Blonde

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Marilyn: 1953 - 1958 » Después del divorcio

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Después del divorcio

—Una entrada.

La taquillera del cine Sepulveda de Van Nuys, una gorda con el pelo rubio oxigenado, bizca como una muñeca a la que le hubieran torcido la cabeza, masticaba un chicle de menta y alargó una entrada a Norma Jeane sin mirarla dos veces.

—Viene mucha gente a ver la película, ¿no?

La taquillera, masticando el chicle de menta, asintió con la cabeza.

—No sé quién me ha dicho —prosiguió ella— que Marilyn Monroe es de Van Nuys. Que fue al Instituto de Van Nuys.

La taquillera, masticando el chicle de menta, se encogió de hombros. Dijo con voz aburrida:

—Sí, eso creo. Yo terminé el bachillerato en 1953. Ella es mucho mayor.

Una noche de julio de 1955. En el cine de barrio al que catorce años antes, en su infancia perdida, había ido con un chico llamado Bucky Glazer la primera vez que «salieron» juntos. Para cogerse las manos sudadas y «darse el lote» en la parte trasera del cine, entre olores grasientos de palomitas, brillantina y laca. Donde Norma Jeane y Elsie Pirig ganaron una docena de platos grandes de plástico verde claro, exquisitamente decorados con flores de lis. ¡La emoción de tener la entrada ganadora! ¡Que las llamaran al escenario y todos aplaudieran! ¿Qué te había dicho, cariño? ¡Es nuestra noche de suerte! Tía Elsie estaba tan emocionada que abrazó a Norma Jeane y le dejó en la mejilla una mancha de lápiz de labios, pero sería la última vez que fuera con tía Elsie al cine Sepulveda.

Me has partido el alma. Ningún marido me ha hecho tanto daño.

Y cuántas veces, en aquel cine, sola o acompañada, años antes, había caído en trance pensando en la Bella Princesa y el Príncipe Encantado. Su corazón suspiraba por el destino de aquella hermosa pareja. Ansiaba ser ellos. Pero también, en cierto modo, ser amada por ellos. Ser transportada a su mundo perfecto, gozar de su belleza y su amor, y nunca habría silencio en aquel mundo, sino siempre música, música ambiental; nunca estaría en peligro de luchar y debatirse, como quien teme ahogarse en un mar picado.

En la marquesina del cine se alzaba un cartel de tres metros con Marilyn Monroe en la famosa escena de La tentación vive arriba. La rubia y alegre Marilyn con las piernas abiertas, la plisada falda marfil ondeando en el aire y dejando al descubierto pantorrillas, muslos y bragas de algodón blancas y ceñidas.

¡Mírate! Zorra. Tetas y coño en la cara de todo el mundo.

Hasta Norma Jeane levantó la mirada hacia la marquesina. Viendo y no viendo a la vez. Mi mujer no. ¿Entendido? Lo había entendido. Los oídos le pitaban a causa de los golpes recibidos y aún oía aquel pitido, a lo lejos. Mezclado con los rápidos latidos del pulso. Pero no volverá a pegarme. Nadie lo hará.

Era un buen momento para ella. Aquel mes. El anterior no había sido tan bueno, ni los previos. Desde la separación y el divorcio, en octubre. Se había mudado de casa varias veces. Había cambiado de número de teléfono más veces aún. Su ex marido la había amenazado. Su ex marido la seguía. La llamaba. Ella no se lo dijo a nadie. No podía traicionarlo más. QUIEBRA DE UN MATRIMONIO DE NUEVE MESES. LA VERDADERA HISTORIA DE MARILYN. No había contado a nadie la verdadera historia. No conocía la verdadera historia. MARILYN VISTA EN EL HOSPITAL CON CONTUSIONES GRAVES. No la había visto nadie. Ni siquiera la pareja predestinada. No la habían llevado al hospital ni a ningún otro sitio. La había atendido el médico del hotel. Hora y media después, a las cinco de la madrugada, Whitey entró discretamente en las lujosas habitaciones de las que se había ido el Ex Deportista y con sus manos mágicas camufló rasguños, incluso una moradura en el ojo izquierdo. Llena de gratitud, había cubierto de besos las manos de Whitey. Al ver en el espejo su rubia belleza restaurada.

