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El viernes por la tarde, Ginny recogió a Blue a la salida del colegio y se fueron directamente al aeropuerto. Había hablado con Becky esa mañana; su padre se encontraba un poco mejor ese día. Y llevaba la autorización de Charlene en el bolso. Una vez en el aeropuerto, facturó el equipaje y pasaron adentro. Ginny propuso que cruzaran pronto el control de seguridad y compraran unas revistas para entretenerse durante el vuelo.

—¿Se pueden comprar en un aeropuerto? —preguntó Blue con cara de sorpresa.

Ginny se dio cuenta de que no había pisado uno en su vida ni había viajado en avión a ninguna parte. Era la primera vez que el chico salía de la ciudad de Nueva York y los únicos sitios en los que había visto un aeropuerto habían sido en el cine y en la tele.

—Aquí puedes comprar de todo. —Ginny le sonrió.

Estaban en la cola del control de seguridad y ella le dijo que sacase todas las monedas que llevara en los bolsillos y que se quitase el cinturón y las zapatillas. Él además depositó el portátil en una de las bandejas de plástico, mientras Ginny hacía lo propio con el suyo y cogía otra bandeja para el bolso y los zapatos. Entonces, pasaron el control y recogieron sus pertenencias. Blue estaba fascinado con el proceso y lo miraba todo con sumo interés. Aquello constituía una gran aventura para él. A Ginny solo le daba pena no disponer de más días. Le habría gustado enseñarle Los Ángeles. Aunque volver allí le producía cierto desasosiego por los recuerdos que le provocaba el lugar, procuraba centrar la atención en Blue.

Echaron un vistazo en la librería. Ella compró una novela de bolsillo para el viaje y revistas para él, además de chicles y caramelos. Y pararon en una tienda de recuerdos. Blue tenía hambre, después de las clases, así que compraron un perrito caliente y se lo comió antes de embarcar. Ginny nunca había hecho tantas cosas en ningún aeropuerto, de camino a un vuelo. Normalmente iba directa a la puerta de embarque nada más cruzar el control de seguridad y se subía al avión. Pero él quería verlo todo. Cuando embarcaron y ocuparon sus asientos, estaba que no cabía en sí de gozo. Ginny le dejó el asiento de ventanilla para que pudiera ir mirando. Metieron el equipaje de mano en el compartimento superior y se sentaron. Entonces él la miró con cara de nerviosismo.

—No se estrellará el avión, ¿no? —preguntó angustiado.

—No debería —respondió ella, sonriéndole—. Tú piensa en la cantidad de aviones que están despegando y aterrizando ahora mismo, y en los que están volando en todo el mundo. Miles y miles de aviones. ¿Cuándo fue la última vez que oíste hablar de un accidente aéreo?

—No me acuerdo.

—Exacto. Así que yo creo que todo irá bien.

Él pareció quedarse más tranquilo. Ginny le indicó que se abrochara el cinturón y, cuando se enteró de que en el vuelo les darían comida y pondrían una película, Blue se entusiasmó.

—¿Puedo pedir lo que me dé la gana? —preguntó a Ginny.

—Te dan a elegir entre dos o tres opciones. Pero para comer hamburguesa y patatas fritas tendrás que esperar a que lleguemos.

La conmovía ver lo novedoso que era todo para él. Durante el despegue estaba emocionado, y no se asustó cuando el jumbo se separó del suelo de la pista. Se quedó un rato mirando por la ventanilla y luego se puso a leer una revista. Cogió la pantallita de vídeo que le ofreció un asistente de vuelo y seleccionó la película que quería ver; Ginny hizo lo mismo y los dos se pusieron los auriculares. Blue estaba encantado con lo nuevo que era todo. Y cuando le dieron el menú, escogió lo que quiso. Comió mientras seguía viendo la película y después se quedó dormido. Ella lo tapó con la manta. Nadie le pidió la autorización ni le preguntó por qué viajaba con él o si eran parientes.

