Blonde

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Marilyn: 1953 - 1958 » Después de la boda: el montaje

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El Ex Deportista revivió una y otra vez este episodio, como quien vuelve a ver una película. Pero era su película; de nadie más. Nunca se lo contaría a la Actriz Rubia. Después, mientras la observaba ante su familia, con su forzada sonrisa fugaz, el vidrioso brillo de aburrimiento en sus ojos, se vio obligado a admitir que su esposa era incapaz de apreciar su generosidad, su indulgencia, el afecto que él sentía por su familia y los esfuerzos de su madre por complacerla. Aunque ya no se drogara, era evidente que era una maldita egocéntrica y una presuntuosa. Poco después de la comida del domingo, desapareció otra vez. ¿Adónde diablos había ido? El Ex Deportista notó que sus parientes lo observaban mientras él la buscaba. Sabiendo que en cuanto saliera de la habitación, murmurarían en italiano: «Es un asunto entre ellos; no le incumbe a nadie más. ¿Creéis que ella está embarazada?».

Ella estaba haciendo ejercicios de baile en el dormitorio. Levantando las piernas, flexionando los dedos de los pies. Llevaba un sedoso vestido color cobre que él le había comprado en Nueva York y que era poco apropiado para hacer ejercicio, y estaba descalza, con las medias llenas de carreras. Sobre la cama sin hacer, las sillas, e incluso la alfombra, había prendas de ambos, toallas húmedas y libros. Joder, él estaba harto de sus libros; prácticamente llenaban una maleta que siempre tenía que cargar él. En Hollywood bromeaban diciendo que Marilyn Monroe se creía una intelectual, cuando ni siquiera había terminado los estudios secundarios y usaba mal una de cada dos palabras que decía.

—¿Por qué te has marchado tan rápidamente? ¿A qué viene esto?

Ella le dedicó una de sus falsas sonrisas de actriz, y él le dio un golpe en la mandíbula.

No con el puño, sino con la mano abierta, con la palma.

—¡Ay, ay, por favor!

Ella se tambaleó y cayó sentada sobre la cama. Salvo por la boca pintada con carmín rojo, su cara estaba mortalmente pálida y parecía una taza de porcelana en el instante previo a hacerse añicos.

Una lágrima solitaria rodó por su mejilla. Él estaba a su lado, abrazándola.

—No, papá. Ha sido culpa mía. Ay, papá, lo siento mucho.

Ella rompió a llorar y él continuó abrazándola. Unos minutos después hacían el amor, o lo intentaban, porque al otro lado de las ventanas y de la puerta cerrada, ella oía voces amortiguadas, como olas. Finalmente lo dejaron y se limitaron a abrazarse.

—¿Me perdonas, papá? No volveré a hacerlo.

Era al Ex Deportista a quien habían invitado oficialmente a Japón, para inaugurar la temporada de béisbol japonesa de 1954, pero los reporteros, los fotógrafos y la gente de la tele estaban desesperados por ver a la Actriz Rubia. Era a ella a quien aclamaban las multitudes. En el aeropuerto de Tokio, los servicios de seguridad contuvieron a centenares de japoneses curiosos, aunque extrañamente silenciosos e inexpresivos. Sólo unos pocos llamaron a la Actriz Rubia con una misteriosa y casi monocorde cancioncilla: «¡Monchan! ¡Monchan!». Los admiradores más jóvenes se atrevieron a arrojarle flores, que caían sobre el suelo de cemento como pajarillos muertos de un tiro. La Actriz Rubia, que nunca había estado en un país extranjero, y mucho menos en las antípodas de su patria, se agarró con fuerza al brazo del Ex Deportista. Unos guardias de seguridad los escoltaron hasta una limusina. La Actriz Rubia todavía no había caído en la cuenta de lo que para el Ex Deportista era vergonzosamente claro: las multitudes habían ido a recibirla a ella y no a él.

—¿Qué significa mon-chan? —preguntó la Actriz Rubia con inquietud.

