Blonde

Blonde


La mujer: 1949 - 1953 » La visión

Página 46 de 97

La visión

Norma Jeane lo recordaría siempre.

Habían salido a dar uno de sus paseos nocturnos en coche. Un paseo romántico en una noche de primavera en el sur de California. Iban en el Cadillac verde lima, con su ancha rejilla cromada y sus alerones estriados. Como la proa de un barco, la rejilla cromada y el guardabarros delantero navegaban sobre las olas de un oscuro mar salpicado de luces. Cass Chaplin, Eddy G. y su querida Norma. ¡Tan enamorados! El embarazo convirtió a Norma en una mujer aún más hermosa: su bonita piel resplandecía, sus ojos se veían brillantes, claros, lúcidos e inteligentes. El embarazo también había embellecido a los de por sí bellos hombres, haciéndolos más misteriosos, más reservados. Porque nadie conocería su secreto hasta que ellos decidieran hacerlo público. Hasta que Norma Jeane decidiera hacerlo público. Los tres parecían abstraídos, ausentes, como si pensaran en el inminente nacimiento. Reían con ganas, mirándose a los ojos. ¿Era verdad? Sí, era verdad. Verdad, verdad, verdad.

—No es una película —advertía Cass—, sino la vida real.

Eddy G. se había apuntado a Alcohólicos Anónimos y Cass estaba considerando la posibilidad de acompañarlo. ¡Dejar de beber era un paso importante! Pero si le quedaban las drogas… ¿O eso sería hacer trampa? Eddy G. decía sabiamente que éste era el mejor momento para dejar de beber, como había hecho su padre no una, sino muchas veces.

—No me hago más joven. Ni más sano.

El médico de Norma Jeane había calculado que estaba embarazada de cinco semanas, desde mediados de abril.

Le aseguró que su estado de salud era excelente. Sus únicas dolencias eran las que acompañaban las abundantes menstruaciones, pero ahora no tendría la regla durante una temporada. ¡Qué bendición!

—Eso sólo ya es una suerte. No es sorprendente que me sienta tan feliz.

Dormía bien sin tomar somníferos. Hacía ejercicio. Hacía media docena de comidas frugales al día, apurando con voracidad sobre todo cereales y fruta, y muy de vez en cuando tenía náuseas. No podía comer carnes rojas y le daban asco las grasas.

Los muchachos la llamaban «mamaíta» en lugar de «Pescadito» (al menos a la cara). ¡Estaban encantados con ella! La adoraban. Era el vértice femenino del indivisible triángulo. Había pasado miedo; sí, se le había cruzado por la cabeza la posibilidad de que sus amantes la abandonaran, pero no lo habían hecho y era evidente que no tenían intenciones de hacerlo. Porque hasta ahora no habían estado enamorados de las mujeres a las que habían dejado embarazadas, o que les habían hecho creer que las habían dejado embarazadas. Tampoco ninguna de las mujeres que habían mantenido relaciones íntimas con ellos se había negado a abortar. Norma Jeane era diferente; no se parecía a las otras.

Puede que también le tuviéramos miedo. Empezábamos a pensar que no la conocíamos.

Cass conducía, llevando el coche por calles casi desiertas bajo la luz de la luna. Norma Jeane, acurrucada entre sus apuestos amantes, nunca se había sentido tan contenta. Tan feliz. Cogió la mano de Cass y la de Eddy G. y apretó las palmas húmedas sobre su vientre, donde crecía el bebé.

—Pronto sentiremos los latidos de su corazón. ¡Ya veréis!

Iban hacia el norte por La Ciénaga y habían dejado atrás Olympic Boulevard y Wilshire. Al llegar a Beverly, Norma Jeane pensó que Cass torcería hacia el este para llevarlos a casa, pero continuó hacia el norte, rumbo a Sunset Boulevard. Por la radio del coche sonaba música romántica de los años cuarenta: I Can Dream, Can’t I?, I’ll Be Loving You Always. Hicieron una pausa de cinco minutos para las noticias, la principal de las cuales era que habían encontrado otra chica violada y asesinada, una «aspirante a modelo» desaparecida en Venice unos días antes que por fin había aparecido, desnuda y envuelta en una lona, cerca del muelle de Santa Mónica. Norma Jeane se quedó paralizada. Eddy G. cambió de emisora. No era una noticia nueva, ya la habían pasado el día anterior. Norma Jeane no reconoció el nombre de la chica; no lo había oído antes. Eddy G. sintonizó otra emisora de música pop y escucharon a Perry Como cantando The Object of My Affection. Silbó al son de la música, acurrucándose contra el cuerpo de Norma Jeane, que ahora parecía más cálido y reconfortante.

Era extraño: Norma Jeane nunca habló con Cass y Eddy G. de su visita a HENRI’S TOYS, a pesar de que los Dióscuros habían prometido que entre ellos no habría secretos.

—¿Adónde nos llevas, Cass? Quiero ir a casa. El bebé tiene sueño.

—Quiero que el bebé vea una cosa. Espera.

Él y Eddy G. parecían intuir que Norma Jeane empezaba a inquietarse. Y que tenía sueño. Como si el bebé estuviera absorbiéndola, conduciéndola a su silencioso espacio oscuro que precedía al tiempo. Antes de que el universo comenzara, yo existía. Y tú conmigo.

Estaban en Sunset y giraban hacia el este. Norma Jeane detestaba ese barrio desde hacía años, pues había pasado por allí en tranvía rumbo a sus clases o audiciones en La Productora, hasta la fatídica mañana en la que le rescindieron el contrato. En Sunset Boulevard siempre había tráfico. Un continuo río de coches, como naves surcando la laguna Estigia. Y ahora, por encima de sus cabezas, comenzaba una sucesión de vallas publicitarias iluminadas. ¡Películas! ¡Las caras de las estrellas! Y la valla publicitaria más alta y espectacular de todas era la de Niágara, con su superficie de casi diez metros de ancho ocupada por la protagonista femenina, la rubia platino de cuerpo voluptuoso, hermosa y provocativa cara, sugerentes y brillantes labios rojos, una imagen tan fascinante que en Los Ángeles circulaba el chiste de que demoraba el tráfico, cuando no hacía que se colapsara por completo.

Naturalmente, Norma Jeane había visto carteles de Niágara. Pero se resistía a mirar aquella infame valla.

Eddy G. dijo con entusiasmo:

—¡Norma! Puedes mirar o no, pero…

—Ahí está —interrumpió Cass—: Marilyn.

Ir a la siguiente página

Report Page