Blue

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A la mañana siguiente, Ginny estaba preparándose una taza de café cuando Blue entró en la cocina, algo despistado, todavía con el pijama puesto. Parecía uno de los Niños Perdidos de

Peter Pan. Ginny se volvió y sonrió al verlo.

—¿Has dormido bien? —preguntó.

—Sí, como un bebé. ¿Te has levantado muy temprano?

Ella asintió con la cabeza.

—Todavía estoy en otro huso horario. ¿Tienes hambre? —No había dejado de darle de comer desde que se habían conocido, pero lo cierto era que el chico parecía necesitarlo. Además, estaba en etapa de crecimiento.

Con gesto avergonzado, respondió:

—Eres muy amable. Pero estoy bien. Normalmente solo como una vez al día.

—¿Por necesidad o elección?

—Las dos cosas.

—Las tortitas me salen bastante bien y tengo por aquí un paquete con la mezcla ya hecha. ¿Quieres? —Lo había comprado un día, llevada por un arrebato de nostalgia, pero no había llegado a abrirlo. Procuraba no pensar en las tortitas de Mickey Mouse que solía prepararle a Chris. La última vez también habían sido para él. Sabía que las de Mickey no volvería a hacerlas.

—Estaría muy bien —reconoció Blue.

Ginny sacó el paquete con la mezcla preparada y se puso a cocinarlas. Tenía mantequilla en el congelador y sirope de arce en el armario. Cuando se las hubieron tomado todas, llamó a Becky a Pasadena para felicitarle la Navidad. Respondió Alan y charló con él unos minutos, tras lo cual se puso al teléfono Becky.

—¿Debería hablar con papá o lo confundiría? —le preguntó Ginny. No estaba segura de si su padre sabría quién era y, si la reconocía, no quería que se pusiera triste y le pidiera que fuera a verlos.

—Pues está un tanto despistado hoy. No para de pensar en mamá, y cree que Margie y Lizzie somos tú y yo. No sabría quién eres si habla contigo por teléfono, ni siquiera si te viera.

—Debe de ser muy duro enfrentarte a eso —comentó Ginny, que enseguida se sintió culpable por no estar allí.

—Sí —respondió Becky con sinceridad—. ¿Qué me cuentas tú? ¿Qué vas a hacer hoy? —Podía imaginar lo difícil que era el día de Navidad para su hermana, sin nadie con quien pasarlo y con los fantasmas de las Navidades anteriores.

—Creo que pasaré el día con un amigo —contestó Ginny, pensativa.

Le había dicho a Blue que se diese una ducha si quería, y en ese momento lo oyó en el baño. Iba a meterle la ropa en la lavadora y en la secadora del edificio, para que pudiera ponérsela limpia.

—Pensaba que no tenías amigos en Nueva York —dijo Becky, extrañada.

Había renunciado a tratar de convencer a Ginny para que conociera a gente, nunca lo hacía ni quería hacerlo. Su respuesta era que ya conocía a bastante gente en sus misiones y que no necesitaba conocer a nadie en Nueva York, ya que estaba allí muy poco tiempo, apenas unas semanas. Además, siempre le resultaba demasiado complicado explicar su situación personal. No quería ni compartir su historia ni dar pena. No le importaba a nadie, pero no lograría hacer amistades si no estaba dispuesta a abrirse a los demás, y no era su caso. Se cerraba como una ostra. Le había contado más cosas sobre Chris y Mark a Blue que a nadie en los últimos años.

—Y no tengo. Acabo de conocerlo —respondió Ginny, sin entrar en detalles.

—¿Un tío? —Becky se quedó unos segundos impactada.

—Un hombre no, un chico —le explicó Ginny, y se preguntó si no habría sido mejor que no hubiese dicho nada.

—¿Cómo que un chico?

—Es un chico sin hogar. He dejado que pasara la noche aquí.

Nada más decirlo, supo que no debería haberlo hecho. Hacía años que Becky y ella estaban en ondas distintas. Becky tenía su vida, su familia y su casa, y mucho que perder. Ginny, por su parte, no tenía nada y no le importaba.

—¿Has dejado que un sintecho pase la noche ahí? —dijo Becky horrorizada—. ¿Has dormido con él?