Ya que no en el corazón, en el espejo. Y allí estaba su Amiga Mágica, rubia y triunfante, encaramada en lo alto de la marquesina del cine Sepulveda, riendo como si nunca le hubiera ocurrido nada desagradable y nunca le fuera a ocurrir.

—… fue al Instituto de Van Nuys. Curso del cuarenta y siete.

—¿Está segura? Creía que fue más tarde.

Pero no terminé los estudios. En cambio, me casé.

Avanzando por el vestíbulo, y quizá la mirasen algunos (era una forastera al fin y al cabo, y Van Nuys era una población pequeña), pero nadie la reconoció ni la reconocería. Nadie reconocía a Norma Jeane si ella no quería que la reconociesen, en ocasiones no tenía empacho en ponerse una peluca, porque cuando no era Marilyn no era Marilyn. No aquella noche, con su rizada y morena peluca de perrito de aguas, con gafas negras de montura de plástico rojo, sin maquillaje, sin ni siquiera lápiz de labios, con un vestido de ama de casa, de rayón azul oscuro, con cinturón y botones forrados de tela, y calzada con unas zapatillas de bailarina baratas. Andando con el culo apretado, como si le hubieran puesto una inyección de novocaína en la nalga. Inadvertida para los mismos cinéfilos que veían a Marilyn Monroe en los carteles y fotos del vestíbulo, y hablaban de ella, de la chica que había ido al Instituto de Van Nuys a mediados de los años cuarenta, sí, pero entonces no se llamaba Marilyn Monroe, ¿cómo se llamaba?

—La adoptó un matrimonio de aquí. El tipo ese del almacén de chatarra de Reseda. Pisig, ¿no? Pues ella se fugó de casa. Parece que Pisig la violó, aunque se ocultó todo.

Norma Jeane deseó volverse para quejarse ante aquellos desconocidos: «No sabéis nada de mí ni del señor Pirig. ¡Dejadnos en paz!».

La verdad es que lo que dijeran aquellos desconocidos le traía sin cuidado. Lo que dijeran de ella y de cualquier otra persona o cosa.

El vestíbulo del Sepulveda no había cambiado apenas. Con qué claridad recordaba las paredes rojas de falso terciopelo, los espejos de marco dorado y la moqueta de pelo rojo, una sucia esterilla de plástico desde la taquilla hasta la puerta. Las fotos de las películas en cartel y de los «próximos estrenos» estaban en los mismos lugares de las paredes. Norma Jeane se había metido a veces en el vestíbulo para ver las fotos y los próximos estrenos. ¡El mundo estaba lleno de promesas! Siempre películas nuevas, siempre programas dobles. Salvo cuando una película era un éxito colosal (como La tentación vive arriba), todos los jueves cambiaban el programa. Algo que esperar con impaciencia. Nunca habría deseos de suicidarse, ¿verdad?

El portero era un adolescente con uniforme de acomodador, ojos acongojados y mejillas cubiertas de granos. Norma Jeane sintió pena por él, ninguna chica querría besarlo.

—Hay mucha gente esta noche. Y eso que estamos entre semana, ¿verdad? —dijo con una sonrisa.

El portero se encogió de hombros, rasgó la entrada y le devolvió el resguardo. Murmuró algo que sonó como:

—Sí, eso parece.

Era un acomodador, trabajaba en el cine. Había visto muchas veces La tentación vive arriba. La película estaba en cartel desde mediados de junio. Al mirar a Norma Jeane había visto a una mujer con edad para ser su madre. ¿Por qué iba a ofenderle su indiferencia? No estaba ofendida.

¡Estaba contenta! Aliviada. Porque nadie la reconocía. Porque podía pasear sola por el mundo, de aquella manera. Una mujer soltera. Una mujer sola. Sin anillos en la mano izquierda. Las huellas del anillo de compromiso y de la alianza le habían desaparecido del dedo. Se los había quitado aquella noche en el Waldorf-Astoria, con crema facial. Girándolos y tirando de ellos hasta que pasaron por el nudillo. Le extrañó tener los dedos hinchados, como la cara. Como si hubiera sufrido una reacción alérgica.