—Usted —le respondió un escolta con una risita temblorosa—. Usted.

—¿Yo? Pero este país ha invitado a mi esposo. No a mí.

Estaba furiosa por él y le apretó la mano, indignada. A ambos lados de la carretera de acceso al aeropuerto, más japoneses se congregaban para ver a la monchan sentada, rígida, en el asiento trasero de la limusina, detrás de los cristales tintados. Éstos saludaban con mayor entusiasmo del que se habían atrevido a demostrar las personas que se encontraban en la terminal, y arrojaban las flores con mayor energía, más flores y más grandes, que aterrizaban con suaves golpes secos sobre el techo y el parabrisas del vehículo. En un estremecedor casi-unísono, como robots, cantaban: «¡Mon-chan! ¡Mon-chan! ¡Mon-chan!».

La Actriz Rubia rió con nerviosismo. ¿Intentaban decir Marilyn? ¿Así se decía Marilyn en japonés?

Junto al lujoso hotel Imperial los aguardaba otra pequeña multitud. Habían cortado el tráfico. Un helicóptero de la policía sobrevolaba ruidosamente la zona.

—¿Qué quieren? —murmuró la Actriz Rubia.

Era una escena absurda salida de una película de Charlie Chaplin. Una comedia muda. Aunque la multitud no era muda, sino clamorosa e impaciente. La Actriz Rubia habría querido protestar; ¿no eran los japoneses un pueblo comedido? ¿Respetuoso de las tradiciones, exquisitamente amable? Salvo durante la guerra, recordó con horror, ¡oh, piensa en Pearl Harbor! ¡Los campos de prisioneros! ¡Las atrocidades de los japoneses! También recordó la calavera del viejo Hirohito sobre el mueble de la radio. Aquellas cuencas vacías que, si ella no tenía cuidado, taladraban sus propios ojos.

¡Mon-chan! ¡Mon-chan! —decía el cántico ensordecedor.

El Ex Deportista y la Actriz Rubia, ambos visiblemente alterados, fueron escoltados al interior del hotel mientras centenares de policías japoneses luchaban por contener a las masas.

—¿Qué quiere de mí esta gente? Creía que esta civilización era superior a la nuestra. Lo deseaba.

La Actriz Rubia hablaba en serio, pero nadie la oyó. Nadie la escuchaba. La cara del Ex Deportista estaba roja y enfurruñada. El viaje había sido tan largo, que sus carrillos estaban sombreados por una fina barba.

Cumplieron rápidamente con las formalidades en el vestíbulo del hotel y en la lujosa suite de la octava planta reservada para el Ex Deportista y su esposa. Después del saludo ceremonial de un grupo de anfitriones, siguió el saludo ceremonial de otro grupo de anfitriones. Entretanto, al otro lado de las ventanas, el cántico ¡Mon-chan! ¡Mon-chan! ¡Mon-chan! se elevaba desde la calle. Se había vuelto más apremiante, como olas agitadas por una súbita ventolera. La Actriz Rubia se dirigió a uno de los anfitriones japoneses con intención de hablarle de poesía zen y de «la calma en mitad de la tormenta», pero el hombre sonreía y asentía con tanta ansiedad, haciendo pequeñas inclinaciones de cabeza y murmurando palabras de asentimiento, que pronto se dio por vencida. Sentía la tentación de asomarse a la ventana, pero no se atrevió a hacerlo. El Ex Deportista le hacía tan poco caso como a la multitud congregada en la calle. ¿Estaban atrapados en el hotel? ¿Cómo saldrían a la calle? Ahora empieza mi castigo, pensó. Dejé que mataran a mi hijo. Eso me ha seguido hasta aquí. Quiere devorarme.

Era la única mujer en la habitación. De repente rió, corrió al cuarto de baño y se encerró con llave.

