Blonde

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La adolescente: 1942 - 1947 » «Hora de que te cases»

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Candidata a miembro del grupo de teatro. Se presentó a una audición para Nuestra ciudad, de Thornton Wilder. ¿Por qué? La desesperación debió de influir. Era normal; más que normal, era una elección. Y cabía prever que, en esta obra que le parecía tan hermosa, en su participación en la obra, ella, Norma Jeane, encontraría un hogar; sería Emily y los demás la llamarían por ese nombre. Había leído y releído el texto y creía entenderlo; una parte de su alma lo entendía. Aunque aún faltaban años para que llegara a la conclusión de que me he situado en el centro mismo de circunstancias imaginarias, existo en el corazón de una vida imaginaria, en un mundo de cosas imaginarias y ésta es mi redención. Pero de pie bajo las potentes luces del escenario, deslumbrada, escrutando la primera fila de la platea, donde estaban sentadas las personas que la evaluarían, se sintió súbitamente presa del pánico.

—El siguiente. ¿Quién es el siguiente? —preguntó el profesor de teatro—. Norma Jeane, empieza.

Pero ella no pudo empezar. Sujetaba el libro con una mano temblorosa, las palabras se desdibujaban ante sus ojos, su garganta parecía cerrada. Las frases que la noche anterior se sabía de memoria ahora se arremolinaban en su cabeza como moscas desquiciadas. Por fin comenzó a leer con voz presurosa, quebrada. ¡Su lengua era demasiado grande para su boca! Tartamudeó, titubeó, perdió el hilo.

—Gracias, querida —dijo el profesor invitándola a retirarse.

Norma Jeane alzó la vista del texto y preguntó:

—Po-por favor, ¿puedo intentarlo de nuevo? —y siguió una violenta pausa. Oyó murmullos y risitas ahogadas—. Creo que podría ser Emily. Sé… sé que soy Emily.

Si pudiera desnudarme. Si pudiera lucirme ante vosotros tal como Dios me creó, ¡entonces me veríais!

Pero el profesor no se conmovió y repuso con voz cargada de ironía, para que sus alumnos preferidos se rieran de su ingenio y de la víctima de sus burlas:

—Mmm… ¿De verdad, Norma Jeane? Gracias, jovencita. Pero dudo que Thornton Wilder compartiera esa opinión.

Salió del escenario. Le ardía la cara, pero estaba decidida a mantener su dignidad. En una película podían exigirte incluso que murieras. Siempre que los demás te observen, debes mantener la dignidad.

Un silbido de tenorio la siguió en su retirada.

Candidata a miembro del coro de niñas. Sabía que era capaz de cantar, ¡lo sabía! Siempre cantaba en casa, lo adoraba, su voz sonaba melodiosa a sus oídos, ¿y no le había prometido Jess Flynn que era posible educar su voz? Estaba convencida de que era soprano. These Foolish Things era su mejor canción. Pero cuando la directora del coro le pidió que cantara Spring Song, de Joseph Reisler, que nunca había oído antes, se quedó mirando la partitura, incapaz de leer las notas. Y después, cuando la mujer se sentó al piano, empezó a tocar y le ordenó que la siguiera, Norma Jeane perdió la confianza y canturreó con una voz entrecortada, temblorosa y decepcionante ¡que no era la suya!

Suplicó que la dejara intentarlo una segunda vez, por favor.

La segunda vez su voz sonó algo más segura, pero no mucho.

La directora del coro la despidió con cortesía.

—Quizá el año que viene, Norma Jeane.

Para el profesor de lengua y literatura, el señor Haring, había escrito redacciones sobre Mary Baker Eddy, la fundadora de la Ciencia Cristiana; Abraham Lincoln, «el mejor presidente de Estados Unidos», y Cristóbal Colón, «un hombre que no se amilanaba ante lo desconocido». También le había enseñado al señor Haring sus poemas pulcramente escritos con tinta azul sobre papel sin pautar.

Sé que jamás moriría de desconsuelo

en lo más alto del cielo.

Sé que no sería triste tu suerte

si yo pudiera quererte.

Si en la tierra el amor fraterno

pudiera ser eterno.

Si el hombre supiera

decir «te amo» y de verdad lo sintiera.

Así como Dios dice «te quiero

a ti, y a ti te quiero»

y su amor es siempre VERDADERO.

Cuando el profesor Haring sonrió con turbación y dijo que el poema era «muy bueno» —la rima, «perfecta»—, Norma Jeane se ruborizó de placer. Había tardado varias semanas en armarse de valor para enseñarle sus poesías y ahora ¡qué recompensa! ¡Y tenía muchas más! ¡Su diario estaba lleno de poemas! Había transcrito algunos que había escrito su madre durante su juventud en el norte de California, antes de casarse.

Roja es la hoguera del amanecer,

violeta la mitad de la jornada,

el día ámbar por fin decae

y después no queda nada.

Pero estrellas por doquier

revelan al anochecer

un incendio en el Territorio Argénteo

que sin embargo no se ha consumido.

El profesor Haring leyó y releyó este extraño poema con expresión ceñuda. ¡Ay!, ¿habría cometido un error al enseñárselo? El corazón de la joven se alborotó como un conejo asustado. Haring era autoritario con sus alumnos a pesar de su juventud: veintinueve años, delgado, cabello rubio ceniza que empezaba a ralear y una leve cojera consecuencia de un accidente en la infancia: un joven esposo tratando de mantener a su familia con el sueldo de profesor de escuela pública. Parecía una versión más endeble y menos amistosa de Henry Fonda en Las uvas de la ira. No siempre se le veía contento en clase y tenía cierta inclinación al sarcasmo. No sabías cómo iba a reaccionar, qué cosas extrañas podía llegar a decir, pero esperabas que al menos te sonriera. Y solía sonreír a Norma Jeane, que era callada y tímida, una niña de sorprendente belleza y precoces curvas que usaba jerséis demasiado pequeños para ella y tenía una actitud inconscientemente provocativa…, al menos Haring creía que era inconsciente. Una quinceañera que rebosaba atractivo sexual y no parecía saberlo. ¡Y qué ojos!