El médico del hotel le había puesto una inyección de Seconal para «calmarle los nervios», porque estaba histérica y hablaba de lesionarse ella misma. Al día siguiente, a primera hora de la tarde, el solícito Doc Bob le puso otra inyección.

Aquello había sucedido hacía meses. No le administraban Seconal por vía intravenosa desde noviembre.

¡No necesitaba medicamentos! A veces, sólo para dormir. Pero ahora estaba en un buen momento. Había acabado por comprender que en la vida siempre debe haber buenos momentos para compensar los malos. Y aquél era un buen momento, porque se había instalado por fin en una casa alquilada al sureste de Westwood y tenía amistades (no relacionadas con el cine) que se preocupaban por ella y en las que podía confiar. ¡Sí, lo creía! Y los ejecutivos de La Productora volvían a quererla. Y la habían perdonado. Porque la última película les estaba dando más dinero que Los caballeros las prefieren rubias. Y le pagaban un salario de mil quinientos dólares. Pero lo aceptaba, por el momento. Se sentía dichosa de estar viva, por el momento. Tal vez te mate y luego me mate yo. Estaríamos mejor muertos. Pero él no la había matado ni iba a matarla. Se había librado de él. Lo amaba, pero se había librado de él. No la había dejado embarazada ni sabía nada del niño. Ni siquiera cuando ella lloraba en sueños lo había sabido. Él la estrechaba entre sus brazos, ella lo llamaba papá y él la consolaba, pero no lo había sabido en ningún momento. Por fin, en octubre, él había aceptado las condiciones del divorcio y prometido no molestarla, pero ella tenía razones para creer que a veces la seguía. Vigilaba la casa de Westwood. O había contratado a alguien que lo hiciera. O había más de un espía. ¡Salvo que fueran imaginaciones suyas! Sin embargo, no había imaginado al hombre sin cara que la había seguido con un Chevrolet gris por la calle residencial de Westwood donde vivía y que luego, en Wilshire, había acelerado para no perderla de vista, y ella había procurado mantener la calma, respirando profundamente y contando las respiraciones mientras conducía entre el tráfico, y al ver una oportunidad dobló rápidamente hacia el aparcamiento de un banco y segundos después dio media vuelta en una travesía y apretó el acelerador, sin ver en el retrovisor el Chevrolet gris pero cruzando un semáforo en el momento en el que pasaba del ámbar al rojo, riendo, entusiasmada como una niña, corriendo hacia el norte por la autovía de San Diego, rumbo a Van Nuys. «¡No me alcanzaréis! Nadie me alcanzará!»

Llegó a Van Nuys eufórica. Salió de la autovía y pasó por delante del instituto, que había sido ampliado después de la guerra, y no sintió nada, ninguna emoción, salvo un ligero pinchazo de contrariedad porque el señor Haring no se había acercado a ella después de irse del instituto, y eso que en un sueño que solía tener imaginaba que su profesor de lengua y literatura se presentaba en casa de Pirig, llamaba al timbre y preguntaba a la atónita Elsie Pirig si podía hablar con Norma Jeane, y luego la reprendía con seriedad y le preguntaba por qué había dejado los estudios sin decírselo a él, una muchacha tan joven y que tanto prometía… «Una de mis mejores alumnas desde que me dedico a la enseñanza.» Pero el señor Haring no había ido a salvarla. No le había escrito cuando ella había pasado a ser Marilyn Monroe. ¿No estaba orgulloso de ella? ¿O estaba avergonzado, como su ex marido? «Estaba enamorada de usted, señor Haring. Pero creo que usted de mí no.» Era una escena de película, pero no original ni convincente, porque no había palabras apropiadas y en su desesperación adolescente Norma Jeane no había sido capaz de descubrirlas.

