Blonde

Blonde


La mujer: 1949 - 1953 » Angela, 1950

Página 35 de 97

—¡En absoluto! Estoy lleno de compasión. ¿Acaso hay alguien que dé más que yo a las instituciones benéficas? El fondo para los niños tullidos, la Cruz Roja, la defensa de los Diez de Hollywood… Pero no siento la más mínima piedad por Cass Chaplin —Shinn se esforzaba por mantener un tono humorístico, pero su dilatada nariz, con sus profundas y peludas ventanas, temblaba de ira—. Ya te he dicho, querida, que no quiero que estés con él en público.

—¿Y en privado?

—En privado, toma precauciones. Con dos como él ya tenemos más que suficiente.

Norma Jeane necesitó unos minutos de reflexión para entender el comentario.

—Eso ha sido una crueldad, señor Shinn. Una crueldad y una grosería.

—Así es I. E. Shinn, ¿no? Cruel y grosero.

Los ojos de la joven se llenaron de lágrimas. Estaba a punto de abofetear a Shinn.

Pero al mismo tiempo deseaba cogerle las manos y suplicar que la perdonara, porque ¿qué haría ella sin él? No; quería reírse en su cara. En esa arrugada cara de plastilina. Ante sus ojos ofendidos y furiosos.

Lo quiero a él, no a ti. Jamás podré amarte. Si me obligas a elegir entre los dos, te arrepentirás.

Norma Jeane temblaba; estaba tan enfadada como I. E. Shinn y comenzaba a hablar con la misma contundencia. Shinn se acobardó.

—Mira, cariño, sólo pretendo ser útil. Práctico. Ya me conoces: sólo pienso en ti. En tu carrera y tu bienestar.

—Estás pensando en Marilyn. En su carrera.

—Bueno, sí. Marilyn es mía, mi creación. Me preocupo por su carrera y bienestar.

Norma Jeane murmuró algo que su agente no oyó. Le pidió que lo repitiera y ella dijo, sorbiéndose los mocos:

—Ma-marilyn no es más que una carrera. No tiene «bienestar».

Shinn soltó una carcajada cargada de asombro. Se había levantado de la silla giratoria del escritorio y se paseaba sobre la alfombra, flexionando sus dedos cortos y gruesos. A su espalda, la brumosa luz del sol y el bullicio del tráfico de Sunset Boulevard se colaban por una ventana de cristal esmerilado. Norma Jeane, que estaba sentada en una de las famosas sillas bajas de Shinn, también se puso en pie, aunque con dificultad. Acababa de salir de su clase de baile y le dolían las pantorrillas y los muslos como si se los hubieran machacado a martillazos.

—Él sabe que no soy Marilyn. Me llama Norma. Es el único que me entiende.

—Yo te entiendo —la joven miraba fijamente la alfombra, mordiéndose la uña del pulgar—. Te entiendo porque yo te he inventado. Nadie se preocupa por ti tanto como yo, créeme.

—Tú no me inventaste. Lo hice yo sola.

Shinn rió.

—No te pongas filosófica, ¿vale? Hablas como tu amigo Otto Öse, que dicho sea de paso está metido en un buen lío. Figura en la última lista del Consejo de Control de Actividades Subversivas. Así que no te acerques a él.

—No tengo ninguna relación con Otto Öse —respondió Norma Jeane—. Ya no. ¿Qué es el Consejo de Control de Actividades Subversivas?

Shinn apretó sus labios con el dedo índice. Era un ademán que él y otros personajes de Hollywood hacían a menudo, en privado y en público. Acompañado de un fruncimiento de cejas al estilo de Groucho, pretendía ser un gesto cómico, pero no lo era: cualquiera podía ver el temor en los ojos.

—No te preocupes, cariño. El tema que nos ocupa no es Otto Öse ni Chaplin Jr. Sólo debemos pensar en Marilyn. O sea, en ti.

Norma Jeane estaba inquieta.

