Blonde

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Marilyn: 1953 - 1958 » Los Cipreses

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Los Cipreses

Era la sexta semana de vida del bebé. También era la semana del cumpleaños de Norma Jeane.

¡Veintisiete años! Según dicen, soy casi demasiado vieja para tener el primer hijo!

Fue un momento de súbitas revelaciones.

—¡Eeeh! ¿Sabéis una cosa? Tengo una idea.

Los Dióscuros, el hermoso trío, iban de camino a una casa en alquiler, Los Cipreses, en Hollywood Hills, encima de Laurel Canyon Drive. Era la sexta o la séptima casa que les enseñaban desde el comienzo de su «búsqueda épica» (así la llamaba Cass, el maestro de las palabras). Iban a la caza del entorno perfecto para el embarazo de Norma Jeane y para los primeros meses de vida del niño.

—Somos producto de nuestra época y nuestro ambiente —dijo Cass—. No estamos hechos solamente de espíritu. Somos hijos de la tierra donde hemos nacido y de los metales preciosos de las estrellas lejanas. Debemos elevarnos por encima de la contaminada ciudad de Los Ángeles igual que por encima de la historia…, eh, ¿me escucháis?

¡Sí, sí! Norma Jeane lo miraba con embeleso, enamorada, y siempre lo escuchaba. Eddy G. se encogió de hombros e hizo un gesto de asentimiento: claro.

—El mundo se renueva con cada nacimiento, y cuando des a luz, nosotros nos aseguraremos de que lo haga. El futuro de la civilización podría depender de un único nacimiento. El Mesías. Uno diría que hay pocas probabilidades de que nazca el Mesías, pero ¿qué más da? Arrojad los dados.

¿Quiénes eran Norma Jeane y Eddy G. para dudar de Cass Chaplin cuando él hablaba con semejante elocuencia, con tanta pasión?

Norma Jeane era la Pobre Doncella, amada por dos ardientes príncipes. Uno le daba libros que «significaban mucho para él»; el otro le regalaba flores solitarias con pinta de haber sido robadas en un súbito instante de inspiración, flores con el tallo demasiado corto, hojas salpicadas de manchas negras y hermosos y delicados pétalos que acababan de dejar atrás su esplendor.

—Te adoramos, bellísima Norma.

Era tan feliz. Puesto que nunca me había sentido tan sana, comprendí que el culto a Dios no es más que el espíritu de la salud divina (o el poder de la curación divina).

El demonio no existe. El demonio es una enfermedad de la mente.

Ese día, Eddy G. los llevaba hacia Hollywood Hills, donde se elevarían por encima de la contaminada ciudad maldita. El cielo era de un bello color celeste. Una cálida brisa seca removía el aire. La grava crujía bajo las ruedas del Cadillac verde lima, conducido con destreza y un aire de mal contenida temeridad por Eddy G., que en las películas siempre interpretaba a un joven agraciado y desenvuelto que moría, casi invariablemente, de manera violenta. Norma Jeane estaba sentada entre él y Cass Chaplin. (¡Pobre Cass! «Esta mañana no soy el de siempre, pero tampoco sé quién coño soy.») Norma Jeane, en la flor de su juventud, sonreía entre sus amantes Dióscuros, con la palma de la mano derecha apoyada con mimo sobre su barriga. Su mano caliente y húmeda; su vientre que empezaba a redondearse.

La sexta semana de vida del bebé. ¿Era posible?

En esta apacible mañana en el sur de California, los Dióscuros, el hermoso trío, subían por Laurel Canyon Drive para encontrarse con la agente inmobiliaria que había hecho suya la búsqueda épica de sus clientes y esperaba cerrar un trato con ellos muy pronto. A sus espaldas, la llamaban Theda Bara, pues se acicalaba al estilo de las divas memas de épocas pasadas; inspiraba compasión (que era lo que sentía Norma Jeane), pero también deseos de reírse en su cara (que era lo que hacían Cass y Eddy G.). De repente, con tanta espontaneidad que cualquiera habría dicho que la idea acababa de ocurrírsele, Eddy G. golpeó el volante y exclamó:

—¡Eeeh! ¿Sabéis una cosa? Tengo una idea.

Norma Jeane preguntó qué idea y Cass masculló algo ininteligible (oh, Dios, las tripas de Cass se revolvían con tanta furia que ella casi podía percibir sus movimientos; se sentía un tanto culpable porque él había dicho que sufría «náuseas por simpatía», un sentimiento exacerbado por el hecho de que Norma Jeane prácticamente no tenía náuseas).