Siguió conduciendo. Derramando lágrimas y con el corazón latiéndole con fuerza. Por el municipio de Van Nuys, que parecía más próspero que durante la guerra, más viviendas residenciales, más comercios, Van Nuys Boulevard, y Burbank, y allí estaba la farmacia Mayer’s, con una nueva fachada de bonitas baldosas blancas (¿seguiría estando en el interior aquel precioso espejo de esquinas biseladas?), y entre la euforia y el miedo recorrió Reseda y pasó por delante de la casa de los Pirig, ¡la casa!, adornada ahora con un revestimiento de asfalto que quería recordar al ladrillo rojo, pero por lo demás igual que siempre. ¡Allí estaba la ventana del desván de Norma Jeane! Se preguntó si los Pirig seguirían aceptando niños sin hogar. Frunció la nariz; olía a caucho quemado. Y el aire parecía ligeramente borroso. Sonrió al ver que Warren Pirig había ampliado la empresa y ahora tenía también un solar adjunto. Coches desguazados, una furgoneta y tres motos EN VENTA. Había estado repitiéndose que los Pirig también la habían abandonado, aunque la verdad es que Elsie Pirig le había escrito a La Productora y ella, dolida y furiosa, había roto las cartas. ¡Qué venganza más dulce! «Paso en coche por delante de vuestra horrible casa. Ahora soy “Marilyn Monroe”. Estáis dentro, es hora de cenar, y no pienso detenerme para saludaros. Os gustaría verme ahora, ¿eh? Ahora sí me mirarías, ¿verdad, Warren? Me invitarías a una cerveza fría, como a una adulta. Me tendrías respeto. Me pedirías por favor que me sentara, y me mirarías sin parar, y yo diría: “Warren, ¿no me quisiste ni siquiera un poco? Debiste de darte cuenta de lo mucho que yo te amaba”. Y yo sería educada con Elsie. Ah, sería generosa. Simpática como la Vecina de Arriba de La tentación vive arriba. Como si nada hubiera sucedido entre nosotros. No me quedaría mucho porque explicaría que tenía otro compromiso en Van Nuys; me iría tras prometeros que os enviaría entradas de prensa para mi próximo estreno hollywoodiense y nunca más sabríais de mí. ¡Mi venganza!»

Pero se había echado a llorar. Humedeciendo la pechera del vestido de rayón azul oscuro, de ama de casa.

Una actriz se inspira en todo lo que ha vivido. En toda su vida. En su infancia sobre todo. Aunque no recuerdes la infancia. Crees que sí, pero no es cierto. Ni siquiera el período en que fuiste mayor, la adolescencia. Creo que buena parte del recuerdo es sueño. Improvisar. Volver al pasado para cambiarlo.

¡Pues sí! Estaba contenta. La gente era buena conmigo. Incluso mi madre, que cayó enferma y no podía ser mi madre, y mi madre adoptiva de Van Nuys. Un día, cuando sea una actriz seria e interprete obras de Clifford Odets, Tennessee Williams y Arthur Miller, rendiré homenaje a estas personas. A su humanidad.

—Vaya. ¿Ésa soy yo?

La sorpresa era que La tentación vive arriba era muy divertida. La Vecina de Arriba, el objeto de las fantasías estivales de Tom Ewell, estaba graciosa. Norma Jeane empezó a relajarse. Se pegaba los nudillos a la boca, se echaba a reír. Bueno, había tenido mucho miedo de aquello, miedo de verse, y fue una revelación: lo que la gente de Hollywood y los críticos habían dicho era verdad.

Marilyn Monroe es una actriz natural. Como Jean Harlow en sus papeles provocativos. Como una Mae West infantil.

