Blonde

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Marilyn: 1953 - 1958 » La Corista (estadounidense), 1957

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La Corista (estadounidense), 1957

¿Señorita Monroe? Es la primera vez que viene a Inglaterra. ¿Cuál es su impresión?

Era el Reino de los Muertos. Cuyos habitantes se movían en silencio, como los fantasmas. Caras pálidas como el cielo de ópalo y un aire neblinoso y sin sombras. Y ella, la Actriz Rubia (estadounidense), entre ellos, bajo el mismo hechizo.

En aquellas islas del mar del Norte lo mismo estaban en invierno que en primavera. No había forma de predecirlo de un día para otro. Las rosas del azafrán y los narcisos florecían con osados colores brillantes, con un frío que pelaba. El sol era una luna difuminada en el cielo neblinoso.

Pronto dejaba de preocuparte.

—Cariño, ¿qué te pasa? Ven aquí.

—Ay, papá. Siento nostalgia.

El príncipe y la corista. El protagonista masculino era el renombrado actor británico O.

Ella era la Corista (estadounidense). De una compañía ambulante en un fabuloso país balcánico. Tetona y con unas nalgas que se bamboleaban enfundadas en raso resplandeciente. Cuando la Corista aparece por primera vez, poniéndose deprisa en la cola que rinde homenaje al gran duque del monóculo, se le rompe un tirante del vestido y su lozana pechuga queda prácticamente al aire.

—Es mala. Es vodevilesca. Es de los hermanos Marx.

—Cariño, es una comedia.

La Actriz Rubia era una atrevida rubia platino de Milwaukee, Wisconsin, con ascendencia irlandesa. Era la Cenicienta, era la Pobre Doncella. Cuyo improbable conocimiento del alemán complica la endeble trama. O era el remilgado Príncipe Regente. Encarnado por el renombrado actor británico con la garra y sutileza de un juguete de cuerda.

—¿Qué es la interpretación que hace? ¿Una parodia? No lo entiendo.

—No creo que su interpretación resulte paródica adrede. Él ve el argumento como una comedia de salón, es decir, con cierto estilo teatral. Con cierto aire de artificio. No es un actor del Método.

—¿Es que quiere sabotear la película? ¿Por qué? ¡Es el director!

—Querida, no quiere sabotear la película. Lo que pasa es que su técnica es diferente de la tuya.

El Príncipe y la Corista estaban destinados por el guión a enamorarse mientras vivían aquel cuento de hadas. Aunque su enamoramiento resultaba tan creíble como el amor entre dos muñecos animados y de tamaño natural.

—Desprecia su propio papel. Y a mí.

—Eso no puede ser verdad.

—¡Míralo! Fíjate en sus ojos.

Estaba obligada a verse a sí misma a través del ojo apagado en el que O se ponía el monóculo: la pechugona actriz estadounidense, el pelo rubio platino de algodón de azúcar, labios escarlata y ademanes adornados con estremecimientos. La Corista era una joven del pueblo (estadounidense), sin pelos en la lengua, y el Príncipe era el aristócrata (europeo) reservado y plegado a la tradición. Fuera del plató, O era fríamente educado, incluso cortés con la Actriz Rubia, pero en el plató, ante las cámaras, la menospreciaba. Estaba tan fuera de lugar entre aquellos actores shakespearianos de academia como lo habría estado Cherie, la pobre cantante de cabaret.

Marilyn Monroe era la gallina de los huevos de oro (estadounidense) en la idea británica que se había hecho O de la riqueza hollywoodiense. El desprecio de O por Hollywood y por Marilyn desprendía un olor que los chillones perfumes de ésta no podían ocultar.

La forma en que O pronunciaba «Mari-lyn».

O, director de la sentenciada película, además de protagonista masculino. Su acento británico semejante a un cuchillo golpeando la porcelana.

Dirigiéndose a ella como se habría dirigido a una niña retrasada. Pero sin sonreír. «Mari-lyn. Querida, ¿podría hablar usted con un poco más de claridad? Con más coherencia.»