—Pues claro que no. Es un crío. Ha dormido en el sofá. Vivía en una caseta de obra que hay cerca de mi casa y estamos teniendo temperaturas de muchos grados bajo cero. En noches así, puedes morir de hipotermia. —No era que pensase que iba a ocurrir, Blue era joven y fuerte, pero todo era posible.

—¿Estás loca? ¿Y si te mata mientras duermes?

—No va a hacer nada de eso. Tiene once o doce años, y es un chico encantador.

—No tienes ni idea de quién es ni de dónde ha salido, quizá sea mayor de lo que dice, y un delincuente de algún tipo. —La imagen de Blue como delincuente, con el pijama demasiado grande, resultaba absurda. Ni siquiera se había tomado la molestia de cerrar con pestillo la puerta de su cuarto la noche anterior. Se lo había planteado, pero había desechado la idea. No había nada en él que la hiciera temer.

—Fíate de mí, es un cielo de chico. No va a hacerme nada. Voy a intentar convencerle para que vaya a un albergue para menores. No puede quedarse en la calle con este tiempo.

—¿Y por qué iba a querer ir, si tú vas y le abres la puerta de tu apartamento?

—Para empezar, porque me marcho otra vez dentro de unas semanas y no puede quedarse aquí. —Blue había aparecido en el vano de la puerta, con el enorme pijama puesto otra vez, y la ropa en las manos para que se la lavara, tal como le había propuesto Ginny—. En todo caso, ahora mismo no puedo hablar de eso. Tengo que hacer la colada. Solo llamaba para felicitaros la Navidad. Dales un abrazo a Alan y a los niños, y a papá.

—¡Ginny, echa a ese chaval de tu apartamento! —Becky casi le gritó—. ¡Te va a matar!

—Te digo que no. Confía en mí. Hablamos mañana. Dale un beso a papá de mi parte.

Un instante después colgó, y en Pasadena Becky se volvió hacia su marido con cara de espanto.

—Mi hermana se ha vuelto loca —dijo casi llorando—. Ha dejado dormir en su apartamento a un chico vagabundo.

—Santo Dios, no está en su sano juicio. —Él se quedó tan preocupado como su mujer y le pareció que lo que había hecho su cuñada era totalmente inadmisible—. Tiene que empezar a vivir con algo de normalidad o conseguirá que la maten.

—Ya, pero ¿qué puedo hacer yo? Estoy aquí, tratando de evitar que papá se extravíe o lo atropelle un camión cuando cruza la calle. ¿También se supone que tengo que salvar a mi hermana para que no la maten chicos vagabundos a los que deja dormir en su casa? Habría que encerrarla en algún sitio.

—Pues podría pasar —comentó Alan, apesadumbrado. Siempre había temido que su cuñada acabase perdiendo la cabeza como consecuencia de la muerte de su hijo y de su marido. Pero Becky tenía razón, ¿qué podían hacer ellos?

Entretanto, en Nueva York, Blue daba también muestras de preocupación.

—¿Quién era?

—Mi hermana, desde California —respondió Ginny, al tiempo que cogía la ropa sucia del chico para llevarla a la lavadora del sótano—. Yo antes vivía en Los Ángeles —le explicó.

Él la miraba con tristeza.

—¿Vas a marcharte dentro de poco? —preguntó con cara de pena. Había oído lo que le decía a Becky. Acababa de conocerla y ya estaba a punto de perderla, a ella también.

—Dentro de un tiempo —respondió Ginny, serena. El semblante del chico y sus intensos ojos azules reflejaban su miedo al abandono. Se sentaron en el sofá. Con el pelo recién lavado y vestido con el pijama de ella, Blue tenía un aspecto limpio—. Puede que tenga que irme en enero, pero aún no lo sé. Aunque luego volveré. Siempre vuelvo. —Le sonrió.

—¿Y si te matan?

Ginny estuvo a punto de responder que nadie la echaría de menos, pero vio en su mirada que, a pesar de que casi no se conocían, él sí la extrañaría. Parecía que le aterraba la idea de que se marchase.

—No me van a matar. Llevo dos años y medio con todo esto. Se me da bien. Y tendré cuidado. No te preocupes. Y ahora hablemos de lo que vamos a hacer hoy. Tanto tú como yo odiamos la Navidad, así que hagamos algo que no tenga nada que ver. ¿Qué te gustaría hacer? ¿Ir al cine? ¿A jugar a los bolos? ¿Sabes patinar sobre hielo?