Haring intuyó que el poema de la madre de Norma Jeane, que no tenía título, no estaba «terminado». Cogió una tiza y escribiendo en la pizarra (Norma Jeane había ido a consultarlo después de clase) demostró que la rima era deficiente. «Amanecer» y «decae», como Norma Jeane podía ver, no rimaban de verdad aunque tuvieran algunas vocales comunes. La rima de la segunda estrofa era aún peor. Al fin y al cabo la poesía es música y uno no se limita a leerla; también debe poder oírla. Además, ¿qué era el Territorio Argénteo? Haring nunca había oído hablar de ese lugar y dudaba de su existencia. «Oscuridad y afectación»: eran los típicos puntos flacos de la poesía femenina. Para que un poema tenga fuerza se necesita una buena rima y el sentido nunca debe ser críptico.

—De lo contrario, el lector se encoge de hombros y dice: «Vamos, hasta yo soy capaz de escribir mejor».

Norma Jeane rió porque el señor Haring rió. Se sentía profundamente avergonzada por los defectos del poema de su madre (si bien continuaría pensando con obcecación que era un poema hermoso, extraño, misterioso, debía reconocer que ella tampoco sabía qué significaba «Territorio Argénteo»). Disculpó a su madre ante el profesor diciendo que no había ido a la universidad.

—Mamá se casó cuando tenía diecinueve años. Quería ser poetisa. Quería ser profesora, igual que usted, señor Haring.

Haring se conmovió. ¡Era una chica tan dulce! Se mantuvo al otro lado del escritorio.

Algo en la voz trémula de Norma Jeane lo indujo a preguntar con cautela:

—¿Dónde está tu madre, Norma Jeane? No vives con ella, ¿verdad?

Norma Jeane negó con la cabeza. Sus ojos se humedecieron y su carita infantil se tensó, como si corriera el riesgo de romperse.

Fue entonces cuando Haring recordó haber oído que la joven estaba bajo la tutela del estado. Que vivía con los Pirig. Otros hijos adoptivos de la pareja habían asistido a sus clases con anterioridad. Le sorprendió que ésta fuera tan pulcra, sana e inteligente. Su cabello rubio oscuro no estaba grasiento, su ropa se veía limpia y planchada a pesar de ser tan llamativa: el barato y ceñido jersey rojo y la barata y ceñida falda de sarga gris que permitía adivinar la raja entre las nalgas. Si se hubiera atrevido a mirar.

No había mirado ni tenía intención de hacerlo. Él y su joven esposa agotada tenían una hija de cuatro años y un hijo de ocho meses y ese hecho, crudo e implacable como el sol del desierto, flotó ante sus ojos inyectados en sangre.

Pero se apresuró a decir:

—Oye, Norma Jeane, tráeme poemas cuando quieras. Los tuyos o los de tu madre. Será un placer leerlos. Forma parte de mi trabajo.

De modo que en el invierno de 1941, Sidney Haring, que era el profesor favorito de Norma Jeane, empezó a ver a la joven después de clase un par de veces a la semana. No se cansaban de hablar —ay, ¿de qué hablaban?— principalmente de novelas y poemas que Haring hacía leer a Norma Jeane: Cumbres borrascosas, de Emily Brontë; Jane Eyre, de Charlotte Brontë; La buena tierra, de Pearl Buck; volúmenes más cortos de poesía de Elizabeth Barrett Browning, Sara Teasdale, Edna St. Vincent Millay y el favorito de Haring, Robert Browning. Él continuó «criticando» sus poemas de colegiala (por suerte, ella no le enseñó ningún otro de su madre). Una tarde, Norma Jeane se percató de pronto de que se había retrasado, de que la señora Pirig la esperaba para que ayudara con las tareas domésticas, y Haring se ofreció a acompañarla: a partir de ese momento, cada vez que Norma Jeane acudía a verlo, él la llevaba en coche a casa, que quedaba a unos dos kilómetros del instituto. De ese modo tenían más tiempo para conversar.

Él habría jurado que todo era muy inocente. Completamente inocente. La joven era una alumna y él era su profesor. Jamás la tocó. Puede que al abrirle la portezuela del coche su mano rozara la de ella o que le acariciara el cabello. Quizá, de manera involuntaria, aspirara su aroma. Tal vez la mirara con demasiada vehemencia o a veces, mientras hablaba animadamente con ella, perdiera el hilo de sus palabras y se repitiera. No quería reconocer que era culpable de llevarse consigo, al hogar alborotado y fatigoso donde era marido y padre, el recuerdo vívido de la risueña cara de la chica, la promesa de su cuerpo joven y la exasperante y azul mirada húmeda que siempre parecía un tanto desenfocada, como si con ella le concediera libre acceso a su interior.

Vivo en tus sueños, ¿no? ¡Ven, vive en los míos!

Sin embargo, en los meses que duró su «amistad», la chica no dijo nada que indujera a pensar en un flirteo o en segundas intenciones. Se la diría sinceramente deseosa de discutir los libros que Haring le había dado y sus poemas, que él parecía considerar prometedores. Si dichos poemas hablaban de amor y se dirigían a un misterioso «tú», Haring no tenía motivos para pensar que ese «tú» fuera él. Norma Jeane sólo lo sorprendió en una ocasión, mientras hablaban de otro tema. Haring mencionó de pasada que no se fiaba de Roosevelt, que creía que estaban manipulando las noticias, que él nunca se fiaba de los políticos. Entonces Norma Jeane saltó diciendo que no, no, estaba equivocado.