Más tarde salió despidiendo un ligero olor a vómito, temblorosa y pálida, salvo por la boca llamativamente pintada. El Ex Deportista, que era «papá» cuando estaban solos pero no entonces, habló en voz baja con ella, rodeándole la cintura con un brazo. Los anfitriones japoneses le habían dicho, a través de un intérprete, que si ella aceptaba salir al balcón durante algunos segundos, simplemente para reconocer la presencia y agradecer el homenaje de la gente, la multitud se calmaría y se dispersaría. La Actriz Rubia se estremeció.

—No pu-puedo hacerlo.

El Ex Deportista, profundamente turbado, le estrechó la cintura con más fuerza. Le dijo, con un titubeo, que él estaría a su lado. El jefe de policía de Tokio saldría al balcón con un megáfono y explicaría a la multitud que la señorita Marilyn Monroe estaba agotada por el viaje en avión y no podría entretenerlos por el momento, pero que agradecía que hubiesen ido a verla. Diría que para ella era un «gran honor» visitar la patria de los japoneses. A continuación, ella se presentaría modestamente ante ellos, pronunciaría unas pocas palabras y saludaría de manera amistosa aunque discreta. Eso sería todo.

—Ay, papá, no me obligues —dijo la Actriz Rubia lloriqueando—. No me obligues a salir ahí.

El Ex Deportista le aseguró que él estaría a su lado y que todo duraría menos de un minuto.

—Es por ellos. Para guardar las apariencias. Así ellos podrán irse a casa y nosotros, a cenar. ¿Sabes lo que significa «guardar las apariencias»?

La Actriz Rubia se apartó de su marido.

—¿Las apariencias de quién?

El Ex Deportista sonrió como si estas palabras tuvieran sentido o gracia. Repitió cuidadosamente lo que habían sugerido los anfitriones japoneses, y cuando la Actriz Rubia lo miró como si no entendiera, dijo otra vez, con mayor contundencia:

—Mira, yo estaré junto a ti. Es una cuestión de protocolo japonés. Marilyn Monroe los ha traído hasta aquí, y sólo Marilyn Monroe puede hacer que se marchen.

Por fin la Actriz Rubia pareció escucharlo. Finalmente accedió a hacer lo que le pedían. El Ex Deportista, con la cara roja de vergüenza, le dio las gracias. Ella se retiró al dormitorio a cambiarse de ropa y sorprendió a su marido regresando casi de inmediato, vestida con un traje de lanilla oscuro y un pañuelo rojo en el cuello. Se había empolvado la cara, puesto colorete y hecho algo con el pelo para que se viera más abultado y luminoso que pocos minutos antes, cuando estaba aplastado y despeinado a causa del largo viaje en avión. Durante ese tiempo, la multitud había continuado con su tétrica cancioncilla: «¡Mon-chan! ¡Mon-chan!». Se oían sirenas. Varios helicópteros zumbaban por encima de sus cabezas. En el pasillo, junto a la suite, sonaban pisadas y voces masculinas gritando órdenes. ¿Acaso el ejército imperial japonés estaba ocupando el hotel? ¿O ese ejército ya no existía, aniquilado por los aliados?

La Actriz Rubia no esperó a que la escoltaran hasta el balcón, sino que salió rápidamente, seguida por el Ex Deportista. Ocho plantas más abajo, en la calle, desde su posición privilegiada delante del hotel Imperial, un pequeño grupo de fotógrafos y cámaras de televisión grabó la escena para la posteridad. Los focos brillaban en la noche como lunas enloquecidas. El jefe de la policía de Tokio usó un megáfono para dirigirse a la multitud, que ahora guardaba un respetuoso silencio. Acto seguido, la Actriz Rubia y el Ex Deportista dieron un paso al frente. Ella alzó con timidez una mano. La muchedumbre murmuró y empezó a cantar otra vez, ahora con un tono más melodioso y sensual: «¡Mon-chan! ¡Mon-chan!». Sonriente, más tranquila, súbitamente embargada por una agridulce felicidad, la Actriz Rubia apoyó las dos manos sobre la barandilla del balcón y miró hacia abajo. Allí donde no hay caras visibles está Dios. El gentío se extendía hasta donde alcanzaba su vista, una bestia de múltiples cabezas, embelesada y expectante.