—Es como una revelación ¿sabéis? —prosiguió Eddy G. con vehemencia—. Antes de que Norma tenga el bebé, deberíamos redactar nuestro testamento y hacernos un seguro de vida para asegurarnos de que si le ocurriera algo a alguno de los tres, los otros dos y el bebé cobrarían —Eddy G. hizo una pausa. Irradiaba entusiasmo juvenil y repentina determinación—. Yo conozco un abogado, un hombre de fiar. ¿Qué os parece? ¿Me escucháis? De esa manera, el niño estará protegido.

Hubo un silencio. Norma Jeane estaba sumida en sus fantasías, evocando los sueños de la noche anterior. ¡Unos sueños extraños, vívidos, alucinantes! Una sucesión de sueños sobre el embarazo que había descrito a Cass diciendo que nunca había tenido otros semejantes, ¡no, jamás! Su insomnio había desaparecido como si nunca la hubiera atormentado. Ya no sentía la tentación de coger píldoras de las reservas que tenían en casa. Rara vez deseaba beber. Se dormía en cuanto apoyaba la cabeza en la almohada, aunque los hermosos jóvenes la acariciaran, besaran, chuparan o manosearan, riendo y peleándose como críos, tendidos a ambos lados o encima de su comatoso cuerpo femenino. La llamaban la Bella Durmiente. Juraban que sus pechos se estaban llenando de crema. ¡Mmmmm! Pero el río de la noche la arrastraba inocentemente lejos de allí y la alimentaba.

¡Madre, nunca he estado tan sana! ¿Por qué no me contaste que estar embarazada era tan maravilloso?

Cass carraspeó y dijo con un titubeo, como un actor mal preparado para la escena que le toca interpretar:

—Es una idea estupenda, Eddy. ¡Sí! A veces me preocupa el futuro del niño. Con la falla de San Andrés… —se volvió hacia Norma Jeane y preguntó con delicadeza—: ¿Tú qué opinas, mamaíta?

Otro silencio. Norma Jeane no parecía reaccionar ante este diálogo de acuerdo con los deseos de los Dióscuros. Más tarde, ella recordaría que este episodio se le había antojado extraño: igual que en una escena de película en la que sabes que el coprotagonista espera que te comportes de determinada manera, que des pie a su siguiente parlamento, pero tú te retraes porque un mecanismo instintivo en tu alma de actriz te obliga a resistirte, a no dejarte llevar.

—¿Norma? ¿Qué te parece la idea?

Eddy G. pisó el acelerador a fondo. Volaban sobre el estrecho camino del cañón. Se ha enfadado, pensó Norma Jeane. Eddy G. giró el botón de la radio del coche buscando una emisora, un hábito peligroso mientras conducía. The Song from Moulin Rouge resonó a todo volumen.

Laurel Canyon Drive era una calle larga y llena de curvas. Norma Jeane no quería rememorar el lejano incidente con la policía de Los Ángeles ni la imagen de Gladys en bata.

En aquel entonces no era más que una niña. ¡Pero miradme ahora!

Cass puso una mano sobre la mano de Norma Jeane, que estaba apoyada en su vientre. Sobre el bebé. Cuando estaba de humor, Cass era el más cariñoso de los dos hombres; era un maestro del romanticismo, no al estilo cómico de Chaplin Sr., sino al estilo solemne de Valentino, irresistible para cualquier mujer. Eddy G., por su parte, desde el comienzo del embarazo bromeaba a menudo con Norma Jeane, provocándola con nerviosismo, pero se resistía a tocarla.

—Lo importante, cariño, es que el niño esté protegido de las vicisitudes del destino. ¿Y si hubiera otra Depresión? Es posible. Nadie estaba preparado para la primera. ¿Y si el cine se fuera a pique? No sería extraño. Pronto todo el mundo tendrá un televisor en casa. Freud dice que «quien comparte una falsa ilusión es incapaz de reconocerla como tal». En el sur de California, el propio aire que respiramos es una ilusión. Por lo tanto, creo que deberíamos tomar precauciones económicas para garantizar un buen futuro al niño.

Norma se removió en su asiento, incómoda. Era su turno de hablar. Estaba en una clase de interpretación y la obligaban a improvisar en un diálogo que los demás conocían de antemano. Era uno de esos ejercicios en los que te hacían salir del aula y luego te llamaban para que interpretaras una escena con dos o más actores que ya habían memorizado el texto.

Cass pegó su mejilla a la de ella. Su aliento era una mezcla de halitosis matutina y un tufillo dulzón a glicinas podridas.

—No va a pasarnos nada, mamaíta. Somos nuestras propias estrellas de la suerte.

¡Ahora lo recordaba! En uno de sus sueños, ella intentaba dar de mamar a su hijo, pero los labios del pequeño eran incapaces de chupar. ¿Los recién nacidos chupan de manera automática? Debía de ser un instinto, una habilidad innata como la de los pájaros para hacer un nido o la de las abejas para construir un panal. Pero qué curioso que en su sueño el niño no tuviera cara (¡todavía!); sólo un halo de luz trémula.