Él negó con la cabeza. Seguía angustiado.

—Solía ir a jugar a los bolos con mi tía Charlene, antes de que… antes de que estuviera tan liada.

Si bien Ginny notó que había algo que no le contaba, no quiso meterse donde no la llamaban.

—¿Te apetece que probemos?

—Vale —contestó él, sonriendo poco a poco.

—Y después podemos ir al cine y a cenar fuera.

A Blue le sonó como si le regalasen un pedacito de cielo. Ginny quería que el chico disfrutara del tiempo que estuviera con ella. No sabía lo que ocurriría después. Solo tenían que dejar que transcurriera el día y conseguir pasar una Navidad aceptable para los dos. Ella había previsto quedarse en la cama, leer y terminar el informe, pero ya no iba a ser así. Eso podría esperar.

La ropa de Blue salió limpia y seca al cabo de una hora, y se marcharon juntos a una bolera del centro, a la que Ginny llamó por teléfono para asegurarse de que estuviera abierta. Los dos eran bastante malos a los bolos, pero se lo pasaron genial. Luego fueron al cine. Ella escogió una peli de acción en 3D que pensó que le gustaría, y a Blue le encantó. Nunca había visto una película en tres dimensiones y salió fascinado. Después cenaron perritos calientes en un

deli y pararon en una tiendecita de alimentación para comprar algunas cosas antes de regresar al apartamento. Cuando llegaron, era noche cerrada y se había puesto a nevar otra vez. Ginny le preguntó si quería quedarse a dormir en el sofá, de nuevo, en lugar de volver a la caseta, y él dijo que sí con la cabeza. Le preparó la cama y allí lo dejó, viendo la tele, mientras ella se iba a su cuarto. Nada más tumbarse en la cama, llamó Becky.

—¿Sigues viva? ¿Todavía no te ha matado? —Lo decía medio en broma. Llevaba todo el día enferma de preocupación, por ella, por su salud mental y por su falta de criterio para haber hecho algo tan peligroso.

—No, ni lo va a hacer. Becky, es Navidad, dale un respiro. —Ella se lo había dado. Más que eso: gracias a ella, el chico lo había pasado en grande y los dos habían disfrutado mucho.

—¿Mañana le dirás que se vaya?

—Ya veré. Quiero buscarle el sitio adecuado. Los albergues le dan miedo.

—Por el amor de Dios. Y a mí me da miedo que corra peligro tu vida. ¿A quién le importa que le asusten los albergues? ¿Dónde está su familia?

—Todavía no lo sé. Sus padres murieron. Antes vivía con una tía, pero debió de pasar algo.

—No es problema tuyo, Ginny. Hay millones de personas sin hogar en este mundo. No puedes acogerlos a todos. No puedes curar a todas las almas rotas y heridas del mundo. Tienes que cuidar de ti misma. ¿Por qué no buscas un empleo en Nueva York? Yo creo que todo ese trabajo humanitario que haces te ha creado complejo de Madre Teresa. En lugar de recoger huérfanos de la calle, ven a ver a tu padre.

Ginny hizo oídos sordos al áspero comentario. Becky sonaba cansada.

—Becky, a mí no me esperan en casa al salir del trabajo —le recordó—. Gracias a eso puedo dedicar mi vida al prójimo.

—Nos tienes a nosotros. Vente a vivir a Los Ángeles.

—No puedo. Me moriría —dijo Ginny con tristeza—. Y no quiero un trabajo de oficina en Nueva York. Me gusta lo que hago. Me llena.

—Pero no puedes pasarte el resto de la vida dando vueltas por el mundo. Y si quieres tener una familia que te espere en casa al salir de trabajar, tendrás que permanecer más de diez minutos en algún sitio, dejar de viajar a zonas en guerra y de trabajar en campamentos de refugiados. Gin, necesitas una vida real, mientras puedas tenerla. Si sigues dedicándote a eso, llegará un momento en que ya no podrás volver a sentar la cabeza.

—Es que a lo mejor no quiero hacerlo —replicó ella con toda sinceridad.