—Soy mon-chan. Os quiero —el viento se llevó sus palabras, pero la multitud aguzó el oído, haciendo un silencio absoluto—. Soy mon-chan. ¡Perdonadnos por Nagasaki! ¡Por Hiroshima! Os quiero.

No utilizó el megáfono y nadie oyó sus palabras. A pocos metros de distancia, por encima del techo del hotel, planeaba un helicóptero produciendo un ruido ensordecedor. En un ademán extravagante, la Actriz Rubia levantó las manos, cogió la hermosa peluca rubia, la separó de su pelo (que estaba peinado hacia atrás y sujeto con horquillas) y la arrojó al aire.

Mon-chan te quiere. ¡Y a ti! ¡Y a ti!

Las embelesadas caras japonesas se quedaron boquiabiertas ante la banda de pelo rubio que durante unos intrigantes segundos flotó con el viento —un frío viento del norte— y luego empezó a caer, girando en espiral, planeando de lado igual que un halcón, para desaparecer por fin en un vórtice de anhelantes manos alzadas.

Esa noche, una vez solos, la Actriz Rubia rehuyó al Ex Deportista cuando éste quiso tocarla, y dijo con rencor:

—No me respondiste. ¿Las apariencias de quién?

En su diario, unas sucintas notas sobre el viaje a Tokio:

Los japoneses tienen un nombre para mí.

Me llaman Monchan.

Me llaman «preciosa niñita».

Cuando mi alma voló de mi cuerpo.

Él no quería que ella fuera. No le parecía «buena idea» en este momento. Ella preguntó qué quería decir con «este momento». Qué diferenciaba a «este momento» de otros.

Él no respondió. Su cara enfurruñada se parecía a sus nudillos magullados.

Más tarde la Actriz Rubia protestaría: era una casualidad, ¿no? ¿Cómo iba a ser culpa de ella?

El hecho de que en Tokio, en una fiesta celebrada en la embajada de Estados Unidos, ella conociera a un coronel del ejército. ¡Tan galante! ¡Y con tantas medallas! El coronel, fascinado por la Actriz Rubia igual que todos los hombres presentes, le preguntó si estaría dispuesta a visitar a las tropas estadounidenses destacadas en Corea.

La consagrada tradición norteamericana de «levantar la moral» a los soldados. La consagrada tradición norteamericana, fotografiada por la revista Life, de que las estrellas de Hollywood actuaran gratuitamente ante una multitud de militares.

¿Cómo iba a negarse? Recordó con emoción los documentales de los cuarenta: Rita Hayworth, Betty Grable, Marlene Dietrich, Bob Hope, Bing Crosby y Dorothy Lamour «actuando ante las tropas en el extranjero».

Y dijo con voz cálida, suave e infantil: ¡Ah, sí, señor, gracias! Es lo menos que puedo hacer.

Aunque no entendía por qué las tropas estadounidenses estaban destacadas en Corea. ¿No habían firmado un armisticio el año anterior? (¿Y qué era exactamente un «armisticio»?) La Actriz Rubia explicó al coronel que ella no aprobaba la intervención imperialista estadounidense en países extranjeros, pero que entendía que los pobres soldados, lejos de casa, de sus familias y de sus novias, debían de sentirse terriblemente solos.

La política no es culpa de ellos. ¡Y mía tampoco!

Por suerte, había llevado el vestido de lentejuelas púrpura; al Ex Deportista le encantaba cómo le quedaba. Y las sandalias plateadas de tacón de aguja.

Por suerte, podía cantar de memoria, como una gran muñeca animada, canciones de Los caballeros las prefieren rubias. Cuántas veces había cantado Diamonds Are a Girl’s Best Friend, When Love Goes Wrong y A Little Girl From Little Rock. También se sabía la provocativa Kiss, de Niágara, I Wanna Be Loved by You y My Heart Belongs to Daddy. Marilyn Monroe había grabado estos temas laboriosamente, hasta en veinticinco sesiones para cada uno, y después el maravilloso equipo de sonido de La Productora había cortado las cintas y vuelto a empalmarlas para conseguir una grabación intachable.

