Blonde

Blonde


Marilyn: 1953 - 1958 » Después de la boda: el montaje

Página 58 de 97

Unas cuantas personalidades de Hollywood se habían ofrecido a ir. Entre ellas estaba la Actriz Rubia, a pesar de que por entonces había caído en descrédito por haber incumplido el contrato que tenía con La Productora. Había pedido que la llevaran a la Casa de Expósitos de Los Ángeles, situada en El Centro Avenue, «Donde pasé una temporada. De la cual guardo muchos recuerdos».

Casi todos eran buenos recuerdos, desde luego.

La Actriz Rubia creía en los buenos recuerdos. Era huérfana de padre («Mucha gente lo es») y sí, su madre la había abandonado —«Fue durante la Gran Depresión. ¡Mucha gente resultó afectada!»—, pero en el orfanato la habían tratado bien. No se sentía resentida por haber sido una huérfana en el País de la Abundancia. «Eh, por lo menos sobreviví. En algunas culturas crueles, como la china, ahogan a las niñas igual que a gatitos.»

Titulares de periódicos. Columnas especiales escritas por Louella Parsons, Walter Winchell, Sid Skolsky y Leviticus. Noticia de portada en Hollywood Reporter y el suplemento dominical de L. A. Times. Artículos más breves en publicaciones nacionales y en Time, Newsweek y Life. Batallones de fotógrafos y equipos de televisión. Menciones en los boletines vespertinos de noticias:

MARILYN MONROE REGRESA AL ORFANATO DESPUÉS DE MUCHOS AÑOS.

MARILYN MONROE «REVIVE» SU PASADO EN UN ORFANATO.

MARILYN MONROE VISITA A LOS HUÉRFANOS EN PASCUA.

La Actriz Rubia le diría al Ex Deportista que no «tenía idea» de cómo había suscitado tanto alboroto. Otras celebridades visitaban orfanatos, hospitales e instituciones benéficas sin generar tanta publicidad.

La Actriz Rubia se sentía tan emocionada y asustada como una niña. ¿Cuántos años habían pasado? ¿Dieciséis? «Pero desde entonces he vivido más de una vida.» Mientras el Chófer Sapo conducía con habilidad la reluciente limusina negra por el lujoso barrio de Beverly Hills, cruzaba Hollywood y tomaba hacia el sur, rumbo al interior de Los Ángeles, la Actriz Rubia comenzó a perder la compostura. El ligero dolor pulsátil que sentía entre los ojos se intensificó. Había tomado aspirinas porque (para su secreta vergüenza) había superado la dosis de Demerol, el «tranquilizante milagroso» que le había recetado Doc Bob, y estaba resuelta a no tomar ni una tableta más. Conforme se aproximaba a la poderosa presencia de la doctora Mittelstadt, semejante a un cálido sol curativo, comprendió que el remedio sólo podía proceder del interior. El dolor no existe y, en cierto sentido, tampoco existe la «curación». El amor divino siempre ha satisfecho y siempre satisfará todas las necesidades humanas.

En un coche aparte viajaban varios de sus ayudantes. Una furgoneta de reparto llevaba centenares de cestos de Pascua, alegremente decorados, llenos de conejitos de chocolate, pollitos de malvavisco y gominolas multicolores. Jamón cocido de Virginia y piñas naturales, recién traídas de Hawái. La Actriz Rubia llevaba un cheque personal (¿o era del Ex Deportista?) de quinientos dólares para entregárselo a la doctora Mittelstadt como «una muestra de gratitud».

Pero ¿no era cierto que la directora del orfanato había traicionado a Norma Jeane de alguna manera? ¿Que había dejado de escribirle después de un par de años? La Actriz Rubia se encogió de hombros. «Es una profesional muy ocupada. Igual que yo.»

Cuando el Chófer Sapo metió la limusina en los jardines del orfanato, la Actriz Rubia empezó a temblar. Ay, pero no estaban en el lugar indicado, ¿no? Habían limpiado la sucia fachada de ladrillo rojo, que ahora parecía en carne viva, como piel restregada. Donde antes había habido espacios abiertos, ahora había horrorosos cobertizos prefabricados. Donde había habido un pequeño parque de juegos, ahora había un aparcamiento de asfalto. El Chófer Sapo condujo silenciosamente la limusina hasta la entrada, donde aguardaba un bullicioso grupo de reporteros, fotógrafos y cámaras. Se los informó de que la Actriz Rubia hablaría con ellos más tarde, pero, como de costumbre, tenían que hacerle preguntas de inmediato y las gritaron a su espalda mientras ella entraba apresuradamente con sus escoltas en el edificio, perseguida por los fogonazos de cámaras que disparaban como ametralladoras. En el interior, unos desconocidos le estrecharon la mano, pero la doctora Mittelstadt no estaba a la vista. ¿Qué había pasado en el vestíbulo? ¿Qué sitio era aquél? Un hombre de mediana edad con una cara idéntica a la del cerdito Porky conducía a la Actriz Rubia a la sala de visitas, hablando rápida y alegremente.

—¿Dónde está la doctora Mittelstadt? —preguntó la Actriz Rubia.

Pero nadie pareció oírla. Sus ayudantes llevaban los cestos de Pascua y las cajas de cartón con jamones y piñas. Estaban probando el sistema de altavoces. La Actriz Rubia no veía bien con sus gafas de sol, pero no quería quitárselas porque temía que los buitres de los periodistas vieran el miedo reflejado en sus ojos. En varias ocasiones exclamó:

—¡Dios mío, es un honor estar aquí! Gracias por invitarme. ¡Pascua es un tiempo tan especial! ¡Estoy muy feliz de estar aquí! Gracias a todos por invitarme.

La celebración transcurrió en medio de una especie de nebulosa. Pero no fue una nebulosa rápida. Porque en algún momento de la ceremonia la Actriz Rubia fue fotografiada para los «archivos» del orfanato. Junto al radiante cerdito Porky, que se quitó los bifocales para la foto; con miembros del personal, y finalmente con algunos niños. Una de las niñas le recordó a la Debra Mae de diez u once años… La Actriz Rubia quería acariciar la alborotada melena pelirroja de la niña.