Lo despertó antes de que aterrizasen en Los Ángeles, para que viera la ciudad desde el aire. Él se maravilló ante el despliegue de luces y piscinas que veía a sus pies, y siguió así cuando el enorme avión tocó tierra, rebotó con suavidad y se deslizó por la pista hasta la terminal. Blue acababa de vivir el primer vuelo de su vida. Ella le sonreía feliz. Casi había olvidado el motivo del viaje, que no era otro que ver a su padre, posiblemente por última vez. Era como si acabase de regresar a casa, incluso después de tanto tiempo viviendo lejos de allí. Se dio cuenta entonces de que Los Ángeles sería siempre su hogar.

—Bienvenido a Los Ángeles —dijo mientras se incorporaban a la fila de gente que abarrotaba el pasillo para bajar.

Poco después ya estaban en la terminal, camino de la zona de recogida de equipajes. Le había dicho a su hermana que alquilaría un coche en el aeropuerto para que no tuviera que ir a buscarla. Y, mientras estaban en el mostrador del alquiler de vehículos, cruzó los dedos para que Becky y su familia se mostrasen amables con Blue. No quería que el chico lo pasara mal o que estuviera incómodo con los hijos de su hermana. Su vida había sido totalmente diferente de la de ellos. Eran la típica familia de zona residencial: la madre, el padre, la casa con piscina, los dos coches y los tres hijos. No habían sufrido un solo revés en la vida. Los chicos eran buenos estudiantes, y a Charlie, el mayor, acababan de aceptarlo en la UCLA, la Universidad de California en Los Ángeles. La menor, Lizzie, tenía la misma edad que Blue. A pesar de que Ginny imaginaba que Blue no tenía nada que ver con los hijos de su hermana, al menos esperaba que fuesen educados con él.

La empresa de alquiler le proporcionó un flamante todoterreno urbano. Blue estaba encantado. Se metieron por la autovía en dirección a Pasadena. El vuelo que habían cogido en Nueva York había salido a las cinco de la tarde y, con la diferencia horaria, eran las ocho en Los Ángeles, hora en la que la gente volvía a casa o salía a cenar, a tomar algo la noche del viernes, o bien regresaba tarde del trabajo. Había un tráfico espantoso, y la temperatura era de casi veintisiete grados. Blue estaba feliz y contento, sonriendo de oreja a oreja.

—Gracias por traerme contigo —le dijo, mirándola cohibido—. Creí que me dejarías el fin de semana en Houston Street. —Se alegraba muchísimo de que no lo hubiese hecho y se sentía agradecido por todo lo que hacía por él.

—Pensé que lo pasarías bien aquí, aunque yo tenga que estar con mi padre. De todas formas el pobre duerme un montón, así que podremos dar alguna vuelta con el coche para que veas Los Ángeles —explicó Ginny.

A donde no iría sería a Beverly Hills. No quería acercarse por allí ni ver la calle en la que habían vivido. No quería ver nada que le recordase la vida que había vivido allí, la vida que había dejado atrás hacía más de tres años.

—¿A qué te dedicabas cuando vivías aquí? —le preguntó con interés.

Nunca le había preguntado por su pasado, sabía que era un tema delicado para ella. Jamás hablaba de Mark o de Chris, salvo que ella los hubiese mencionado antes, cosa que casi nunca hacía salvo de pasada a través algún recuerdo o por algo que hubiese dicho uno u otro.

—Pues era periodista de televisión —respondió. Avanzaban a paso de tortuga en medio del tráfico.

—¿Salías por la tele? —La miró atónito mientras ella asentía con la cabeza—. ¡Vaya! Eras famosa. ¿Eras la que hablaba en la mesa o te tocaba hablar desde la calle mientras llovía a mares y el paraguas se te ponía del revés y entonces se perdía la señal de audio?

Ginny se rio con su descripción, que hasta a ella le pareció acertada.