—El presidente Roosevelt es diferente.

—¿Sí? ¿Y cómo sabes que es «diferente»? —preguntó Haring, divertido—. No lo conoces personalmente, ¿verdad?

—Claro que no, pero tengo fe en él. Conozco su voz porque la he oído por la radio.

—Yo también le he oído hablar por la radio y creo que pretende manipularme. Todo lo que escuchas por la radio o ves en las películas está escrito, ensayado e interpretado para un público; no es espontáneo ni podría serlo. Quizá parezca nacido del corazón, pero no es así. Es imposible.

—¡El presidente Roosevelt es un gran hombre! —exclamó Norma Jeane, agitada—. Puede que tan grande como Abraham Lincoln.

—¿Cómo lo sabes?

—Yo te-tengo fe en él.

Haring rió.

—¿Sabes cuál es mi definición de la fe, Norma Jeane? Creer en algo que uno sabe que no es verdad.

—Se equivoca —replicó Norma Jeane frunciendo el entrecejo—. Uno tiene fe en lo que sabe que es verdad, aunque no pueda probarlo.

—Pero ¿qué sabes tú de Roosevelt, por ejemplo? Sólo lo que has leído en los periódicos u oído por la radio. Apuesto a que no sabes que es un tullido.

—¿Un… qué?

—Un tullido. Dicen que tuvo la polio. Sus piernas están paralizadas y va en silla de ruedas. Si miras sus fotografías, advertirás que sólo se le ve de cintura para arriba.

—¡No es verdad!

—Bueno, lo sé por una fuente fidedigna, un tío mío que trabaja en Washington D. C.

—No lo creo.

—Pues muy bien —Haring rió, disfrutando de la discusión—, no lo creas. A Roosevelt no le importa lo que desee, crea o se niegue a creer Norma Jeane Baker, en Van Nuys, California.

Estaban en el coche de Haring, en una calle sin pavimentar de las afueras del pueblo, a cinco minutos de distancia de Reseda Street y la ruinosa casa de los Pirig. En las proximidades se avistaban las vías del ferrocarril y, más allá, las brumosas estribaciones de las montañas Verdugo. Alterada por la oposición de Haring, Norma Jeane pareció verlo por primera vez. Respiraba con agitación y tenía los ojos clavados en él, de modo que Haring sintió un impulso casi incontrolable de estrecharla en sus brazos para tranquilizarla. Pero ella, con los ojos como platos, murmuró:

—¡Le odio, señor Haring! No me gusta usted.

Haring rió y giró la llave de contacto.

Después de dejar a Norma Jeane en su casa, descubriría que había sudado: su camisa estaba empapada y su cabeza, húmeda. Por encima del escroto su pene palpitaba, furioso como un puño.

Pero no la toqué, ¿no? Podría haberlo hecho, pero no lo hice.

Cuando volvieron a verse, el arrebato emocional de la chica era agua pasada. Ninguno de los dos lo mencionó, desde luego. Su conversación se ciñó a los libros, a la poesía. La joven era su alumna; él, su profesor. No volverían a discutir en esos términos, a Dios gracias, pensó Haring; él no estaba enamorado de esa quinceañera, pero no tenía sentido correr riesgos. Podía perder su empleo, poner en peligro su de por sí precario matrimonio, y tenía su orgullo.

¿Qué habría ocurrido si la hubiera tocado?

Ella había escrito poemas para él, ¿no? Sidney Haring era el «tú» al que ella adoraba, ¿verdad?

Repentina y misteriosamente, Norma Jeane abandonó el Instituto de Van Nuys a finales de mayo. Cuando faltaban tres semanas para que acabara el décimo curso. No avisó a su profesor favorito. Un buen día, sencillamente no asistió a clase de lengua y literatura y a la mañana siguiente Haring se enteró por el director, igual que los demás profesores, de que la joven se había marchado aduciendo «razones personales». Haring se quedó de una pieza, pero se cuidó muy bien de no demostrar su asombro. ¿Qué había pasado? ¿Por qué abandonaría el colegio en un momento como ése? Y sin decirle una sola palabra a él.

En varias ocasiones descolgó el auricular con intención de llamar a casa de los Pirig y hablar con ella, pero no tuvo valor para hacerlo.

No te involucres. Mantén las distancias.

A menos que la quieras. ¿La quieres?

Finalmente, una tarde, obsesionado por el recuerdo de la joven ahora tan ausente de su vida como de su clase, fue en coche a Reseda Street con la esperanza de encontrársela, de verla aunque sólo fuera al pasar, y se quedó mirando fijamente el bungalow de madera, el agostado jardín delantero y, más allá, el adefesio de patio trasero, aspirando el hedor de basura quemada. Qué clase de «acogida», se preguntaba uno, tendrían los niños en esa casa. A la cruda luz del mediodía la pobreza de la casa de los Pirig resultaba desafiante y la desconchada pintura gris y el techo podrido se le antojaron a Haring cargados de sentido, un emblema del mundo perdido que la inocente niña estaba destinada a habitar por un accidente de nacimiento y del cual sólo podría rescatarla la valiente intervención de alguien como él. Norma Jeane. He venido por ti. He venido a salvarte.

Fue entonces cuando Warren Pirig salió del garaje situado detrás de la casa y caminó hacia la furgoneta aparcada en el camino de entrada.

Haring pisó el acelerador y se alejó a toda velocidad.

6

Tan sencillo como arrojarse de cabeza contra un cristal.

Pero esa tarde ella había tomado dos cervezas y ya tenía en sus manos la tercera.

—Tiene que irse —dijo.

—¿Norma Jeane? ¿Por qué?

Elsie no respondió de inmediato. Fumaba un cigarrillo. El sabor era amargo y estimulante.

