Blonde

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La niña: 1932 - 1938 » La tía Jess y el tío Clive

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La tía Jess y el tío Clive

Ella me quería; la apartaron de mí, pero siempre me quiso.

—Tu mamaíta ya está en condiciones de verte, Norma Jeane.

La que hablaba era la señorita Flynn. A su espalda, en la puerta, estaba el señor Pearce. Parecían portadores de un féretro. La amiga de Gladys, Jess Flynn, con los párpados enrojecidos y la temblona nariz de conejo, y el amigo de Gladys, Clive Pearce, rascándose con nerviosismo la barbilla y chupando un caramelo de menta.

—¡Tu mamaíta ha preguntado por ti, Norma Jeane! —añadió la señorita Flynn—. El médico dice que ya está en condiciones de verte. ¿Andando?

¿Andando? Hablaba como en una película, y la niña intuyó el peligro.

Sin embargo, igual que en las películas, era preciso interpretar la escena. Debía disimular su desconfianza. Porque, naturalmente, una ignora lo que va a suceder. Sólo si te quedas a la sesión siguiente para ver la película por segunda vez, descubres el verdadero significado de las sonrisas afectadas, los ojos evasivos, el diálogo titubeante.

La niña sonrió con alegría. Confiaba en ellos y deseaba demostrarlo.

Hacía diez días que se habían «llevado» a Gladys Mortensen para ingresarla en el Hospital Estatal de Norwalk, en el sur de Los Ángeles. El húmedo aire de la ciudad continuaba turbio y hacía llorar los ojos, pero los incendios del cañón estaban controlados. El número de sirenas que ululaban por las noches se había reducido. Las familias evacuadas del norte de la ciudad ya tenían autorización para regresar a casa. En la mayoría de los colegios se habían reanudado las clases, aunque Norma Jeane no se había reincorporado —ni se reincorporaría— al cuarto curso de la Escuela Elemental de Highland. La niña lloraba con facilidad y estaba «nerviosa». Dormía en el salón del apartamento de la señorita Flynn, en el sofá cama, entre unas sábanas que habían cogido de casa de Gladys. A veces conseguía dormir seis o siete horas de un tirón. Cuando la señorita Flynn le ponía sobre la lengua «sólo la mitad» de una píldora blanca que sabía a harina amarga, se sumía en un sueño profundo, pesado y letárgico que hacía latir su pequeño corazón con el lento y acompasado golpeteo de una almádena y le dejaba la piel húmeda y resbaladiza como la de una babosa. Y cuando despertaba no recordaba dónde estaba. Yo no la vi. No estaba allí para ver cómo se la llevaban.

La abuela Della solía contarle un cuento, quizá inventado por ella misma: érase una vez una niña que veía demasiado y oía demasiado, hasta que un buen día un cuervo le saca los ojos a picotazos, un «gran pez que camina sobre la cola» le devora las orejas y, para colmo, ¡un zorro rojo le arranca de un bocado la naricita respingona! ¿Ves lo que pasa, señorita?

El día señalado había llegado por fin, pero la pilló por sorpresa. La señorita Flynn se estrujaba las manos, sonreía enseñando unos dientes que casi no le cabían en la boca, explicaba que Gladys «no dejaba de preguntar por ella».

Había sido una crueldad por parte de Gladys decir que Jess Flynn era una virgen gazmoña de treinta y cinco años. Jess trabajaba en La Productora como profesora de dicción y asesora musical, se había graduado en la Escuela Coral de San Francisco y tenía una voz de soprano tan admirable como la de Lily Pons.

—¡Vaya suerte la de Jess! —decía Gladys—. En Hollywood hay tantas sopranos «admirables» como cucarachas. Y como pollas.

Pero no podías reír, ni siquiera sonreír, cuando Gladys decía palabrotas y abochornaba a sus amigos. No debías demostrar que la habías oído, a menos que ella te hiciera un guiño.