—Vaya —dijo Norma Jeane—. ¿Alguna vez se os ha ocurrido pensar si es posible que lo que la gente llama «Dios» sea simplemente instinto? ¿Cómo sabes qué hacer en una circunstancia nueva sin saber que ya lo sabes? ¿No dicen que cuando arrojan a un animal al agua éste descubre que ya sabe nadar? ¿Y no pasa lo mismo con los recién nacidos?

Los hombres Dióscuros fijaron la vista en la carretera.

Theda Bara los estaba esperando junto a la cancela abierta de Los Cipreses, con una sonrisa forzada en sus carnosos labios pintados de rojo oscuro y agitando la mano con el desenfado de una bailarina de los años veinte. Su actitud provocativa era un resabio de épocas pasadas: tenía una edad indeterminada entre los treinta y cinco y los cuarenta y cinco años; tal vez incluso más. Su piel color terracota se veía tensa y brillante alrededor de los ojos. A Norma Jeane le inspiraba pena e impaciencia. Madura. ¡Date por vencida!

Eddy G. gritó con aparente sinceridad:

—¡Lo siento! ¿Llegamos tarde?

Era un muchachote apuesto, aunque no se hubiera afeitado en varios días, llevara los pantalones arrugados y oliera a lo que en los anuncios de desodorante llamaban «transpiración»; una le perdonaba prácticamente cualquier cosa. Allí estaba también Cass Chaplin, con su cara de niño enfurruñado y la alborotada melena del Pequeño Vagabundo que todas las mujeres suspiraban por acariciar. Y la tímida y trastornada rubia, a quien la agente inmobiliaria había reconocido como Marilyn Monroe, la actriz que hacía furor en Hollywood, pero cuya intimidad estaba dispuesta a respetar. ¡El célebre trío! Llegaban tarde, desde luego, con más de una hora de retraso, aunque eso era lo normal en los Dióscuros. Lo milagroso hubiera sido que fueran puntuales.

Theda Bara, con los ojos exageradamente maquillados, un traje de zapa de color teja y altos zapatos de piel de cocodrilo, estrechó con energía la mano de sus clientes. No vaciló un instante en tranquilizar a estos jóvenes de Hollywood.

—No llegan tarde, no se preocupen. Me encanta estar en las colinas. En estos momentos, Los Cipreses es mi casa favorita exclusivamente por la vista que tiene. En un día despejado, es impresionante. Si no fuera por esta bruma, niebla o lo que quiera que sea, alcanzaríamos a ver Santa Mónica y el mar —hizo una pausa, esforzándose aún más por sonreír—. Espero que no se apresuren en sacar conclusiones. Es una propiedad incomparable.

Cass silbó.

—Ya lo veo, señora.

—Yo también lo veo, señora, y eso que estoy completamente ciego —dijo Eddy G. Pretendía hacer un chiste, porque él nunca estaba ciego de alcohol a esas horas de la mañana.

La joven rubia que previamente se había presentado a la agente inmobiliaria como «Norma Jeane Baker» ahora contemplaba la mansión de estilo normando a través de sus gafas de sol, embelesada y seria como una niña. Aunque no parecía llevar mucho maquillaje, su piel se veía luminosa. Su cabello rubio platino estaba prácticamente oculto bajo un turbante rojo como el que solía usar Betty Grable en los años cuarenta. Una amplia camisola de seda blanca cubría sus pechos. Llevaba un pantalón de la misma tela, arrugado en la entrepierna, y sandalias de rafia.

—Oh, es preciosa —dijo con voz suave y titubeante—. Parece la casa de un cuento de hadas, pero ¿de cuál?

Theda Bara sonrió con nerviosismo. Finalmente decidió que se trataba de una pregunta retórica.

Les dijo que comenzaría enseñándoles el jardín.

—Para que se orienten.

Los condujo a paso vivo por senderos de adoquines, galerías de piedra y junto a una piscina con forma de riñón sobre cuyas azules aguas flotaban hojas de palmera secas, cadáveres de insectos y varios pájaros pequeños.

—La limpian todos los lunes por la mañana —dijo con tono culpable—. Estoy segura de que esta semana también la han limpiado.

A Norma Jeane le pareció ver sombras fugaces en el fondo de la piscina, como nadadores fantasma, y se resistió a mirar mejor. Eddy G. subió al trampolín y flexionó las rodillas como si estuviera a punto de saltar.

—No lo animéis, por favor —dijo Cass a las mujeres—. Ni siquiera lo miréis. No quiero ahogarme tratando de rescatarlo.

—Vete a la mierda, judío —replicó Eddy G. Aunque reía, daba la impresión de estar enfadado de verdad.

