Blonde

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La mujer: 1949 - 1953 » El altar roto

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El altar roto

Una insignificante secretaria de Westwood que pretendía cultivarse.

Una fanática religiosa, posiblemente. O la hija de alguien semejante. Un estereotipo con el que uno llega a familiarizarse en el sur de California.

Por lo general no le hacíamos caso. Con el tiempo, el profesor Dietrich nos contó que jamás había faltado a una clase hasta el mes de noviembre. Pero siempre estaba tan callada que parecía invisible. Todas las semanas llegaba temprano, se sentaba a su pupitre y se inclinaba sobre el libro, releyendo los apuntes; si dejabas vagar la vista en su dirección, recibías la señal inequívoca de No me hables, por favor; ni siquiera me mires. En consecuencia, era fácil no fijarse en ella. Era una chica seria, pulcra, siempre cabizbaja y sin maquillaje, con la piel pálida y ligeramente brillante y el cabello rubio ceniza recogido con horquillas, como solían llevarlo las obreras de las fábricas en tiempos de guerra. Tenía un aire a una era pasada, a la década de los cuarenta. A veces se cubría la cabeza con un pañuelo. Llevaba faldas y blusas discretas, rebecas holgadas, zapatos bajos y medias. Nada de joyas o anillos en las manos. Y las uñas sin pintar. Aparentaba veintiún años, aunque con poca experiencia para su edad. Seguramente vivía con sus padres en un pequeño bungalow estucado. O quizá con su madre viuda. Los domingos por la mañana, las dos cantarían himnos en una iglesia pequeña y anodina. Sin duda era virgen.

Si la saludabas o le hacías un comentario amable, como solíamos hacer al entrar en el aula, deseosos de hablar e intercambiar noticias antes de que comenzara la clase, ella alzaba sus asustados ojos azules y se encogía, todo en un único movimiento reflejo. Entonces advertías, como si te hubieran dado una patada en la entrepierna, que aquella jovencita era guapa, o llegaría a serlo si se percataba de su atractivo. Pero no era así. Bajaba la vista o se giraba y buscaba un pañuelo de papel en su bolso. Bastaba con decirle algo agradable. Ni siquiera me mires, por favor.

Por lo tanto, ¿para qué molestarse? Había otras chicas en la clase, mujeres que no eran tímidas.

Hasta su nombre era insignificante. Lo oías y lo olvidabas en el mismo momento. «Gladys Pirig», leyó el profesor Dietrich en la primera clase, pasando lista con su voz grave y sonora. Hacía una señal junto a cada nombre, nos miraba por encima de las gafas y hacía un gesto espasmódico que pretendía ser una sonrisa. Algunos conocíamos al profesor Dietrich de otras clases, nos caía bien y por eso nos habíamos apuntado a ésta; era un hombre afable, generoso y optimista, aunque demasiado exigente para la escuela nocturna, donde todos éramos adultos.

Lo llamábamos «profe Dietrich», o sencillamente «profe». Sabíamos por el folleto informativo de la Universidad de Los Ángeles que no era un auténtico catedrático, sino un «adjunto»; no obstante, cuando lo llamábamos «profe», él se ruborizaba ligeramente pero no nos corregía. Era una especie de juego: los estudiantes nocturnos nos considerábamos lo bastante importantes para merecer un catedrático y él no iba a defraudarnos.

Su asignatura era Poesía Renacentista. Escuela nocturna de la Universidad de Los Ángeles, otoño de 1951, jueves de siete a nueve de la noche. Nos habíamos matriculado treinta y dos alumnos y era asombroso, además de una prueba de la eminencia del profesor Dietrich, el hecho de que casi todo el mundo asistía a la mayoría de las clases, incluso durante la temporada de lluvias. Los alumnos éramos soldados veteranos, hombres jubilados, amas de casa sin hijos, oficinistas y un par de estudiantes del Seminario Teológico de Westwood. Algunos aspirábamos a convertirnos en poetas. El grupo dominante, aparte de los dos o tres veteranos locuaces, estaba formado por media docena de maestras treintañeras y cuarentonas que hacían toda clase de cursillos con objeto de inflar su currículum. La mayoría trabajábamos durante el día y nuestra jornada laboral era muy larga. Uno tenía que amar la poesía y creer que ésta era digna de su amor para pasar dos horas en un aula después de trabajar todo el día. El profesor Dietrich era un maestro apasionado y dinámico, de modo que uno se contagiaba de su entusiasmo aunque no entendiera del todo su retórica. En presencia de mentores semejantes, a uno le basta con saber que ellos saben.

