Blonde

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La adolescente: 1942 - 1947 » A la caza de un contrato

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A la caza de un contrato

Para el verdadero actor, cualquier papel es una oportunidad. No hay papeles secundarios.

El manual del actor y la vida del actor

Fue Miss Productos de Aluminio 1945 en su primera semana con la agencia Preene. Lucía un ceñido vestido plisado de nailon blanco con amplio escote, varias vueltas de perlas falsas y pendientes a juego, zapatos de tacón blancos, guantes hasta el codo también blancos y una gardenia de color crema prendida a la melena iluminada con «mechas» y larga hasta los hombros. Se celebraba una convención de cuatro días en el centro de Los Ángeles y ella se vio obligada a permanecer de pie durante horas sobre una plataforma, en medio de una selección de relucientes artículos domésticos de aluminio, entregando folletos informativos a los interesados: casi todos hombres. La paga era de doce dólares diarios más gastos (mínimos) de comida y transporte.

En la segunda semana, fue Miss Productos de Papelería 1945. Con un vestido de papel pinocho rosa subido, que se arrugaba cada vez que se movía y se agrietaba con la humedad de las axilas, y una corona del mismo material sobre el cabello recogido. En una sala de congresos, repartiendo folletos informativos y muestras de artículos de papelería: papel de seda, higiénico, compresas (en envoltorios marrones sin señas). La paga era de diez dólares diarios más gastos (mínimos) de comida y transporte.

Sería Miss Hospitalidad en una convención de instrumentos quirúrgicos en Santa Mónica. Miss Productos Lácteos del Sur de California 1945, vestida con un traje de baño blanco con manchas negras —simulando las de las vacas Guernsey— y zapatos de tacón. Fue «azafata-corista» en la inauguración del hotel Luxe Arms de Los Ángeles. Y también en la ceremonia inaugural del restaurante-parrilla Rudy’s en Bel Air. Luciendo un atuendo náutico —blusa marinera, falda corta, medias de seda y tacones altos— fue azafata en la exposición de yates de Rolling Hills. Con un vistoso conjunto de falda vaquera y chaleco con flecos de cuero crudo, sombrero de ala ancha y una cartuchera con un revólver plateado (descargado) colgada de su curvilínea cadera, fue Miss Rodeo 1945 en Huntington Beach (donde, bajo las deslumbrantes luces, un risueño maestro de ceremonias le «echaría el lazo»).

Está terminantemente prohibido alternar con los clientes. No deberá aceptar propinas bajo ninguna circunstancia. Los clientes pagarán directamente a la empresa. En caso de incumplir estas reglas, la agencia se verá en la obligación de rescindir el contrato.

Tomaba aspirinas Bayer para aliviar los dolores menstruales. Pero como no siempre surtían el efecto deseado, empezó a tomar medicamentos más fuertes (¿codeína?, ¿qué era exactamente la «codeína»?) recetados por el médico de la agencia Preene. El abundante, constante flujo menstrual. El dolor pulsátil en la cabeza. A menudo se le nublaba la vista en uno o los dos ojos. En los peores días no podía trabajar. Cada vez que perdía una paga, aunque sólo fuera de diez dólares, era como si le sacaran una muela. ¿Y si se quedaba ciega? ¿Y si tenía que ir a tientas hasta la parada del tranvía, tambaleándose como una vieja? La aterrorizaba la posibilidad de convertirse en una mujer desaliñada como su madre. La aterrorizaba la posibilidad de convertirse en una inepta incluso para las tareas más sencillas. La aterrorizaba la posibilidad de que los perros olfatearan su húmeda entrepierna. A pesar de que reforzaba las compresas con varias capas de pañuelos de papel, se empapaban de sangre en menos de una hora. ¿Dónde se cambiaría? ¿Con qué frecuencia? Los demás advertirían que andaba con rigidez, como si sujetara una tabla entre los muslos. Estaba desesperada: no podía quedarse en cama semiinconsciente y llorosa, como solía hacer en Verdugo Gardens o en casa de los Pirig, donde tía Elsie le llevaba una bolsa de agua caliente y leche templada. ¿Cómo te encuentras, cariño? Procura aguantar.