Theda Bara se apresuró a reanudar la excursión.

—Eres un grosero —murmuró Norma Jeane a Eddy G.—. ¿Y si ella fuera judía?

—Ella sabe que bromeo, aunque tú no lo creas.

En zonas tan altas como ésta soplaba una brisa constante. Norma Jeane no quería ni pensar cómo sería vivir allí en la temporada de los vientos de Santa Ana. Tal vez no fuera el sitio idóneo para una madre embarazada o para un niño pequeño. No obstante, Cass y Eddy G., que habían vivido en lujosas mansiones en su infancia, querían una casa en las colinas, una residencia «exótica» y «original». La cuestión económica no parecía preocuparlos, pero ¿de dónde saldría el dinero para el alquiler? Y en una casa como ésa, necesitarían criados. Norma Jeane no recibiría bonificaciones adicionales por Niágara, aunque fuera un éxito de taquilla; era una actriz contratada y ya le habían pagado. ¡Cass y Eddy G. lo sabían! Ahora que estaba embarazada, no podría trabajar en otra película durante un año o más. (Hasta era posible que su carrera hubiera terminado.) Pero cuando había preguntado a cuánto ascendía el alquiler de Los Cipreses, los muchachos le habían dicho que era un precio razonable y que no se preocupara.

—Entre los tres podremos pagarlo.

Norma Jeane examinó otra grieta en zigzag, esta vez en una pared estucada y decorada con vistosos mosaicos mexicanos. La grieta estaba llena de diminutas hormigas negras.

La casa se llamaba Los Cipreses porque estaba rodeada por cipreses italianos, en lugar de por las típicas palmeras. Algunos de estos árboles conservaban su elegante forma escultural, pero la mayoría se había atrofiado debido a los fuertes vientos y estaban desfigurados, como seres monstruosos. Casi era posible ver cómo se retorcían. Eran enanos, elfos, duendes perversos. Pero Rumpelstiltskin no era malo; había sido el único amigo de Norma Jeane. La había amado sin juzgarla. ¡Si se hubiese casado con él! ¡Si no hubiera muerto! Ahora estaría esperando un hijo de I. E. Shinn, tendría una hermosa casa propia y todos la respetarían, incluidos los jefes de La Productora. (Pero, a pesar de sus promesas de amor, Isaac la había traicionado. No le había dejado nada en su testamento. ¡Ni un céntimo! La había obligado a firmar un contrato que la comprometía a filmar siete películas con La Productora en condiciones prácticamente de esclavitud.)

Theda Bara los invitó a pasar al elegante vestíbulo de la casa. Parecía un museo: suelos de mármol, arañas de bronce y cristal, papel pintado de seda, paneles de espejo y una amplia escalera. El salón estaba en un nivel más bajo y era tan grande que Norma Jeane tuvo que entrecerrar los ojos para ver las paredes del fondo. Aquí, los muebles estaban tapados con sábanas blancas y el suelo era de taracea. Sobre la gigantesca chimenea de piedra había un par de espadas cruzadas y a su lado, una armadura aparentemente medieval.

Cass volvió a silbar.

—D. W. Griffith. Esto parece una de sus extrañas superproducciones.

Espejos ovales con marcos de filigrana dorada reflejaban espejos ovales con marcos de filigrana dorada en un juego de repeticiones infinitas que sobrecogió a Norma Jeane.

¡Aquí te aguarda la locura! No entres.

Pero era demasiado tarde; no podía echarse atrás. Cass y Eddy G. se enfadarían con ella.

El actual propietario de la casa era el Banco del Sur de California. Hacía varios años que en Los Cipreses no vivía nadie, salvo inquilinos que estaban de paso. La propietaria anterior había sido una belleza de los años treinta, una actriz secundaria que había sobrevivido varias décadas al acaudalado productor con quien estaba casada. Esa mujer, una leyenda local, no tuvo hijos propios pero adoptó a varios huérfanos, algunos de origen mexicano. Un par de esos niños murió por «causas naturales» y otros desaparecieron o se fugaron. La actriz había llevado a vivir a la casa a un número variable de «parientes» y «ayudantes», que le robaron y la maltrataron. Corrían rumores morbosos sobre la afición de la mujer a la bebida y las drogas y sus intentonas de suicidio. Sin embargo, había donado grandes sumas de dinero a instituciones benéficas locales, incluida la de las Hermanas de la Eterna Caridad, una orden católica extremista que hacía continuos ayunos y vivía entregada a la oración y el silencio. Norma Jeane se había negado a escuchar los rumores más escandalosos, pues sabía que esas historias eran engañosas.

—Aunque se base en una verdad, lo que la gente dice siempre acaba convirtiéndose en una mentira.