—¿Cómo te llamas, bonita? —preguntó.

La niña respondió con un par de sílabas entrecortadas que la Actriz Rubia no entendió. ¿Donna, quizá? ¿Dunna? No lo sabía.

La ceremonia se celebró en el comedor. La Actriz Rubia recordaba bien aquella estancia grande y fea. Hicieron entrar a los niños en fila y sentarse a las mesas para mirarla a ella como si fuese un dibujo animado de Disney. Cuando la Actriz Rubia se puso ante el micrófono para recitar el discurso que tenía preparado, sus ojos vagaron por el comedor, buscando caras familiares. ¿Dónde estaba Debra Mae? ¿Dónde estaba Norma Jeane? ¿Era aquélla Fleece?… Una criatura desgarbada y enfurruñada. No, por desgracia era un niño.

Se diría que la Actriz Rubia, contrariamente a las expectativas de la mayor parte del personal del centro, era una mujer «tierna, amable y en apariencia sincera». A ojos de muchos se comportó «como una dama». «No era una mujer llamativa, como aparecía en la publicidad, pero sí muy bonita. Y bien equipada.» Advirtieron que «estaba nerviosa; a veces, hasta tartamudeaba». (¡Rogamos por que no oyese cómo la imitaban algunos niños!) Era admirable su paciencia con los niños, que estaban alterados y nerviosos a causa de los cestos de Pascua, inquietos y alborotadores, «en especial los hispanos, que no entienden inglés». Algunos chicos mayores le dirigieron groseras miradas lascivas, relamiéndose, pero se dijo que la Actriz Rubia «tuvo la sensatez de no hacerles caso. O puede que le encantara, ¿quién sabe?».

A pesar de su palpitante dolor de cabeza, la Actriz Rubia disfrutó entregando los cestos a los niños, que pasaron por riguroso turno por delante de ella. Una infinidad de huérfanos. Una eternidad de huérfanos. ¡Ah, habría podido seguir haciendo eso para siempre! ¡Cualquiera que tomara la medicina mágica de Doc Bob podía hacer cualquier cosa eternamente! Era mejor que el sexo. (Bueno, todo era mejor que el sexo. ¡Eh, no era más que una broma!) Ah, si el mundo le preguntaba, ella diría que aquélla había sido una experiencia gratificante, enriquecedora y placentera. Pero no confesaría que las niñas huérfanas le interesaban mucho más que los niños. Los niños no la necesitaban. A ellos les daría lo mismo una mujer que otra, cualquier cuerpo femenino les serviría para definirse como hombres y en consecuencia como seres superiores, porque un cuerpo es igual a otro, pero las niñas la miraban fijamente, la grababan en su memoria, la recordarían siempre. Las niñas huérfanas, que habían sido heridas igual que Norma Jeane. Ella lo veía. Las niñas huérfanas necesitaban contacto físico, una rápida caricia en el pelo o en la mejilla, incluso un leve beso.

Diciendo: «¡Qué guapa eres, me encantan tus trenzas», o «¿Cómo te llamas? ¡Qué bonito nombre!». Con el aire de quien cuenta un secreto, les dijo:

—Cuando yo vivía aquí me llamaba Norma Jeane.

Y una de las niñas respondió:

—¿Norma Jeane? Ah, ojalá me llamara así.

La Actriz Rubia cogió la carita de la niña entre sus manos y sorprendió a todos los presentes echándose a llorar.

Más tarde preguntaría: ¿Cuál era el nombre completo de esa niña?

Enviaría un talón al orfanato, destinado a «ropa especial y libros» para esa niña.

Nunca sabría si ese talón de doscientos dólares se invertiría en la niña o pasaría a engrosar el presupuesto del orfanato. Porque no lo recordaría.

Una de las desventajas, aunque también ventaja, de la fama: se olvidaban muchas cosas.

¿Y el talón de quinientos dólares que había extendido impulsivamente a nombre de la doctora Mittelstadt? La Actriz Rubia no lo sacaría del bolso.

El nuevo director de la Casa de Expósitos de Los Ángeles era, de hecho, el hombre de mediana edad con la cara idéntica a la del cerdito Porky. Un hombre agradable aunque charlatán y presuntuoso. La Actriz Rubia lo escuchó con paciencia durante unos minutos antes de preguntar, ahora con firmeza, qué le había pasado a la doctora Mittelstadt, y entonces él empezó a parpadear rápidamente.

—La doctora Mittelstadt fue mi predecesora —dijo el cerdito Porky con una voz sin inflexiones—. Yo no tuve ninguna relación con ella. Jamás hago comentarios sobre mis predecesores. Creo que todos hacemos las cosas lo mejor que podemos. No me gusta criticar a los demás.

La Actriz Rubia habló con una de las celadoras mayores, una cara familiar. Otrora joven y ahora madura, regordeta y con las mejillas flácidas pero sonriente.

—¡Claro que te recuerdo, Norma Jeane! ¡La niña más tímida y dulce! Tenías… ¿un problema de alergia?, ¿asma? No. ¿Habías tenido la polio y cojeabas? ¿No? (Bueno, es evidente que ahora no cojeas. Te vi bailar en tu última película, ¡y tan bien como Ginger Rogers!) ¿Eras amiga de esa salvaje de Fleece? ¿Sí? Y la doctora Mittelstadt te adoraba. Eras una de su círculo.

La celadora rió, cabeceando. Era una escena cinematográfica: la Actriz Rubia que regresaba al orfanato donde había estado confinada durante gran parte de su infancia y recibía revelaciones como si le echaran las cartas, pero no podía determinar cuál era el estilo de la música de fondo. En el transcurso de la ceremonia de entrega de los cestos de Pascua, en el comedor había sonado Easter Parade en la dulce voz de Bing Crosby. Pero ahora no había música.