No había visto La tentación vive arriba desde junio, cuando se estrenó en Hollywood, y entonces se había apoderado de ella un pánico aislante incluso antes de que comenzara la proyección, aunque puede que estuviera agotada por la melancolía, el Nembutal con champán y las tensiones del divorcio, y hubiera visto el gigantesco rectángulo en tecnicolor a través de una neblina, como bajo el agua, y hubiese oído las risas de los demás como un zumbido, y hubiera tenido que hacer un esfuerzo para no dormirse, embutido el despampanante cuerpo en un vestido de noche sin tirantes, tan apretado por la pechera que apenas podía respirar, el cerebro falto de oxígeno y los ojos empañándosele en la marilynesca máscara de cerámica que Whitey, su maquillador, le había esculpido encima del color cetrino y enfermizo de la piel y las contusiones del alma. Obligada a levantarse al final de la proyección, ella y el protagonista masculino, Tom Ewell, parpadeando y sonriendo al público que aplaudía, a duras penas había conseguido no desmayarse, y después recordaría muy poco de la velada, sólo que había estado allí. Y durante el período de filmación en Nueva York, mientras su matrimonio se deshacía como el papel mojado, y después en Hollywood, en La Productora, se había negado a ver el metraje rodado durante la jornada, temerosa de ver algo que le impidiera continuar. Pues el veredicto del Ex Deportista había sido tajante y le resonaba en los oídos: «Enseñar el cuerpo de esa manera. Me prometiste que esta película sería diferente. Das asco».

¡Pero no! La Vecina de Arriba no daba asco. A Tom Ewell no le daba asco. Su cómica historia de amor no era más que… una comedia. ¿Y qué es la comedia sino la vida vista como carcajada y no como llanto? ¿Qué es la comedia sino negarse a llorar y echarse a reír? ¿La risa era siempre inferior a las lágrimas? ¿Era siempre la comedia inferior a la tragedia? ¿Todas las comedias, todas las tragedias?

—A lo mejor ya soy actriz.

Había que creer, al ver a Marilyn Monroe en aquella cinta intrascendente, que era una actriz consumada, con pleno dominio de sus recursos, acaparando casi todas las escenas con su cálida vocecita infantil, los vibrantes movimientos de su cuerpo voluptuoso, su inocente cara de niña. Se percibía a la Vecina de Arriba a través de los ávidos ojos de Tom Ewell, así que el espectador se reía de él, de aquella torpe fantasía adolescente que estaba tan cerca de realizarse y al mismo tiempo tan lejos; tan al alcance de la mano y sin embargo tan escurridiza. ¡Y aquello era divertido! La lujuria frustrada de un adulto, de un hombre casado, de un adúltero en potencia, resultaba divertida. Los espectadores del Sepulveda reían y Norma Jeane también reía. Y qué sano era reír con los demás. Nos hace humanos a todos. No quiero estar sola.

Norma Jeane casi se sentía orgullosa. Allí estaba aquel rubio yo de la pantalla, entreteniendo a perfectos desconocidos, haciéndolos reír para que contemplaran con optimismo la locura humana, y a sí mismos. ¿Por qué había menospreciado su talento su ex marido? ¿Y a ella? Estaba equivocado. No doy asco. Esto es una comedia. Esto es arte.

Pero no todos los espectadores reían. Dispersos en las filas de butacas había hombres solos que miraban la pantalla con una sonrisa tirante. Uno, gordo y cuarentón, con un bulto en la nuca que parecía una papada mal colocada, se había sentado cerca de Norma Jeane y la observaba aunque tenía la atención puesta en la Marilyn Monroe de la pantalla; sin reconocerla, quizá sin verla más que como mujer joven sentada a un metro de él en un cine a oscuras. Me está introduciendo en sus fantasías sobre Marilyn. Quiere que vea lo que hace con las manos.