Su corazón se aceleraba cuando pensaba en lo injusto que era todo, en las crueldades que circulaban sobre la mujer que había terminado sus días sola en esa casa y a quien una criada había encontrado muerta. El dictamen del forense fue «muerte accidental» causada por desnutrición, alcoholismo e ingestión de barbitúricos.

—¡No es justo! —murmuró Norma Jeane—. ¡Esos buitres!

Theda Bara, encaramada sobre sus altos tacones, conversaba y reía con los hombres, tratando de convencerse de que alquilarían Los Cipreses.

—Es una casa de ensueño, ¿verdad, querida? —dijo a Norma Jeane—. Tan original e ingeniosa. Sus amigos me han dicho que los tres quieren aislarse del mundo. En tal caso, le aseguro que éste es el lugar ideal.

El paseo por la planta baja se estaba prolongando demasiado. Norma Jeane empezaba a cansarse. ¡Esa casa! ¡Delirios de grandeza! Ocho dormitorios, diez cuartos de baño, varios salones, un inmenso comedor con arañas de cristal que temblaban y vibraban como si el techo se hundiera y una estancia para desayunar lo bastante grande para doce comensales. No hacían más que bajar y subir pequeños tramos de escaleras. En un nivel más bajo, con vistas a la piscina, había una sala con una barra de bar, taburetes tapizados en piel, una pista de baile y una máquina de discos. Norma Jeane fue directamente a la máquina, que además de estar desenchufada y sin luz, no tenía discos.

—¡Maldita sea! No hay nada más triste que una máquina de discos sin discos.

Se volvió con cara enfurruñada. Le habría gustado poner música y bailar. ¡El jitterbug! Hacía años que no bailaba el jitterbug. Ni el hula-hula, una danza que le encantaba y en la que había destacado a los catorce años. Ahora tenía veintisiete, estaba embarazada y le convenía hacer ejercicio, ¿por qué no bailar, entonces? Si Marilyn trabajaba en Los caballeros las prefieren rubias —cosa que no haría—, tendría que bailar como una corista, vestida con trajes caros y espectaculares. Participaría en números musicales con coreografías complejas al estilo de las de Ginger Rogers y Fred Astaire, espectáculos artificiosos y elegantes que no se parecerían en nada a los bailes que le gustaban de verdad.

—Lo primero que haremos será enchufar la máquina de discos, Norma —prometió Eddy G.

¿Ya se habían decidido? ¿Sin su consentimiento?

Theda Bara continuó con el paseo, riendo y hablando con los hombres con coquetería. Ellos, vestidos con ropa elegante pero arrugada y sucia, parecían exactamente lo que eran: hijos de la realeza de Hollywood repudiados. Norma Jeane se rezagó, mordiéndose el labio inferior. ¡Oh, desconfiaba de sus amantes! ¡Y el bebé también!

El actor es intuición.

Sin la intuición, el actor no existe.

Norma Jeane trató de recordar un sueño vívido e inquietante que había tenido esa misma mañana poco antes de despertar. Ella ponía al pequeño junto a sus pechos hinchados y doloridos para darle de mamar, pero entonces aparecía alguien que intentaba arrebatarle al niño… ¡No! ¡No!, había gritado ella, pero las manos seguían tirando del bebé y ella sólo había podido defenderse obligándose a despertar.

—Norma Jeane —dijo la agente inmobiliaria con cortesía—, ¿le pasa algo? Se me ocurrió traerla aquí…

Norma Jeane hacía todo lo posible por eludir los malditos espejos. En todas las estancias de la casa había espejos: ovales, rectangulares, altos y verticales, paneles de espejo. Uno de los cuartos de baño de la planta baja tenía paredes de espejo del suelo al techo entre bordes de zinc. Dondequiera que entraras, te encontrabas invariablemente con tu reflejo entrando en la habitación y con tu cara aproximándose como un globo, los ojos buscando a los ojos. ¡Mira en qué se ha convertido la chica del espejo de Mayer’s! Con el turbante rojo y las gafas de sol, Norma Jeane se parecía a la figurante de busto generoso y preciosas piernas a la que Bob Hope miraba con lascivia en Camino de Río. Norma Jeane pensó que la única razón de ser de su Amiga Mágica era su carácter furtivo. Si una vivía continuamente con ella, perdía todo su encanto.

Cass debió de leer sus pensamientos, porque le dijo que quitarían todos los espejos si le molestaban.

—Los Dióscuros podemos vivir sin espejos, pues nos vemos reflejados los unos en los otros, ¿no?

—No lo sé, Cass. Quiero volver a casa.

Lo quería, pero no confiaba en él. No se fiaba de ninguno de los hombres a los que amaba. Uno de ellos era el padre de su hijo, ¿o era posible que lo fueran ambos? No era la primera vez que sacaban a colación el tema de los seguros y ahora también hablaban de testamentos. ¿Acaso esperaban que ella muriera en el parto? ¿Deseaban que muriera? (Pero no; la querían. Norma Jeane estaba segura.) Si al menos hubiera podido consultar al señor Shinn… ¿Y si le pedía consejo al Ex Deportista que quería «salir» con ella?