Becky dijo entonces que tenía que llevar a su hija pequeña a ver a una amiga y, gracias a Dios, cortó. Ginny se quedó leyendo mientras Blue veía la tele en el salón. A las diez fue a ver cómo estaba y se lo encontró profundamente dormido en el sofá, con el mando a distancia todavía en la mano. Se lo quitó con delicadeza, lo dejó encima del baúl, delante de él, tapó al chico con la manta y apagó la luz. Entonces volvió a su habitación, cerró la puerta y siguió leyendo hasta las doce. Pensó en lo que le había dicho Becky y se dio cuenta de que estaban convencidos de que estaba loca por haber acogido a Blue, pero a ella le parecía una decisión acertada, al menos por el momento. Más adelante ya vería qué hacía. Quería convencerlo de que contactase con su tía, para que supiera que estaba bien. Y después quería llevarlo a un buen albergue en el que pudieran ayudarlo. De momento, él era su misión. Y quería cerciorarse de que quedara en buenas manos cuando tuviera que marcharse de nuevo de viaje. Estaba segura de que sus caminos se habían cruzado por algo, no le cabía duda de que se trataba de eso. Ella era la persona que debía llevarlo a un puerto seguro. Se prometió que lo haría. Apagó la luz y, al cabo de dos minutos, estaba profundamente dormida.

Mientras Ginny le hacía el desayuno al día siguiente, Blue volvió a entrar en internet y abrió sesión en varias páginas. Ginny advirtió que consultaba de nuevo una serie de sitios dedicados a gente joven y a personas sin hogar, donde se intercambiaban mensajes. Y vio que, al leer uno con más atención que los demás, el chico arrugaba la frente. Cuando le dejó al lado del ordenador un plato de huevos revueltos, descubrió que era un mensaje de una tal Charlene, que le pedía que la llamase. Era obvio que se trataba de su tía, pues Blue había mencionado ese nombre. Disimuladamente Ginny se fijó en el sitio web con atención, para poder visitarlo después si él salía. Ginny quería contactar con Charlene para saber más del chico y para decidir qué hacer con él cuando tuviera que irse de Nueva York.

Después de desayunar, sacó el tema de dónde iba a quedarse Blue en el futuro.

—No puedes volver a la caseta, Blue. Hace demasiado frío. Y tarde o temprano alguien de los servicios municipales echará el candado otra vez.

—Hay más sitios en los que puedo quedarme —repuso él, levantando el mentón con actitud desafiante. Entonces la miró y la expresión de sus ojos se suavizó—. Pero no tan agradables como este.

—Puedes quedarte conmigo todo el tiempo que esté aquí —le ofreció ella con generosidad. No se daba cuenta de lo terriblemente sola que había vivido hasta que apareció él. Ahora era consciente—. Pero el mes que viene tengo que volver a trabajar y estaré fuera una temporada. Busquemos un buen sitio en el que puedas alojarte antes de que me vaya.

—Un albergue no —replicó él con terquedad de nuevo.

—Existen lugares para menores sin casa en los que puedes quedarte mucho tiempo. Algunos tienen bastante buena pinta, y puedes entrar y salir si quieres. —Había estado mirándolos en internet. No sería la situación ideal, pero de esa manera podría dormir bajo techo, tener alojamiento, comida y orientación psicológica.

—En los albergues te desvalijan y la mayoría de los chicos se drogan.

Ginny sabía que no era su caso, lo cual, teniendo en cuenta lo dura que era su vida, resultaba sorprendente.

—Bueno, tendremos que pensar en algo. Yo no puedo llevarte conmigo.

Era como si lo hubiese adoptado, y estaba decidida a solucionar el tema del alojamiento, cuando en realidad Blue era un pajarillo que se había posado en su rama y que de momento permanecía quieto a su lado. La única opción que tenía, sin embargo, era alzar de nuevo el vuelo cuando ella se marchase. Y Ginny quería dejarlo en algún lugar donde estuviera a salvo después de su partida.

—Yo solo quiero una habitación en alguna parte y un trabajo —respondió.

Era mucho pedir para un chaval de su edad, por muy brillante que fuera. Nadie contrataba a chicos de once o doce años, salvo como camellos en barrios deprimidos y, por lo que se veía, Blue se había mantenido apartado de esas cosas.

—¿Cuántos años tienes, Blue? Esta vez dime la verdad —le pidió con gesto serio, y él tardó en contestar un rato, durante el cual aprovechó, obviamente, para decidir si se lo decía o no.

Y entonces habló.