—¿Se la lleva su madre? —preguntó Warren—. ¿Es eso?

No se miraban. Ni siquiera miraban en la dirección del otro. Elsie sabía que el ojo sano de Warren estaba cerrado y el enfermo, nublado. Ella estaba sentada a la mesa de la cocina, ante sus cigarrillos y una botella de cerveza caliente a la que le había arrancado la mayor parte de la etiqueta de Twelve Horse. Warren, que acababa de entrar, estaba de pie y llevaba las botas de trabajo. En momentos como aquél tenía aire de temible autoridad, como cualquier hombre corpulento que acabara de entrar en un lugar pequeño, sofocante y con aroma a mujer. Tras quitarse la camisa sucia, arrojándola sobre una silla y quedándose con la fina camiseta de algodón, Warren despedía un calor velludo y un fuerte olor a sudor. Pirig el Cerdo. En un tiempo habían tenido intimidad, habían jugado como niños. Él era Pirig el Cerdo, loco por escarbar, hozar, embestir, gruñir y chillar. Sus musculosos michelines eran como filetes de carne cruda en las manos de su joven esposa. ¡Ay, ay, ay, ay! ¡Warren! ¡Dios santísimo! Hacía años de aquello, más de los que Elsie deseaba recordar. Desde entonces su marido se había transformado en un hombre aún más corpulento: los hombros, el pecho, la barriga. Enormes antebrazos, cabeza imponente. Encrespados copetes de vello cano en todos los sitios visibles. Incluso en la parte superior de la espalda, los costados, el dorso de sus grandes y ajadas manos.

Elsie se enjugó los ojos y alargó distraídamente el ademán para limpiarse la nariz.

—Creí que la madre estaba chalada —dijo Warren con estridencia—. ¿Ya está mejor? ¿Desde cuándo?

—No.

—No ¿qué?

—Esto no tiene nada que ver con la madre de Norma Jeane.

—¿Con quién, entonces?

Elsie sopesó la cuestión. No acostumbraba a ensayar sus palabras, pero había ensayado éstas… tantas veces que ahora parecían desinfladas, falsas.

—Norma Jeane tendrá que marcharse antes de que pase algo.

—¿Qué dices? ¿Qué va a pasar?

Las cosas no iban tan bien como ella había deseado. De pie, a su lado, Warren era un hombre tan alto… Sin la camisa, su cuerpo velludo era demasiado grande para la cocina. Elsie buscó a tientas su cigarrillo. Maldito cabrón. El problema eres tú. Elsie se había puesto colorete en las mejillas y se había recogido el pelo para ir al centro, pero al mirarse al espejo vio su cara amarillenta, cansada. Y allí estaba Warren mirándola desde un lado; joder, detestaba que la miraran de perfil, que vieran su barbilla rechoncha y su nariz que parecía el hocico de un cerdo.

—Tiene demasiados amigos —dijo Elsie—. Algunos son hombres mayores.

—¿Hombres mayores? ¿Quiénes?

Elsie se encogió de hombros. Quería que Warren notara que estaba de su parte.

—Yo no le pido nombres, cariño. Y esos hombres no entran en la casa.

—Tal vez deberías pedirle nombres —replicó Warren con agresividad—. Puede que lo haga yo. ¿Dónde está?

—Fuera.

—¿Dónde?

Elsie temía mirar a su marido a la cara. Ese ojo inmóvil inyectado en sangre.

—Creo que ha salido a dar una vuelta en coche. Adónde la llevan esos chicos no lo sé.

Warren resopló.

—Es natural que una chica de su edad tenga amigos —dijo Warren con la calma forzada de un hombre cuyo vehículo derrapa y se sale de la carretera.

—Norma Jeane tiene demasiados. Y es demasiado confiada.

—¿Qué quieres decir con que es demasiado confiada?

—Que es demasiado amable.

Elsie dejó que sus palabras calaran en él. Si Warren le hubiera hecho algo a la cría cuando estaban solos, sería únicamente porque Norma Jeane era demasiado amable, buena y dócil; demasiado obediente para rechazarlo.

—No estará metida en un lío, ¿no?

—Todavía no. Al menos, que yo sepa.

Pero Elsie sabía que Norma Jeane había tenido la regla la semana anterior. Dolores desgarradores, una jaqueca insoportable. La pobrecilla sangraba como un cerdo empalado. Tenía un miedo de muerte, pero se negaba a admitirlo y rezaba a Jesucristo, que todo lo cura.

—«Todavía no.» ¿A qué viene eso?

—Warren, tenemos que pensar en nuestra reputación. La de los Pirig —como si él necesitara que le recordara su apellido—. No podemos correr riesgos.

—¿En nuestra reputación? ¿Por qué?

—Ante el condado. Ante el Tribunal de Menores.

—¿Han estado husmeando? ¿Haciendo preguntas? ¿Desde cuándo?

—He recibido algunas llamadas.

—¿Llamadas? ¿De quién?

Elsie empezaba a ponerse nerviosa. Dejó caer la ceniza del cigarrillo en un cenicero del color de la arcilla. Era verdad que había recibido llamadas, aunque no de las autoridades del condado de Los Ángeles, y tenía miedo de que Warren pudiera leerle el pensamiento. Según decía él, el gran boxeador Henry Armstrong, a quien había visto pelear en Los Ángeles, podía leer el pensamiento de su contrincante; de hecho, Armstrong sabía qué iba a hacer o tratar de hacer su rival incluso antes que el propio rival. Cuando Warren se decidía a mirarla, en su ojo sano se reflejaba una expresión astuta y mezquina que presagiaba peligro.