La noche anterior Norma Jeane le había hablado a Cass del famoso jugador de béisbol que quería conocerla y él se había entusiasmado más que ella, diciendo que el Ex Deportista era un héroe para muchos estadounidenses, un ídolo tanto o más importante que cualquier estrella de cine, y que ella debía aceptar su invitación.

Norma Jeane protestó, dijo que ella no sabía nada de béisbol, que el tema no le interesaba en absoluto y que además estaba embarazada.

—Quiere «salir» conmigo. Los dos sabemos lo que significa eso.

—Siempre puedes hacerte la estrecha, la inaccesible. Un estupendo papel para Marilyn.

—Es famoso. Debe de ser rico.

—Marilyn también es famosa y no es rica.

—Ya, pero yo no soy tan famosa. Él tuvo una larga trayectoria antes de retirarse. Todo el mundo lo quiere.

—En tal caso, ¿por qué no ibas a quererlo tú?

Norma Jeane había mirado a Cass con ansiedad, buscando indicios de celos, pero él no parecía estar celoso. Sin embargo, a diferencia de Eddy G., Cass era un hombre impenetrable.

Norma Jeane no le dijo que ya había declinado la invitación del Ex Deportista. No personalmente, pues él se había comunicado con ella a través de una tercera persona que llamó a su agente. ¡Qué descaro! Como si Marilyn Monroe fuera una mercancía. La veías en los carteles publicitarios y hacías una llamada y una oferta. ¿Cuál era el precio de Marilyn?

En la planta alta de Los Cipreses, en el ala más antigua de la casa, las arañas de bronce y cristal eran más aparatosas. Por las ventanas se colaba una luz enfermiza y siniestra que no parecía proceder del sol. Olía a tuberías atascadas, insecticida y perfume rancio. Y el viento incesante… A Norma Jeane le pareció oír voces, amortiguadas risas infantiles. Debía de ser el viento, que hacía vibrar los cristales de las ventanas y las lámparas. Notó que Cass miraba alrededor con gesto ceñudo, como si él también hubiera oído las voces. Esa mañana tenía resaca, había vomitado, y cuando Norma Jeane lo miró de refilón, vio una alarmante expresión ausente en su cara. Mientras Theda Bara explicaba el complicado mecanismo de los intercomunicadores de la casa, Cass se frotaba los ojos y movía la boca como si tuviera dificultades para tragar algo. Norma Jeane le rodeó la cintura con un brazo, pero él se apartó, turbado.

—Quita. No soy tu hijo.

¿Por qué hemos venido a este horrible lugar? No es la fantasía que buscábamos.

Theda Bara tardó un buen rato en describir el complejo sistema de seguridad con alarma antirrobo y luces exteriores. Al parecer, la instalación había costado un millón de dólares. Según dijo, la propietaria anterior tenía un «miedo exagerado» a que alguien entrara en la casa y la asesinara.

—Igual que mi madre —dijo Eddy G. con aire taciturno—. Es el primer síntoma, pero no el último.

Norma Jeane trató de poner una nota de humor.

—Yo siempre me digo: ¿por qué iban a querer matarme? No soy tan importante, ¿no?

—Por aquí hay mucha gente lo bastante importante para morir asesinada —repuso Theda Bara con una sonrisa fría—. Y mucha más que simplemente es rica.

Norma Jeane no entendió el comentario, pero lo tomó como una señal de rechazo. Sonriendo para sí, se preguntó qué pensaría el célebre Ex Deportista si supiera que ella estaba embarazada. ¿Y si se enterara de que estaba enamorada de dos atractivos jóvenes a la vez?

Quizá sea cierto que soy una puta. ¡Hay pruebas de sobra!

Entonces empezaron a ocurrir cosas extrañas. Eddy G. interrogaba a la agente inmobiliaria, pero Norma Jeane prestaba poca atención y Cass, con la piel cenicienta y gesto irritable, parecía a punto de desmayarse. Seguía moviendo los labios como si intentara tragar algo. El aire estaba tan seco, que era fácil creer que tenías la boca llena de arena. Norma Jeane habría deseado estrechar a Cass entre sus brazos, besarlo y consolarlo. De repente detectó de refilón un movimiento rápido y fugaz. Una sombra que huía. ¿En uno de los espejos? Ni Theda Bara ni Eddy G. repararon en ello, pero Cass se giró hacia allí con una expresión de horror. Sin embargo, no parecía haber nada. Cuando Theda Bara les enseñó otro dormitorio, Norma Jeane creyó ver algo que se movía detrás de una cortina de brocado.