—¿Y la doctora Mittelstadt? Supongo que se habrá retirado.

—Sí, se retiró.

—¿Dó-dónde está?

—Me temo que la pobre Edith ha muerto.

—¡Muerto!

—Era mi amiga. Trabajé con ella veintiséis años. Jamás he respetado a nadie tanto como a ella. Nunca trató de convertirme a su religión. Era una mujer buena y afectuosa —la boca fruncida se curvó hacia abajo—. No como los de la nueva generación. Los que viven pendientes del presupuesto y nos dan órdenes como si fuesen de la Gestapo.

—¿De q-qué murió la doctora Mittelstadt?

—De un cáncer de mama. Eso nos dijeron —los ojos de la celadora se humedecieron.

Si ésta era una escena de película, y obviamente lo era, resultaba vívida, real y dolorosa; de manera que más tarde la Actriz Rubia tendría que ordenar al Chófer Sapo que se detuviera delante de una farmacia de El Centro, rogar al farmacéutico que llamara al número de urgencias de Doc Bob, comprar una cápsula de emergencia de Demerol y tomarla en el acto. Así de real era la escena, aunque no tuviera música de fondo.

La Actriz Rubia dio un respingo.

—Ay, lo lamento tanto. Cáncer de mama. Oh, Dios.

Inconscientemente, la Actriz Rubia cruzó los brazos sobre sus pechos, los célebres y voluminosos pechos de Marilyn Monroe. Hoy, en el orfanato, como invitada a la celebración de Pascua, la Actriz Rubia no hacía ostentación de esos pechos. Lucía un atuendo discreto y de buen gusto. Llevaba incluso un sombrero de Pascua, decorado con florecillas de aciano y un velo. Y un ramillete de muguetes en la solapa. Los pechos de la doctora Mittelstadt eran más grandes que los suyos, aunque, naturalmente, no pertenecían al mismo género que los de la Actriz Rubia, que eran, o se habían convertido en obras de arte. Ella bromeaba diciendo que la única inscripción que deberían hacer en su lápida eran sus medidas: 96 - 60 - 96.

—¡Pobre Edith! Sospechábamos que estaba enferma, porque había adelgazado mucho. ¿Imaginas a la doctora Mittelstadt casi delgada? Ah, la pobrecilla debió de perder veinticinco kilos mientras estaba aquí, con nosotros. Su piel parecía de cera y tenía unas ojeras horribles. Insistimos en que fuera a ver a un médico. Pero recordarás lo terca y valiente que era. «No necesito un médico», decía. Estaba aterrorizada, pero jamás lo habría reconocido. Tal vez sepas que los fieles de la Ciencia Cristiana tienen gente que reza por ellos cuando están enfermos. O lo que sea, porque ellos dicen que no «enferman». Esa gente reza y reza sin parar. En teoría, si tienes fe, te curas. Así fue como Edith trató su cáncer. Cuando nos dimos cuenta de lo que ocurría, de la gravedad de su estado, ya había tenido que dejar de trabajar. Se negó a ir al hospital hasta el final. Incluso entonces, fue contra su voluntad. Lo más trágico fue que Edith empezó a dudar de su fe. Mientras el cáncer la consumía hasta los huesos, esa infeliz y obcecada mujer estaba convencida de que todo era culpa suya. Jamás mencionó la palabra «cáncer» —la celadora respiró hondo y se enjugó los ojos con un pañuelo de papel—. Ellos no creen en la «muerte», ¿sabes? Me refiero a los devotos de la Ciencia Cristiana. De modo que cuando se ven a punto de morir, creen que es culpa suya.

La Actriz Rubia se armó de valor y preguntó:

—¿Y Fleece? ¿Qué ha sido de Fleece?

—Ah, Fleece. Lo último que supimos de ella fue que se había alistado en el Cuerpo Femenino. Debe de ser por lo menos sargento.

—Ay, papá, abrázame, por favor.

Entre sus brazos cálidos y musculosos. Él estaba sorprendido, ligeramente incómodo, pero la quería. Estaba loco por ella. Incluso más que al principio.

—Me siento tan… débil, supongo. ¡Ay, papá!

Él estaba confundido, no sabía qué decir.

—¿Qué pasa, Marilyn? —masculló—. No entiendo nada.

Ella tembló y se acurrucó contra su pecho. Él sintió que el corazón de la mujer latía rápidamente, igual que el de un pájaro. ¿Cómo entenderla? Esta mujer hermosa y sexy, capaz de hablar mucho mejor que él en público, una de las mujeres más famosas de Estados Unidos y quizá del mundo…, ¿escondida en los brazos de su marido?

La quería; no había ninguna duda. La cuidaría. Claro que sí.

Aunque le desconcertaba esta clase de conducta, que era cada vez más frecuente.

—¿Qué diablos te pasa, cariño? No lo entiendo.

Ella le leyó un pasaje de la Biblia. Con voz ansiosa y vehemente. Él supuso que era su voz de niña, una voz que habían oído muy pocos.

—«Jesús escupió en tierra, hizo barro con la saliva, aplicó el barro a los ojos del ciego, y los ojos del ciego se abrieron» —alzó la vista y sus propios ojos tenían un brillo extraño.

¿Qué podía decir él? ¿Qué coño podía decir?

Le leyó los poemas que había escrito. Para él, según dijo.

Con su ansiosa y vehemente voz de niña. Su nariz estaba enrojecida a causa de un resfriado persistente y se sorbía los mocos como una criatura; con una infantil desinhibición, se limpiaba la nariz con los dedos, curiosamente agitada, como si estuviera al borde de un precipicio.

Contigo,

el mundo vuelve a nacer.

Como dos.

Antes de ti…

nada existía.

¿Qué podía decir él? ¿Qué coño podía decir?