Y así llegó el día, la mañana en la que Jess Flynn sonreía con la boca, los húmedos ojos tristes, la nariz temblona. Había faltado al trabajo. Dijo que había hablado por teléfono con los médicos, que «mamaíta» estaba en condiciones de ver a Norma Jeane, que irían en coche con Clive Pearce y llevarían «algunas cosas» que ella, Jess, empacaría en unas maletas; entretanto, Norma Jeane podía salir a jugar al patio trasero, pues no era preciso que la ayudara. (Pero ¿cómo «jugar» cuando tu madre está enferma en un hospital?) Fuera, enjugándose los ojos, que le escocían a causa del aire arenoso, la niña se negó a pensar que algo iba mal; como bien sabía Jess Flynn, «mamaíta» era un nombre inapropiado para Gladys.

No vi cómo se la llevaban. Con los brazos enfundados en mangas atadas a la espalda. Desnuda, sujeta a la camilla con correas, cubierta por una fina manta. Escupiendo, gritando, tratando de soltarse. Y los hombres de la ambulancia, con la cara sudorosa, la maldecían a su vez mientras la arrastraban.

Habían explicado a Norma Jeane que ella no había visto nada, que ni siquiera estaba allí.

¿Acaso la señorita Flynn le había tapado los ojos con las manos? ¡Ésa era una idea mucho más agradable que la de un cuervo picoteándole los ojos!

La señorita Flynn y el señor Pearce. No eran pareja, aunque podrían haber pasado por el matrimonio protagonista de una comedia cinematográfica. Eran los amigos más íntimos de Gladys en el edificio de apartamentos. ¡Y le tenían mucho afecto a Norma Jeane! El señor Pearce estaba desolado por lo ocurrido y la señorita Flynn había prometido «hacerse cargo» de Norma Jeane, cosa que había hecho durante diez fatigosos días. Pero ahora el diagnóstico era oficial y debían tomar una decisión. Norma Jeane oyó cómo sollozaba Jess mientras mantenía una larga conversación telefónica en la habitación contigua.

—Me siento fatal, pero esta situación no puede prolongarse indefinidamente. Que Dios me perdone. Sé que prometí cuidarla, y lo hice de corazón. Quiero a esta niña como a mi propia hija; es decir, como querría a una hija si la tuviera. Pero he de trabajar; Dios sabe que lo necesito. No tengo ahorros, no puedo hacer otra cosa.

Alrededor de las axilas del vestido de lino beis se dibujaban medialunas de sudor. Después de llorar en el cuarto de baño, Jess se había cepillado los dientes con fuerza, como hacía siempre que estaba nerviosa, y ahora le sangraban las encías.

En el edificio de apartamentos, a Clive Pearce se le conocía como el «caballero británico». Era un actor contratado por La Productora que, pese a rondar los cuarenta, todavía esperaba su oportunidad; como decía Gladys frunciendo cómicamente la boca hacia abajo: «Casi todos los que esperan una oportunidad no tienen ninguna». Clive Pearce llevaba un traje oscuro, una camisa de algodón blanca y una chalina. Estaba guapo, aunque se había cortado al afeitarse. El aliento le olía a humo y a chocolatinas rellenas de menta, un aroma que Norma Jeane habría reconocido incluso con los ojos cerrados. Allí estaba el «tío Clive», como él había sugerido que lo llamara, aunque ella nunca se había atrevido porque no le parecía apropiado, puesto que en realidad no era mi tío. Sin embargo, Norma Jeane quería mucho, mucho al señor Pearce, el profesor de piano a quien tanto se había esforzado por complacer. El mero hecho de arrancarle una sonrisa la hacía feliz. También quería mucho a la señorita Flynn, la mujer que en los últimos días le pedía que la llamara «tía Jess» —«tita Jess»—, aunque las palabras se atoraban en la garganta de la niña, porque en realidad no era mi tía.

La señorita Flynn se aclaró la garganta.

—¿Andando? —y esa horrible sonrisa.

Pearce, atormentado por la culpa, chupando ruidosamente su caramelo de menta, cogió las maletas de Gladys: las dos pequeñas en una de sus manazas y la grande en la otra.

—Qué le vamos a hacer, qué le vamos a hacer —murmuraba sin mirar a Norma Jeane—. Que Dios nos ayude, no podemos hacer otra cosa.

En una película, tía Jess y tío Clive se casarían y Norma Jeane sería su hijita. Pero no estaban en esa película.