—¡Ay! ¡Mirad! —exclamó sin pensar.

—No es… nada. Estoy segura —respondió Theda Bara sin demasiada convicción.

La agente inmobiliaria echó a andar valientemente hacia allí, pero Cass la cogió por el brazo y dijo:

—No. Maldita sea. Cierra la puerta.

Salieron y cerraron la puerta tras ellos.

Norma Jeane y Eddy G. intercambiaron una mirada de preocupación. ¿Qué le ocurría a Cass? Y justo a él, que solía ser el más sensato de los tres.

Norma Jeane seguía oyendo amortiguadas voces de soprano, llantos y risas de niños, pero era el viento, naturalmente, el viento y su febril imaginación. Cuando Theda Bara los hizo pasar al cuarto de juegos, Norma Jeane comprobó con alivio que estaba vacío y que allí reinaba un silencio casi absoluto, roto sólo por el rumor del viento. ¿Por qué soy tan tonta? Seguro que nadie ha matado a un niño aquí.

—¡Qué habitación tan bonita! —se sintió obligada a decir.

Pero la habitación no era bonita, sino simplemente espaciosa. Larga y ancha. La pared exterior estaba ocupada casi por completo por unos ventanales de cristal esmerilado que daban a un espacio desierto, como si tuvieran vistas a la eternidad. Las demás paredes estaban pintadas de color rosa subido y decoradas con personajes de historieta del tamaño de adultos. Había a un tiempo muñecos anticuados, del estilo de los que ilustraban los libros de rimas ingleses, y personajes de dibujos animados estadounidenses: Mickey Mouse, el Pato Donald, Bugs Bunny, Goofy. Con inexpresivos ojos blancos, alegres sonrisas humanas y manos enguantadas en lugar de patas. Pero ¿por qué eran tan grandes? Norma Jeane se puso delante de Goofy, cara a cara, pero se apartó enseguida, asustada. Intentó bromear al respecto:

—Este tipo no se deja impresionar por una chica guapa.

En las fiestas, cuando Cass estaba «cargado» —según lo describían sus compañeros de copas y drogas—, a menudo se ponía a disertar sobre filosofía tomista, las fallas geológicas en el condado de Los Ángeles o el «secreto espíritu inquisidor» de Estados Unidos, que, en su opinión, no había sido importado al Nuevo Mundo desde el Viejo, sino que aguardaba ya en los desiertos a los puritanos que se habían instalado allí. Ahora, de súbito, como un sonámbulo que despierta de un trance, Cass empezó a hablar sobre los animales en los libros y las películas infantiles.

—¡Dios! Sería aterrador que los animales pudieran hablar, que fueran iguales que nosotros. Sin embargo, en el mundo de los niños siempre lo hacen. ¿Por qué?

Norma Jeane lo sorprendió diciendo:

—¡Porque los animales son humanos! No pueden hablar como las personas, pero se comunican con ellas. Claro que sí. Tienen emociones parecidas a las nuestras: dolor, esperanza, miedo, amor. Cuando una hembra es madre…

—En los dibujos animados no, cariño —interrumpió Eddy G.—. Nunca tienen crías.

—Nuestra Norma ama a los animales —terció Cass con sorprendente hostilidad— sólo porque ella no conoce a ninguno. Ella cree que corresponderían su amor sin reservas.

—¡Eh, no hables de mí como si no estuviera presente! —replicó ella, ofendida—. Y no me menosprecies.

Los hombres rieron. Puede que estuvieran orgullosos de ella, de que reaccionara con agresividad, quitándose incluso las gafas como Bette Davis o Joan Crawford en un melodrama, para enfrentarse a los traidores.

—«No me menosprecies», dice Norma.

—Hasta nuestro Pescadito tiene su orgullo.

—Nuestro Pescadito tiene más orgullo que nadie.

Theda Bara paseó la mirada entre uno y otro, con sus hinchados labios abiertos en un gesto de estupefacción. ¿Qué pasaba allí? ¿Quiénes eran esos jóvenes insolentes?

Comentarios deliberados como una puñalada en el corazón. Como una puñalada en el vientre.

Ella. Norma Jeane era ella. Jamás sería otra cosa. El tercer punto de la constelación de Géminis. El distante vértice del eterno triángulo, un vértice al que Cass llamaba Muerte. Norma Jeane no tuvo más remedio que aceptar que nunca significaría otra cosa para esos hombres: por mucho que los quisiera y se sacrificara por ellos, aunque los demás la admiraran y la consideraran una actriz de talento, siempre sería ella. Su Pescadito. Su Pescado.

Las risas masculinas cesaron, y salvo por el zumbido del viento, reinó el silencio.