Norma Jeane se levantó de súbito y se sentó varias filas por detrás del hombre solo y al otro lado. Junto a un joven matrimonio que se reía con la película. ¡Se sentía ofendida! Aquello sí daba asco. O quizá sólo lástima. El hombre solo de cuello gordo no se volvió para mirar a Norma Jeane, pero siguió con lo suyo, pícara, subrepticiamente, encorvado en su butaca. Norma Jeane dejó de prestarle atención y se concentró en la película. Quiso recordar lo que había estado sintiendo…, ¿era orgullo? ¡La sensación del trabajo bien hecho! Puede que las críticas favorables no hubieran exagerado, que Marilyn Monroe fuera realmente una actriz con dotes. Puede que no sea un desastre. Que no haya motivos para renunciar. Para castigarme. Aunque sonreía al ver a la Vecina de Arriba a través de los ojos del caliente Tom Ewell, un rodríguez, Norma Jeane estaba distraída pensando en las veces que había tenido que cambiar de butaca cuando iba sola al cine de adolescente. Mientras miraba extasiada a la Bella Princesa y al Príncipe Encantado había acabado por advertir que otros, hombres solos, la miraban a ella. En el Sepulveda y en otros lugares. ¡El Grauman de Hollywood Boulevard había sido el peor! Cuando era pequeña y vivía en Highland Avenue. Hombres solos en la última sesión de tarde, comiéndosela con los ojos en la oscuridad. Como si no pudieran creer en la suerte que les había tocado, una niña sola en el cine. Gladys le decía que no se sentara «cerca» de ningún hombre en el cine, pero el problema era que los hombres cambiaban de asiento para acercarse a ella. ¿Cuántas veces podía cambiar de asiento una niña? Una vez, en el Grauman, un acomodador la había enfocado con la linterna y la había reñido. Gladys le había dicho que no hablara con hombres, pero ¿y si los hombres le dirigían la palabra? Le habían dicho que al volver a casa fuese siempre por el bordillo de la acera. Cerca de las farolas. Para que me vieran. Si alguien trata de abalanzarse sobre mí. ¿Era por eso?

Norma Jeane reía con los demás, aunque se dio cuenta de que había otro hombre solo a su izquierda, dos butacas más allá. ¿Por qué no se había fijado en él antes de sentarse allí? El hombre se adelantó de forma brusca para mirarla. Un cuarentón de aspecto juvenil, gafas redondas, mentón hundido y rasgos algo infantiles que le recordó a… ¿al señor Haring? ¿Su profesor de lengua y literatura? Pero el hombre solo estaba casi calvo. Norma Jeane no se atrevía a mirarlo abiertamente. Si era el señor Haring, los dos lo sabrían cuando terminase la película; si no, no. Norma Jeane esbozó una sonrisa forzada en espera de la escena siguiente. Era la más famosa de la película: la Vecina de Arriba en la calle, con el vestido marfil de pechera ceñida, sin medias y con zapatos de tacón alto, de pie en la reja del metro mientras las ráfagas de aire le suben la falda y el tráfico de Lexington Avenue prácticamente se detiene. La escena de la película, y eso lo sabía ella, era muy diferente de las fotos publicitarias. Para que no la condenara la Legión Católica de la Decencia, La Productora la había censurado a conciencia: la falda de la Vecina se levanta sólo hasta la rodilla y en ningún momento se entrevén las bragas blancas. Era la escena que esperaban todos los espectadores, ya que las fotos se habían distribuido por todo el mundo, la deslumbrante falda blanca, la rubia cabeza echada hacia atrás, la sonrisa extasiada y soñadora, como si las ráfagas de aire copularan con ella o, en cierto modo, como si con las manos invisibles tras el flotante vestido se estuviera masturbando: una postura vista de frente, de perfil, por detrás, de medio perfil, con tantos enfoques fotográficos como ojos para percibirla. Norma Jeane esperaba esta escena sin olvidar al hombre solo que tenía cerca. ¿Sería el señor Haring? Pero ¿no estaba casado? (A lo mejor se había divorciado y vivía solo en Van Nuys.) ¿La conocería? Tenía que haber reconocido a la Marilyn de la película, su antigua alumna, pero ¿la reconocería a ella? Habían pasado muchos años. Ya no era una niña.

