Blonde

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La adolescente: 1942 - 1947 » Un bicho raro

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Un bicho raro

Por la forma en que le aseguraron Todo va bien, Norma Jeane; eh, Norma Jeane, todo va bien supo que no era verdad. Regresó al lugar donde una joven lloraba, reía, sollozaba…, la joven era ella misma y la conducían a una de las sillas dispuestas en semicírculo; estaba agitada y temblaba como si sufriera convulsiones.

No actuaba. Era algo más profundo que una interpretación. Era poco sutil, demasiado burdo. Nos enseñaban fundamentalmente la técnica. Simular una emoción en lugar de experimentarla. No debíamos ser el rayo a través del cual la emoción se desata en el mundo. Ella nos daba miedo y eso es difícil de perdonar.

Decían que era demasiado «vehemente». La única que jamás se perdía una clase de interpretación, baile o canto. Y siempre llegaba temprano, a veces antes de que abrieran la sala. Era la única que se presentaba «perfectamente acicalada» día tras día. No parecía una actriz o una modelo (la habíamos visto en las portadas de Swank y Sir! y estábamos impresionados), sino más bien una secretaria juiciosa. Con el pelo arreglado y brillante. Una blusa de nailon blanca con un lazo en el cuello, mangas largas y puños abotonados. Pulcra y con la ropa impecablemente planchada. Y una falda estrecha de franela gris que debía de planchar al vapor todas las mañanas, enfundada en su combinación. Era fácil imaginarla inclinada sobre la plancha, frunciendo el entrecejo en un gesto de concentración. A veces llevaba jersey, un jersey dos tallas por debajo de la suya porque era el único que tenía. De vez en cuando usaba pantalones, pero casi siempre lucía su atuendo de señorita decente, medias con la costura perfectamente recta y tacones altos. Era tan tímida que parecía muda. Los movimientos bruscos y las risas estridentes la asustaban. Antes de que empezaran las clases, fingía leer un libro. En ocasiones era A Electra le sienta bien el luto, de Eugene O’Neill. Otras veces, Las tres hermanas, de Chéjov. Shakespeare, Schopenhauer. Era fácil reírse de ella. De su costumbre de sentarse en un extremo del semicírculo, abrir su cuaderno y empezar a tomar apuntes como una colegiala. Los demás usábamos vaqueros, pantalones anchos, camisas, suéteres y zapatillas de deporte. En los días de calor íbamos a clase con sandalias o descalzos. Bostezábamos, llevábamos el pelo alborotado y los chicos no se afeitaban porque todos éramos jóvenes atractivos, la mayoría recién salidos de los institutos de California, donde habíamos sido las estrellas de las representaciones escolares, adulados desde el parvulario. Teníamos confianza en nosotros mismos, algo de lo cual Norma Jeane, esa chiquilla salida de la nada, carecía por completo. Suponíamos que era una auténtica campesina de Oklahoma, porque no procedía de ningún lugar cercano. Se esforzaba para hablar como nosotros, pero su antiguo acento la delataba a menudo. Además, tartamudeaba. No siempre, pero con frecuencia. Al empezar un ejercicio de interpretación, tartajeaba un poco, pero una vez que superaba ese estadio, su timidez se desvanecía y en sus ojos aparecía una expresión extraña, como si otra persona tratara de aflorar a la superficie. Sin embargo, no dejaban de machacarnos que cuando uno no tiene técnica, cuando se limita a ser uno mismo, a desnudarse, no actúa.

De modo que a nosotros nos sobraba confianza. Y Norma Jeane, que era la más joven de la clase, no tenía ni un ápice. Ella sólo contaba con su luminosa piel pálida, sus ojos de color azul oscuro y un entusiasmo que parecía una corriente eléctrica imposible de contener, una corriente a la que había que dejar salir hasta que se agotara.

Después de sus actuaciones, alguno de nosotros le preguntaba en qué había pensado durante el ejercicio —porque, joder, nos apabullaba y resultaba tan difícil reírse de Norma Jeane como de las fotografías de Buchenwald de Margaret Bourke-White— y ella respondía con su vocecilla infantil: «Oh, no pensaba en nada. Supongo que estaba recordando».

Sin embargo, le faltaba seguridad. Cada vez que tenía que interpretar una escena, temblaba como si fuera la primera vez, y ésa sería su perdición. En aquel entonces tendría diecinueve o veinte años, pero ya se notaba que estaba perdida. Era la más bonita de la clase y aun así el menos dotado de nosotros era capaz de destruirla con una palabra, una mirada, un amago de burla. O sencillamente haciendo como si no existiera cuando nos miraba con una sonrisa ansiosa. El profesor de interpretación se impacientaba cuando respondía a sus preguntas con tartamudeos, y a menudo Norma Jeane tardaba varios minutos en entrar en escena, como si estuviera en un trampolín muy alto haciendo acopio de valor para lanzarse, como si ese valor procediera de un sitio muy profundo y tuviera que hacer un gran esfuerzo para encontrarlo. La castigábamos de la única manera que conocíamos. Dándole a entender: No te queremos. Éste no es tu lugar. Serías más convincente como vagabunda o puta. No eres lo que buscamos. No eres lo que necesita La Productora. Tu interior no concuerda con tu apariencia. Eres un bicho raro.

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