacía gracia conducir de noche por la autopista. En ningún momento se le ocurrió preguntarle cuántas copas se había tomado, puesto que le pareció que estaba sobrio. Si le hubiese preguntado, se decía después, habría conducido ella, y tal vez Chris y él seguirían vivos. Becky sabía que su hermana no se lo perdonaría nunca, le dijeran lo que le dijesen. Y que nada cambiaría el hecho de que el marido de Ginny y su hijo de tres años estaban muertos.

Sin llamar a nadie para despedirse, Ginny se mudó en abril a Nueva York, donde pasó un mes buscando trabajo en alguna organización humanitaria. Lo único que deseaba era alejarse todo lo posible de su vida anterior. En su fuero interno, Becky estaba segura de que su hermana no quería seguir viviendo y buscaba que la matasen en alguna de las misiones en las que se embarcaba, al menos durante el primer año. A Becky se le rompía el corazón al imaginar cómo se sentía y saber que nadie podía ayudarla. Tan solo esperaba que el tiempo aliviase las heridas de su hermana y la ayudase a vivir con lo ocurrido. Había dejado de ser esposa y madre, y había perdido a las dos personas a las que más quería del mundo. Además, había renunciado a una carrera profesional que se había labrado con mucho esfuerzo. Ginny había sido una buena periodista y las cosas le habían ido bien en la cadena de televisión. Había sido una mujer feliz, con éxito, plenamente realizada, y de la noche a la mañana su vida se había transformado en la peor pesadilla que pudiera imaginarse. Nunca hablaba de aquello, pero Becky entendía el martirio que suponía para ella, lo notaba. Por eso no insistía en lo relativo a su padre. Bastante tenía ya con las pérdidas y la tragedia que había sufrido. Becky no tenía valor para pedirle que se enfrentara a nada más. Por eso se hizo cargo de los cuidados del padre, mientras su hermana se jugaba la vida por todo el mundo.

No obstante, algún día tendría que parar y afrontar que por mucho que corriera, por muy lejos que viajara, las dos personas a las que había perdido estaban muertas y no volverían nunca. Becky solo esperaba que no la mataran antes; por eso siempre le suponía un alivio enterarse de que se encontraba de regreso en Nueva York, aunque solo fuese durante un breve paréntesis. Al menos allí estaba a salvo. Tanto a una como a la otra les costaba creer que hacía casi tres años que no se veían, pero el tiempo había pasado volando. Becky andaba atareada con su familia, y Ginny siempre se hallaba en algún país lejano sumido en alguna crisis, jugándose la piel y expiando sus pecados.

Alan se acercó para dar un beso a Becky y advirtió que parecía triste cuando colgó. Becky era una mujer bonita, pero nunca había sido tan espectacular como su hermana, sobre todo en los tiempos en que esta trabajaba en la cadena de televisión y le arreglaban el pelo y la maquillaban a diario. Pero, incluso sin todo eso, Ginny siempre había sido más guapa. Mientras que Ginny quitaba el hipo, Becky era del montón.

—¿Estás bien? —preguntó Alan con gesto preocupado.

—Acabo de hablar con Ginny. Está en Nueva York. Mañana es el aniversario. —Transmitió el resto con la mirada.

Él asintió.

—Si ha vuelto a Estados Unidos, debería venir a ver a su padre —dijo él con tono de desaprobación.

Estaba harto de ver a Becky cargando sola con todo el peso y a Ginny sin hacer absolutamente nada. Siempre había una excusa que explicaba por qué no podía. Becky era más comprensiva que él. A Alan le parecía injusto.

—Pues ha dicho que vendrá —respondió Becky en voz baja.

Alan no replicó. Se quitó la chaqueta, se sentó en su sillón favorito y encendió la tele para ver las noticias, mientras Becky se iba a la cocina para prepararle la cena, pensando en su hermana. Las dos habían tenido desde siempre objetivos muy distintos en la vida, pero en los últimos tres años las diferencias entre ambas se habían acentuado aún más. Ya no tenían nada en común, salvo sus padres y la historia de su infancia. Su vida y la de su hermana estaban a millones de kilómetros de distancia.

Ginny estaba pensando lo mismo cuando se metió en el cuarto de baño del apartamento de Nueva York, abrió el grifo de la ducha y se desvistió. Becky contaba con su marido, tres hijos adolescentes, una casa en Pasadena y una vida ordenada, mientras que ella carecía de posesiones materiales que le importasen, solo contaba con un apartamento amueblado con trastos de segunda mano, y no tenía a nadie en su vida, salvo a las personas para las que trabajaba en todo el mundo. En cuanto el agua salió lo bastante caliente, se metió en la ducha y dejó que le empapase el cuerpo, largo y esbelto, y que se llevase las lágrimas que le resbalaban por las mejillas. Era consciente de lo dolorosa que sería la jornada siguiente para ella. La superaría, como hacía todos los años. Pero a veces se preguntaba por qué. ¿Por qué luchaba para aguantar y seguir con vida? ¿Por quién lo hacía? ¿De verdad importaba? Cada vez le costaba más hallar la respuesta a esas preguntas, a medida que pasaba el tiempo y nada cambiaba, y Mark y Chris seguían muertos. Le resultaba muy difícil creer que hubiese logrado vivir sin ellos durante esos tres interminables años.

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