Blonde

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La niña: 1932 - 1938 » El baño

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En los cuentos de los hermanos Grimm que le leía Della ocurrían cosas que habrían podido ser sueños —cosas extrañas y aterradoras como sueños—, pero no lo eran. Deseabas despertar para escapar de ellas, pero no podías.

¡Qué sueño tenía! Estaba tan hambrienta que había comido demasiado pastel: era una cerdita que había comido tanto pastel de cumpleaños para desayunar que ahora sentía náuseas y le dolían los dientes. Tal vez Gladys hubiera puesto un poco de su extraña bebida incolora en el zumo de uva —«Sólo un dedo, para que te animes»—, por eso no conseguía mantener los ojos abiertos y su cabeza se bamboleaba sobre los hombros como si fuera de madera. En consecuencia, Gladys no tuvo más remedio que llevarla al caluroso, sofocante dormitorio; tenderla sobre la colcha de felpa de la desvencijada cama, donde no le gustaba mucho que durmiera; quitarle los zapatos y, escrupulosa como siempre en estas cuestiones, poner una toalla bajo la cabeza de Norma Jeane:

—Para que no babees en mi almohada.

Norma Jeane reconoció la colcha de felpa anaranjada de sus visitas previas a otras residencias de su madre, aunque estaba descolorida, salpicada de quemaduras de cigarrillos y de misteriosos lamparones de óxido, o antiguas manchas de sangre.

En la pared, junto al tocador, su padre la miraba desde arriba. Lo observó con los ojos entornados y murmuró:

—Pa-papá.

¡Por primera vez! En su sexto cumpleaños.

La primera vez que pronunciaba la palabra «pa-papá».

Gladys había bajado la persiana hasta el alféizar, pero era una persiana vieja y agrietada que no podía impedir que se colara el feroz sol de la tarde. El cegador ojo de Dios. La ira de Dios. Aunque la abuela Della se había llevado una profunda decepción con Aimee Semple McPherson y la Iglesia del Evangelio Cuadrangular, todavía creía en lo que llamaba la Palabra de Dios, la Santa Biblia. «Es difícil de transmitir y somos prácticamente sordos ante su sabiduría, pero es lo único que tenemos.» (¿Era cierto? Gladys tenía sus propios libros y nunca mencionaba la Biblia. Ella sólo demostraba pasión y reverencia cuando hablaba de las Películas.)

El sol había descendido en el cielo cuando a Norma Jeane la despertó el teléfono que sonaba en la habitación contigua. Era un sonido discordante, burlón, un sonido de furia adulta, de reproche masculino. Sé que estás ahí, Gladys, sé que oyes el teléfono; no puedes ocultarte. Hasta que por fin Gladys levantó el auricular y habló con voz aflautada y confusa, casi plañidera:

—¡No, no puedo! Ya te he dicho que es el cumpleaños de mi hija y que quiero pasarlo a solas con ella —una pausa y luego, con tono más apremiante, entre sollozos y chillidos como los de un animal herido—: Sí que lo hice; te lo dije, tengo una niña, me da igual lo que pienses, soy una persona normal, una verdadera madre, te dije que había tenido hijos, soy una mujer normal y no quiero tu asqueroso dinero; no, te he dicho que no puedo verte esta noche, no te veré ni esta noche ni mañana por la noche, déjame en paz o te arrepentirás, si entras aquí con esa llave, llamaré a la policía, ¡cabrón!

6

El 1 de junio de 1926, cuando nací en el pabellón de beneficencia del Hospital General del Condado de Los Ángeles, mi madre no estaba allí.

¡Nadie sabía dónde estaba mi madre!

Más tarde la encontraron escondida; se escandalizaron y la riñeron diciendo:

—Ha tenido un bebé precioso, señora Mortensen, ¿no quiere cogerlo en brazos? Es una niña y es la hora de amamantarla.

Pero mi madre giró la cabeza y miró a la pared. Sus pechos secretaban una leche semejante a pus, pero no era para mí.

Fue una desconocida, una enfermera, quien explicó a mi madre cómo cogerme en brazos y sujetarme. Cómo sostener la tierna cabecita de bebé con una mano y la espalda con la otra.

¿Y si se me cae?

¡No se le caerá!

Es tan pesada y está tan caliente… Patalea.

Es una niña normal y sana. Una belleza. ¡Mire qué ojos!

En La Productora, donde Gladys Mortensen había estado empleada desde los diecinueve años, existían dos mundos: el que se ve con los ojos y el que se ve a través de la cámara. El primero no era nada; el segundo lo era todo. De modo que con el tiempo mi madre aprendió a mirarme a través del espejo. Aprendió incluso a sonreírme. (¡Aunque sin mirarme a los ojos! Eso nunca.) El espejo es como el objetivo de una cámara, algo a lo que casi puedes amar.

Yo adoraba al padre de la niña. El nombre que me dio no existe. Me entregó doscientos veinticinco dólares y un número de teléfono PARA QUE ME DESHICIERA DE ELLA. ¿De verdad soy yo su madre? A veces lo dudo.