—Pues las dos cosas. A veces informaba desde el estudio, con Mark. Él era el que presentaba desde la mesa todos los días. Y a veces me tocaba informar desde algún lugar en medio de una lluvia torrencial. Menos mal que por aquí no llueve mucho. —Le sonrió.

—¿Molaba?

Ginny meditó la respuesta y a continuación movió la cabeza afirmativamente.

—La mayor parte del tiempo, sí. Era divertido trabajar con Mark. La gente se ponía nerviosa cuando íbamos juntos a alguna parte y lo reconocían.

—¿Y por qué lo dejaste? —Blue observaba su rostro mientras la escuchaba, y ella le miró un instante.

—Ya no iba a ser divertido sin él. No volví después de… Me quedé un tiempo en casa de mi hermana y luego lo dejé y me fui a trabajar por todo el mundo para SOS/HR.

—Si trabajas en la tele, no te dispara nadie. Deberías volver algún día.

Ella guardó silencio unos instantes y luego negó con la cabeza. Aquella etapa había terminado para ella, y quería que así fuese. No podría haber seguido trabajando en televisión sin Mark, le habría resultado insoportable percibir la lástima de todos los compañeros hacia ella. Su trabajo actual suponía una novedad en cada viaje.

Llevaban una hora en la autovía cuando tomaron la salida de Arroyo Seco Parkway en dirección a Pasadena. Ginny lo llevó por calles arboladas, con casas preciosas a un lado y al otro. A continuación subieron por una cuesta no muy larga y enfilaron un camino de acceso para coches que pertenecía a una gran casa de piedra, muy bonita, con una piscina grande a lo largo de un flanco. Tenía una valla alrededor, pero habían dejado las puertas abiertas para que entrara. Ginny había olvidado lo enorme que era la casa. Era perfecta para ellos. Un labrador negro los saludó ladrando mientras se adentraban en la parcela. Blue iba observándolo todo con avidez.

—Es como en las películas —dijo asombrado por la casa, la piscina y el perro.

Cuando bajaban del coche, Becky apareció y se acercó a saludarlos. Ginny se alegró de comprobar que estaba igual que siempre. Iba con una camiseta de rayas, vaqueros y chanclas. Vio que escudriñaba a Blue y lo saludaba con frialdad. Era evidente que no le hacía ninguna gracia que formara parte de la vida de su hermana. El chico, sin embargo, no pareció advertirlo, y Ginny se alegró. Estaba demasiado ocupado asimilando la escena.

Becky tenía el pelo de un rubio más oscuro que su hermana pequeña y lo llevaba recogido en lo alto de la cabeza con un prendedor tipo banana. Iba sin maquillar, como siempre. Estaba exactamente igual que la última vez que la había visto Ginny. En la época universitaria estaba más guapa, pero, después de tener a Charlie, había engordado cerca de siete kilos y nunca se había preocupado por perderlos. Y usaba el mismo tipo de ropa cómoda y chanclas a diario. Ella decía que era su uniforme. Además, estaba tan ocupada con sus hijos y con su padre que le daba igual.

El perro fue tras ellos al interior de la vivienda. Entraron por la parte de atrás, directamente en la cocina, donde los tres hijos de Becky se encontraban cenando, a la mesa. Estaban tomando pasta, una ensalada grande y alitas de pollo. Ginny se fijó en que Blue, al entrar con timidez en la cocina y mirar con gesto de inseguridad a los chicos, tenía hambre otra vez. Margie fue la primera en levantarse. Le dio un abrazo fuerte a su tía y le dijo que se alegraba mucho de verla, y entonces Ginny se la presentó a Blue. Le habría gustado saber qué les había contado Becky para explicar su presencia en la vida de su tía, pero se limitó a presentarlo como «Blue Williams», sin decir nada sobre la relación que tenía con ella ni que estaba viviendo en su piso de Nueva York. Entonces Charlie se levantó también para abrazarla y estrechó la mano de Blue. Ginny se quedó pasmada ante lo mucho que había crecido su sobrino, era incluso más alto que su padre; medía un metro noventa y tres. Y al final Lizzie dio un brinco de su silla y se acercó a su tía, a la que besó sin llegar a tocarle la mejilla. A continuación, se quedó mirando a Blue. Eran exactamente de la misma estatura y edad. La chica tenía el pelo largo y rubio, igual que su tía.