—Pero ¿Otto Öse también está en la lista negra? ¿Por qué? —Shinn encogió sus hombros deformes como si dijera ¿Quién sabe? ¿Qué más da?—. ¿Por qué hace esto la gente? ¿Por qué se denuncian unos a otros? Me han dicho que el propio Sterling Hayden ha pasado nombres al comité. Y yo que lo admiraba. ¡Todos esos desgraciados sin trabajo y los Diez de Hollywood en prisión! Es como si no estuviéramos en Estados Unidos, sino en la Alemania nazi. ¡Charlie Chaplin fue un verdadero valiente al negarse a cooperar y largarse del país! Lo admiro por ello. Y creo que Cass también lo admira, aunque no quiera admitirlo. ¡Y Otto Öse no es comunista! Yo podría testificar a su favor: estaría dispuesta a jurar sobre la Biblia que es inocente. Siempre ha dicho que los comunistas son unos incautos. No es marxista. Yo sí que podría serlo, si terminara de entender lo que dice Marx. Es como el cristianismo, ¿no? Aunque Karl Marx tenía razón cuando dijo que «la religión es el opio del pueblo». Igual que el alcohol y el cine. Además, los comunistas defienden a los ciudadanos de a pie, ¿no? ¿Qué hay de malo en eso?

Shinn escuchó esta monserga con estupor.

—¡Ya basta, Norma Jeane! ¡Suficiente! —exclamó.

—¡Es que todo es tan injusto, señor Shinn!

—¿Quieres que nos pongan a los dos en la lista negra? ¿Y si hubiera micrófonos en mi despacho? ¿Y si hubiera… —miró hacia la estancia contigua, donde estaba el escritorio de su secretaria y recepcionista— espías escuchando? Santo cielo, no puedes ser tan tonta, así que calla.

—Pero es injusto…

—¿Y qué? La vida es injusta. ¿No has leído a Chéjov y a O’Neill? ¿No te has enterado de lo que ocurrió en Dachau y en Auschwitz? ¿No sabes que el Homo sapiens devora a los de su propia especie? Madura de una vez.

—No sé cómo, señor Shinn. Me cuesta admirar, o incluso entender, a la gente madura que conozco —Norma Jeane hablaba con seriedad, como si aquél fuera el verdadero tema de la conversación. Parecía estar suplicando, deseando coger las manos del agente—. Estoy tan confundida que a veces no consigo pegar ojo. Y Cass…

—Marilyn no necesita pensar ni entender nada —interrumpió Shinn—. Basta con que exista. Es preciosa, tiene talento y nadie quiere oír esa retorcida basura metafísica de sus sensuales labios. Créeme, bonita.

Norma Jeane dejó escapar un pequeño grito y retrocedió. Como si Shinn la hubiera golpeado.

Puede que me pegara, recordaría más tarde.

—Es po-posible que Marilyn muera otra vez —repuso—. Quizá no salga nada de su debut. Cabe la posibilidad de que los críticos me detesten o no se fijen en mí, que se repita lo ocurrido con Scudda-Hoo! Scudda-Hay! y que la Metro me despida, como hizo La Productora. Tal vez sería lo mejor para mí y para Cass.

Norma Jeane huyó. Shinn corrió tras ella, resoplando. Cruzaron la estancia contigua, donde la secretaria los miró con asombro, y salieron al pasillo. Frunciendo la nariz como un perro furioso, el agente gritó:

—Con que eso es lo que piensas, ¿eh? ¡Espera y verás!

¿Quién es la rubia? Esa noche de enero de 1950, eludiendo sus desesperados ojos en el espejo, volvió a marcar el número del bungalow de Montezuma Drive y al otro lado de la línea los timbrazos retumbaron nuevamente con el sonido hueco y melancólico de un teléfono que suena en una casa vacía. Cass estaba enfadado con ella; no cabía duda. No sentía envidia (¿qué podía envidiarle a ella el hijo de la mayor estrella de cine de todos los tiempos?), sino furia. Indignación. Sabía que Shinn lo detestaba y no quería verlo en la fiesta que se celebraría en Enrico. Eran casi las nueve y el tocador de señoras comenzaba a llenarse. Voces estridentes, perfume. Las mujeres la miraban, la atravesaban con los ojos. Una de ellas sonrió, le tendió la mano y sus dedos helados se cerraron sobre los de Norma Jeane:

—Usted es Angela, ¿verdad, querida? Excelente debut.

Era la esposa de un ejecutivo de la Metro y había sido una actriz secundaria en la década de los treinta.

—¡Oh! Gracias —dijo Norma Jeane con un hilo de voz.