Como en la primera clase, cuando después de leer la lista de estudiantes, el profesor Dietrich enlazó sus manos regordetas y ajadas y dijo:

—Poesía. La poesía es el lenguaje trascendental del género humano.

Hizo una pausa y todos nos estremecimos, pensando que lo que quiera que significaran esas palabras merecía el costo de la matrícula.

Nadie se fijó en la reacción de Gladys Pirig ante esa frase. Con toda seguridad la escribió en su cuaderno como era su costumbre, igual que una colegiala.

Empezamos el semestre leyendo a Robert Herrick, Richard Lovelace, Andrew Marvell, Richard Crashaw, Henry Vaughan. Según decía el profesor Dietrich, nos estábamos preparando para Donne y Milton. Con su estentórea y dramática voz, parecida a la de Lionel Barrymore, el profesor recitó «Sobre los niños mártires», de Richard Crashaw:

Verlos fundidos en un solo río,

la leche de la madre, la sangre de los hijos,

hace que dude de si el cielo reunirá

rosas acaso, lirios quizá.

Y «Todos se han ido al reino de la luz», de Henry Vaughan:

¡Todos se han ido al reino de la luz!

Yo solo, aquí, postrado, me consumo.

Mas su memoria misma es bella y clara

e ilumina mis tristes pensamientos.

Analizábamos y discutíamos estos intrincados poemas, que siempre significaban más de lo que uno esperaba. Un verso conducía a otro, una palabra, a otra; era como una rima infantil que te atrapaba y te llevaba más y más lejos. Para algunos, esto constituía una revelación.

—¡La poesía! La poesía es comprensión —decía el profesor Dietrich observando el asombro en nuestras caras. Sus ojos brillaban detrás de las sucias gafas con montura metálica que se ponía y se quitaba una docena de veces durante la clase—. La poesía es la taquigrafía del alma. Un código morse.

Sus chistes eran tontos y ramplones, pero todos reíamos, incluso Gladys Pirig, con su característica risita aflautada que parecía más desconcertada que alegre.

El profesor Dietrich mantenía un tono deliberadamente ligero. Pretendía ser gracioso, ingenioso. Como si cargara sobre sus hombros algo siniestro y confuso y sus bromas fueran un medio para desviar nuestra atención, o quizá la suya propia, de ese hecho. Frisaba los cuarenta y empezaba a echar tripa; robusto como un oso erguido sobre las patas traseras, debía de medir un metro noventa y dos y pesar cien kilos. Un defensa de fútbol con un rostro delicado, como esculpido con cincel, que se ruborizaba con facilidad y estaba picado de viruelas, a pesar de lo cual las mujeres lo encontraban atractivo, al rudo estilo de Bogart, y veían «sensibilidad» en sus ojos de miope. Vestía chaquetas, pantalones y chalecos que no hacían juego y pajaritas que se fruncían bajo su barbilla. Sus comentarios casuales sobre el Londres de la época de la guerra inducían a pensar que había estado destinado allí durante una temporada, y uno tenía una visión fugaz del hombre en uniforme, pero sólo era eso, una visión fugaz; nunca hablaba de sí mismo, ni siquiera después de clase.

—La poesía es el camino para salir de uno mismo —decía el profesor— y para regresar a uno mismo. Pero la poesía no es el yo.