—Hola. Yo soy Lizzie —le dijo con una amplia sonrisa. Todavía llevaba ortodoncia, lo que la hacía parecer más pequeña que Blue. Pero ya tenía cuerpo de mujer. Vestía una camiseta rosa y pantalones cortos blancos, y Blue se quedó deslumbrado con ella—. ¿Quieres sentarte a cenar con nosotros? —lo invitó.

Él puso cara de alivio. Se sentía muy cortado, ahí de pie. Miró a Ginny para pedirle permiso, y ella movió la cabeza arriba y abajo y le dijo que se sentara. Entretanto, Lizzie le puso un plato en la mesa y le ofreció una Coca-Cola. Margie y Charlie empezaron a preguntarle a Blue por el vuelo. Tenían dieciséis y dieciocho años respectivamente, y estaban muy mayores. Blue, no obstante, se sintió cómodo al instante, mientras Lizzie se ponía a hablar por los codos, y se sirvió pasta y alitas él mismo.

—¿Y papá? —preguntó Ginny a su hermana, en voz baja.

—Está arriba, durmiendo. Por lo general se acuesta hacia las ocho. —Eran casi las nueve ya—. Le he dado un analgésico. Hoy le dolía el brazo, creo que anoche le hizo daño la escayola. Se levanta al amanecer, en cuanto empieza a haber luz. Alan llegará dentro de nada. Ha ido a jugar al tenis después de trabajar.

Para Ginny lo más extraño de estar allí era ver lo poco que había cambiado la vida. Hacían las mismas cosas que cuando se fue, en la misma casa. Hasta el perro estaba igual y la reconocía. Los niños habían crecido, pero era lo único distinto. En cierto sentido era un consuelo, pero también la hacía sentir más fuera de onda aún. Su experiencia de los tres años anteriores había sido muy diferente de la de ellos. Mientras Becky servía sendas copas de vino y le ofrecía una, Ginny se sintió como si acabase de regresar de Marte.

Dejaron a los chicos en la cocina y se fueron a la sala de estar. Solo utilizaban el comedor en Navidades y en Acción de Gracias. El resto del año se reunían en la cocina. En la sala de estar tenían, además, una pantalla de televisión gigante encima de la chimenea, en la que veían los partidos de la NFL que se retransmitían desde siempre cada lunes por la noche, amén de otras retransmisiones deportivas los fines de semana y cualquier final de cualquier disciplina. Eran unos fanáticos del deporte. Becky y Alan jugaban de maravilla al tenis, algo que Ginny jamás había practicado, a pesar de que Mark tenía estilo y en ocasiones había jugado con ellos. En cuanto a los chicos, los tres jugaban a varios deportes de equipo: baloncesto, fútbol, béisbol, voleibol, y Charlie además era el capitán del equipo de natación de su instituto. Iba a graduarse en junio con matrícula de honor. Ninguno de sus sobrinos había hecho nunca nada malo, ni siquiera habían sacado malas notas en su vida. Becky se jactaba de ello y estaba orgullosísima de que hubiesen admitido a Charlie en la UCLA.

—Es mono —concedió Becky refiriéndose a Blue.

Y su hermana entendió el comentario.

—Sí que lo es. Y listo. Es un niño que destaca, teniendo en cuenta por lo que ha pasado y la poca ayuda que ha recibido. Si consigo que entre en ese instituto, será fantástico para él.