—¡Qué película tan extraña e inquietante! No es lo que una espera, ¿no? Me refiero al desenlace. No estoy segura de haberla entendido bien, ¿y usted? ¡Tantos muertos! Pero John Huston es un genio.

—Sí, desde luego.

—Debe de sentirse privilegiada por haber trabajado con él, ¿no?

Norma Jeane todavía estrechaba la mano de la mujer. Asintió con un gesto solemne y los ojos llenos de lágrimas de gratitud.

Las demás mujeres se mantuvieron a distancia, mirando el pelo, el busto y las caderas de Norma Jeane.

Pobrecilla. La vistieron como a una muñeca grande, provocativa y sensual, y ella fue a esconderse al tocador, donde temblaba y sudaba tanto que era posible olerla. ¡No me soltaba la mano, lo juro! Si se lo hubiera permitido, me habría seguido como un cachorrillo.

Por fin terminó la proyección. La jungla de asfalto fue todo un éxito. Al menos eso decía y repetía la gente entre apretones de manos, abrazos, besos y copas de champán. ¿Dónde estaba I. E. Shinn con su esmoquin? ¿No debía estar al lado de su aturdida cliente para hablar en su nombre?

—Hola, Angela.

—Hola.

—Estupenda interpretación.

—Gracias.

—Lo digo en serio. Ha sido una interpretación fabulosa.

—Gracias.

—Un portento.

—Gracias.

—Eres una muchacha preciosa.

—Gracias.

—Me han dicho que éste es tu debut.

—Sí.

—Y te llamas…

—Ma-marilyn Monroe.

—Enhorabuena, Marilyn Monroe.

—Gracias.

—Te daré mi tarjeta, Marilyn Monroe.

—Gracias.

—Tengo el pálpito de que volveremos a vernos, Marilyn Monroe.

—Gracias.

Estaba radiante. No había sido tan feliz desde el día en que el Príncipe Encantado la había subido al escenario, bajo las cegadoras luces, la había alzado para que todos la admiraran y besándole la frente había dicho: Te nombro mi Bella Princesa, mi novia. Y le había murmurado al oído las palabras secretas: Ahora puedes ser feliz. Te has ganado la felicidad. Al menos durante una temporada. Las cámaras celebraron su inmensa dicha disparando los flashes en el abarrotado vestíbulo. Allí, sonriendo para los fotógrafos, estaban la rubia y espectacular Angela y el «tío Leon», que parecía turbado y fumaba como un carretero. Angela y el protagonista masculino, Sterling Hayden, con quien ella no había rodado ni una sola escena. Angela y el gran director, que le había regalado ese momento de felicidad. Ay, jamás podré agradecérselo lo suficiente. Norma Jeane soltó una risita frívola al ver entre la multitud la enfurruñada cara de halcón de Otto Öse detrás de una cámara: con sus holgadas prendas negras, parecía un espantajo indignado con el papel servil que le tocaba interpretar precisamente a él, que después de las atroces revelaciones de las cámaras de gas, la solución final y las bombas atómicas, estaba destinado a ser un artista, el artífice de una obra original y fascinante, un creador de arte judío, de arte radical y revolucionario. Norma Jeane habría querido gritarle: ¿Lo ves? ¡No te necesito! Ni a ti ni tus asquerosos desnudos. Ni tus calendarios. Soy una actriz. No necesito a nadie. Espero que te arresten y te encierren. Pero cuando miró mejor, vio que no se trataba de Otto Öse.

¡Cómo sonreía Shinn! Parecía un cocodrilo sin patas, girando sobre su cola. Y aquel brillo de sudor que cubría su desproporcionada cara. Norma Jeane imaginó cómo sería hacer el amor con él y rió. Tendría que cerrar los ojos y la mente. Oh, no, yo me casaría únicamente por amor.

Nunca había sido tan feliz. Shinn la cogió de la mano y se paseó con ella por el vestíbulo. Él la había inventado; ella le pertenecía. No era verdad, pero se lo consentiría. No se rebelaría, al menos por el momento. Nunca había sido tan feliz como en esa noche mágica. Porque era la Cenicienta y había conseguido calzarse el zapato de cristal. Y era más guapa, despampanante y seductora que la protagonista femenina, Jean Hagen, a quien los fotógrafos prestaban menos atención; resultaba turbador ver cómo preferían a la desconocida y espectacular rubia que, según decían algunos ocultando sus sonrisas lascivas con las manos, era incapaz de actuar, pero, joder, qué tetas, mira qué culo, está más buena que Lana Turner.