Aprendimos a mirarnos a través del espejo.

Yo tuve a la Amiga del Espejo en cuanto fui lo bastante mayor para mirar.

Mi Amiga Mágica.

Había pureza en esa experiencia. Nunca percibí mi cara ni mi cuerpo desde el interior (donde reinaba el aturdimiento, algo semejante al sueño), sino a través del espejo, donde todo era claro y preciso. De esa manera podía verme a mí misma.

Gladys rió. Vaya, esta niña no es fea, ¿no? Supongo que me la quedaré.

Era una decisión tomada de día en día. Nunca permanente.

En la neblina de humo azul, me pasaban de una persona a otra. Tenía tres semanas de vida y estaba envuelta en una manta. ¡Ay, la cabeza! Ten cuidado, sujétale la cabeza con la mano, gritó una mujer con voz ebria. Otra mujer dijo: ¡Dios, cuánto humo hay aquí! ¿Dónde está Gladys? Los hombres miraban y sonreían. Es una niña, ¿eh? Ahí abajo es como un bolso de seda. Suaaave.

Más adelante, en otra ocasión, uno de ellos ayudó a madre a bañarme. ¡Y después se bañaron ellos dos! Chillidos, risas, azulejos blancos. Charcos de agua en el suelo. Sales perfumadas. ¡El señor Eddy era rico! Tenía tres clubes nocturnos en Los Ángeles, donde las estrellas cenaban y bailaban. El señor Eddy estaba en la radio. El señor Eddy era un bromista que dejaba billetes de veinte dólares en sitios insólitos: en un cubo de hielo en la nevera, enrollado en el extremo de un estor, en una página mutilada de la Pequeña antología de poesía estadounidense, pegado con celo bajo la mugrienta tapa del inodoro.

La risa de madre era estridente y penetrante como un estallido de cristales.

7

—Pero primero tenemos que bañarte.

La palabra «bañarte» emergió con lentitud y sensualidad.

Gladys bebía el agua medicinal y estaba en condiciones de sentarse erguida. En el tocadiscos sonaba Mood Indigo. El pastel de cumpleaños había dejado pringosas las manos y la cara de Norma Jeane. Era ya casi la noche del sexto cumpleaños de Norma Jeane. Poco después oscurecería. En el diminuto cuarto de baño, el agua de los dos grifos se precipitaba ruidosamente en la vieja bañera con patas.

La preciosa muñeca rubia observaba la escena desde lo alto del frigorífico. Con los cristalinos ojos muy abiertos y la boca de rosa siempre amagando una sonrisa. Si la sacudías, los ojos se abrían aún más. La boca de rosa no cambiaba nunca. ¡Los pequeños pies con los manchados escarpines blancos se abrían en un ángulo tan extraño!

Tarareando y balanceándose, madre le enseñó la letra.

You ain’t been blue

No, no, no

You ain’t been blue

Till you’ve had that mood indigo.[1]

Después madre se aburrió de la música y buscó un libro. Tenía muchos libros aún sin desembalar. Gladys había tomado clases de dicción en La Productora. A Norma Jeane le encantaba que le leyera, porque entonces estaba más tranquila. Nada de súbitas carcajadas, ni maldiciones, ni ataques de llanto. Dejaba todo eso para la música. Pero allí estaba ahora Gladys, con gesto solemne, hojeando la Pequeña antología de poesía estadounidense, que era su libro favorito. Con la cabeza y los estrechos hombros erguidos, como una actriz de cine, sujetando el libro en alto.

Porque no podía detenerme para la Muerte,

ella, amablemente, se detuvo por mí;

en su coche no había nadie más que nosotros

y la Inmortalidad.

Norma Jeane escuchaba con ansiedad. Cuando Gladys terminara de leer el poema, se volvería hacia ella con los ojos brillantes:

—¿De qué habla, Norma Jeane? —y como la niña no lo sabría, ella diría—: Algún día, cuando tu madre no esté a tu lado para rescatarte, lo sabrás.

Después serviría un poco más del fuerte líquido incoloro en la taza y bebería.

Norma Jeane esperaba que leyera otros poemas, poemas con rima, poemas que pudiera entender, pero Gladys parecía haber terminado con la poesía por esa noche. Tampoco le leería párrafos de La máquina del tiempo ni de La guerra de los mundos —que eran «libros proféticos», «libros que pronto se harán realidad»—, como hacía de vez en cuando con voz trémula y vehemente.

—Es la hora del baaaño.

Era una escena de película. El agua que salía a borbotones de los grifos se mezclaba con una música casi audible.

Gladys se inclinó sobre Norma Jeane para desnudarla, ¡pero Norma Jeane podía desnudarse sola! Había cumplido seis años. Gladys tenía prisa y le apartó las manos con brusquedad.

—Qué vergüenza. Tienes pastel por todas partes.