Todas estas cosas pasaron por la mente de la Actriz Rubia mientras escuchaba al coronel. También pensó que, aunque estaba de luna de miel con el Ex Deportista, éste la amaría aún más si no estaba siempre inactiva.

Con cara de póquer le dijo al coronel: ¿Sabe una cosa? Podría recitar un monólogo de Shakespeare. ¡Y también hago mimo! El mes pasado interpreté a una anciana en su lecho de muerte. ¿Qué le parece?

La expresión del coronel. La Actriz Rubia le apretó la mano; hubiera querido besársela. Eh, era una broma.

Y así fue como el Ex Deportista se quedó solo en Japón. Él y la Actriz Rubia estaban de luna de miel, pero —como explicó a los malditos reporteros que los seguían a todas partes— había obligaciones profesionales ineludibles. El Ex Deportista viajó por todo el país para asistir a distintos partidos de béisbol, sin su rubia esposa actriz pero acompañado por una comitiva, y en todas partes recibió honores, orgulloso y agradecido, en su papel de gran jugador de béisbol estadounidense. Un día tras otro lo homenajearon con comidas e interminables cenas. (Donde más de una vez le pareció ver algún movimiento en las repulsivas exquisiteces que esperaban que comiera; ¡Dios, lo que habría dado por una hamburguesa con queso y patatas fritas, unos espaguetis con albóndigas o incluso un risotto apelmazado!) ¿Pasó quizá una ebria velada con geishas? Era lo menos que merecía un hombre en Japón. Un hombre que viaja sin su esposa, solterón por naturaleza, indignado con su mujer mientras todo el mundo insistía en preguntar: «¿Dónde está Marilyn?».

Cuando era a él, al Ex Deportista, a quien habían invitado a Japón.

Cuanto más pensaba en ello, más se enfurecía con su mujer. Largarse de esa manera, dejándolo solo. ¡Antes de casarse había fingido que le gustaba el béisbol! El Ex Deportista se había quedado de una pieza al oírle decir a un periodista japonés: «Todos los partidos de béisbol son iguales, aunque con pequeñas variaciones. Igual que el clima, ¿no? ¿Como un día casi idéntico al siguiente?».

No; jamás la perdonaría. Tendría que arrastrarse mucho para que lo hiciera.

En medio de una multitud de fotógrafos y cámaras de televisión, la Actriz Rubia, escoltada por personal militar, subió al avión que la llevaría en un turbulento vuelo hasta Seúl, la capital de Corea del Sur, y a continuación viajó en un aún más incómodo helicóptero hasta los campamentos de la marina y el ejército, emplazados en el interior. La Actriz Rubia vestía ropa militar: pantalones largos, camisa y chaqueta caquis y pesadas botas con cordones. Una gorra de la infantería, sujeta a su mentón con una correa con hebilla, protegía su cabeza de los vientos helados. (Porque estaban en febrero, ¡pero este febrero no se parecía en nada al de Los Ángeles!) De no ser por sus maravillosos ojos azules, grandes y con largas pestañas, y por su boca pintada de rojo intenso, habría pasado por una niña de doce años.

¿Estaba asustada Marilyn? Demonios, no. No tenía nada de miedo. Quizá no supiera que los helicópteros sufrían accidentes, sobre todo con fuertes vientos como los que soplaban en ese momento. Puede que hasta creyera que si ella iba en el helicóptero, éste no podía estrellarse. O quizá, tal como nos aseguró con su vocecilla de niña, sólo pensara: cuando te llega la hora, te llega. Si no, no.