Radiante, achispada por el champán, cosa que no sucedía desde su noche de bodas. A pesar de que él no había cogido el teléfono. A pesar de que él sabía cómo castigarla. Estaba ofendido y furioso con ella. Se había escondido y dormía profundamente en la lujosa cama prestada donde la noche anterior habían hecho el amor despacio, con ternura, tendidos de lado, sus cuerpos encajando a la perfección y sus bocas unidas y sus ojos rodando en las cuencas en el mismo momento —¡Ah! ¡Ah! Cariño, te quiero— y esa noche ella no había necesitado una poción mágica para dormir, como tampoco la había necesitado desde el final del rodaje y confiaba en no volver a precisar sedantes porque qué alivio, qué alegría, ¡le gustaba a esa gente!, ¡la gente de Hollywood sabía apreciarla!, ¿Quién es la rubia?, preguntaban, ¿Por qué no figura en el reparto? y el señor Z de La Productora, el asqueroso cabrón que la había explotado para después despedirla, estaría estupefacto y arrepentido, y ahora los ejecutivos de la Metro la valorarían y los productores de La jungla de asfalto incluirían su nombre en el reparto. Seguirían semanas, meses de promoción, durante los cuales Marilyn Monroe, la despampanante belleza rubia, aparecería en docenas de periódicos y revistas y sería premiada con los oportunos títulos honoríficos de Miss Modelo Rubia 1951 para Photolife, La Nueva Cara de la Pantalla 1951, La Starlet Más Prometedora de 1951, Miss Bombón 1952 y Miss Bomba Atómica 1952 (un premio que le entregó Frank Sinatra en Palm Springs). La despampanante belleza rubia estaría en todos los quioscos de periódicos, y no en las portadas de Sir! y Swank, que había dejado atrás como había dejado atrás a la subespecie de fotógrafos que trabajaban para esas revistas, sino en publicaciones respetables como Look, Collier’s y Life («Los nuevos rostros de 1952»). Para entonces, La Productora volvería a contratar a Marilyn y el escarmentado señor Z le subiría el sueldo a quinientos dólares a la semana.

—¡Quinientos dólares! En Radio Plane no llegaba a los cincuenta.

Nunca había sido tan feliz.

Salvo aquella noche de enero de 1950, cuando todo empezó, cuando nació Marilyn. Cuando ella estaba loca de amor por Cass Chaplin y él no acudió al preestreno ni a Enrico’s y ella tuvo que celebrar su dicha con una multitud de elegantes desconocidos y con copas de champán, Marilyn Monroe resplandeciente con su vestido de seda y gasa, blanco como el de una novia, un vestido de fiesta comprado en Bullock’s, tan escotado que sus pechos parecían a punto de saltar de la ceñida tela. Esa noche, Shinn, el taimado agente, presentó a su deslumbrante cliente a B, J, P y R, ejecutivos y productores cuyos nombres ella no recordaría después, y cada uno de esos hombres risueños le estrechó la mano, o las dos manos, y le dio la enhorabuena por su «debut».

Entonces apareció V, un popular, apuesto y pecoso ex jugador de fútbol de Kansas, intérprete de películas bélicas de la Paramount, entre ellas el éxito de taquilla Héroes del aire, que había hecho llorar incluso a Bucky Glazer; Norma Jeane recordaba haber apretado la mano de su esposo durante los aterradores combates aéreos, aunque también había habido tiernas escenas de amor entre V y la hermosa Maureen O’Hara y ella las había visto con avidez y asombro, imaginándose en el papel de la O’Hara, pero también con irritación, porque qué fantasía tan tonta, tan pueril y absurda, era aquélla para una joven esposa feliz. Y ahora, seis años después, ¡el propio V en persona se abría paso entre la multitud para acercarse a ella! ¡V, no con el uniforme de la Fuerza Aérea, sino con ropa de civil! Con la cara llena de pecas y un aspecto tan juvenil que cualquiera diría que tenía veintinueve años, en lugar de treinta y nueve, aunque su pelo ligeramente ralo indicaba que ya no era el joven e impetuoso piloto de Héroes del aire que había volado sobre Alemania y, tras ser alcanzado en el aire, había interpretado la caída en espiral más larga de la historia del cine, una escena tan lograda que el vociferante y acongojado público cae con él en el avión en llamas hasta que el piloto herido consigue saltar en paracaídas como en una pesadilla. Norma Jeane miró fijamente al hombre que rozaba el metro noventa de estatura, de torso y hombros fornidos, ahora algo más grueso en la zona de la barbilla pero todavía pecoso y con la mirada cálida y vehemente que ella recordaba. Porque una vez que has visto un primer plano tan íntimo de un hombre, llevas su imagen contigo como si se tratara de un sueño. Una vez que has fantaseado con una escena de amor con un hombre, atesoras en tu corazón el recuerdo de sus besos.