Según el profesor Dietrich, nadie había escrito una poesía tan excelsa como la de los poetas renacentistas, ni siquiera Shakespeare (que era el tema de otro cursillo). Nos instruyó en las formas poéticas, en particular la de los sonetos: ingleses y petrarquistas, o italianos. Nos hablaba de la «mutabilidad», «la futilidad de los deseos humanos», «el temor a envejecer y morir». Éste era un tema tan recurrente en el Renacimiento, que casi podía calificarse de «obsesión cultural o neurosis colectiva».

—Pero ¿por qué? —preguntó uno de los estudiantes de teología—. ¿Acaso no creían en Dios?

El profesor Dietrich rió, tiró de la cinturilla de sus pantalones y respondió:

—Bueno, quizá sí y quizá no. Hay una gran diferencia entre aquello en lo cual la gente dice creer y aquello en lo que cree de verdad, con las entrañas. La poesía es la lanceta que escarba en los tejidos necróticos hasta encontrar la verdad.

Alguien señaló que en aquellos tiempos la gente no vivía mucho; los hombres eran afortunados si superaban los cuarenta y muchas mujeres morían jóvenes al dar a luz, de modo que era lógico, ¿no?

—Debían de estar siempre preocupados por la muerte porque podía llegarles en cualquier momento.

Una de las maestras, una experimentada oradora, replicó:

—¡Tonterías! Sin duda la «mutabilidad» era únicamente un tema literario para esos poetas varones, igual que el «amor». Querían ser poetas y necesitaban algo sobre lo cual escribir.

Reímos. No estábamos de acuerdo. Empezamos a discutir con vehemencia, como acostumbrábamos a hacer, ya que estábamos ávidos de conversaciones intelectuales serias, o de cualquier cosa que pasara por una conversación intelectual. Nos interrumpíamos mutuamente.

—El amor en los poemas, en los versos, igual que en las canciones populares actuales y en las películas, es un tema, ¿no? Parece que no hubiera nada más importante, pero quizá sea sólo eso, un «tema». Puede que no sea «real» en absoluto.

—Pero fue «real» en algún momento, ¿no es cierto?

—¿Quién sabe? ¿Qué demonios significa «real»?

—¿Quieres decir que el amor no es real? ¿Que la muerte no es real?

—Bueno, todo es real en un momento u otro. De lo contrario, ni siquiera tendríamos palabras para describir estas cosas.

Durante estas batallas campales que el profesor Dietrich moderaba como un profesor de gimnasia, complacido por nuestro entusiasmo aunque quizá algo temeroso de que las cosas se salieran de madre, la rubia Gladys Pirig permanecía callada, mirándonos.

En las clases del profesor tomaba apuntes, pero en momentos como éste dejaba su pluma. Era obvio que escuchaba con interés. Estaba tensa, temblorosa, con la espalda tan erguida que saltaba a la vista que se tomaba las cosas demasiado en serio, como si cada instante fuera un tranvía que pasaba traqueteando ante ella, un tranvía que debía tomar y tenía miedo de perder.

Una oficinista de Westwood, aunque alguna profesora de su instituto debía de haberla animado a aspirar a algo mejor: tal vez hubiera escrito poemas que esa profesora había elogiado y por eso seguía escribiendo en secreto, temiendo que no fueran buenos. Sus labios pálidos se movían en silencio. Hasta sus piernas demostraban inquietud. A veces la veíamos restregarse una pantorrilla contra la otra, como si le dolieran los músculos, o flexionar los pies como si sufriera un calambre. (Claro que a nadie se le habría ocurrido pensar que asistía a clases de baile. Era imposible imaginar a Gladys Pirig haciendo una actividad física.)

El profesor Dietrich no era uno de esos maestros que disfrutan provocando a los alumnos cohibidos o callados, pero sin duda se había fijado en la pulcra, acicalada y extremadamente tímida jovencita rubia sentada frente a él, como se fijaba en todos nosotros; una noche preguntó quién quería leer en voz alta «El altar», de George Herbert, y debió de ver una expresión ansiosa en la cara de la chica, porque en lugar de llamar a uno de los que teníamos la mano alzada, dijo con amabilidad:

—¿Gladys?

Hubo un silencio, una pausa durante la cual casi pudimos oír a Gladys respirando hondo.