¡Qué extraño! La Vecina de Arriba parecía un ser distinto de la actriz agobiada y angustiada que la había encarnado. Norma Jeane recordaba las noches de insomnio pasadas incluso tomando Nembutal. Y Doc Bob le había recetado Benzedrina para reanimarla. Había estado muerta de preocupación por su vida conyugal. El Ex Deportista había querido visitar el plató, aunque no soportaba el cine, ni el aburrimiento que le producía, ni, como él mismo decía con estremecedora literalidad, «lo muy falso que es todo eso». Como si hubiera creído que las películas eran reales. Que los actores recitaban su papel espontáneamente, sin seguir un guión. Norma Jeane no quería creer que se hubiera casado con un ignorante, con un ignorante y un inculto que además era idiota; no, amaba de verdad a su marido y desde luego él la amaba a ella. Era el centro de su vida sentimental. Su misma virilidad dependía de ella. Así pues, había tenido que interpretar el papel de la Vecina, había tenido que hacer comedias banales, comedias de relleno, mientras su marido la fulminaba en silencio con la mirada, a un lado del plató. Había puesto incómodo a todo el mundo, pero allí había estado, sin faltar casi ningún día, aunque en su vida profesional, como promotor de béisbol y presunto asesor de fabricantes de artículos de deporte, tenía sin duda muchas cosas que hacer.

Nerviosa en su presencia, Marilyn tenía que repetir las escenas una y otra vez. «Quiero que salga bien. Sé que puedo hacerlo mejor.» El director había perdido la paciencia en ocasiones, pero siempre había cedido. ¿Se puede mejorar una escena por muy bien que haya salido ya? ¡Sí!

Con la misma expresión de condena que el viejo Hirohito del mueble de la radio, el Ex Deportista la miraba. Apretaba las mandíbulas mientras pensaba en su familia, allá en San Francisco, en su querida mamá, que vería aquello. ¡Esa basura! ¡Basura obscena! Después de esta película se acabó, ¿me oyes?

Lo que le enfurecía era la naturalidad con la que se trataban Marilyn y Ewell, el protagonista masculino. ¡Los dos juntos, riendo! Cuando él estaba con Marilyn, no estaba tan alegre; ella reía poco; él reía poco; ella quería hablar con él, abandonaba y luego se sentaba, a cenar por ejemplo, y comía en silencio. A veces incluso le preguntaba si podía leer un guión o un libro. Lo había animado a ver la televisión, cuando daban algún partido o noticias deportivas. ¡Nunca le perdonaría que lo hubiera dejado plantado en Japón para irse a «animar» a los soldados destacados en Corea! La publicidad internacional que había seguido al acontecimiento había eclipsado al Ex Deportista, que había recibido en Japón el homenaje de las multitudes, aunque habían sido grupúsculos comparados con las hordas que aclamaban a Marilyn Monroe. En total, más de cien mil soldados estadounidenses la vieron con un escotado vestido de lentejuelas púrpura y zapatos de tacón alto y punta descubierta, y la oyeron cantar Diamonds Are a Girl’s Best Friend y I Wanna Be Loved by You, al aire libre, con una temperatura bajo cero y echando vaho por la boca. Sospechaba que su mujer había tenido un breve idilio con el joven y enamoradísimo cabo de Stars & Stripes que la había acompañado en Corea. Sospechaba que había tenido un idilio aún más breve, un polvo rápido a lo sumo, con un joven intérprete japonés de la Universidad de Tokio que a sus ojos parecía una anguila en posición vertical. En Nueva York, en el plató, había tenido poderosas razones para creer que Marilyn y Tom Ewell se escapaban durante los descansos para hacer el amor en el camerino de éste. ¡Había una relación cálida, humorísticamente sexual entre ellos! El Ex Deportista no era celoso, pero todos los del plató lo sabían, y tal vez todo el mundillo de Hollywood. ¡Y se reían de él, del cornudo!

Su padre y sus hermanos le habían hablado con franqueza. ¿Es que no puedes controlarla? ¿Qué clase de matrimonio tenéis tú y ésa?

Al final no había sido capaz de amarla. De hacer el amor con ella. Como hombre. Como hombre había sido… el gran Bateador de los Yanquis. Y la había odiado también por eso. Sobre todo por eso. Exprimes a un hombre hasta secarlo. Estás muerta por dentro. No eres una mujer normal. Espero que Dios no te dé hijos nunca.