—¿Tú? Oh, ¿eres tú? —dijo Norma Jeane en voz tan baja que el bullicio de la conversación impidió que la oyeran, aunque tal vez no quisiera que la oyeran.

Cuánto deseaba coger las grandes y hábiles manos de V y decirle lo mucho que lo había amado, que había llorado al ver que lo herían y lo tomaban prisionero y también cuando había vuelto a reunirse con su amada, que había seguido llorando en el camino a Verdugo Gardens y ante la pavorosa mueca del viejo Hirohito expuesto sobre la radio.

—Así era mi vida entonces, cuando no sabía quién era.

Pero no cogió las manos de V ni le habló de Verdugo Gardens. Se limitó a alzar la mirada y sonreírle cuando él se inclinó sobre ella, muy cerca (como si ya fueran amantes), y le dio la enhorabuena por su debut. Qué podía responder Norma Jeane, que era Marilyn Monroe, aparte de un Gracias, oh, gracias en un murmullo, ruborizándose como una colegiala.

V la llevó a un rincón relativamente tranquilo del restaurante para hablar con seriedad de la película, de las sutilezas del guión, las caracterizaciones y el asombroso final; ¿cómo se había sentido trabajando para un director tan exigente como Huston?

—Hace que uno se sienta satisfecho con su profesión, ¿verdad? Con la vida que hemos escogido.

—¿Escogido? —preguntó Norma Jeane, desconcertada—. ¿Te refieres a que hemos elegido ser actores? Yo… nunca me lo he planteado de esa manera.

V rió, asombrado. La joven se preguntó si había dicho algo inoportuno.

Nunca sabías si hablaba en serio. Salía con cada cosa…

Marilyn Monroe, la hermosa actriz en ciernes, y V, la exitosa estrella del cine bélico, un actor juvenil pese a su madurez, de quien se rumoreaba que era un hombre decente injustamente tratado por su esposa, una actriz secundaria que tras el divorcio se había hecho con la custodia de los hijos de ambos y una importante suma de dinero. I. E. Shinn los vigilaba de cerca, como un padre posesivo.

De repente se acercó a la atractiva pareja un individuo maduro, casi calvo, con ojos rodeados de bolsas como los de una tortuga y profundos surcos alrededor de la boca. Su arrugada gabardina indicaba que no era uno de los ejecutivos de la Metro, pero resultaba obvio que algunos invitados lo conocían; V, por ejemplo, que desvió la mirada, incómodo y ceñudo.

—Perdone, perdone. ¿Puede firmar esto, por favor?

V se había apartado, pero la achispada y radiante Norma Jeane lo recibió con una mezcla de asombro y cortesía. El hombre con ojos de tortuga se acercó alarmantemente a ella. Pretendía que la joven firmara una petición que le puso delante de las narices; ella bizqueó y vio que estaba redactada por la Comisión Nacional para la Defensa de la Primera Enmienda, de la que había oído hablar, o creía haber oído hablar. En la tenue luz del restaurante descifró la primera línea, escrita en mayúsculas, LOS ABAJO FIRMANTES PROTESTAMOS POR EL TRATAMIENTO CRUEL Y ANTIAMERICANO QUE SE HA DADO A, seguida de una lista de nombres impresos en dos columnas. El primer nombre de la columna izquierda era Charlie Chaplin y el primero de la columna derecha, Paul Robeson. Al final de la lista había mucho espacio en blanco, pero apenas media docena de firmas. El hombre de los ojos de tortuga se identificó con un nombre que Norma Jeane no reconoció y añadió que había sido guionista de También somos seres humanos, Héroes del aire y muchas otras películas, hasta que lo pusieron en la lista negra en 1949.