Esperaron a que la bañera se llenara, y fue una larga espera. Una bañera tan grande. Gladys se quitó el vestido de crepé, y al pasarlo por la cabeza su pelo se levantó en retorcidos copetes. Su pálida piel estaba resbaladiza a causa del sudor. No debía mirar el cuerpo de madre, que era un gran misterio: la piel blanca salpicada de pecas, los huesos prominentes, los pechos pequeños y prietos como puños que parecían querer escapar del sostén de encaje. Norma Jeane casi podía ver fuego en el cabello electrizado de Gladys. En sus húmedos y penetrantes ojos.

Al otro lado de la ventana se oía el rumor del viento. Gladys decía que eran las voces de los muertos. Que querían entrar.

—Meterse dentro de nosotros —explicaba—. Porque no hay suficientes cuerpos. En ningún momento de la historia ha habido suficiente vida. Y durante la Guerra, que tú no recuerdas porque todavía no habías nacido, pero yo sí, porque soy tu madre y vine a este mundo antes que tú, durante la Guerra murieron tantos hombres, mujeres e incluso niños, que hay una gran escasez de cuerpos, créeme. Todas esas almas muertas están deseando entrar.

Norma Jeane se estremeció. ¿Entrar adónde?

Gladys se paseaba de aquí para allí mientras esperaba a que se llenara la bañera. No estaba bebida ni drogada. Se había quitado el guante de la mano derecha, y ahora las dos delgadas manos estaban al descubierto, descamadas y llenas de manchas rojas; no quería admitir que la culpa era del trabajo en La Productora, donde a veces pasaba sesenta horas semanales, que los productos químicos atravesaban los guantes de látex y su piel los absorbía, sí, igual que su pelo, los propios folículos pilosos, y los pulmones, ¡ah, se moría! ¡Estados Unidos la estaba matando! Cuando empezaba a toser, era incapaz de parar. Pero entonces ¿por qué fumaba? Bueno, en Hollywood todo el mundo fumaba, en las películas todo el mundo fumaba, el cigarrillo tranquilizaba los nervios, sí, pero Gladys marcaba el límite en la marihuana, lo que los periódicos llamaban «porros»; demonios, quería que Della supiera que ella no era ninguna drogadicta, ninguna yonqui, ninguna pendona, diablos, nunca lo había hecho por dinero, o casi nunca.

Sólo durante las ocho semanas en las que se había quedado sin su empleo en La Productora. Después del Crac de 1929.

—¿Sabes qué fue el Crac? —Norma Jeane negó con la cabeza. No. ¿Qué?—. Tú tenías tres años, pequeña, y yo estaba desesperada. Todo lo que hice lo hice por ti.

Entonces cogió a Norma Jeane en brazos, en sus delgados y nervudos brazos, y dejó a la horrorizada niña, pataleando y manoteando, en el agua humeante. Norma Jeane gimoteaba, no se atrevía a gritar, ¡el agua estaba muy caliente!, ¡hirviendo!, la quemaba viva mientras caía del grifo que Gladys había olvidado cerrar; de hecho, había olvidado cerrar los dos grifos, como también había olvidado comprobar la temperatura del agua. Norma Jeane intentó salir de la bañera, pero Gladys la empujó.

—Siéntate y quédate quieta. Esto es necesario. Yo también me meteré. ¿Dónde está el jabón? Sucia.

Gladys dio la espalda a la sollozante Norma Jeane y rápidamente se quitó el resto de la ropa —la combinación, el sostén, las bragas— arrojándolo al suelo con afectación teatral, como una bailarina. Una vez desnuda, se metió en la antigua y amplia bañera con pies, resbaló, recuperó el equilibrio, y sumergió sus estrechas caderas en el agua, que tenía un fragante aroma a sales de gaulteria, sentándose de cara a la asustada niña, con las rodillas abiertas como para abrazar o proteger a esa misma niña a quien seis años antes había dado a luz en medio de un calvario de desesperación y recriminaciones —¿Dónde estás? ¿Por qué me has abandonado?— dirigidas al hombre que había sido su amante y cuyo nombre no revelaría ni siquiera durante los terribles dolores del parto. Qué incómodas, madre e hija sumergidas en esta bañera, con el agua rizándose en irregulares olas que rebasaban los bordes; Norma Jeane, empujada por la rodilla de su madre, se hundió en el agua, empezó a ahogarse y tosió, y Gladys la levantó rápidamente por los pelos, reprendiéndola:

—¡Ya basta, Norma Jeane! ¡Para ya!

Gladys cogió la pastilla de jabón y comenzó a enjabonarse las manos con fuerza. Era extraño que ella, que no soportaba que su hija la tocara, estuviera apretujada en la bañera con la niña; como también extraña era la expresión arrobada, extática, de su cara enrojecida por el calor. Norma Jeane volvió a protestar por la temperatura del agua, por favor, madre, estaba demasiado caliente, tanto que prácticamente no la sentía en la piel, pero Gladys respondió con intransigencia:

—Sí; tiene que estar caliente, porque estamos muy sucias. Por fuera y por dentro.

Lejos, en otra habitación, amortiguado por el rumor del agua y por la severa voz de Gladys, se oyó el sonido de una llave girando en la cerradura.

No era la primera vez. No sería la última.

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