Por fin, como una niña que acepta un peligroso desafío, sonriendo incluso, murmuró:

—Lo in-intentaré.

Precisamente ese poema. Un poema que podía calificarse de religioso, impreso de manera peculiar. Arriba, una gruesa columna horizontal; en medio, una columna vertical más delgada; abajo, otra columna horizontal. Se trataba de un poema «metafísico» (según nos habían informado), lo que significaba que era un hueso duro de roer, aunque siempre podías disfrutar de las hermosas palabras como si escucharas música. Era evidente que Gladys estaba nerviosa, pero se volvió a medias para mirarnos, levantó el libro, respiró hondo, empezó a leer y… En fin, fue una auténtica sorpresa: no sólo porque Gladys usó una voz grave y dramática que conseguía ser a un tiempo suave y potente, piadosa y endiabladamente sensual, sino también por el mero hecho de que estaba leyendo ante toda la clase, porque no se había negado a la petición del profesor ni había salido corriendo del aula. En el papel, «El altar» era un enigma, pero cuando la jovencita rubia lo leyó, de repente adquirió sentido.

Alza tu siervo, Señor, un altar roto,

hecho con el corazón y afianzado con lágrimas,

cuyas partes tienen la forma que tu mano les dio;

ninguna herramienta humana ha forjado nada semejante.

Un CORAZÓN solitario

es como una piedra

que nada sino

tu poder ha tallado.

Por lo que cada parte

de mi duro corazón

converge en esta figura

para alabar tu nombre.

Y si yo por fin callara

que estas piedras no cesen de honrarte.

Oh que tu bendito SACRIFICIO mío sea

Y santifica este ALTAR para que sea tuyo.

Cuando Gladys terminó de leer, todos aplaudimos. Todos. Incluso las maestras, que era previsible que sintieran envidia de esta interpretación. El profesor Dietrich miraba con la boca abierta a la joven a la que todos habíamos tomado por una secretaria, como si no pudiera creer lo que acababa de oír. Estaba reclinado contra el escritorio, en su habitual postura relajada, con los hombros caídos y la cabeza inclinada sobre el texto, pero cuando Gladys hubo terminado se unió a los aplausos y dijo:

—Señorita, sin duda es usted poeta, ¿no es verdad?

Colorada como un tomate, Gladys encorvó los hombros y murmuró algo inaudible.

El profesor Dietrich insistió, medio en broma pero con su característico tono amable y didáctico, como si este episodio lo hubiera desconcertado y estuviera buscando las palabras precisas:

—¿No es verdad, señorita Pirig? Usted debe de ser una poetisa excepcional —le preguntó por qué creía que el poema estaba impreso con una tipografía tan curiosa. Gladys respondió con otro murmullo inaudible y el profesor dijo—: Más alto, por favor, señorita Pirig.

Gladys carraspeó y dijo con un hilo de voz:

—¿Porque pretende dibujar la figura de un altar? —esta vez su voz sonó acelerada e inexpresiva.

Daba la impresión de que la joven estaba a punto de huir del aula como un animal asustado, de modo que el profesor se apresuró a decir:

—Gracias, Gladys. Está en lo cierto. ¿Lo ven ahora los demás? «El altar» es un altar.

¡Increíble! Una vez que reconocías la figura, era imposible dejar de verla. Igual que con las manchas de tinta de los tests de Rorschach.

«Un corazón solitario.» La voz de la chica recitando estas palabras. «Un corazón solitario es como una piedra.» Todos los que estábamos allí esa noche seguiríamos oyéndola durante el resto de nuestra vida.

Noviembre de 1951. ¡Dios, cuánto tiempo ha pasado! Mejor no pensar en que somos muy pocos los que seguimos vivos.