Estaba aprendiendo a hacer salsas. ¡Salsas! Puttanesca (con anchoas), carbonara (con beicon, huevos y nata), boloñesa (con carne de buey y cerdo picadas, champiñones y nata), gorgonzola (con queso, clavo de olor y nata). Estaba aprendiendo a cocinar distintas clases de pasta, con nombres poéticos que la hacían sonreír: ravioli, penne, fettuccine, linguine, fusilli, conchigli, bucatini, tagliatelle. ¡Ah, qué feliz era! ¿Aquello era un sueño? Y si era un sueño, ¿era un buen sueño o uno no tan bueno? ¿La clase de sueño que sutilmente se convierte en pesadilla? ¿Como cuando una abre una puerta sin llave y se encuentra con el hueco de un ascensor?

Despertar en una cocina desconocida donde hace demasiado calor. Gotas de pegajoso sudor en la cara, entre los pechos. Ella picaba cebolla con torpeza mientras alguien le hablaba exaltadamente. La cebolla le hacía llorar los ojos. Sacó una sartén de hierro grande de un armario. Unos niños entraban y salían corriendo de la cocina. Eran los sobrinos de su marido. No recordaba sus caras y mucho menos sus nombres. ¡Ajo picado y aceite de oliva humeando en la sartén! Había puesto el fuego demasiado alto. O bien, abstraída en pensamientos que salían por la ventana y volaban hacia el cielo, no había vigilado el fogón.

¡Ajo! ¡Cuánto ajo! La comida de esas personas estaba saturada de ajo. Podía olerlo en el aliento de sus parientes políticos. En el de su suegra. Con sus dientes cariados. Mamá se acercaba. No había que rehuir a mamá. Ganchuda nariz de bruja y barbilla prominente. Las tetas caídas sobre el abdomen. Sin embargo, se ponía vestidos negros con grandes cuellos. Tenía los lóbulos de las orejas perforados y siempre llevaba pendientes. Alrededor de su gordo cuello, una cadena de oro de la que pendía una cruz. Siempre usaba medias de algodón, igual que la abuela Della. La Actriz Rubia había visto fotografías de los tiempos en los que su suegra era joven y vivía en Italia, cuando no era guapa pero sí atractiva, sexy como una gitana. Incluso de joven había sido robusta. ¿Cuántos hijos había engendrado ese pequeño y rechoncho cuerpo? Ahora era comida. Todo era comida. Para que la devoraran los hombres. ¡Y vaya si la devoraban! La mujer se había convertido en alimento, y a ella también le encantaba comer.

Hacía años, en la cocina de la señora Glazer, ella había sido feliz. Norma Jeane Glazer. La señora de Bucky Glazer. La familia la trataba como a una hija. Ella adoraba a la madre de Bucky y se había casado con él porque deseaba tanto un marido como una madre. ¡Ah, habían pasado muchos años! Su corazón se había roto, pero había sobrevivido. Y ahora era una adulta y no necesitaba una madre. ¡Esta madre no! Iba a cumplir los veintiocho y ya no era una huérfana. Su marido quería que fuese una esposa y una buena nuera. También quería que fuera una mujer despampanante en público, pero sólo cuando él la acompañaba; exclusivamente bajo su atenta supervisión. Sin embargo, ella era una adulta; tenía una profesión, si no una identidad. A menos que su única profesión fuese ser Marilyn Monroe. Una profesión que con toda probabilidad no duraría mucho. Ciertos días transcurrían con desesperante lentitud (los que pasaba en San Francisco con su familia política, por ejemplo), pero los años volaban, igual que un paisaje vislumbrado desde un vehículo conducido a toda velocidad. ¡Ningún hombre tenía derecho a casarse con ella y luego obligarla a cambiar! Como si decir Te quiero equivaliera a decir Tengo derecho a transformarte. «¿En qué me diferencio de lo que era él en la flor de su vida? Un deportista. Los años de profesión son limitados.» Vio que el cuchillo resbalaba de entre sus dedos húmedos y rebotaba en el suelo.

—Ay, lo siento, mamá.

Las mujeres que estaban en la cocina la miraron con furia. ¿Qué pensaban? ¿Que pretendía clavarles el cuchillo en los pies? Se apresuró a lavarlo en el fregadero, lo secó con una toalla y regresó a la tarea de picar cebolla. ¡Ay, pero se aburría! Su corazón de Grushenka se moría de aburrimiento.

Era hora de freír los higadillos de pollo. El penetrante y ácido olor le daba náuseas. ¡Todas las mujeres y jovencitas de Estados Unidos la envidiaban! Y todos los hombres envidiaban al Bateador de los Yanquis.

En el Teatro Pasadena se había dado cuenta de que estaba ante un gran talento: el dramaturgo cuya poesía había calado hondo en su corazón. Ese hombre sabía detectar el sufrimiento trágico en la vida cotidiana. En la vida del «ciudadano de a pie». «Entregas tu corazón al mundo, pero es lo único que tienes. Y entonces desaparece.» Estas palabras pronunciadas junto a la tumba de un hombre, al final de la obra, bajo una espectral luz azul que se desvanece lentamente, habían obsesionado a la Actriz Rubia durante semanas.

—Podría actuar en sus obras. El problema es que no hay ningún papel para Marilyn —ella sonrió. Rió—. Está bien. Entonces seré otra para él.

Estaban mirando cómo freía los higadillos de pollo. La última vez había estado a punto de incendiar la cocina. ¿Hablaba sola? ¿Sonreía? Igual que una cría de tres años inventando historias. Daba miedo interrumpirla. Si la asustabas, corrías el riesgo de que dejara caer sobre tus pies el tenedor con el que estaba friendo.

Desde que había dejado de tomar las pastillas recetadas por Doc Bob, se sentía afiebrada y con las extremidades entumecidas. Había jurado que no volvería a tomar nada más fuerte que una aspirina después de pasar quince horas profundamente dormida, incapaz de despertar; su desesperado marido había estado a punto de llamar a una ambulancia y después la había obligado a prometer que ¡nunca más!, ella se lo había prometido y estaba decidida a cumplir su promesa. El Ex Deportista descubriría que era seria. Que además de negarse a hacer más películas obscenas para La Productora, era una esposa leal y una buena mujer. El Ex Deportista sabría que durante ese fin de semana se había portado de maravilla. Hasta había ido a misa con la familia. Con las mujeres. ¡Ah, el Sagrado Corazón de Jesús! Allí, en un altar lateral de la cavernosa iglesia con olor a incienso. Aquel tétrico corazón expuesto como una parte del cuerpo que una no debería ver. Toma mi corazón y come de él.