Becky seguía sin entender por qué Ginny hacía todo eso, pero tenía que reconocer que se había mostrado muy educado cuando llegaron. Al saludarla estrechándole la mano, le había dado las gracias por dejarlo ir. Y luego, cuando entraron en la cocina, Lizzie y él se habían puesto a hablar de música y al parecer les gustaban los mismos grupos. La niña le enseñó un vídeo de YouTube en el ordenador que tenían siempre en la cocina y los dos se rieron mientras lo veían. Parecían haber encontrado algo en común. Después Charlie se asomó para anunciarle a su madre que iba a salir. Ella le dijo que condujese con cuidado y, cuando el chico se fue con el coche, Ginny cayó en la cuenta de que tenía su propio automóvil. Estaba realmente muy mayor. Margie también tenía carné, pero ella tenía que usar el coche de su madre, aún no tenía el suyo propio.

Lizzie se ofreció a enseñarle a Blue la sala de juegos del sótano, y allí lo dejaron Margie y ella para que jugase unas partidas de un videojuego. Blue estaba desenvolviéndose sin problema. Entonces llegó Alan y saludó con grandes aspavientos a su cuñada. Se alegraba mucho de verla, pero le dijo que la encontraba demasiado delgada, con la cara más alargada y angulosa que nunca, y que ya no se parecía tanto a Becky.

—¿Qué hay de cenar? —preguntó Alan mientras se servía una copa de vino—. Estoy muerto de hambre. —Llevaba puesta la ropa de tenis y era evidente que conservaba su atractivo de antaño.

—Ensalada y vieiras —respondió Becky con tono de ama de casa eficiente.

Y metió en el microondas tres vieiras que había comprado esa tarde en el mercado. Con Becky todo era siempre raudo y organizado, aunque adoleciese de cierta falta de encanto. Sin embargo, cuando sirvió las vieiras, estaban deliciosas. Alan vertió más vino en las tres copas.

—Me alegro de que por fin hayas venido —le dijo a Ginny con intención—. Estos dos últimos años han sido muy duros para tu hermana. Te marchaste en el momento justo.

Lo decía como si lo hubiese hecho adrede para rehuir sus responsabilidades, no porque hubiesen fallecido su marido y su hijo. Lo decía con un dejo clarísimo de resentimiento, que Ginny detectó de inmediato. Pero se imaginó lo estresante y perturbador que debía de ser cuidar de su padre, que vivía con ellos en su casa y que había ido deteriorándose de forma drástica. Y sabía que también tenía que ser duro para los chicos.

Ginny ayudó a Becky a recoger la cocina después de cenar y volvieron al cuarto de estar. Alan se sentó a charlar con ellas. De alguna parte de la vivienda les llegaba música. Ginny sonrió al reconocerla.

—Caramba, qué disco tan bueno, cariño. ¿Lo habéis comprado hoy? —dijo Alan, y Becky lo miró con cara de no entender nada.

—No. No sé qué es. Ha debido de ponerlo Lizzie en el equipo del sótano.

—Venid, os lo enseñaré. —Ginny les hizo una seña con la mano para que la acompañasen.

Fueron con ella a la sala de juegos. Blue estaba tocando el piano que tenían allí, para cuando daban alguna fiesta. Iba tocando todas las canciones que le pedía Lizzie y, entre medias, interpretaba algo de Mozart para tomarle el pelo y hacerla reír; y de pronto se puso a tocar un boogie-woogie con una agilidad de manos como no habían visto nunca a nadie en su piano.

—¿Dónde ha aprendido a tocar así? —preguntó Becky asombrada, mientras Blue interpretaba una melodía preciosa de Beethoven y volvía de golpe a tocar otra de las canciones que le había pedido Lizzie. Ella sonreía de oreja a oreja, encantada.

—Pues ha aprendido él solito —respondió Ginny, orgullosa de él—. También toca la guitarra, compone y sabe leer música. Acaba de presentarse para estudiar en el instituto de música y arte de Nueva York, LaGuardia Arts. Espero que lo cojan. La música es su pasión y tiene un don increíble.

—Dios mío, es como un prodigio. Charlie estuvo yendo a clases durante cinco años y lo único que sabe tocar son escalas y «Chopsticks». No practicaba nunca —comentó Alan.