Alzándose sobre ella, ahora más cerca. Su cuerpo fornido. Su denso olor a sudor. Y sus manos. Sus puños. Si ella cerraba los ojos, aún podía recordar la brutalidad del puñetazo en su mejilla derecha. Y la cara hinchada, torcida. Algo en que pensar. Algo que rumiar. De ese modo, una nunca está sola.

En otra ocasión la había golpeado en el vientre, haciéndola vomitar en el suelo. Los niños que en ese entonces vivían con ellos (ahora desperdigados, niños de los que no sabían nada desde hacía tiempo) habían corrido al patio como si se los llevara el diablo, riendo. Naturalmente, en opinión de Warren, no la había golpeado con fuerza. Si hubiera querido hacerte daño, te lo habría hecho. Pero no fue el caso.

Elsie debía admitir que se lo había buscado. Hablando en voz alta y chillona, cosa que Warren detestaba, y haciendo amago de salir de la habitación justo cuando él se disponía a contestarle, cosa que también detestaba.

Más tarde, no inmediatamente pero quizá al día siguiente, la noche siguiente, él había estado encantador. No es que se disculpara con palabras, pero había demostrado que deseaba hacer las paces. Con las manos, con la boca. Qué extraña manera de usar la boca. No decía gran cosa, porque ¿qué iba a decir en esas circunstancias?

Nunca le había dicho que la quería. Pero ella lo sabía, o creía saberlo.

Te quiero, había dicho la niña. Con esos ojos húmedos y asustados. Ay, tía Elsie, te quiero, no me eches de aquí.

—Tenemos que pensar en el futuro, cariño —dijo Elsie con cautela—. En el pasado cometimos errores.

—A la mierda el pasado. El pasado no es ahora.

—Ya conoces a las adolescentes —insistió Elsie con tono plañidero—. Sabes lo que les pasa.

Warren había ido hasta la nevera, abierto la puerta, sacado una cerveza, cerrado de un portazo y ahora bebía con avidez. Se inclinó sobre la encimera, junto al cochambroso fregadero, y empezó a levantar la masilla con la uña larga, roma y mugrienta del pulgar que se había lastimado hacía unos años. La masilla que él mismo había puesto ese invierno y que, maldita fuera, ya comenzaba a desprenderse. Y en las grietas había minúsculas hormigas negras.

—Se lo tomará mal —dijo Warren, incómodo como un hombre que se prueba una prenda que le viene pequeña—. Le caemos bien.

Elsie no pudo resistirse.

—Nos quiere.

—Mierda.

—Pero ya sabes lo que pasó la última vez.

Elsie empezó a hablar atropelladamente de una chica que había vivido con ellos unos años antes; Lucille, que dormía en la habitación de la segunda planta, iba al Instituto de Van Nuys, se había metido en un «lío» a los quince y ni siquiera sabía quién era el padre de la criatura. Como si la olvidada Lucille tuviera algo que ver con Norma Jeane. Warren, absorto en sus pensamientos, no la escuchaba. La propia Elsie apenas si se escuchaba a sí misma. Sin embargo, el discurso le parecía apropiado en este punto.

Cuando Elsie hubo terminado, Warren preguntó:

—¿Piensas devolver a la pobre chica al condado? ¿Devolverla a, qué, al orfanato?

—No —Elsie sonrió. Su primera sonrisa sincera del día. Tenía un as en la manga y había estado reservándolo para ese momento—. Voy a hacer que la chica se case y se marche a un lugar seguro.

Respingó cuando Warren le dio súbitamente la espalda y, sin decir una palabra, salió de la casa dando un portazo. Oyó el motor de la furgoneta en el camino de entrada.

Regresó tarde, después de medianoche, cuando Elsie y los demás estaban en la cama. Los pesados pasos de Warren la despertaron de un sueño superficial y agitado y luego, cuando la puerta de la habitación se abrió con brusquedad, percibió la respiración entrecortada de él y el olor a alcohol. La habitación estaba completamente a oscuras y Elsie esperó a que él buscara a tientas el interruptor de la luz y la encendiera, pero no lo hizo, y ella se giró hacia la lámpara de la mesilla de noche demasiado tarde. Warren ya estaba encima de ella.

Sin una palabra de saludo o de reconocimiento siquiera. Caliente, pesado, henchido de la necesidad de ella, o de cualquier mujer, gimiendo y forcejeando, tirando del camisón de rayón, y ella tan sorprendida que ni siquiera pensó en protegerse ni (al fin y al cabo era la esposa de ese hombre) en moverse sobre la desvencijada cama con el fin de hacerle sitio.

No habían hecho el amor desde hacía —¿cuánto tiempo?— meses; «hacer el amor» no era la expresión que hubiera usado ella, más bien quizá «hacerlo», porque entre ellos siempre había habido cierta timidez verbal, por muy exigente y sexualmente voraz que Warren fuera en su juventud y por más que Elsie, demasiado reservada, bromeara y lo provocara, una curiosa forma de comunicarse, pero mencionar la palabra «amor», decir «te quiero», era difícil. Qué extraño, pensaba a menudo, que uno hiciera diariamente ciertas cosas como ir al lavabo, hurgarse la nariz, rascarse el cuerpo y tocarse a uno mismo y a otros (si había otros en tu vida a los que tocar y que te tocaran), y sin embargo nunca hablara de ello, pues para esas cosas no había palabras adecuadas.