El Ex Deportista, el célebre jugador de béisbol, había sido excomulgado por casarse con la Actriz Rubia, pero el arzobispo de San Francisco era amigo de la familia y un forofo del béisbol y, «quizá, de alguna manera» pudiera arreglar las cosas. (¿Cómo? ¿Anulando el matrimonio?) Ella había ido a misa con las mujeres. Parecían encantadas de llevar consigo a la bonita Marilyn. La única rubia entre varias morenas de piel aceitunada. A mamá le sacaba casi una cabeza. No había llevado un sombrero apropiado, de modo que mamá le dio una mantilla de encaje negro para que se cubriera el pelo. Innumerables ojos oscuros, feroces, italianos, fijos en ella, traspasándola, a pesar de que no llevaba ropa provocativa, de que iba vestida tan discretamente como una monja. ¡Ah, cuánto se había aburrido en la iglesia! La misa en latín, la monocorde y sonora voz del cura interrumpida de vez en cuando por unas campanillas (¿para despertarte?), y todo tan largo. Pero se había portado bien, y su marido se lo agradecería. En la cocina, preparando grandes comilonas y fregando después, mientras él iba a pasear en barca con sus hermanos, o a jugar al béisbol en el patio de su antigua escuela con muchachos del barrio a quienes necesitaba ver como amigos. Firmando autógrafos para los críos, o para sus padres, con esa sonrisa tímida que lo hacía adorable, aunque se estaba convirtiendo en una sonrisa familiar y ya no parecía tan espontánea. En una película o una obra de teatro, él podría decir: Sé que es difícil para ti, cariño. Sé que mi familia puede resultar agobiante. Sobre todo mi madre. O diría simplemente: Gracias. ¡Te quiero! Pero no era realista esperar semejante discurso del hombre que era su marido, porque no sabía expresarse, nunca sabría expresarse, y ella no se atrevía a enseñarle.

¡No me trates con condescendencia! En una ocasión la había mirado con gesto fiero y ella se había acobardado. Pero qué atractivo estaba con la cara encendida.

¡Ah, lo quería! Estaba locamente enamorada de él. Quería tener hijos suyos, quería ser feliz con él y… por él. Él había prometido hacerla feliz. Necesitaba confiar en él. Su felicidad no dependía de ella misma, sino de él. Porque ¿qué pasaría si él dejaba de amarla? La cabeza empezaba a darle vueltas a causa del olor y el vapor de los higadillos fritos. Se había recogido el pelo para que no cayera sobre su sudorosa cara. Observó que su suegra y otra pariente mayor la miraban con aprobación. ¡Está aprendiendo!, decían en italiano. Es una buena chica y una buena esposa. Era una escena cinematográfica de la clase de película que invariablemente termina bien. Ella había visto esa película muchas veces. En esta casa, en medio de la prolífica y bulliciosa familia de su marido, ella no era la Actriz Rubia, y mucho menos Marilyn Monroe, porque era imposible ser Marilyn sin una cámara delante, filmando. Tampoco era Norma Jeane. Sencillamente, era la esposa del Ex Deportista.

No era ningún secreto que había empacado el vestido de lentejuelas púrpura para llevarlo a Tokio, aunque él la había acusado de hacerlo a sus espaldas. ¡Ay, se lo juraba! Y si había sido así, si se lo había ocultado adrede, lo había hecho con la única intención de darle una sorpresa. Igual que las sandalias plateadas de tacón de aguja. Y que ciertas prendas de lencería de encaje negro que él había comprado para ella. También llevaría la peluca rubia, una réplica casi exacta de su platina melena de algodón de azúcar, pero había tenido que deshacerse de ella el mismo día de su llegada a Tokio.

¿Cómo iba a saber que un coronel del ejército norteamericano le pediría que acudiera a «levantar la moral» de las tropas estacionadas en Corea? En su momento, juró que ni siquiera sabía dónde estaba «ubicado» ese trágico país.

En su ejemplar en rústica del clásico La paradoja de la interpretación, que alguien le había regalado, subrayó con tinta roja:

Así como la eternidad es una esfera cuyo centro está en todas partes y su circunferencia, en ninguna, el verdadero actor descubre que el escenario está en todas partes y en ninguna.

Esto en la tarde de su partida a Japón.

El Ex Deportista era un hombre de tan pocas palabras que, en cierto sentido, también era un mimo.

En su última clase de pantomima (que nadie, salvo la Actriz Rubia sabía que sería la última), representó a una anciana en el lecho de muerte. Los demás alumnos se quedaron fascinados por su representación dolorosamente realista, tan diferente de sus sutiles y estilizados ejercicios de mimo. La Actriz Rubia se tendió de espaldas, cubierta hasta los tobillos por una túnica negra, descalza, y se fue incorporando poco a poco; interpretando sucesivamente angustia, duda, desesperación y por fin resignación ante su destino y un alegre despertar a… ¿la muerte? Se incorporó de manera gradual hasta que, igual que una bailarina, se tambaleó sobre sus temblorosos pies, con los brazos extendidos por encima de la cabeza. Durante un largo momento de éxtasis mantuvo esta postura, temblando.

Podías ver cómo temblaba su corazón contra su esternón. Podías ver la vida vibrando en su interior, a punto de consumirse. Algunos habríamos jurado que su piel estaba translúcida.

No se debió únicamente a que yo estuviese enamorado de esa mujer, porque ni siquiera estoy seguro de haberlo estado alguna vez.

Lo que no decía era que no podía perdonarle que se aburriese con su familia. ¡Su familia!