Pese a que su agente le había advertido que no firmara ninguna de las peticiones que circulaban por Hollywood, Norma Jeane respondió con vehemencia:

—¡Sí! ¡Claro que firmaré! —aunque estaba radiante y achispada y V la miraba de cerca, se acaloró de inmediato. Parpadeó para contener las lágrimas de dolor e indignación y dijo—: Charlie Chaplin y Paul Robeson son grandes artistas. ¡Me da igual si son comunistas o… lo que sea! Es ho-horrible lo que este país está haciendo a sus me-mejores artistas.

Cogió la pluma que le alargaba el hombre de los ojos de tortuga y habría firmado en el acto de no ser porque V, que no había conseguido apartarla del individuo de la petición, decidió intervenir:

—Creo que no deberías firmar, Marilyn.

—¡Maldito seas! ¡Esto es entre la joven y yo! —exclamó el hombre de los ojos de tortuga.

—Pero ¿cómo me apellido? —preguntó Norma Jeane a los dos hombres—. ¿«Monroe»? He olvidado mi apellido —fue hasta una mesa cercana y, para sorpresa de las personas allí sentadas, trató infructuosamente de firmar la petición, porque la había apoyado sobre unos cubiertos. Rió, aunque seguía estando indignada—. Ah, sí, Marilyn Monroe.

Con un ademán afectado, firmó dos veces: como Marilyn Monroe y como Mona Monroe. Cuando empezaba a firmar como Norma Jeane Glazer, I. E. Shinn, que echaba humo por las orejas, le arrebató la pluma y tachó todos los nombres.

—¡Marilyn, maldición! Estás borracha.

—En absoluto. Soy la única persona sobria en este lugar.

Esa noche en Enrico’s conoció a V. Esa noche perdió a Cass, su amante.

Salió corriendo de Enrico’s. Estaba harta de todos. Son comerciantes de carne. Fuera del restaurante, mientras intentaba meterse en un taxi, la rodeó una pequeña multitud.

—¿Quién es la rubia?

—¿Lana Turner? No…, es demasiado joven.

Norma Jeane rió, incómoda. Con su escotado vestido de seda y gasa blanco. Con sus tacones de aguja. Un hombrecillo regordete con un impermeable de plástico chocó con ella, al parecer intencionadamente. ¿Otra petición arrojada a su cara? No; era una libreta de autógrafos.

—¡Firme, por favor!

—No puedo —murmuró Norma Jeane—. Yo no soy nadie.

¡Tenía que escapar! Otro hombre acudió en su auxilio, abriendo la puerta trasera del taxi y ayudándola a subir. Ella tuvo la fugaz e inquietante impresión de que la cara del hombre estaba abollada, como si fuera un objeto modelado en plastilina. Tenía una nariz, aplastada y ancha en la base, como una espátula; los ojos hinchados y los párpados caídos; las cejas parecían chamuscadas y le faltaba parte de una oreja, como si estuviera corroída. Despedía un olor rancio a levadura, igual que Gladys en Norwalk.

Continuaría percibiendo ese olor hasta la mañana siguiente, cuando se lavaría con furia y desesperación.

Quizá sea mi propio olor. Puede que éste sea el comienzo.

Shinn la había ofendido. V había retrocedido con discreción. Al hombre de los ojos de tortuga lo habían echado de Enrico’s. Norma Jeane se apretó los párpados con los dedos para borrarlos a todos de su mente. Era una costumbre adquirida en el orfanato. Una estrategia del Viajero del Tiempo, que accionaba la palanca de su máquina mágica para avanzar rápidamente en el tiempo. De modo que cuando abrió los ojos, unos quince minutos después, estaba ya en el bungalow colonial de Montezuma Drive. La casa se hallaba al pie de una colina y no en la cima, como las mansiones de los millonarios. Norma Jeane estaba nerviosa y desde el mediodía no había comido nada, aparte de un par de canapés devorados distraídamente durante la recepción. Se había dejado la estola de zorro blanco que le habían prestado en el departamento de vestuario de la Metro, pero el señor Shinn tenía la papeleta del guardarropa y la devolvería. ¡Cuánto lo odiaba! Dejaría de ser su cliente, aunque eso significara no volver a trabajar jamás en Hollywood. Tenía consigo el pequeño bolso con perlas bordadas, pero en su interior no había más de cinco dólares; por suerte, era suficiente para pagar al taxista, que en ese momento le preguntaba si estaba segura de que aquélla era la dirección correcta, pues la casa estaba a oscuras.