Naturalmente, después de aquel día nos fijamos en ella. Le hablábamos más a menudo, o al menos lo intentábamos. Gladys Pirig: una chica misteriosa y atractiva. Su atractivo era precisamente el misterio. Su pelo rubio ceniza, su voz dulce y grave. Algunos buscamos su número de teléfono en el listín de Los Ángeles sólo para descubrir que allí no figuraba ninguna «Gladys Pirig». El profesor se dirigió a ella en un par de ocasiones más, en las que la chica se puso visiblemente tensa y no respondió, pero ya era demasiado tarde. Ahora su cara nos resultaba familiar. No a todos, pero a unos cuantos. Por mucho que se vistiera con ropas de secretaria, que se recogiera el pelo con horquillas como Irene Dunne y que se encogiera como un conejillo asustado cuando alguien intentaba entablar conversación con ella. Si uno hubiera tenido que describirla de alguna manera, habría dicho que tenía el aspecto de una mujer maltratada por los hombres.

Un jueves, uno de los alumnos llegó a clase temprano con un ejemplar del Hollywood Reporter, nos lo enseñó a los demás y todos observamos con asombro algo que, sin embargo, no nos tomó del todo por sorpresa.

—Santo cielo. Marilyn Monroe.

—¿Es ella? ¿Esa niñata insignificante?

—No es una niñata ni es insignificante. Mirad.

Miramos.

Algunos queríamos mantener nuestro descubrimiento en secreto, pero teníamos que enseñárselo al profesor, necesitábamos ver la expresión de su cara, y él contempló largamente la fotografía del Hollywood Reporter, con gafas y sin ellas. Porque allí había una lasciva foto de página entera de esta despampanante actriz de Hollywood que todavía no era una estrella pero lo sería pronto, exhibiendo un cuerpo que parecía a punto de desbordar el escotado vestido de lentejuelas y una cara tan maquillada que parecía un cuadro: MARILYN MONROE, MISS RUBIA MODELO 1951. También publicaban fotogramas de La jungla de asfalto y de Eva al desnudo.

—Esta actriz, esta Marilyn Monroe, ¿es Gladys? —preguntó el profesor con voz ronca.

Respondimos que sí, que estábamos seguros. Una vez establecida la conexión, no quedaba duda alguna.

—Pero yo he visto La jungla de asfalto. Recuerdo bien a esa chica y no se parece en absoluto a nuestra Gladys.

—Pues yo acabo de ver Eva al desnudo —dijo uno de los seminaristas— y ella sale en la película. Tiene un papel pequeño, pero la recuerdo. Quiero decir que recuerdo a la rubia que aparentemente es Gladys.

Rió. Todos reímos, emocionados y eufóricos. Muchos de nosotros habíamos vivido momentos que podían definirse como sorprendentes durante la guerra, cuando uno creía estar seguro de ciertas cosas que, de súbito y para siempre, se manifestaban de una manera distinta, cuando la vida misma no parecía tener mayor peso o significado que una telaraña, y este momento parecía uno de ellos debido a su carácter asombroso, a su cariz de irreversible revelación, aunque en este caso las circunstancias eran dichosas, felices, como si todos hubiéramos ganado la lotería y deseáramos celebrarlo. El seminarista, que disfrutaba con nuestro interés, añadió:

—No es fácil olvidar a alguien como Marilyn Monroe.

El jueves siguiente, una docena de alumnos llegamos al aula temprano con ejemplares de Screen World, Modern Screen, PhotoLife («La Starlet Más Prometedora de 1951») y otro número del Hollywood Reporter, donde aparecía una foto de «Marilyn Monroe en un estreno de cine, escoltada por el joven y atractivo actor Johnny Sands». Teníamos incluso números atrasados de Swank, Sir! y Peek. En la edición de Look del otoño anterior, publicaban un artículo sobre ella: «Miss Sensación Rubia: MARILYN MONROE». Mientras intercambiábamos revistas, ilusionados como niños, entró Gladys Pirig, vestida con gabardina color caqui y sombrero: una joven de aspecto anodino, a quien nadie habría mirado dos veces. En cuanto nos vio con las revistas, debió de percatarse de lo que sucedía. ¡Los ojos nos delataban! Teníamos toda la intención de guardar el secreto, pero su entrada fue como arrojar una cerilla encendida en un campo seco. Uno de los muchachos más atrevidos le dijo a bocajarro:

—Eh, tú no te llamas Gladys Pirig, ¿no? Eres Marilyn Monroe.