Esas palabras se le atragantaban. Las callaría. Y nunca se lo perdonaría. Su mujer se aburría con su familia y con él.

¿Acaso se creía superior? ¿Ella?

En Navidad habían ido a la casa familiar en coche y ella había estado callada, atenta, sonriente, amable. Prácticamente no había hablado. Reía cuando los demás reían. Era la clase de mujer con carita de niña a quien tanto las mujeres como los hombres hacen confidencias, y ella parecía escucharlos con los ojos muy abiertos, asombrada, pero él, el marido, el único que la conocía bien, notaba que su atención era forzada, que su sonrisa se desvanecía, dejando sólo finas arrugas alrededor de la boca. Sabía demostrar respeto al padre y a los parientes masculinos mayores. Sabía demostrar respeto a la madre y a las parientes femeninas mayores. Sabía hacer fiestas a los bebés y a los niños pequeños y halagar a sus madres. «¡Debes de ser tan feliz! ¡Te sentirás tan orgulloso!» Su representación era intachable, pero él sabía que era una representación y eso lo enfurecía. Como cuando comía un par de bocados de higadillos de pollo, mollejas, salmón marinado y pasta de anchoas y, prácticamente con lágrimas en los ojos, decía: es delicioso, pero no tengo mucho apetito. En su cara se reflejaba pánico ante los gritos, las risas, el alboroto, los empujones, los niños entrando y saliendo a toda carrera de la habitación mientras en la tele el partido de fútbol sonaba a todo volumen para que pudieran oírlo los hombres más duros de oído. Y más tarde ella le pedía disculpas, acercándose con su característica actitud de mosquita muerta culpable, apretando su mejilla contra la de él, diciendo que nunca había asistido a una verdadera fiesta de Navidad en su infancia. Como si el problema fuera ése.

—Supongo que tengo mucho que aprender, ¿verdad, papá?

Después de la boda, cuando cabía esperar que se sintiera más cómoda con la familia y se alegrara de ir a visitarla, no fue así. Ah, claro que daba esa impresión, lo intentaba. Pero él, el marido, un deportista entrenado para ver más allá de la cara de póquer de sus contrincantes, un bateador experto no sólo en descifrar los más pequeños gestos de un lanzador sino también en grabar en su mente la posición exacta en el campo de cada jugador del equipo contrario con relación a la suya y la de los miembros de su equipo (si había alguno) que estuvieran en la base, él lo sabía. ¿Acaso ella pensaba que estaba ciego? ¿Lo tomaba por un gilipollas más de aquellos con los que había «salido» desde sus tiempos de colegiala? ¿Creía que era tan insensible como ella, que se tomaba como un chiste el hecho de haber vomitado después de una de las grandes comilonas de mamá? Ella sabía, siempre se lo estaba diciendo, que la familia de él «la culpaba un poco» por lo de la excomunión. Él se había divorciado, desde luego, y la Iglesia no acepta el divorcio, pero no había violado la ley canónica hasta que volvió a casarse (¡y con una divorciada!). Necesitaba compensarlos, por si dudaban de ella. De su sinceridad. De su integridad. De su seriedad ante la vida y la religión. «¿Debería convertirme al catolicismo? ¿Lo aceptarías, papá? Mi ma-madre es una especie de católica.»

Así que fue a misa con ellas. Con las mujeres. Con la madre, la anciana abuela y las tías. Además de los niños. Y tanto mamá como la tía se quejaron de que ella estaba permanentemente «estirando el cuello» y «sonriendo». Como si no estuvieras en la iglesia, como si algo te hiciera gracia. Al entrar, ella señaló el altar lateral donde estaba el Sagrado Corazón de Jesús y murmuró:

—¿Por qué tiene el corazón fuera del cuerpo? —con esa sonrisa, como si todo fuese una broma.

«Papá dice que es una sonrisa de miedo, que ella es igual que un pajarillo asustado. ¿Así que está nerviosa? ¿Porque la gente la mira? Porque la miran, de eso no cabe duda. Saben quién es, y que además es tu esposa. Se la pasó tirando de la mantilla, que se le caía una y otra vez como si fuese un accidente, y bostezó tanto durante la misa que temimos que fueran a desencajársele las mandíbulas. Entonces llega el momento de la comunión y ella se prepara para venir con nosotras. “¿No debería?”, pregunta. Le dijimos: no, no eres católica, ¿o lo eres, Marilyn? Y entonces ella respondió con esa mueca tan suya de niña herida: “Oh, no. Ya saben que no”. Es evidente que sabe que los hombres la miran, se nota en la forma en que camina. Incluso cuando tenía la cabeza gacha, miraba a todas partes. Y cuando volvíamos en el coche, nos dijo que el “oficio” había sido muy interesante, como si nosotros estuviéramos obligados a entender una palabra como “oficio”. Pronuncia la palabra “ca-to-li-cis-mo” como si todo el mundo supiera de qué habla. Y dice con una risita tonta “Qué largo ha sido, ¿no?”, y los niños, riendo en el coche, le contestan: “¿Largo? Por eso vamos siempre a misa de nueve. Porque el cura es más rápido”. “¿Largo? Espera a que te llevemos a una misa mayor.” “¡O a una misa de réquiem!” Y todos riéndose de ella en el coche, y la mantilla cayéndose de su pelo porque es tan resbaladizo y brillante como el de una maniquí.»

Es verdad que en la cocina se esforzaba. Tenía buenas intenciones, pero era demasiado torpe. Resultaba más sencillo quitarle las cosas de las manos y hacerlas una. Si te acercabas a ella, se ponía nerviosa. Dejaba hervir la pasta hasta que quedaba hecha puré y tenías que vigilarla constantemente porque siempre se le estaban cayendo cosas, como el cuchillo grande. Era incapaz de preparar un buen risotto porque su mente estaba permanentemente en otra parte. Cuando probaba algo, no se daba cuenta de cómo sabía. «¿Está demasiado salado? ¿Necesita más sal?» ¡Creía que la cebolla y el ajo eran la misma cosa! ¡Pensaba que no había diferencia entre el aceite de oliva y la mantequilla derretida! Preguntó: «¿La gente hace pasta? Quiero decir, ¿no la compra en una tienda?». Tu tía le dio un huevo marinado recién sacado de la nevera y ella dijo: «Oh, ¿esto es para comer? ¿De pie?».