El fornido señor Pearce llevó las maletas al coche estacionado en la puerta, que era el suyo. Parloteando con nerviosismo, la señorita Flynn cogió a Norma Jeane de la mano y la condujo hacia allí. Era un día bochornoso en el que el sol, oculto tras las nubes cargadas de humo, parecía estar en todas partes. Conduciría el señor Pearce, desde luego, porque siempre conducían los hombres. Norma Jeane rogó a la señorita Flynn que se sentara junto a ella y su muñeca en el asiento trasero, pero la mujer prefirió sentarse delante con el señor Pearce. El viaje duraría aproximadamente una hora, en el transcurso de la cual se intercambiarían pocas palabras entre un asiento y otro. El zumbido del motor, el rumor del aire que se colaba por las ventanillas abiertas. La señorita Flynn gimoteaba mientras indicaba el camino a Pearce, leyendo un papel. Sólo entonces el objetivo del viaje sería «visitar a mamá en el hospital»; en retrospectiva, sería otro. Si es que podías ver la película una segunda vez, desde luego.

Es importante llevar siempre el vestuario apropiado, independientemente de la escena. Norma Jeane lucía su único atuendo decente, el mismo que usaba para ir a la escuela: falda plisada, camisa de algodón blanca (que Jess Flynn había planchado esa misma mañana), calcetines blancos remendados y razonablemente limpios y su ropa interior más nueva. Jess le había pasado el cepillo, pero no el peine, por la melena de abigarrados rizos. («¡Es imposible! —había suspirado dejando caer el cepillo sobre la cama—. Si continúo, te arrancaré la mitad de la cabellera, Norma Jeane».)

La desesperación con que la niña abrazaba a su muñeca debía de resultar bochornosa para la señorita Flynn y el señor Pearce. Una muñeca tan sobada, llena de quemaduras, con la mayor parte del pelo chamuscado y los ojos fijos en una expresión de atontada perplejidad. La señorita Flynn había prometido comprarle una nueva, pero o bien no había tenido tiempo o lo había olvidado. Norma Jeane la estrechaba con fuerza y no estaba dispuesta a permitir que se la quitaran.

—Es mi muñeca. Me la regaló mi madre.

La muñeca se había salvado del incendio en la habitación de Gladys. Presa de un arrebato de cólera, Gladys había prendido fuego a la cama y las sábanas después de que Norma Jeane escapara del baño hirviendo y corriera a pedir ayuda a los vecinos; había hecho mal, la niña lo sabía; no estaba bien «actuar a espaldas de tu madre», como decía Gladys, pero no había tenido más remedio. Entretanto, Gladys había echado el cerrojo y quemado casi por completo el vestido de crepé negro, el de terciopelo azul que Norma Jeane había usado el día del funeral en Wilshire Boulevard, varias fotografías rasgadas (¿una de ellas la del padre de la niña? Norma Jeane nunca volvería a ver el retrato de aquel apuesto hombre), zapatos y cosméticos; tal era su furia, que habría deseado quemar todas sus posesiones, incluido el piano que había pertenecido a Fredric March y del que tan orgullosa estaba, habría deseado quemarse a sí misma, pero los médicos del servicio de urgencias habían derribado la puerta para evitarlo y allí, en medio de las nubes de humo que llenaban el apartamento, habían encontrado a Gladys Mortensen, una mujer de tez cetrina, desnuda, tan delgada que los huesos prácticamente le atravesaban la piel, con la ajada y crispada cara de una bruja, una mujer que recibió a sus salvadores gritando obscenidades, rasguñándolos y dándoles puntapiés, que debió ser derribada y «encerrada por su propio bien» —como oiría describir repetidas veces la escena Norma Jeane de boca de la señorita Flynn y otros vecinos—, una mujer a la que la niña no había visto porque no estaba allí, o porque alguien le había tapado los ojos.

—Vamos, sabes que no estabas allí, Norma Jeane. Estabas conmigo, a salvo.

Tu castigo si eres mujer. Que no te amen lo suficiente.