Ella no replicaba. Él podía acercarse y escupirle en la cara. Era Norma Jeane Baker embutida en un vestido que le desnudaba buena parte del pecho, el cuero cabelludo le picaba a causa del agua oxigenada que le habían aplicado por la mañana y su mente iba despacio, como un reloj al que no han dado cuerda. Repentinamente transportada a un sueño. Cuatro horas y cuarenta minutos de retraso aquel día. Tosiendo, por lo que algunas escenas tendrían que repetirse. Recitaba con titubeos; había empezado a olvidar los párrafos más sencillos. Cuando antes memorizaba con tanta facilidad. Cuando antes memorizaba incluso las intervenciones de otros actores. Los poros de su frente y su nariz rezumaban grasa que traspasaba la gruesa capa de maquillaje.

O la miraba por el monóculo. Se quitaba el monóculo y le dirigía una sonrisa forzada que parecía una mueca.

Saltaba a la vista que el gesto quería ser ocurrente. Ocurrencias de salón.

«Mari-lyn, querida muchacha. Sea usted sexy

La semana anterior había estado indispuesta por culpa de una indigestión. Vomitando toda la noche. El Dramaturgo había sido su enfermero, su marido abnegado y angustiado. Había adelgazado tres kilos. Hubo que ajustarle la ropa. La cara le adelgazó también. ¿Habría que repetir las escenas ya filmadas? La semana anterior sólo había podido completar la jornada, de la mañana a la tarde, en una ocasión. Los demás actores la trataban con simpatía cautelosa. Como si mi indisposición fuera contagiosa. ¡Cuánto deseaba que me quisieran!

Fue una exquisita venganza, la venganza de la estadounidense. El renombrado actor británico había esperado estallidos emocionales, histeria en bruto; lo habían avisado de que la Actriz Rubia era «difícil». No había esperado una venganza tan pasiva y mortal.

Pensar que yo era una Desdémona rubia e idiota. Mi secreto es que Marilyn es Yago.

Se alejaba a hurtadillas para esconderse. Se echaba a reír. No, estaba loca de dolor, de confusión.

—O tiene la culpa de mis malestares. Me ha echado una maldición.

—No pienses así, querida. Te admira en serio…

—Cuando me toca, su piel se arrastra. Las ventanas de la nariz se le contraen. Lo he visto.

—No exageres, Norma. Deberías saber…

—¿Es que huelo mal? ¿Qué es entonces?

La verdad es, Marilyn, que has encontrado a un hombre que no te desea. Un hombre al que no has conseguido seducir. Que desea tanto joder contigo como joder con una vaca. Uno entre millones.

¡El Dramaturgo! ¿Qué podía pensar y qué podía hacer?

Aquella mujer era su esposa. La Actriz Rubia, su esposa.

Allí, en Inglaterra, empezaba a comprender la esencia de la misión que tenía ante sí. Como el explorador pedestre empieza a comprender, cuando cambia el terreno y aparece ante sí un paisaje nuevo, asombroso e inesperado, los problemas que le aguardan.

¡Se había convertido muy deprisa en su enfermero! En su único amigo.

Sin embargo, también era amigo de O. Hacía mucho que lo admiraba. Sus obras no estaban hechas para un actor con el currículo y la trayectoria de O; pero el Dramaturgo respetaba a O y agradecía la compañía y la conversación de O. Daba por sentado que O había accedido a dirigir aquella película sobre todo por dinero; sin embargo, creía que O era un actor demasiado profesional y un hombre demasiado honrado para no poner lo mejor de sí en el proyecto.

Como hombre de teatro, el Dramaturgo estaba preparado para dejarse fascinar por el cine y para aprender lo que pudiera. La verdad es que había empezado a escribir un guión cinematográfico, el primero.

Un guión para su mujer, la Actriz Rubia.