El Ex Deportista, el marido, escuchaba con respeto la letanía de quejas de su madre, acompañada por el estribillo «claro que no es asunto mío». Él escuchaba y callaba. Con la cara roja de sangre, él clavaba la vista en el suelo, y cuando mamá terminaba salía de la habitación e invariablemente oía a su espalda, en un italiano con un dejo de dolor: «¿Lo ves? Él me culpa a mí».

Lo que más le molestaba, porque hería su sentido del decoro de solterón, era el hecho de que su esposa dejara todas las habitaciones por las que pasaba hechas un asco; no sólo no recogía lo que ensuciaba él, sino tampoco lo que ensuciaba ella misma. Incluso en casa de los padres de él. El Ex Deportista habría jurado que ella no era tan distraída antes de casarse; entonces era pulcra, ordenada y deliciosamente tímida a la hora de desnudarse en su presencia. Ahora él tropezaba con prendas femeninas que no recordaba que ella tuviera y mucho menos que hubiese usado hacía poco. ¡Pañuelos de papel manchados de maquillaje! En el cuarto de baño que compartían en casa de sus padres, había chorreones de maquillaje en el lavabo, un tubo de dentífrico sin tapa, cepillos y peines llenos de pelos rubios y suciedad en la bañera, todo lo cual lo descubriría mamá cuando se marcharan a menos que él, personalmente, lo limpiara antes. ¡Maldita fuera!

A veces olvidaba tirar de la cadena.

No era por las drogas, estaba seguro. Él se había deshecho de su alijo y le había leído la cartilla hasta que ella había jurado que nunca, nunca volvería a tomar una de esas píldoras.

—¡Oh, papá, créeme!

El Ex Deportista no lo entendía: si no estaba rodando ninguna película, ¿para qué necesitaba energía o valor? Casi parecía que lo que la asustaba era llevar una vida corriente. Igual que algunos de sus compañeros de equipo, que daban lo mejor de sí en un partido difícil, pero el resto del tiempo eran piltrafas humanas. Con cuánta seriedad decía cosas como: «¡Ay, papá, qué miedo da pensar que una escena con gente de verdad sigue y sigue para siempre! Igual que un autobús. ¿Qué puede detenerla?».

Y aquella expresión nostálgica en su cara cuando decía: «¿Alguna vez te has fijado en lo difícil que resulta descifrar lo que quiere decir la gente, cuando es posible que en realidad no quieran decir nada? No es igual que un guión. ¿No buscas a veces el sentido de algo que ha pasado, cuando de hecho no tiene sentido, sino que simplemente “ha pasado”? Igual que el clima».

Él meneaba la cabeza, sin saber qué coño responder. Había salido con actrices, modelos y coristas y habría jurado que conocía a las de su clase, pero Marilyn era otra cosa. Tal como le decían sus amigos, sugestivamente, dándole un codazo en las costillas: «Marilyn es demasiado, ¿eh?». Y los muy gilipollas no conocían ni la mitad de la historia.

A veces ella lo asustaba. O algo parecido. Como si una muñeca abriera sus ojos de cristal azul y uno esperara oír una jerga infantil, pero lo que decía ella era algo tan raro, y posiblemente tan profundo, como esos acertijos zen, algo que uno no entendía. Dicho con el vocabulario de una cría de diez años. Él trataba de convencerla de que la entendía. Lo intentaba.

—Mira, Marilyn, llevas diez años trabajando sin parar y eres una verdadera profesional, casi como yo; ahora te estás tomando un descanso, estás fuera de temporada, igual que yo estoy retirado, ¿entiendes?

Pero cuando llegaba a ese punto olvidaba lo que quería decir. No se le daban bien los discursos. Simplemente, era capaz de ver las semejanzas entre los dos. Cuando eres un profesional de primera y los ojos del mundo están pendientes de ti, cuando estás en plena temporada de juego, durante las finales y las series, uno no tiene que pensar en nada, y mucho menos en hacer algo. La temporada de juego consume las horas del día como ninguna otra cosa, salvo quizá la lucha en una guerra o la muerte.

—En boxeo dicen «eso sí que ha llamado su atención» cuando a un tío le dan un buen golpe —se lo dijo para que viera que la entendía, pero ella lo miró sonriente y confundida, como si le hablara en un idioma extranjero—. Lo importante es la atención —dijo él con un titubeo—. La concentración. Si uno no tiene eso… —sus palabras se dispersaron como ingrávidos globos infantiles.

Cierta vez, en la casa de Bel Air, él había entrado en el dormitorio y la había encontrado ordenando apresuradamente su ropa, a pesar de que la criada (contratada por él) llegaría unas horas después. Ella acababa de ducharse y estaba desnuda del todo salvo por una toalla que llevaba como un turbante en la cabeza. Al verlo se había comportado como si se sintiera culpable y había dicho, tartamudeando: «No en-entiendo qué ha pasado aquí. Supongo que he estado enferma».

El Ex Deportista había llegado a pensar que ella era dos personas diferentes: la mujer aparentemente ciega y distraída que dejaba un caos a su paso y la mujer inteligente y sufrida, una niña casi, que lo miraba como si fuesen dos críos de quince años que despertaran de repente y descubrieran que estaban casados. En esos momentos, el cuerpo de ella no le parecía un voluptuoso cuerpo femenino sino una responsabilidad que compartían ambos, como un bebé gigantesco.