Como lo que él le hacía ahora, con qué palabras describirlo, cómo explicar o entender siquiera esa agresión, una agresión sexual, aunque ella era la esposa de ese hombre y en consecuencia él estaba en su derecho y además ella lo había provocado, de modo que era justo, ¿no? Antes de arrojarse sobre la cama, Warren se había desabrochado el cinturón, bajado la cremallera y quitado los pantalones, pero aún llevaba puesta la hedionda camiseta. La ahogaría bajo los gruesos pelos de su cuerpo. La aplastaría bajo su peso. Nunca había pesado tanto y nunca su peso había sido tan denso, tan furioso. Su pene era un grueso ariete que se clavaba en el vientre de ella, al principio a ciegas. Le separó los flácidos muslos con las rodillas y cogió el pene con una mano para penetrarla de la misma manera en que ella lo había visto a menudo atacar a un coche destartalado con una barra de hierro para desguazarlo, disfrutando al vencer su resistencia. Elsie protestó:

—Dios, Warren… Ay, espera…

Pero el antebrazo de él estaba encajado bajo la barbilla de Elsie, que trató desesperadamente de liberarse porque ¿y si en su ebria inconsciencia la asfixiaba, le rompía la tráquea o el cuello? Warren atenazó entonces las muñecas de Elsie, extendió sus agitados brazos perpendicularmente a su cuerpo, como si fuera a crucificarla, clavándola a la cama, y la penetró con embestidas furiosas pero metódicas, y Elsie vio en la oscuridad la cara crispada de él, los labios que mostraban los dientes en una mueca que ella le había visto con frecuencia mientras dormía, gimiendo en sueños, reviviendo los combates de su juventud, cuando lo habían vapuleado de mala manera pero él también había vapuleado a otros. Yo repartí mi parte de sufrimiento. ¿Qué clase de felicidad, felicidad de hombre, era aquella de quien dice Yo repartí mi parte de sufrimiento ni siquiera con presunción, sino con total naturalidad? Elsie trató de colocarse en una postura que le permitiera atemperar la fuerza del ataque de Warren, pero él era demasiado fuerte y demasiado astuto. Si pudiera, me mataría. Me follaría hasta matarme. No a Norma Jeane. Logró soportarlo sin gritar ni pedir auxilio, sin llorar siquiera pese a que le costaba respirar y las lágrimas y la saliva se deslizaban por su cara, tan crispada como la de él. Intuía que entre las piernas estaría desgarrada, sangrando. El pene de Warren nunca le había parecido tan grande. Hinchado de sangre, demoníaco. ¡Zas! ¡Zas! ¡Zas! La pobre cabeza de Elsie golpeaba contra la cabecera de la cama que habían tenido durante toda su vida de casados, y la cabecera golpeaba a su vez contra la pared, y la propia pared vibraba y se sacudía como si temblara la tierra.

Tenía miedo de romperse el cuello, pero esto no ocurrió.

7

—¿Qué te había dicho, cariño? Es nuestra noche de suerte.

Como si tuviera el agridulce presentimiento de que sería la última vez que irían juntas al cine. Elsie llevó a Norma Jeane a la sesión nocturna del jueves en el cine Sepulveda, en el centro del pueblo, donde ponían Tres días de amor y fe y El recluta enamorado, además del avance de la última película de Hedy Lamarr. Al final de la sesión había un sorteo, y qué grito pegó Elsie Pirig cuando anunciaron el número del segundo premio y resultó ser el de la papeleta de Norma Jeane.

—¡Aquí! ¡Estamos aquí! ¡Tenemos el número! ¡Es el de mi hija! ¡Ya vamos!

El incrédulo y feliz grito de una mujer que jamás había ganado nada.

Elsie parecía una niña: tan emocionada estaba que el público rió con benevolencia y aplaudió, y mientras subían apresuradamente al escenario con los demás ganadores, se oyeron un par de silbidos dirigidos a la hija.

—Qué pena que Warren no esté aquí para ver esto —murmuró Elsie al oído de Norma Jeane.

Lucía sus mejores galas: un vestido de rayón azul marino con topos blancos y aparatosas hombreras y el último par de medias sano. Se había puesto colorete en las mejillas, que ahora estaban encendidas. Las misteriosas magulladuras y marcas que tenía debajo de la barbilla había conseguido disimularlas —o casi— con polvos para la cara. Norma Jeane, con la falda plisada y el raído jersey rojo que usaba para el colegio, un collar de cuentas de vidrio y el ondulado cabello rubio oscuro recogido con un pañuelo, era la persona más joven que había en el escenario y la que más miradas atraía. No se había puesto carmín, pero sus labios eran casi tan rojos como su jersey. También sus uñas estaban pintadas de rojo. Aunque su corazón latía frenéticamente, como un pajarillo atrapado entre sus costillas, logró mantenerse erguida y con la cabeza alta mientras los demás, Elsie incluida, se encorvaban con timidez, se manoseaban con nerviosismo el pelo y la cara o escondían la boca tras los dedos. Norma Jeane ladeó apenas la cabeza y sonrió como si subir al escenario del Sepulveda en la noche de un día laborable con el fin de estrechar la mano del maduro administrador y recoger su premio fuera lo más natural del mundo para ella. Varios años antes, en la Casa de Expósitos de Los Ángeles, el Príncipe Encantado había cogido con sus manos enfundadas en guantes blancos a una niña asustada y la había subido a la plataforma iluminada, y ella había mirado estúpidamente al público, más allá de las luces, pero ahora tenía experiencia. Ahora resistió la tentación de mirar a la platea, sabiendo que allí había individuos a los que reconocería, que la conocían, algunos del Instituto de Van Nuys. Deja que me miren, que me miren. Al igual que la voluptuosa Hedy Lamarr, Norma Jeane no rompería el hechizo cinematográfico prestando atención a aquellos cuyo deber era mirarla a ella.

Elsie y Norma Jeane recibieron su premio: un juego de doce servicios de platos y ensaladeras de plástico decorados con flores de lis. El público aplaudió calurosamente a los cinco ganadores, todas mujeres a excepción de un viejo regordete tocado con un deshilachado gorro de faena del ejército. Elsie abrazó a Norma Jeane allí mismo, en el escenario, tan feliz que poco faltó para que rompiera a llorar.