Pero el cine le desconcertaba y aturdía. No estaba preparado para la conmoción, para el trajín incesante. ¡Cuánta gente! El espacio brillantemente iluminado en el que trabajaban los actores estaba rodeado por un ejército de técnicos, el cámara, el director y los ayudantes de éste. Las escenas se comenzaban y se interrumpían, se comenzaban otra vez y se interrumpían, y volvían a comenzarse y a interrumpirse; las escenas se filmaban y refilmaban; había una preocupación maníaca, frenética por el maquillaje y el peinado; había en aquella aventura una cualidad artificial y casi onírica, una miseria y una mediocridad de espíritu que le molestaban profundamente. Empezaba a entender por qué O, educado como hombre de teatro, actuaba de un modo tan singular y señorial delante de las cámaras. El Príncipe era del todo artificial, mientras que la Corista era «natural». A veces era como si hablasen idiomas diferentes; o como si se hubieran yuxtapuesto dos géneros radicalmente distintos, la comedia de salón y una modalidad de realismo. La verdad era que la Actriz Rubia parecía la única intérprete que supiera actuar para la cámara mientras se comportaba como si estuviera actuando para los demás actores; pero había titubeado tanto su seguridad ya al comienzo de la producción, se había aguado tanto su entusiasmo infantil por culpa de la frialdad de O, que también ella había perdido el paso.

—No lo entiendes, papá. Esto no es el teatro. Es…

La voz de la Actriz Rubia se desvanecía. En realidad, ¿qué trataba de explicar?

Aquella misma noche se acercó a él y le tiró del brazo como si hubiera preparado lo que iba a decir.

—¡Escucha, papá! Lo que hago es decirme a mí misma que estoy sola. Pero hay otra persona allí, quizá más de una, ¿no? Yo no sé quiénes son, pero hay una intención en el hecho de que estemos allí. Bueno, estamos en aquel lugar que quiere ser una habitación, aunque podría ser la calle o un coche, y hay una lógica en esto. Averiguamos por qué estamos allí y qué somos para los otros representando la escena —le sonrió con nerviosismo. Cuánto deseaba que él lo entendiera. El Dramaturgo estaba conmovido; le acarició la acalorada mejilla—. Por ejemplo, tú y yo ahora, ¿no, papá? Estamos aquí juntos y hacemos que tenga lógica. Nos hemos enamorado… y estamos juntos porque tiene lógica. No se trata de que podamos saberlo por anticipado. ¡No podemos! Estamos en un círculo de luz y fuera está la oscuridad, y estamos juntos y solos en el mar de la oscuridad como si fuésemos en una barca, ¿entiendes? La situación nos asustaría, a menos que tuviera una lógica. ¡Pues la tiene! Por eso, incluso cuando estoy asustada, como aquí en Inglaterra, con gente que me odia… Stanislavski dice: «Es la soledad en público».

Al Dramaturgo le habían apabullado las vehementes palabras de su esposa, aunque apenas las había entendido. La abrazaba con fuerza, con fuerza. Aquella mañana habían vuelto a decolorarle las raíces y la raya del pelo y emanaba un olor punzante, químico y nauseabundo que desasosegaba las aletas de la nariz del Dramaturgo. Hacía mucho que la Actriz Rubia había dejado de percibirlo.

Allí, en el Reino de los Muertos, empezó a hundirse. Hasta la médula de los huesos se le convirtió en plomo. En aquel helado reino submarino de súbditos pisciformes que la aterrorizaban.

¡Me odian! ¡Sus ojos!

El Dramaturgo era emisario de O, del mismo modo que era, o esperaba ser, su amigo. El Dramaturgo y O, el renombrado actor británico, estaban casados con actrices «temperamentales».

La Actriz Rubia oyó una carcajada de burla. El Dramaturgo, como un personaje serio en una película de los hermanos Marx, dijo:

—No, cariño. Son sólo las cañerías.

¡Las cañerías! Tuvo que echarse a reír.

—¿Qué te pasa, cariño? Me estás asustando.

La Actriz Rubia soñó con pitones de plomo que se materializaban junto a su cama. En aquellas habitaciones suntuosas, en aquella vieja casa de piedra, en aquel reino de humedad perpetua. Era verdad, las gastadas cañerías gruñían, chillaban, escupían. La risa de burla pasaba por aquellas cañerías como por un tubo acústico. El Dramaturgo lo mismo estaba preocupado que mimoso, impaciente, paciente, suplicante, al borde de la amenaza, otra vez preocupado, angustiado, mimoso y cómplice, impaciente, y paciente y suplicante hasta la desesperación.

Norma cariño hace una hora que te espera un coche abajo por qué no te levantas / / date una ducha y vístete / / Te ayudo cariño por favor levántate.