Pero en la casa de sus padres, en Beach Street, San Francisco, él se sentía lejos de ella. Incluso cuando ella lo miraba con expresión nostálgica y culpable. Incluso cuando, fuera de la vista de la familia, ella lo pellizcaba y decía: «¡Ayúdame, me estoy ahogando!». En cierto sentido, estas cosas endurecían el corazón del Ex Deportista. Su primera esposa se había llevado bien, o razonablemente bien, con la familia de él. Y Marilyn era una chica de ensueño, a quien todo el mundo adoraba. Sin embargo, se cerraba como una ostra si alguien le preguntaba qué tal era ser «una estrella de cine», como si jamás hubiera oído una pregunta semejante. Se sonrojaba y empezaba a tartamudear si le decían que habían visto sus películas, como si estuviera avergonzada de ellas, cosa que quizá fuera así. Se había quedado sin habla, completamente turbada, cuando una de las sobrinas del Ex Deportista le había preguntado con inocencia: «¿Tu pelo es de verdad?».

Poco más tarde él había visto una expresión feroz en su cara: era Rose, la puta. Presuntuosa. Burlona. Bueno, en aquella inmunda película, Rose no era más que una camarera y una zorra. Y Marilyn Monroe, una pin-up, una modelo fotográfica, una actriz en ciernes y sólo Dios sabía qué más.

Él habría querido azotarla con un cinturón. ¿Quién coño se creía que era para mirar de esa manera a su familia?

Aunque nunca se lo había dicho, naturalmente, había estado a punto de cancelar la primera cita después de que un amigo le contara que Marilyn había estado liada con Bob Mitchum, el cual, como todo el mundo sabía, era un cocainómano y sospechoso de ser rojillo; se comentaba que ella se había quedado embarazada y que Mitchum le había provocado un aborto de una paliza.

(¿Sería cierto? El Ex Deportista sabía con qué rapidez se propagaban los rumores y cuánto mentía la gente. Había contratado a un detective recomendado por su amigo Frank Sinatra, que a su vez lo había contratado para que siguiera a Ava Gardner, de quien estaba perdidamente enamorado. Sin embargo, después de pagar seiscientos pavos, los resultados de las pesquisas habían sido «infructíferos».)

Una cosa estaba clara: mucho antes de que él la conociera, ella había posado desnuda. En Hollywood también se rumoreaba que la Monroe había hecho varias películas porno antes de cumplir los veinte, pero ninguna de estas cintas salió jamás a la luz. Después de que se casaran, un individuo que se hacía llamar «distribuidor fotográfico» se puso en contacto con un colega del Ex Deportista, diciendo que obraban en su poder unos negativos «que sin duda el marido de la señorita Monroe querría adquirir». El Ex Deportista llamó al individuo en cuestión y le preguntó sin rodeos si se trataba de un chantaje. ¿Pretendía extorsionarlo? El hombre respondió que no era más que una transacción comercial:

—Usted paga y yo le entrego la mercancía.

El Ex Deportista preguntó cuánto. El individuo mencionó una suma.

—Nada vale tanto dinero.

—Si usted ama a esa mujer, puedo asegurarle que esto lo vale.

—Puedo encargarme de que le hagan mucho daño —respondió el Ex Deportista en voz baja—. Cabrón.

—Eh, vamos, esa actitud no es la más conveniente —el Ex Deportista no respondió y el vendedor se apresuró a añadir—: Yo estoy de su parte. Soy un gran admirador suyo. Y también de la señora. Es una mujer con clase. De hecho, una de las pocas mujeres honradas en su profesión —hizo una pausa, durante la cual el Ex Deportista oyó su respiración—. Pero creo que estos negativos deberían estar fuera del mercado para que no caigan en malas manos.

Concertaron una cita y el Ex Deportista acudió solo. Examinó las fotografías durante largo rato. ¡Qué joven estaba ella! ¡Era casi una niña! Se trataba de desnudos artísticos para calendarios, del estilo del de Miss Sueños Dorados 1949, que él ya había visto en Playboy. Algunos eran más crudos, más reveladores. Un mechón de rubio vello pubiano, las delicadas plantas de los pies descalzos. ¡Sus pies! Habría querido besarlos. Ésa era la mujer a la que había amado antes de que se convirtiera en esa mujer. Antes de que fuera Marilyn. Su cabello no era rubio platino sino de un castaño claro como la miel, ondulado y largo hasta los hombros. Una jovencita de cara dulce y confiada. Hasta sus pechos parecían diferentes. Su nariz, sus ojos. La inclinación de su cabeza. Todavía no había aprendido a ser Marilyn. El Ex Deportista cayó en la cuenta de que ésa era la mujer a quien amaba de verdad. La otra, Marilyn, lo tenía cautivado, o quizá desquiciado, pero no podía confiar en ella.

En consecuencia, el Ex Deportista compró las fotos y los negativos, pagando al «distribuidor fotográfico» en metálico, tan asqueado por la transacción que fue incapaz de mirar al hombre a los ojos. Además de ser el marido de esa mujer, el Ex Deportista era un hombre honrado. Lo que el mundo sabía sobre él, sobre su virilidad, su orgullo e incluso su discreción, era todo verdad.

—Gracias, Bateador. Ha hecho lo que debía.

Igual que un boxeador entrenado para no golpear nunca excepto en defensa propia, el Ex Deportista alzó la cabeza con brusquedad ante este comentario burlón y miró a los ojos a su torturador, un individuo con cara de molusco, de raza blanca y edad indeterminada, pelo grasiento, patillas y una risueña fila de dientes empastados; entonces, sin mediar palabra, el Ex Deportista le dio un puñetazo en la boca sin mover siquiera el hombro, un excelente puñetazo para un hombre de casi cuarenta años que no estaba en su mejor momento físico y que era naturalmente un tipo tranquilo y nada camorrista. El vendedor se tambaleó y cayó. Todo tan rápido y limpio como un home run. Hasta el maravilloso ¡crac! del golpe. El Ex Deportista, ahora jadeando, todavía callado, frotándose los nudillos doloridos, se marchó a toda prisa del lugar.

Destruiría las pruebas. Las fotos, los negativos. Quemaría todo.

«Miss Sueños Dorados 1949, si te hubiese conocido entonces.»

Ir a la siguiente página

Report Page