Al ver a Blue tocando, Ginny se acordó de la historia del padre Teddy en el sótano de la iglesia y la apartó enseguida de su pensamiento. Blue lo estaba pasando en grande con el piano de su hermana. Y había congeniado con Lizzie como si se conociesen de toda la vida. Ella también estaba impresionada. Pero los que más lo estaban eran Alan y Becky. El talento musical de Blue era innegable, y saltaba a la vista que era un buen chico. Estuvo tocando una hora, por puro placer. Luego, Lizzie y él subieron a ver una peli en la gran pantalla plana, mientras los mayores se quedaban en el sótano, en el cómodo sofá que tenían allí.

La casa entera estaba pensada para sentirse a gusto. Carecía de la elegancia del antiguo chalé de Beverly Hills de Ginny, pero era perfecta para su vida en Pasadena, que siempre había sido mucho más informal que la de Mark y ella. La de la pareja había sido una vida más glamurosa y la casa era un reflejo de ello. Los dos habían sido personajes famosos de la tele, aunque solo fuera en el ámbito de los informativos. Mark había firmado un contrato fabuloso y ganaba mucho dinero. Y a Ginny tampoco le había ido nada mal.

—Becky me ha contado lo que estás haciendo por él —comentó Alan refiriéndose a Blue—. Lo encuentro admirable, Ginny. Pero no te olvides de quién es y de dónde viene. Te conviene andarte con ojo. —Alan le pareció presuntuoso y la molestó que le dijera eso.

Becky, por su parte, movía la cabeza arriba y abajo indicando que compartía su parecer.

—¿Quieres decir que te preocupa que pueda birlarme algo? —Los dos asintieron sin el menor reparo, sin avergonzarse de lo que habían dicho ni de lo que daban a entender con ello—. Le registro los bolsillos cada mañana antes de irse al cole —aclaró con inocencia, pero indignada en su fuero interno por su comentario y por su estrechez de miras.

—Yo no me puedo creer que lo dejes quedarse en tu apartamento. ¿Por qué no lo llevas a un albergue? Seguramente sería más feliz allí. —Su cuñado no tenía ni idea de lo que estaba hablando ni de las condiciones de esos sitios. Jamás en su vida había visto un centro para personas sin hogar ni a quienes se alojaban en ellos.

—En los albergues se producen peleas a diario, robos, sustracciones, y a las mujeres las violan —respondió Ginny con toda serenidad—. Yo lo llevé a un albergue para jóvenes muy bueno, en el que se queda cuando estoy de viaje. —«Salvo cuando se escapa», añadió para sus adentros.

Le daban una rabia espantosa los aires de superioridad de su hermana y su cuñado, además de las suposiciones que habían hecho sobre un adolescente al que ni siquiera conocían, sin tener en cuenta lo brillante y honrado que era, y el gran talento que tenía. Lo habían juzgado de antemano basándose en su limitada experiencia personal de vecinos de una zona residencial y con una vida a salvo de todo peligro. Por suerte, sus hijos tenían la mente más abierta que ellos, y Lizzie y Margie estaban encantadas con él. En cuanto a Charlie, Blue era demasiado joven para despertar su interés; por eso se había ido a ver a su novia.

Ginny cambió de tema y pasaron a conversar acerca de su labor como defensora de los derechos humanos, otra cosa que tampoco veían con buenos ojos. En su opinión, era un trabajo demasiado peligroso para una mujer, o para cualquier persona, pero ella aducía que estaba haciendo una buena obra para el mundo y que le gustaba mucho. Becky y Alan, en lugar de reconocer lo aventurera y valiente que había sido al embarcarse en algo tan diferente, le dijeron que si no dejaba ya de recorrer el globo y de vivir en campamentos de refugiados, nunca encontraría otro marido. Y que ya iba siendo hora de que superase de una vez su sentimiento de culpa por haber sobrevivido al accidente.

—Yo no quiero otro marido. Sigo amando a Mark y seguramente lo amaré siempre —respondió en voz queda.