Ella lo apartó gimiendo. Tenía los párpados pegados. Oía la voz amortiguada, como a través de una capa de algodón. Una voz que recordaba vagamente haber amado antaño, como cuando se escucha un disco antiguo y se recuerdan las misteriosas emociones que suscitó en otra época.

Luego, conforme la tarde se oscurecía y la voz del otro lado del algodón se volvía apremiante: Cariño te lo digo en serio / / me estás asustando / / todos han puesto sus esperanzas en ti no los defraudes.

Sumergida en un sueño. ¡Oh, había dejado de sentir angustia! El nuevo medicamento le calaba hasta los huesos y la sujetaba con fuerza.

El Dramaturgo estaba fuera de sí. ¿Qué hacer? ¿Qué hacer? En aquel lugar frío, inhóspito y tan lejos de casa. En aquel viejo edificio de piedra donde las cañerías gorgoteaban y por cuyas ventanas se filtraba una niebla incesante.

Los síntomas inconfundibles: ojos vidriosos e inyectados en sangre. Si levantaba el párpado con el pulgar, el ojo no veía. El pulgar había dejado en la carne blanda una huella que tardaba en borrarse. Como la carne de los muertos.

Cuando quiso levantarse se movió con torpeza y no parecía segura de su equilibrio. Sudaba y al mismo tiempo tiritaba. Y su aliento era como un puñado de monedas de cobre.

¿Por qué el Dramaturgo, presa del pánico, pensaba en la muerte de Emma Bovary? La espantosa prolongación de la agonía. La lengua fuera, su hermoso cuerpo de piel pálida contorsionado. El líquido negro que salió por su boca cuando murió.

Estaba avergonzado de sí mismo por pensar en aquellas cosas.

¿Por qué me casé con ella? ¿Por qué imaginé que tendría la fuerza suficiente?

Estaba avergonzado de sí mismo por pensar en aquellas cosas.

Quiero mucho a esta mujer. Debo ayudarla.

Avergonzado de sí mismo, buscando pastillas en los sedosos bolsillos de las maletas de la Actriz Rubia.

Allí estaban, las pastillas de reserva. En teoría él no sabía nada de aquel alijo, que ella había metido de contrabando en Inglaterra.

La Actriz Rubia lo golpeó con el pie, furiosa y gemebunda. ¿Por qué no la dejaba en paz, por el amor de Dios?

¡Dejadme morir! Es lo que todos queréis, ¿verdad?

Convertías los asuntos más insignificantes en una prueba de mi lealtad. De nuestro amor.

¡Los asuntos más insignificantes! No me defendiste de aquel hijo de puta.

No siempre estaba claro quién se equivocaba.

¡Despreciaba a Marilyn!

No. Tú despreciabas a Marilyn.

Sólo si papá la dejaba embarazada volvería a quererlo.

¡Cuánto deseaba tener un hijo! En sus sueños más dulces, la arrugada almohada era un niño, blando y caliente. Los pechos le dolían de tan llenos de leche como estaban. El niño estaba allí, nada más cruzar el círculo de luz. El niño de ojos relampagueantes. Sonriendo al reconocer a su madre. Allí estaba el niño, falto de su amor, sólo de su amor.

Había cometido una equivocación hacía años. Había perdido el niño.

También había perdido a Irina. No la había salvado de su Madre Muerte.

Nada de esto podía explicárselo a su marido, ni a ningún hombre.

Cuántas veces encogida entre los brazos de su marido le había quitado las gafas (como en una escena de película, y él era Cary Grant) para besarlo y abrazarlo y, con tímida audacia infantil, acariciarlo por encima del pantalón, para ponérsela muy gorda, como ninguna mujer se la había puesto (¿de verdad?) utilizando exactamente el mismo procedimiento. Ay, papá. Oh, cielos.

Sí, lo perdonaría si la dejaba embarazada. Se había casado con él para quedarse embarazada y tener el niño, el hijo del Dramaturgo estadounidense al que reverenciaba. (Sus libros estaban en todas las librerías. ¡Incluso en Londres! Lo había querido mucho. Estaba muy orgullosa de él. Preguntándose con los ojos dilatados qué se siente al ver tu nombre en la cubierta de un libro. Mirar en una librería sin esperar ver tu nombre en el lomo de un libro y de pronto verlo allí; ¿qué se sentía entonces? Sé que estaría orgullosísima, que nunca más volvería a ser desdichada ni a sentirme inferior.)