Un cabo, un reportero del Stars & Stripes, fue designado para acompañarla a los campamentos. Éste contaría en su artículo que la Actriz Rubia había sorprendido a todos los que viajaban en el helicóptero —¡en especial al piloto!— preguntando si por favor podían sobrevolar el campamento antes de aterrizar para que ella pudiera saludar a los hombres desde el aire. De modo que el piloto vuela bajo sobre el campamento, la Actriz Rubia pega la nariz al cristal y saluda con la mano, entusiasmada como una niña, a los pocos hombres dispersos que la ven y la reconocen. (Naturalmente, todos los soldados saben que Marilyn llegará en un momento u otro, pero ignoran la hora exacta de su llegada.)

Otra vez, por favor, pide la Actriz Rubia, y el piloto ríe igual que un niño, da la vuelta y vuelve a volar sobre el campamento, como un péndulo, mientras el viento nos sacude, y la Actriz Rubia saluda otra vez con la mano a los hombres, que ahora son más y corren detrás del helicóptero igual que colegiales alborotados. Ahora aterrizaremos, pensamos, pero entonces la Actriz Rubia nos desconcierta aún más diciendo: Démosles una sorpresa, ¿eh? Abrid la puerta y sujetadme en el aire. No podemos creer lo que esta loca maravillosa pretende hacer, pero ella está convencida de que debe hacerlo, quizá pensando que se trata de una película; imagina cómo la verán desde el suelo, la vista aérea y la terrestre alternativamente, y es una escena llena de suspense, de modo que se tiende en el suelo del helicóptero, nos dice que la sujetemos por las piernas y de súbito todos participamos en su película; abrimos a medias la puerta deslizante y poco falta para que el fuerte viento nos haga dar una vuelta de campana, pero Marilyn está decidida, hasta se quita la gorra (¡para que vean quién soy!), se asoma por la puerta y está a punto de caer, pero no tiene miedo sino que se ríe de nosotros porque estamos aterrorizados, cogiendo sus piernas con tanta fuerza que seguramente le dejamos hematomas, y debía de dolerle, por no mencionar el viento helado, aunque el piloto le hace caso, pues a estas alturas debe de estar pensando igual que ella, igual que todos nosotros, que si te llega la hora, te llega y si no, no.

Así que sobrevolamos el campamento con Marilyn Monroe suspendida en el aire, saludando y lanzando besos a los hombres, gritando: ¡Ah, os quiero, soldados norteamericanos!, y no una vez ni dos, sino tres. ¡Tres veces! A estas alturas todo el mundo está fuera: oficiales, el comandante, todos. Salen de la cocina, de la enfermería, en pijama; de las letrinas, sujetándose los pantalones. «¡Marilyn! ¡Marilyn!», grita todo el mundo. Hay quien se sube a los techos y a los depósitos de agua, y algunos desgraciados caen y se rompen un hueso. Un tipo que sale de la enfermería tropieza y la multitud lo pisotea. Es una escena de una turba. Igual que la hora de comer en un zoológico, con gorilas y monos corriendo. La policía militar tiene que apartar de la zona de aterrizaje a los muchachos más descontrolados.

El helicóptero aterriza y Marilyn Monroe baja flanqueada por nosotros, que tenemos toda la pinta de haber recibido un tratamiento de electrochoque y de haberlo pasado en grande. Marilyn tiene las blancas mejillas y la nariz congeladas; esos grandes y vidriosos ojos azules con largas pestañas, brillantes, y el pelo desgreñado, un pelo de un color que sólo hemos visto en las películas y que no creíamos que fuese real, pero lo es, y con lágrimas en los ojos exclama: ¡Oh! ¡Oh! Éste es el día más feliz de mi vida, y si no la hubiésemos detenido, habría corrido a tocar las manos tendidas de los hombres, los habría besado y abrazado como si fuese la novia de todos recién llegada de la patria. La multitud le habría demostrado su amor descuartizándola; locos de amor por Marilyn, le habrían arrancado el alborotado pelo rubio de raíz, de modo que tuvimos que sujetarla y ella no se resistió, sino que dijo, como si se tratara de una profunda verdad zen que acabara de revelársele con claridad prístina: Éste es el día más feliz de mi vida. ¡Oh, gracias!

Y era evidente que hablaba en serio.

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