—Pues me parece a mí que no le haría ninguna gracia lo que estás haciendo, Ginny —repuso Alan, serio.

A Ginny le pareció un comentario totalmente fuera de lugar.

—Quizá no —reconoció—, pero le parecería interesante. Además, tampoco es que me dejara muchas opciones. No me iba a quedar de brazos cruzados en mi casa vacía de Beverly Hills, sin él y sin Chris, llorando el resto de mi vida. Esto es bastante mejor.

—Bueno, nosotros esperamos que lo dejes pronto. —Hablaba en nombre de los dos, y Becky se lo permitía. Ella iba por la cuarta copa de vino en lo que llevaban de velada, algo que sorprendió a Ginny; antes no bebía tanto—. ¿Cuál es tu siguiente destino? —le preguntó—. ¿Lo sabes?

—Aún no es seguro. Puede que la India o África. Estaré conforme con la misión a la que me manden.

Alan puso cara de susto, y Becky meneó la cabeza.

—¿Eres consciente de lo arriesgado que podría ser? —le preguntó, como si ella no lo supiera.

—Sí —respondió sonriéndole—. Por eso es por lo que me mandan a sitios así, porque tienen problemas y necesitan a activistas de los derechos humanos para ayudarlos. —A esas alturas ella era una profesional en la materia.

Alan no andaba del todo desencaminado, Mark probablemente se habría llevado las manos a la cabeza al saber a qué se dedicaba. Pero era mucho mejor que quitarse la vida tirándose al East River, como se había planteado no mucho tiempo atrás. Además, gracias a su trabajo y a la aparición de Blue, se sentía mucho mejor que en los tres años anteriores. Ni Becky ni Alan podían figurarse lo que era sufrir semejante desgracia ni se imaginaban el tremendo esfuerzo que suponía sobreponerse a ella. Y, por su bien, esperaba que no lo supieran nunca. Pero no tenían ni la más remota idea de lo que era estar en su piel ni de lo que le costaba levantarse por las mañanas.

Se quedaron un rato más en el sótano. Luego Alan subió a ver un partido de tenis en el televisor de su habitación, y Becky acompañó a Ginny a la de invitados para que pudiera deshacer el equipaje. Blue dormiría con Charlie.

—No se llevará nada, ¿verdad? —le preguntó Becky a su hermana en tono conspiratorio.

Por primera vez desde que tenía catorce años, a Ginny le dieron ganas de soltarle un sopapo.

—Pero ¿cómo se te ocurre, Becky? —En realidad, quería decir «¿Quién te crees que eres?», pero se mordió la lengua. ¿Cómo podían haberse vuelto tan cerrados de mente y tan aburguesados para pensar que por ser un sintecho era un ladrón? Era penoso—. No, no va a llevarse nada —añadió—. Nunca se ha llevado nada estando conmigo. —Y esperaba que no fuese a hacer una excepción en ese momento. Su hermana y su cuñado se lo recordarían de por vida. Pero Blue no la preocupaba.

Se despidieron con un beso, y Ginny deshizo el equipaje en el cuarto de invitados, coqueto y floreado. Poco después, Blue asomó la cabeza, camino de la cama. Lizzie le había enseñado cuál sería su habitación.

—Me lo he pasado muy bien esta noche. —Le contó sonriendo. Era más de lo que podía decir ella. Su hermana y su cuñado la habían deprimido—. Me cae genial Lizzie, y Margie es muy simpática también.

—Son buenas chicas. —Coincidió ella—. A lo mejor mañana podemos pedirle a Charlie que te preste un bañador viejo. Se me olvidó comprarte uno.

—Sería guay, la verdad.

Se sentía como si se hubiese muerto y hubiese subido al cielo, en Pasadena. Ginny le dio entonces un beso de buenas noches, y él se fue por el pasillo en dirección al cuarto de Charlie. Ella cerró la puerta sin hacer ruido, pensando en su padre. Sabía que iba a ser duro verlo con las facultades tan mermadas.

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