Ese día llevarían a Norma Jeane al hospital «a visitar a mamaíta». Pero ¿dónde estaba Norwalk? Al sur de Los Ángeles, según le habían dicho. La señorita Flynn se aclaró la garganta y leyó las indicaciones al señor Pearce, que parecía nervioso y enfadado. Ya no era el tío Clive. Durante las clases de piano, Clive Pearce a veces estaba callado y suspiraba con tristeza y otras veces era gracioso y vivaz; todo dependía de su aliento: si su aliento olía de aquella manera, Norma Jeane sabía que, por muy mal que tocara ella, se divertirían. Pearce marcaba el ritmo golpeteando con un lápiz —un-dos, un-dos— sobre el piano y a veces sobre la cabeza de su pequeña alumna, haciéndola reír. O se inclinaba y echaba el cálido aliento a whisky en el oído de Norma Jeane, tarareando como un abejorro, tamborileando más fuerte con el lápiz —un-dos, un-dos, un-dos—, y de súbito su lengua penetraba como una serpiente en la oreja de la niña, que se encogía, reía y corría a esconderse. Pero Pearce la reñía, no seas tonta, y entonces ella volvía al banco del piano, temblando, desternillándose, y la clase continuaba. ¡Me encantaban las cosquillas! Aunque me hicieran daño. Me gustaba que me besuquearan como solía hacer la abuela Della, a quien tanto echaba de menos. No me importaba que me rasparan la cara. Pero en otras ocasiones el señor Pearce respiraba con rapidez y nerviosismo e inesperadamente tapaba el teclado del piano (que entonces tenía un aspecto extraño, pues Gladys nunca lo cerraba) declarando:

—¡La clase ha terminado! —y salía del apartamento sin mirar atrás.

Qué extraña, también, aquella noche de verano en la que Norma Jeane, todavía levantada a pesar de que hacía rato que había pasado su hora de acostarse, se apretujaba con insistencia contra el señor Pearce, que había ido a tomar un trago con Gladys, colándose entre su madre y la visita en el sofá, empeñada en trepar como un cachorrillo al regazo de él, hasta que Gladys la atravesó con la mirada y dijo con brusquedad:

—Compórtate, Norma Jeane. Tu conducta es vergonzosa —luego se dirigió al señor Pearce en voz más baja—: ¿A qué viene esto, Clive?

Y la traviesa y risueña niña fue enviada al dormitorio para que no escuchara la conversación de los adultos, aunque tras unos pocos minutos de expectación volvió a oír risas afables y el reconfortante clic de una botella al chocar con un vaso. Fue entonces cuando Norma Jeane comprendió que el señor Pearce no era siempre la misma persona, como tampoco lo era Gladys, y que sería absurdo esperar otra cosa. De hecho, la niña también empezaba a sorprenderse a sí misma: a veces reía tontamente, otras veces lloraba por cualquier cosa, de vez en cuando adoptaba una actitud distante e interpretaba un papel y en ocasiones estaba «con los nervios de punta», que así era como Gladys definía su estado, y «se asustaba de su propia sombra como de una serpiente».

Pero en el espejo siempre estaba la Amiga Mágica de Norma Jeane. Espiándola desde una esquina de la luna de cristal, o mirándola con desfachatez a los ojos. El espejo podía ser una película; quizá fuera una película. Y aquella bonita niña de melena rizada era ella.

Abrazada a su muñeca, Norma Jeane estudió la nuca de los adultos sentados en el asiento delantero del coche de Pearce. El «caballero británico» vestido con un elegante traje oscuro y una chalina no era el mismo señor Pearce que se sentaba al piano y con embelesada concentración tocaba la desgarradora sonata de Beethoven Para Elisa —«la melodía más hermosa jamás compuesta», según declaraba Gladys con afectación—, ni el señor Pearce que tarareaba como un abejorro y hacía cosquillas a Norma Jeane, sentada a su lado en el banco, «tocando el piano» con sus delgados dedos sobre el cuerpo tembloroso de la niña; tampoco la señorita Flynn, que ahora se cubría los ojos y se quejaba de una migraña, era la misma señorita Flynn que la había abrazado llorando y le había rogado que la llamara «tía Jess», «tita Jess». Sin embargo, Norma Jeane no creía que esos dos la hubieran engañado intencionadamente; al menos no más de lo que la había engañado Gladys. Eran momentos diferentes, escenas diferentes. En las películas no hay una secuencia inevitable, porque en ellas todo es presente. Una película puede adelantarse o rebobinarse. Puede cortarse radicalmente. Puede borrarse entera. Una película es el depósito de aquello que, aun cuando no consiga recordarse, es inmortal. Algún día, cuando Norma Jeane se convirtiera en habitante permanente del Reino de la Locura, comprendería la lógica absoluta, aunque dolorosa, de lo sucedido aquel día. Recordaría, equivocadamente, que Pearce había tocado Para Elisa antes de emprender el viaje.