—¿La espero, señorita? Tal vez quiera que la lleve a otro sitio.

—No, no quiero ir a ningún otro sitio —respondió ella con brusquedad, aunque enseguida añadió más prudentemente—: De acuerdo, espere, pero sólo un minuto. Gracias.

No tuvo dificultades para subir por el escarpado camino con sus tacones altos, lo que significaba que no estaba borracha como había dicho el cruel enano.

Oh, Cass, te quiero. Te he echado de menos; creo que ha sido un éxito. Yo fui un éxito. Bueno, es un principio. Un papel secundario, pero un principio de todos modos. No tengo por qué avergonzarme. Es todo lo que pido: no tener motivos para sentirme avergonzada. No espero felicidad. Mi única felicidad eres tú, Cass…

El pequeño bungalow, rodeado de raquíticas palmeras y de enredaderas marchitas y sin flores, parecía desierto, pero Norma Jeane espió por la ventana del salón y vio una luz tenue brillando en el fondo. La puerta delantera estaba cerrada con llave. Ella tenía una llave, pero ¿dónde estaba?…, en el bolso con perlas, no. O quizá no la tuviera.

—¿Cass? ¿Cariño? —llamó en voz baja.

Supuso que estaría durmiendo. Ojalá no se hubiera sumido en uno de esos sueños profundos, inducidos por fármacos, de los que resultaba imposible despertarlo.

El motor del taxi runruneaba en el camino de grava. Norma Jeane se quitó los zapatos y bordeó la casa a tientas. Cass nunca se molestaba en cerrar la puerta trasera. En la oscuridad vislumbró una piscina de lona para niños llena de hojas de palmera. La primera vez que había visto aquella andrajosa piscina, en una extraña alucinación, había imaginado a la pequeña Irina nadando en ella. Al ver cómo la miraba con ojos desorbitados y la cara pálida, Cass le había preguntado qué pasaba, pero ella no se lo había dicho. Él estaba informado sobre su precoz matrimonio y su divorcio; sobre Gladys, que había sido poeta antes de desmoronarse; sobre el padre de Norma Jeane, que era un importante productor de Hollywood y nunca había reconocido a su hija «ilegítima». Pero eso era todo lo que sabía.

—¿Cass? Soy yo, Norma.

En el interior de la casa olía a whisky. Había una lámpara encendida en la cocina, pero el estrecho pasillo estaba a oscuras. La joven no vio luz bajo la puerta del dormitorio, que estaba entornada. Volvió a llamar en voz baja:

—¿Cass? ¿Estás dormido? ¡Yo sí tengo sueño!

De repente se sintió como una gatita mimosa. Empujó la puerta. Allí estaba la cama, una lujosa cama de matrimonio, demasiado grande para la habitación, y sobre ella Cass, desnudo y cubierto hasta la cintura con una sábana. Norma Jeane tuvo la desconcertante impresión de que la mata de oscuro pelo enmarañado que cubría su pecho no había estado allí antes y de que los hombros y el torso eran más musculosos de lo que ella recordaba.

—¿Cass? —murmuró otra vez.

Entonces se dio cuenta de que en la cama había dos personas, dos hombres jóvenes. El más cercano, el desconocido, permaneció tendido de espaldas, con los brazos cruzados detrás de la cabeza y el velludo pubis cubierto apenas por la sábana, mientras que el otro, Cass, se encaramó sobre el codo y sonrió. Los dos estaban empapados en sudor. Dos cuerpos jóvenes, hermosos y brillantes. En un santiamén, antes de que Norma Jeane pudiera escapar, Cass saltó de la cama desnudo, ágil como un bailarín, y la cogió de la muñeca con una mano mientras con la otra tiraba del muslo de su acompañante.

—¡Norma, cariño! No te vayas. Quiero presentarte a Eddy G. Él también es mi gemelo.

Ir a la siguiente página

Report Page