—Trece —gruñó—, pero sé hacer un montón de cosas, se me dan bien los ordenadores y soy fuerte. —Aunque estaba delgado por falta de alimento, se lo veía dispuesto.

—¿Cuándo fue la última vez que pisaste la escuela? —Le dio miedo que tal vez llevase años sin ir.

—En septiembre. Estoy en octavo.

—Eso quiere decir que podrías ir al instituto a partir de enero. —Se quedó pensando un momento y lo miró a los ojos. Si Christopher hubiese estado vivo, habría tenido seis años. Ella no tenía experiencia con adolescentes, aparte de su sobrino, y había estado demasiado ocupada para prestarle mucha atención durante su niñez y su pubertad. Su hermana sabía mucho más de niños que ella, pero no podía consultarle acerca de Blue—. Te propongo un trato —dijo en voz baja—: si vuelves a estudiar, te pagaré los trabajillos que puedas hacer para mí.

—¿Qué tipo de trabajillos? —El chico se mostró receloso.

—Hay un montón de cosas que puedes hacer por mí. Hay que limpiar el apartamento con regularidad. Quiero cambiar algunas cosas de sitio. Supongo que podría deshacerme de mis preciosos muebles y modernizarlo un poquito. —Echó un vistazo a su alrededor.

—Sí, quizá podríamos quemarlos —bromeó él, y los dos se echaron a reír.

—No nos pongamos tan radicales. Puedes hacerme recados. Ya veremos.

—¿Cuánto pagas? —preguntó él, muy serio, y ella se rio de nuevo.

—Pues depende del trabajo. ¿Qué te parece el salario mínimo?

Él reflexionó y asintió. Le parecía bien.

—¿Por qué tengo que ir al colegio? Siempre me aburro.

—Pues, si no te sacas el graduado, te vas a aburrir el resto de tu vida. Eres un chico inteligente, necesitas ir a la escuela. Es imposible que consigas un trabajo decente si no vas, como mínimo, al instituto. Y a lo mejor algún día puedes ir a la universidad.

—¿Y luego qué?

—Eso depende de ti. Pero si no vas a la escuela, acabarás dedicándote a sacar patatas fritas de la freidora en un McDonald’s. Te mereces algo mejor —dijo, convencida.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Créeme, lo sé.

—Si ni siquiera me conoces —la retó él.

—Eso es verdad, pero sé que eres listo y podrías llegar lejos si quisieras. —Se daba cuenta de que era un buen chico, un chaval con recursos e iniciativa. Solo necesitaba que le echasen una mano para empezar—. ¿Lo harás? Quiero decir que si volverás a estudiar. Yo te ayudaré con la inscripción en el colegio público que hay cerca de aquí. Podemos decir que has estado un tiempo fuera. —Transcurrió una eternidad hasta que Blue respondió, y entonces lo hizo moviendo la cabeza afirmativamente, despacio, mirándola. No se lo veía muy contento, pero aceptó el trato.

—Lo intentaré. —Se comprometió—. Pero como sea un tostón y esté lleno de idiotas, o los profes sean mala gente, me largo.

—No. Con idiotas o sin ellos, aguantarás hasta junio y después del verano empezarás el instituto. Ese es el trato.

Ginny levantó la mano para que le chocase los cinco y al final él alzó la suya.

—Vale. ¿Y cuándo empiezo a trabajar para ti?

—¿Qué te parece ahora mismo? Puedes fregar los platos y pasar la aspiradora. Y vamos a necesitar hacer algo de compra. —Blue se había acabado la leche que habían comprado la tarde anterior y a Ginny se le había olvidado ir a por fruta—. ¿Y si bajas tú a la tienda? Te prepararé una lista. ¿Qué comida te gusta?

Cogió papel y bolígrafo de su escritorio y anotó varias cosas básicas, a las que él añadió una particular lista de los deseos compuesta por cereales superazucarados, chucherías picapica, patatas fritas, galletas, tiras de beicon, crema de cacahuete… todos esos aperitivos que les encanta comer entre horas a los chavales y refrescos de toda clase.

—Tu dentista me va a adorar —comentó Ginny, mirando al techo con desmayo mientras él iba dictándole. Pero entonces cayó en que el chico seguramente no tendría dentista. De momento no quiso preguntar. Lo primero era lo primero, y su prioridad era que retomase los estudios. Se contentaría si conseguía sacarlo de las calles, llevarlo un sitio seguro y lograr que volviese al colegio.