Fue lo bastante grosero para ponerle en la cara la portada de Swank en la que ella aparecía con un camisón transparente y zapatos de tacón rojos, el pelo alborotado y los brillantes labios carmesí fruncidos en un beso.

«Gladys» lo miró como si acabara de abofetearla.

—No…, no —se apresuró a decir—. No soy yo.

Su rostro reflejaba pavor. No era una actriz de Hollywood, sino una jovencita asustada. De no ser porque le bloqueábamos el paso —sin premeditación, sencillamente porque estábamos en su camino—, habría huido del aula. Además, estaban entrando otras personas. Alumnos de otras clases, intrigados por los rumores. Hasta el profesor Dietrich llegó cinco minutos antes de hora. Entretanto, el atrevido decía:

—Marilyn, creo que eres estupenda. ¿Me das tu autógrafo? —no bromeaba. Le alargaba el libro de poesía renacentista para que se lo firmara.

Otro alumno, uno de los veteranos, observó:

—Yo sí que creo que eres estupenda. No permitas que estos idiotas te pongan nerviosa.

Un tercero decidió imitar a la Angela de La jungla de asfalto:

—«Tío Leon, he ordenado que te sirvan arenques para el desayuno. Sé que te gustan.»

La joven soltó una risita chillona.

—Bueno, supongo que me habéis pillado.

Entonces llegó el profesor Dietrich, aparentemente cohibido pero también emocionado, con la cara encendida. Esa noche llevaba una chaqueta azul marino decente, con todos los botones, pantalones planchados y una corbata flamante.

—Mm, Gladys… Señorita Pirig —farfulló con torpeza—. Me han dicho…, creo… que tenemos una actriz en ciernes entre nosotros. ¡Enhorabuena, señorita Monroe!

La chica sonreía, o lo intentaba, y atinó a decir:

—Gra-gracias, profesor Dietrich.

Él le contó que había visto La jungla de asfalto, que la película le había parecido «insólitamente profunda para Hollywood» y la interpretación de ella, «excelente». La joven se cohibió visiblemente al oír estas palabras de boca del profesor. Al ver sus ojos brillantes y su gran sonrisa. «Gladys Pirig» no tenía intención de sentarse como de costumbre: era obvio que deseaba escapar de nosotros.

Como si la tierra temblara bajo sus pies. Como si hubiera tenido la vana ilusión de que no fuera así, aunque estábamos en el sur de California y ¿qué otra cosa podía esperar?

Retrocedía hacia la puerta mientras nosotros nos empujábamos mutuamente para acercarnos a ella, hablando en voz alta, disputándonos su atención entre todos, incluidas las maestras. Entonces el manual de poesía renacentista, un volumen grueso y pesado, resbaló de entre los dedos de la joven y cayó al suelo. Uno de los alumnos lo levantó y se lo tendió, pero sin soltarlo, como para impedir que ella se largara.

—De-dejadme en paz —dijo, casi suplicó, la chica—. No soy quien creéis.

¡La expresión de su cara! Una mezcla de dolor, súplica, miedo y resignación femenina que algunos volveríamos a ver en su preciosa cara, profundamente conmovidos, dos años después, en la escena culminante de Niágara, cuando la adúltera Rose está a punto de ser estrangulada por su desquiciado marido; entonces pensaríamos que habíamos sido los primeros en ver esa expresión en el rostro de Marilyn en un lluvioso jueves de noviembre de 1951, el día en que «Gladys Pirig» consiguió escabullirse del aula, abandonando su libro y dejándonos boquiabiertos mientras el profesor Dietrich gritaba:

—¡Señorita Monroe! ¡Por favor! No le crearemos más problemas. Se lo prometemos.

Pero no. Se había ido. Algunos la seguimos por las escaleras. Se alejó corriendo. Bajó por aquellas escaleras tan veloz como un niño, o un animal asustado, y no miró atrás.

—¡Marilyn! —gritamos—. ¡Vuelve, Marilyn!

Pero nunca volvió.

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