Cuando se disponían a marcharse de la fea habitación rosa, mientras Theda Bara se aclaraba la garganta para decir algunas palabras optimistas, oyeron un siseo. Cerca de sus pies, parcialmente oculta por un parque infantil, percibieron una sombra escurridiza.

—¡Una serpiente de cascabel! —gritó la agente inmobiliaria.

Presa del pánico, Eddy G. se subió a una mesa con tablero de plástico situada en medio de una isla de falso césped verde y palmeras en miniatura. Cogió a Norma Jeane por el brazo y la levantó para que se pusiera a su lado. Después ayudó a subir a Theda Bara y al pobre y tembloroso Cass, que se había puesto pálido como un papel. Cuatro adultos jadeando, asustados.

—¡La serpiente! Es la misma —dijo Cass con su angustiada cara de niño empapada en sudor y las pupilas dilatadas—. Es culpa mía. Yo soy el único responsable. No debí traeros aquí.

Ante las incoherencias de Cass, Norma Jeane procuró adoptar una actitud práctica y dijo:

—¿Las serpientes de cascabel atacan a los seres humanos? Deberían estar más asustadas que nosotros.

Theda Bara murmuraba «ay, ay, ay», como si estuviera a punto de desmayarse, y Eddy G. tuvo que sujetarla.

—Tranquila, mujer. Todo irá bien. Ni siquiera veo a la muy puta. ¿Alguien la ve?

—Yo no he visto ninguna serpiente —respondió Norma Jeane—. Pero me parece que la he oído.

—Es culpa mía —dijo Cass, que estaba a gatas, temblando—. Desde que empecé a ver estas cosas en baños y lavabos, no puedo parar. Están aquí por mi culpa.

Al parecer era cierto, porque en el cuarto de juegos no había ninguna serpiente. Eddy G. trató de tranquilizar a Theda Bara, que estaba tan asustada que quería marcharse de inmediato de Los Cipreses, y a Cass, que, como un hombre en estado de shock, se había sumido en una especie de letargo, con los ojos muy abiertos y vidriosos y las pupilas dilatadas. Seguía diciendo incoherencias con aire contrito. Todo era culpa suya, él llevaba esas cosas consigo adondequiera que fuera, tarde o temprano lo matarían, no había nada que hacer. Norma Jeane quería llevarlo al cuarto de baño para lavarle la cara con agua fría, pero Eddy G. dijo que no, que seguramente no habría agua y que si la había, estaría llena de polvo de óxido y tibia como la sangre.

—Se asustaría aún más. Simplemente vamos a llevarlo a casa.

—¿Tú sabías que veía esas cosas, Eddy? —preguntó Norma Jeane.

—No estaba seguro de si las veía él o yo —respondió Eddy con aire evasivo.

Emprendieron el viaje de regreso a la ciudad, Eddy al volante, algo más sereno; Norma Jeane sentada a su lado, aturdida y asustada, con las manos sobre la barriga para calmar al bebé, y Cass tendido en el asiento trasero, con la camisa abierta para respirar mejor, temblando y gimiendo.

—Dios, deberíamos llevarlo a un médico —murmuró Norma Jeane a Eddy—. Es delírium trémens, ¿no? Tenemos que llevarlo a urgencias al hospital de Cedars of Lebanon —Eddy G. negó con la cabeza—. No podemos fingir que no está enfermo, que no le pasa nada.

—¿Por qué no? —preguntó Eddy G.

Cuando dejaron atrás Laurel Canyon Drive y el bulevar y entraron en Sunset, Cass les dio una sorpresa: se sentó, suspiró, infló los carrillos y rió, avergonzado.

—Joder. Lo siento. No recuerdo nada, pero no me lo contéis, ¿vale?

Le dio un pellizco en el cuello a Norma Jeane y otro a Eddy G. Aunque tenía la mano helada, su contacto fue reconfortante. Tanto Eddy G. como Norma Jeane se estremecieron, presas de un extraño y repentino deseo.

—Creo que estamos ante un caso de embarazo por simpatía. Norma está tan sana y serena que uno de los Dióscuros tiene que desmoronarse, ¿no? Es obvio que seré yo.

¿Cómo no iban a creerle cuando sus palabras sonaban tan convincentes y curiosamente líricas?

Ese sueño. La hermosa rubia arrodillada ante ella, tirando con impaciencia de sus manos. Una rubia tan hermosa que era imposible mirarla a la cara, porque su sola visión inspiraba miedo. Había escapado de un espejo. Sus piernas eran tijeras y sus ojos, fuego. Su cabello se alzaba en pálidas hebras ondulantes. ¡Dámelo! Zorra enferma, patética. Pretendía arrebatar al desconsolado niño de las débiles manos de Norma Jeane. No. No es el momento oportuno. Es mi hora. ¡No puedes negármelo!

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