Ella se quejaba diciendo que por qué odiaba a Marilyn si había amado a Marilyn. ¿Por qué odiaba a la Vecina de Arriba? La Vecina era muy dulce y buena, y sensata y simpática. Claro que era una fantasía sexual masculina, un ángel del sexo, pero era para que hiciese gracia, ¿no? ¿Es que no era divertida la sexualidad? No hacía daño. La Vecina de Arriba invitaba a reírse de ella y con ella, pero no era una risa cruel.

—Gusto porque no soy irónica. No me han herido, así que no puedo herir.

El adulto aprende a ser irónico cuando sabe lo que es el dolor, la desilusión y la vergüenza, pero la Vecina de Arriba puede eliminar ese conocimiento.

La Bella Princesa bajo la forma de joven promesa neoyorquina a mediados de los años cincuenta.

La Bella Princesa sin Príncipe Encantado. Pues ningún hombre está a su altura.

La Bella Princesa anunciando dentífricos, champús, bienes de consumo. Es gracioso, no trágico, que se utilice a chicas guapas para vender tales productos; ¿por qué Otto Öse no veía la parte cómica del asunto? «El Holocausto no lo es todo.» En realidad (como le dijo al señor Wilder, el director de la película) fue una paradoja profunda y maravillosa que Norma Jeane, en La tentación vive arriba, con el personaje inventado de Marilyn Monroe, tuviera la oportunidad de purgar ciertas humillaciones de su joven vida, no como tragedia sino como comedia.

¡Y luego la escena de la falda levantada! Más de cuatro horas de rodaje en Nueva York, en ese tiempo su matrimonio se fue a pique y no se aprovechó ni un fotograma de aquel metraje. El metraje definitivo se rodó en Hollywood, en las dependencias de La Productora, en un estudio particular insonorizado. Ninguna multitud de hombres boquiabiertos pegados a los cordones de la policía. La escena de la falda levantada fue simpática, breve y nada más. Sin nada que impresionase. Sin nada que excitara. El Ex Deportista no había visto esta escena en la película definitiva. La Vecina chilla, ríe y se da manotazos a la falda, las bragas no se ven y… y ya está.

—Señorita, señorita.

El hombre solo sentado junto a Norma Jeane se dirigía a ella, pícaramente encogido. Norma Jeane sabía que no debía hacerle caso, pero miró con desamparo hacia donde estaba el hombre, medio pensando que era en definitiva el señor Haring y que la había reconocido, aunque advirtió, al ver sus rasgos inmaduros y extrañamente corroídos, las gafas redondas que protegían los ojos húmedos y parpadeantes, la frente grasienta, que no lo había visto en su vida.

—¡Señorita…, señorita…, señorita! —jadeaba. Estaba excitado. Movía la parte inferior del tronco y removía las dos manos en la entrepierna oculta en parte por una bolsa de tela o una chaqueta enrollada, y mientras Norma Jeane miraba, aturdida y asqueada, el hombre gimió suavemente, puso los ojos en blanco y toda la fila de butacas se agitó como si estuvieran dando patadas por detrás. Norma Jeane estaba paralizada por la confusión. ¿No le había ocurrido aquello una vez, hacía años? ¿O había sido más de una vez? Y pensaba: ¿Será él? ¿El señor Haring? Bueno, ¿y si lo fuera? Encogido como un gnomo, el hombre tuvo el atrevimiento de enseñarle una mano, estirando el brazo en diagonal, para que los demás no viesen el líquido brillante y viscoso que había en la trémula palma y en los dedos. Norma Jeane lanzó un leve grito de dolor y asco. Ya estaba en pie, ya avanzaba por el pasillo, mientras el hombre que se parecía al señor Haring reía quedamente a sus espaldas, una risa semejante a la grava removida y que se confundió con las sonoras carcajadas de los demás espectadores.

El acomodador granujiento mataba el tiempo junto a la puerta, y al ver a Norma Jeane por el pasillo, y la cara que ponía, le dijo con voz sorprendida:

—Señora, ¿le ocurre algo?

Norma Jeane pasó junto a él sin mirarlo ni siquiera de soslayo.

—No. Es demasiado tarde.

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