—No es sólo por los platos de plástico. ¡Es una señal!

Elsie no se lo había dicho a Norma Jeane, pero el muchacho de veintiún años al que se proponía presentarle, hijo de una amiga que vivía en Mission Hills, estaría esa noche entre el público. De acuerdo con el plan de Elsie, el chico observaría a Norma Jeane a una distancia prudencial y luego decidiría si le interesaba salir con ella. Según había dicho la madre del muchacho, la diferencia de edad, seis años, que no significarían nada para un adulto —de hecho, era un punto a favor de la chica ser seis años menor—, podía parecer excesiva entre jóvenes. «Dale una oportunidad», había pedido Elsie, que ahora estaba convencida de que el chico se habría quedado impresionado al ver a Norma Jeane en el escenario, como una reina de la belleza. También para él sería una señal.

¡Esa chica trae buena suerte!

A la salida, bajo la oscura marquesina, Elsie se rezagó con Norma Jeane, esperando que su amiga y su hijo fueran a su encuentro. Pero no fue así. (Elsie no los había visto entre el público. ¡Malditos fueran si no habían acudido a la cita!) Quizá se debiera a que había demasiada gente alrededor tratando de hablar con ellas. Algunos eran amigos y vecinos, pero otros, completos desconocidos.

—A todo el mundo le gusta hablar con un ganador, ¿eh? —Elsie dio un suave codazo en las costillas a Norma Jeane.

La emoción fue decayendo gradualmente. Apagaron las luces del vestíbulo. Bessie Glazer y su hijo Bucky no habían dado señales de vida, ¿qué significaba eso? Elsie estaba demasiado eufórica para pensar en ello. Ella y Norma Jeane volvieron a Reseda Street, con la caja de platos de plástico en el asiento trasero del sedán Pontiac de 1939 de Warren.

—Hemos estado dándole largas, cariño. Pero esta noche deberíamos hablar de ya sabes qué.

—Tía Elsie, tengo tanto miedo —repuso Norma Jeane en voz baja y resignada.

—¿De qué? ¿De casarte? —Elsie rió—. La mayoría de las chicas de tu edad tienen miedo de no casarse.

Norma Jeane no respondió. Elsie sabía que tenía la loca fantasía de enrolarse en el Cuerpo Femenino de las Fuerzas Armadas o de asistir a un curso de enfermería en Los Ángeles, pero era demasiado joven. No iría a ninguna parte, salvo allí adonde ella la enviara.

—Mira, cariño, estás haciendo una montaña de un grano de arena. Ya has visto la picha de un chico, o de un hombre, ¿no?

Elsie era tan franca y grosera que Norma Jeane rió, sorprendida.

Asintió tímidamente con la cabeza.

—Bueno, también sabrás que aumenta de tamaño —Norma Jeane volvió a asentir con timidez—. Eso pasa cuando te miran. Les dan ganas de…, ya sabes, de «hacer el amor».

—Nunca he mirado, tía Elsie —dijo Norma Jeane con inocencia—. En el orfanato, los chicos nos la enseñaban, supongo que para asustarnos. Y aquí, en Van Nuys, algunos me la han enseñado cuando salimos. Querían que la tocara.

—¿A quién te refieres?

Norma Jeane cabeceó, pero no evasivamente, sino con un aire de auténtico desconcierto.

—No estoy segura. Los confundo. Fueron varios, en citas y momentos diferentes. Quiero decir, si un chico se propasaba conmigo en la primera cita pero después se disculpaba y me pedía que le diera otra oportunidad, yo siempre se la daba y a partir de entonces se comportaba. La mayoría de los chicos se portan como caballeros si una insiste. Es como Clark Gable y Claudette Colbert en Sucedió una noche.

Elsie gruñó.

—Mientras te respeten…

—Yo no me enfadaba con los que querían que les tocara la… la pirula —dijo Norma Jeane con seriedad—, porque sé que los hombres son así, han nacido así. Pero me asustaba y me daba por reír como hago siempre, como si me hicieran cosquillas —Norma Jeane rió también ahora, avergonzada. Estaba en el borde del asiento del coche, como si estuviera sentada sobre huevos—. Una vez, en Las Tunas, me bajé del coche de un chico y salí corriendo hacia el coche de un amigo que estaba con otra chica…, los conocía, porque habíamos ido juntos…, les pedí que me dejaran subir y volví a Van Nuys con ellos. Y el otro, el que había salido conmigo, nos siguió y trató de chocarnos. Supongo que armé más alboroto del necesario.

Elsie sonrió. Cuánto le gustaba que aquella adolescente atractiva hiciera sufrir a esos cabrones salidos.

—¡Niña! Eres increíble. ¿Cuándo fue?

—El sábado pasado.

—El sábado pasado —Elsie rió—. Conque quería que se la tocaras, ¿eh? Chica lista, hiciste bien. Eso sólo lleva al paso siguiente —hizo una pausa sugestiva, pero Norma Jeane no preguntó cuál era el paso siguiente—. La palabra apropiada es «pene» y sirve para hacer bebés, aunque supongo que ya lo sabes. Es como una manguera que lanza la «semilla».

Norma Jeane emitió una risita tonta. Elsie también rió. Si una describe la cuestión en términos de hidráulica, no hay mucho que decir. En otros términos, sin embargo, hay tanto que decir que una no sabría por dónde empezar.

En el transcurso de los años, Elsie había tenido que instruir a muchas de sus pupilas en materia sexual (con los chicos no se molestaba, convencida de que ya lo sabían todo al respecto), y cada vez abreviaba más su discurso. Ciertas chicas se escandalizaban o se asustaban; algunas prorrumpían en carcajadas histéricas; otras la miraban con incredulidad. Algunas se turbaban porque ya sabían más del tema de lo que hubieran querido.