Ahora no tenía a nadie que la quisiera. Estaba sola. Ahorraba para comprar un coche de segunda mano a un amigo de Otto Öse. Alquilaba una habitación amueblada en West Hollywood, a pocos minutos andando del estudio de Otto Öse. Enviaba billetes de cinco dólares a Gladys al Hospital Psiquiátrico Estatal de Norwalk: «¡Con mis saludos, madre!». Se comentaba que era una de las más «prometedoras» modelos nuevas de Preene. Uno de los valores «en alza». Al presidente de la agencia no le gustaba el tono rubio de su cabello. O quizá dijera «turbio». Tuvo que pagar para que le hicieran «reflejos» en un salón de belleza. Tuvo que asistir a clases para modelos en la agencia. A veces le proporcionaban las prendas para sus apariciones en público; otras veces, tenía que ponerlas ella. Tenía que llevar sus propias medias, desodorante, maquillaje y ropa interior. Aunque ganaba dinero, se veía obligada a pedir préstamos a la agencia, a Otto Öse y a otros. Tenía miedo de hacerse una carrera en las medias; la habían visto (desconocidos, en un tranvía) prorrumpir en sollozos al advertir un pequeño enganche que presagiaba una catastrófica carrera. Ay, no. No, Dios, por favor. Ahora que trabajaba como modelo de Preene, sus temores eran todos por el estilo: a sudar a pesar del desodorante en un día húmedo y caluroso, a oler mal, a mancharse el vestido. Todo el mundo se enteraría, porque todo el mundo la observaba. Incluso cuando no estaba siendo fotografiada en el estudio de Otto Öse, bajo su despiadada mirada y los crueles y deslumbrantes focos. Se había atrevido a salir del espejo y ahora todos la observaban. No tenía donde esconderse. En el orfanato podía ocultarse en uno de los lavabos. Podía ocultarse bajo las mantas de la cama. Podía escabullirse por una ventana y ocultarse en una de las pendientes del tejado. ¡Ah, echaba de menos el orfanato! Echaba de menos a Fleece, a quien quería como a una hermana. Ah, echaba de menos a todas sus hermanas: Debra Mae, Janette, el Ratón. ¡El Ratón era ella! Echaba de menos a la doctora Mittelstadt y todavía le enviaba poemas de vez en cuando. Por la noche, entre las sombras errantes, las estrellas son más brillantes. En el fondo de nuestro corazón, sabemos si tenemos razón. Otto Öse, que la había fotografiado en Radio Plane y parecía capaz de leer sus pensamientos, se burlaba de su sentimentalismo. De la huerfanita de ojos húmedos. Le decía con cruel franqueza que le pagaban «puñeteramente bien» para que fuera una chica especial, de modo que más le valía ser especial.

—De lo contrario, tendrás que buscarte la vida.

Lo haría, lo haría, ¡sería alguien especial! Aunque le costara la vida. ¿Acaso Gladys no la había preparado para ello desde un principio? Clases de canto y de piano. Preciosos trajes a medida para ir a la escuela.

Otto Öse, el Príncipe Encantado. La había sorprendido en la sala de pintura de Radio Plane y le había hecho un montón de fotografías para Stars & Stripes: Norma Jeane vestida con su mono de «mujer trabajadora defendiendo el frente nacional», a pesar de sus protestas, de su timidez y de su resistencia a posar después de que Bucky la obligara a hacerlo. Pero él la había perseguido entre los fuselajes, negándose a aceptar un no por respuesta. Otto trabajaba para la revista oficial de las fuerzas armadas de Estados Unidos y eso era una seria responsabilidad para él, pero también para ella. Los soldados que combatían en el exterior necesitaban que les subieran la moral con fotografías de jóvenes guapas.

—No querrás que nuestros muchachos desesperen, ¿no? Sería el equivalente a una traición.

Otto Öse hacía reír a Norma Jeane, aunque era el hombre más feo que había visto en su vida. Disparaba la cámara, clic, clic, clic, encorvado, mirándola fijamente como un hipnotizador.

—¿Sabes quién es mi jefe en Stars & Stripes? Ron Reagan.

Norma Jeane cabeceó, desconcertada. ¿Reagan? ¿Ronald Reagan, el actor? ¿Un Tyrone Power o Clark Gable de tercera? Le sorprendió que un actor como Reagan tuviera alguna relación con una revista militar. De hecho, era sorprendente que un actor pudiera hacer cualquier cosa «real».

—«Tetas, culos y piernas, Öse; ése es tu trabajo», dice Reagan. El muy imbécil no sabe nada de fábricas si cree que puedo fotografiar piernas en un sitio como éste.

Era el hombre más feo y grosero que Norma Jeane había conocido en su vida.

Sin embargo, Otto tenía razón. Se jactaba de haberla arrancado de las garras del olvido y era verdad. Los desconocidos que la contrataban tenían todo el derecho de exigir una mujer especial y no una pueblerina de Van Nuys. Había aprendido que no debía ofenderse, y mucho menos romper a llorar, cuando ellos la examinaban como si fuera un maniquí. O una vaca.

—Ese pintalabios es demasiado oscuro. Parece una zorra.

—Venga, Maurie. Ese tono de carmín está de moda.