Unos minutos más tarde, lo mandó a la tienda con tres billetes de veinte dólares y la lista de la compra. Y tan pronto como oyó que se cerraban las puertas del ascensor, se fue a mirar la página que había estado consultando Blue en el portátil y encontró el mensaje de Charlene. Llevaba fecha del día anterior. Ginny respondió con rapidez.

«Tengo información sobre Blue. Está sano y salvo y en buenas manos. Llámeme, por favor. Virginia Carter». Y a continuación añadió su número de móvil.

Ginny estaba sentada en el sofá, leyendo una revista tranquilamente, cuando Blue volvió con la bolsa de la compra. Le devolvió el cambio con diligencia. Acto seguido, comenzó a anotar las horas que dedicaba a hacer los recados, para que ella pudiera pagarle por el tiempo que invertía. Cuando lo vio escribiendo, Ginny sonrió y asintió con la cabeza.

—Qué profesional —dijo, complacida. Y se llevó una sorpresa al ver su letra: pulcra y legible.

Blue dedicó parte del día a pasar la aspiradora y a limpiar el apartamento, la ayudó a mover los muebles y tiró a la basura la planta muerta con cara de asco. Por la tarde salieron a dar una vuelta. Pasaron por delante del colegio público que Ginny tenía en mente para él; no quedaba lejos, si bien todavía no sabían dónde se iba a alojar, y el chico hizo una mueca. También pasaron por delante de una iglesia y la cara que puso fue aún peor. Parecía enojado y cargado de veneno.

—¿Tampoco te gustan las iglesias?

La sorprendía. Blue tenía las ideas muy claras. Ella no era profundamente religiosa, pero sí tenía una sensación constante de comunicación con Dios, entendida de una manera laxa que a ella le funcionaba bien.

—Odio a los curas —afirmó, casi enseñando los dientes.

—¿Y eso?

Quería saber más de Blue, pero él se mostraba muy reservado acerca de su vida. Como si se tratase de una flor, Ginny debía esperar a que los pétalos se abriesen solos. No quería forzar nada. Pero lo que dijo sobre el clero la dejó intrigada.

—Los odio y punto. Son unos gilipollas. Y unos farsantes. Van de buenos y no lo son.

—Algunos sí son buenos —dijo ella en voz baja—. No son todos malos o buenos. Son simples personas.

—Ya, pero les gusta fingir que son Dios. —Lo dijo agitado.

Ginny no quería disgustarlo y no se lo discutió. Era evidente que Blue sentía un desprecio absoluto hacia todos ellos.

Después de cenar, fueron otra vez al cine, en esta ocasión no vieron ninguna proyección en 3D, pero igualmente lo disfrutaron mucho y, durante el paseo de vuelta al apartamento, fueron hablando de la película. Empezaba a convertirse en costumbre eso de andar y charlar con él; casi parecía que se conocieran desde hacía mucho más tiempo del que realmente se conocían. Blue tenía un gran sentido del humor y se expresaba de maravilla, y en cuanto llegaron al apartamento le preguntó cuánto había ganado ese día ayudándola con los quehaceres de la casa. Sumaron las horas y se alegró de ver la cantidad resultante. Sonrió, contento, y encendió el televisor. Ella comprobó una y otra vez si tenía algún mensaje en su móvil, de Charlene, pero de momento no había recibido ninguno. Se preguntó si se pondría en contacto con ella. Confiaba en que lo hiciera.

Esa noche trabajó un poco en el portátil y vio que Blue había entrado de nuevo en la página para menores sin techo. ¿Estaría esperando un mensaje de alguien en concreto?

Por la mañana, cuando estaba aún en la cama, Charlene la llamó al móvil. En efecto, era la tía de Blue.

—¿Quién es usted? —le preguntó a Ginny de inmediato—. ¿Una asistente social, de alguna institución para chicos? ¿Policía? —Se la oía desconfiada y a la vez aliviada.

Ginny le explicó cómo se habían conocido y que Blue dormía en su sofá.

—¿Hace cuánto que no lo ve? —preguntó ella a su vez, intrigada por la tía y por lo que habría ocurrido.

Se preguntó si la mujer le diría la verdad. Tenía una voz agradable, que denotaba inteligencia.

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