—Por última vez, querida.

Pronto aprendería la doctrina de la Ciencia Cristiana y gran parte de su confusión sobre ese día se disiparía. Todo está en la mente; la verdad nos hará libres; el engaño, las mentiras, el dolor y el mal no son sino ilusiones humanas que nosotros mismos creamos para castigarnos; sólo si somos débiles e ignorantes sucumbiremos a ellas. Porque siempre es posible perdonar con la ayuda de Cristo.

Si comprendes la afrenta, debes perdonarla.

Aquel día llevaban a Norma Jeane a visitar a su «mamaíta» al hospital de Norwalk, pero de hecho la llevaron a un edificio de ladrillo situado en El Centro Avenue, un edificio en cuya fachada había un cartel que quedaría grabado para siempre en el alma de Norma Jeane, pese a que la primera vez que lo vio no lo vio en absoluto.

CASA DE EXPÓSITOS DE LOS ÁNGELES

Fundada en 1921

¿No era un hospital? Pero ¿dónde estaba el hospital? ¿Dónde estaba madre?

La señorita Flynn, crispada como Norma Jeane no la había visto nunca, regañándola entre sollozos, tuvo que sacar a la aterrorizada niña a la fuerza del asiento trasero del coche de Clive Pearce.

—Por favor, Norma Jeane, sé buena. ¡No me des patadas, Norma Jeane!

Pearce les dio la espalda y se alejó rápidamente a fumarse un cigarrillo en el jardín. Había trabajado de extra durante tantos años —a menudo se le veía de perfil, con una enigmática sonrisa británica en los labios— que no sabía cómo interpretar una escena de verdad; su formación clásica en la Royal Academy no había incluido clases de improvisación.

—¡Maldito seas, Clive, por lo menos mete las maletas! —le gritó la señorita Flynn.

Según la descripción de Jess de aquella traumática mañana, ella llevó a la hija de Gladys Mortensen al orfanato medio a rastras, medio en volandas. Oscilando entre súplicas y reproches.

—Por favor, perdóname, Norma Jeane. No podemos dejarte en ningún otro sitio. Tu madre está enferma, muy enferma, según dicen los médicos. Intentó hacerte daño, ¿sabes? En estos momentos no es una buena madre para ti. Y yo tampoco puedo ser tu madre ahora mismo…, ¡ay, Norma Jeane! ¡Eres mala! ¡Me has hecho daño!

En el interior del húmedo y sofocante edificio, Norma Jeane comenzó a temblar de manera incontrolable, y en el despacho de la directora se echó a llorar, tartamudeando mientras explicaba a una corpulenta mujer con un rostro que parecía tallado en madera que ella no era huérfana, que tenía una madre. No era huérfana. Tenía una madre. La señorita Flynn se marchó apresuradamente, sonándose la nariz con un pañuelo. Clive Pearce también se había largado a toda prisa después de depositar las maletas en el vestíbulo. Con la cara bañada en lágrimas y la nariz moqueando, Norma Jeane Baker (pues así la identificaban sus documentos: nacida el 1 de junio de 1926 en el Hospital General del Condado de Los Ángeles) se quedó a solas con la doctora Mittelstadt, que llamó a su despacho a una celadora algo más joven, una mujer ceñuda con una bata manchada. La niña continuó protestando. No era huérfana. Tenía madre. Y también un padre que vivía en una gran mansión en Beverly Hills.

La doctora Mittelstadt observó a la niña de ocho años que estaba bajo la tutela de los Servicios Sociales del Condado de Los Ángeles a través de los cristales bifocales de sus gafas. Y dijo sin crueldad, más bien con cortesía y un suspiro que elevó por un instante su generoso busto:

—Guárdate las lágrimas, pequeña. Vas a necesitarlas.

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