—Su busto es demasiado grande. Se le ven los pezones a través de la blusa.

—¡Joder! Su busto es perfecto. ¿Qué quieres?, ¿vasos de papel? ¿Y qué tienen de malo los pezones? ¿Tienes algo en contra de los pezones? Vaya gracia.

—Dile que no sonría demasiado; parece que tuviera el baile de San Vito.

—Se supone que las chicas estadounidenses tienen que sonreír, Maurie. ¿Para qué le pagamos? ¿Para que dé pena?

—Parece Bugs Bunny.

—Maurie, lo tuyo es el vodevil, no la ropa de señora. ¡Por Dios! La chica está aterrorizada. Esto nos está costando una pasta.

—¿Y me lo dices a mí? Ya lo creo que nos está costando una pasta.

—¡Mierda, Maurie! ¿Quieres que la despida cuando acaba de llegar? ¿Con esa carita de ángel?

—¿Estás loco, Mel? Ya le hemos pagado veinte dólares, sin contar los ocho por el transporte. Lo perderíamos todo. ¿Crees que somos millonarios? La chica se queda.

Norma Jeane estaba orgullosa: siempre acababan dejando que se quedara.

En su primera semana de trabajo, se cruzó con una pelirroja espectacular que salía de la agencia Preene en el mismo momento en que ella entraba: la chica bajaba por la escalera repiqueteando furiosamente en los peldaños con los tacones. La melena cobriza le caía sobre los ojos, al estilo de Veronica Lake, y llevaba un ajustado vestido negro de punto con marcas de sudor en las axilas, carmín chillón, colorete en las mejillas y un perfume tan penetrante que hacía llorar los ojos. No era mucho mayor que Norma Jeane, pero empezaba a mostrar signos de decadencia, y tras mirar mejor a Norma Jeane, a quien prácticamente había empujado para apartarla de su camino, la cogió del brazo.

—¡Ratón! ¡Dios santo! Eres tú. Ratón, ¿verdad? ¿Norma Jane… Jeane?

¡Era Debra Mae, del orfanato! Debra Mae, que dormía en la cama contigua a la de Norma Jeane y todas las noches lloraba hasta quedarse dormida…, a menos que fuera la propia Norma Jeane quien lloraba hasta quedarse dormida (porque nada de lo referente al orfanato estaba claro). Pero ahora Debra Mae era «Lizbeth Short», un nombre que, según dijo con amargura, no había escogido ella y no le gustaba. Era una modelo de la agencia Preene temporalmente fuera de servicio. O quizá (Norma Jeane no estaba segura, porque no había querido interrogarla) la agencia la hubiera despedido. Tal vez le debieran dinero. Le dijo a Norma Jeane que no cometiera el mismo error que ella; naturalmente, Norma Jeane le preguntó de qué error se trataba y Debra Mae dijo:

—Aceptar dinero de los hombres. Si lo haces y la agencia te pilla, sólo querrán que hagas eso.

Norma Jeane se quedó estupefacta.

—¿Que querrán qué? Creía que la agencia no lo permitía.

—Eso es lo que dicen —repuso Debra Mae con el morro torcido—. Yo quería ser una modelo de verdad y conseguir una audición en un estudio cinematográfico, pero… —sacudió la melena cobriza— las cosas no salieron como esperaba.

Tratando de aclarar sus ideas, Norma Jeane preguntó:

—¿Quieres decir que aceptas dinero de hombres a cambio de salir con ellos?

A Debra Mae no le gustó su expresión y saltó:

—¿Qué tiene eso de terrible? ¿Qué tiene de original? ¿Cuál es el problema? ¿Que no estoy casada?

Debra Mae bajó la vista y miró las manos de Norma Jeane, pero ésta se había quitado los anillos, desde luego. Nadie contrataría como modelo a una mujer casada.

—No, no…

—¿Es que sólo una mujer casada tiene derecho a aceptar dinero de un hombre que quiere acostarse con ella?

—No, Debra Mae…

—¿Tan vergonzoso es que yo necesite dinero? Vete a la mierda.

Debra Mae apartó con brusquedad a Norma Jeane y se marchó hecha una furia, con la espalda erguida y la cabeza leonada muy alta. Sus tacones repiquetearon en las escaleras como castañuelas. Norma Jeane parpadeó, mirando a la hermana huérfana a la que no había visto en casi ocho años con tanto asombro como si ella acabara de abofetearla. En su dolorido recuerdo de esta escena, con el tiempo creería que, en efecto, Debra Mae la había abofeteado. Norma Jeane la llamó con voz suplicante:

—Espera, Debra Mae… ¿Sabes algo de Fleece?

Con crueldad, Debra Mae gritó por encima del hombro:

—¡Fleece ha muerto!

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