Una cría que, según descubriría más tarde, había sido violada por su propio padre y sus tíos, sacudió a Elsie y le gritó a la cara:

—¡Calla, vieja arpía!

Con quince años de edad y siendo como era una chica lista y despierta, lo más probable era que Norma Jean supiese mucho sobre sexo. Incluso la Ciencia Cristiana debía admitir su existencia. Estaba demasiado nerviosa y excitada para ir directamente a casa, de modo que pasó de largo Reseda Street y siguió viaje hacia las afueras del pueblo. Warren no estaría en casa, seguramente, y cuando él no estaba en casa una esperaba y esperaba a que volviera sin saber de qué humor llegaría.

Notó que Norma Jeane se estremecía de expectación, como una niña pequeña. Le había contado que hacía años, antes de enfermar, su madre solía llevarla a dar largos y maravillosos paseos dominicales en coche y que aquéllos eran los recuerdos más felices de su infancia.

Elsie insistió:

—Cuando te cases, Norma Jeane, y está bien que lo hagas, verás las cosas de otra manera. Tu marido te enseñará —hizo una pausa y luego, incapaz de resistirse, añadió—: Ya lo he elegido y es un chico encantador. Ha tenido varias novias y es cristiano.

—¿Ya lo has ele-elegido, tía Elsie? ¿Quién es?

—Pronto lo averiguarás. No es seguro. Es un chico normal de sangre roja, como digo yo, fue un atleta en el instituto y sabe lo que se hace —Elsie hizo una pausa. Una vez más, fue incapaz de resistirse a la tentación de añadir—: Warren también sabía lo que se hacía; vaya si lo sabía —asintió con vehemencia.

Norma Jeane vio que Elsie se acariciaba la barbilla. Antes le había pedido que la ayudara a disimular los cardenales, explicando que se los había hecho al golpearse con la puerta del lavabo en la oscuridad de la noche.

Norma Jeane había dicho: «Ay, tía Elsie. Qué fastidio». Y ni una palabra más. Como si supiera perfectamente cuál era la causa de los hematomas. Y Elsie cojeando por la casa, rígida como si le hubieran metido un palo de escoba por el culo.

Sabiendo también, con profunda sabiduría femenina, que no debía hablar del tema.

Durante los últimos días, Warren había evitado mirar a Norma Jeane. Cuando no tenía más remedio que estar en la misma habitación que ella, giraba la cara de tal modo que la chica quedaba del lado de su ojo ciego. Una ternura herida se reflejaba en sus ojos en los inevitables momentos en que Norma Jeane le hablaba, pero ni siquiera entonces la miraba de frente, cosa que debía de intrigar y doler a la joven. Últimamente no cenaba en casa; se quedaba en una taberna o pasaba sin la cena.

—Quizá la noche de bodas deberías beber de más —decía Elsie—. No digo que te emborraches, pero sí que te achispes un poco con champán. Por lo general, el hombre se pone encima de la mujer y ella está preparada para recibirlo, o debería estarlo. No duele.

Norma Jeane se estremeció. Miraba a Elsie de reojo con gesto desconfiado.

—¿No duele?

—No siempre.

—Ay, tía Elsie. Todo el mundo dice que duele.

—Bueno, a veces —concedió Elsie—. Al principio.

—Pero la mujer sangra, ¿no es cierto?

—Si es virgen, tal vez.

—Entonces ha de doler.

Elsie suspiró.

—Supongo que eres virgen, ¿no? —Norma Jeane asintió con solemnidad y Elsie, violenta, explicó—: Bueno. Tu marido te prepara. Ahí abajo. Entonces te mojas y estás lista. ¿Nunca te ha pasado?

—¿Qué cosa? —preguntó Norma Jeane con voz temblorosa.

—Si has deseado hacer el amor.

Norma Jeane sopesó la cuestión.

—Casi siempre me gusta que me besen y me encanta que me abracen. Como con una muñeca. Aunque entonces la muñeca soy yo —rió como solía hacerlo, con voz aflautada, asustada, chillona—. Si cierro los ojos, ni siquiera sé quién lo hace. Cuál de ellos es.

—¡Qué cosas dices, Norma Jeane!

—¿Por qué? Sólo son besos y abrazos. ¿Qué importancia tiene quién sea el chico?

Elsie meneó la cabeza, un tanto escandalizada. ¿Qué importancia tenía? Que la condenaran si lo sabía.

Pensaba en que Warren la habría matado si hubiera besado a otro hombre, y ¡qué decir si hubiera tenido una aventura! Claro que él le había sido infiel muchas veces y ella había sufrido, se había puesto furiosa, le había dicho lo que pensaba de él, loca de celos, llorando, y él lo había negado todo aunque era evidente que disfrutaba con la reacción de su esposa. Era parte del juego, parte del matrimonio, ¿no? Al menos en la juventud.

—Se supone que debes ser fiel a un solo hombre —declaró Elsie con falsa indignación—. «En la enfermedad y en la salud, hasta que la muerte os separe.» Son cosas de la religión, supongo. Quieren asegurarse de que si tienes hijos, éstos sean de tu marido y no de otro. Te casarás con una ceremonia cristiana. Yo me ocuparé de ello.

Norma Jeane se mordía la uña del pulgar. Elsie soltó una mano del volante y le dio una palmada. Norma Jeane bajó las manos en el acto y las cruzó sobre el regazo.

—Ay, tía Elsie, lo siento. Tengo mucho miedo.

—Lo sé, cariño. Pero se te pasará.

—¿Y si tengo un hijo?

—Bueno, eso no ocurrirá hasta pasado un tiempo.

—Si me caso el mes que viene, podría tener un hijo en menos de un año.

Era cierto, pero Elsie no quería pensar en ello en ese momento.

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