Sí, lo perdonaría. Por tomar partido por el británico O, que la odiaba, y por toda la puta compañía de actores británicos, que la toleraban.

Sin embargo, él continuaba implorándole. Que entrara en razón. Como si fuera una cuestión de lógica.

Cariño tienes fiebre / / no has comido / / Cariño voy a llamar a un médico.

Y volvió a los estudios. Éstos significaban ahora trabajo, significaban deber, obligación y expiación. ¡Silencio a su llegada!; como en las secuelas o en los primeros indicios de un cataclismo. Al fondo del estudio se oyeron aplausos de ironía. Y cuánto, cuánto costaba, y qué dolorosamente, evocar a la despampanante Marilyn ante el espejo del camerino, no una sino dos horas, hasta que las hábiles y sacerdotales manos de Whitey producían su magia.

La verdad es que estábamos pasmados. Una persona tan débil e insegura. Todos éramos muy fuertes, pero ella no tenía más que su aspecto. Luego, en las proyecciones diarias, y en el montaje final, veíamos a una persona totalmente distinta. La piel de la Monroe, sus ojos, su pelo, sus expresiones faciales, aquel cuerpo tan vivo… Había hecho de la Corista una persona viva y real, aunque el guión era pobre. Era la única que había tenido alguna experiencia en el cine, los demás éramos pardillos a su lado. Éramos muñecos emperifollados que pronunciaban frases completamente vacías en un inglés perfecto. Sí, es verdad, detestábamos a Marilyn por entonces, pero después de ver la película la adorábamos. Hasta O tuvo que admitir que la había juzgado mal. Prácticamente lo desbancó en todas las escenas en las que salían juntos. La Monroe salvó aquel ridículo filme cuando todos creíamos que era ella quien lo estaba estropeando. ¿Verdad que es irónico? ¿Verdad que es extraño?

Sin embargo, otra vez aquel maldito interior de salón. La ponía enferma aquel plató. El Príncipe mojigato y la Corista están solos por fin y el Príncipe mojigato espera seducirla, pero la Corista elude la maniobra y luego viene la maldita escalera curva por la que hay que subir, bajar, subir y vuelta a bajar con aquel vestido de raso, escotado y ceñido, que ha de llevar en Dios sabe cuántas escenas de aquel lento y soso cuento de hadas que la Corista ha llegado a aborrecer. La Corista en el papel de Pobre Doncella. La Corista en el papel de Cuerpo Hembra. Y lo peor de todo, que a la Corista no la dejaban bailar. ¿Por qué?, porque no estaba en el guión. ¿Por qué?, porque no estaba en la obra de teatro original. ¿Por qué?, porque ya es demasiado tarde y costaría mucho. ¿Por qué?, porque estaríamos una eternidad ensayando esas escenas, Marilyn. ¿Por qué?, limítate a aprenderte tu papel, Marilyn. ¿Por qué?, porque no te aguantamos. ¿Por qué?, porque queremos tu dinero estadounidense.

En aquel Reino de los Muertos, donde fue víctima de una maldición.

¡Echo de menos mi casa! Quiero irme a mi casa.

De pronto, la Corista se cayó por la escalera, aparatosamente. El zapato de tacón alto se le enganchó en el borde del vestido. Dio un bufido y cayó. Se había tomado varias pastillas de Benzedrina para contrarrestar el Nembutal y el Miltown, y se había echado ginebra en el té caliente sin que el Dramaturgo se diera cuenta (según diría él después), y ella se cayó por la escalera curva, y hubo gritos en el plató y los jóvenes cámaras corrieron a ayudarla. El Dramaturgo, que estaba cerca y miraba con angustia, corrió también a ayudarla cual tormenta de amor y se arrodilló a su lado.

¡El pulso! ¿Dónde tenía el pulso?

A unos metros del incidente, en el descansillo de arriba, el disfrazado Príncipe mojigato miraba a través de su monóculo.

—Son las drogas. Vaciadle el estómago.

Nunca se lo perdonarían al Príncipe.

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