Blonde

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Marilyn: 1953 - 1958 » El reino junto al mar

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El reino junto al mar

1

La llevó a un remanso encantado, Galapagos Cove, en la costa de Maine, a sesenta kilómetros al norte de Brunswick.

Aunque llevaban casados más de un año y habían vivido en múltiples sitios, era todavía su novia. A la que aún había que conquistar del todo.

Él amaba aquellos detalles suyos, aquel aire de persona que descubre, se sorprende y goza. No tenía miedo de sus estados de ánimo, él mismo se había nombrado señor de sus estados de ánimo.

Al ver la casa que habían alquilado para pasar el verano, y el océano al otro lado de la casa, ella se había emocionado mucho, se había puesto infantil.

—¡Qué bonito es, papá! No quiero irme nunca de aquí.

Había en su voz un extraño timbre de súplica infantil. Lo abrazó y lo besó con fuerza. Él sintió su cálido anhelo de vida, del mismo modo que años antes lo había sentido en sus hijos, cuando los abrazaba. El amor y la responsabilidad que sentía eran a veces tan fuertes que lo debilitaban físicamente. Su misma identidad le parecía borrada.

Erguido en la orilla rocosa, al borde del cantil, sonreía con orgullo a la inmensidad del océano, como si fuera el amo del paisaje. Era el regalo que hacía a su mujer. Y ella lo aceptaba como tal, lo valoraba como una muestra de amor. El viento volvía turbulentas las olas aquella tarde. El agua reflejaba la luz como si fuera metal. Ya gris pizarra, ya azul turbio, ya verde frío y oscuro, sacudiendo algas y espuma, siempre en movimiento. El aire era tal como él lo recordaba, fresco, salado, con salpicaduras arrastradas por el viento, y el cielo era de un azul pálido y evanescente, como una acuarela cubierta de nubes vaporosas y rápidas. Sí, era bonito; él lo proclamaba; la felicidad y las expectativas le dilataron el corazón.

Los dos tiritaban con el viento marino de comienzos de junio. Los dos con el brazo en la cintura del otro. En el cielo, las gaviotas daban vueltas batiendo las alas y lanzando gritos penetrantes, como si estuvieran furiosas por aquella invasión de su territorio.

Las gaviotas de pico redondeado de Galapagos Cove, semejantes a pensamientos antiguos.

—Te quiero.

Lo dijo con tanta vehemencia, mirando a su marido, que se habría dicho que era la primera vez en su vida que pronunciaba aquellas palabras.

—Te queremos —añadió cogiéndole la mano y poniéndosela en el vientre.

Un vientre cálido y redondo; había engordado.

El niño llevaba dos meses y seis días en el útero.

2

Ya en la cama, la acarició, la besó y pegó la mejilla contra su vientre desnudo. Asombrado de que aquella piel pálida se hubiera puesto tan pronto firme y tirante como el parche de un tambor. ¡Qué sana estaba, rebosante de vida! Quería cuidar la alimentación del niño que llevaba en su seno y seguía un régimen estricto. Las únicas pastillas que tomaba ahora eran de vitaminas. Se había retirado de su profesión «en el mundo» (como ella decía, no con desdén, pesar ni ira, sino con la naturalidad de una monja que hablase de su ya repudiada vida secular «en el mundo») para cultivar una vida verdadera en el estado matrimonial y la maternidad. Él la besaba, fingía oír al niño dentro, un latido fantasma. ¿No? ¿Sí? Cogiéndole ella la mano y pasándosela por el vientre, rozando la cicatriz de cremallera que le había dejado la operación de apendicitis que le habían hecho hacía unos años. Y la cantidad de abortos que había tenido. Se decían muchas cosas de ella. Pero no quise conocerlas, ni siquiera antes de enamorarme. Lo juro. Su necesidad de protegerla era una necesidad de protegerla incluso de los recuerdos de un pasado confuso, negligente y promiscuo, y sin embargo inocente como el pasado de una criatura revoltosa.

Cayendo en el estupor y la estupefacción ante la belleza de su cuerpo. Aquella mujer era su mujer. ¡Suya!

La piel exquisita y suave, envoltorio vivo de su belleza.

Al igual que el mar, aquella belleza cambiaba constantemente. Como con luz, con gradaciones de luz. O la atracción gravitatoria de la luna. Su alma, misteriosa y temible para él, era como una esfera en precario equilibrio en lo alto de un surtidor de agua: trémula, nunca inmóvil, ora subiendo, ora bajando, ora volviendo a subir… En Inglaterra había querido morir. Si no hubiera llamado a un médico, más de una vez… En los días de su desmoronamiento, poco después de terminar la película, había estado destrozada, se le notaban cada vez más los años; sin embargo, al volver a Estados Unidos, se había recuperado completamente en pocas semanas. Ahora, embarazada de dos meses, la veía más sana que nunca. Hasta las náuseas matutinas parecían animarla. ¡Qué normal era! ¡Y qué extraordinario era ser normal! Había ahora en ella una sencillez y una franqueza que sólo le había visto antes una vez, mientras ensayaba el papel de Magda.

Lejos de la ciudad. Lejos de las expectativas de otros. Los ojos omnipresentes de otros. Embarazada de él.

Lo he hecho por ella. Devolverla a la vida. Por lo menos ahora creo que soy capaz.

Volver a ser padre, después de tantos años. Casi a los cincuenta.

3

El Dramaturgo ya había estado otros veranos en Galapagos Cove, con otra mujer. Una esposa anterior. Cuando era más joven. Frunció el entrecejo mientras recordaba. Pero ¿qué recordaba? Todo no. Como si buscara entre papeles antiguos y amarillentos, borradores de obras que hubiera escrito con rapidez en un rapto de inspiración y luego hubiera arrinconado; y luego olvidado. Es imposible creer, en un rapto de inspiración, que alguna vez pensaremos de manera diferente y más aún que llegaremos a olvidar. Suspiró con inquietud. La húmeda brisa marina le produjo un escalofrío. No, era feliz. Su joven esposa bajaba hacia la playa de guijarros, con agilidad y un poquito de temeridad, como una niña voluntariosa. Nunca había sido tan feliz, estaba convencido.

Los gritos de las gaviotas. ¿Qué había removido aquellos pensamientos indeseados?

4

—¡Papá, ven!

Había bajado por la pared del cantil entre rocas musgosas y resbaladizas y los restos que arrojaba el mar. Emocionada como una niña. La playa era más pedregosa que arenosa. Las olas cubiertas de espuma rompían a sus pies. No parecía darse cuenta de que se los estaba mojando. Tenía ya el dobladillo de los pantalones caqui humedecido y manchado de barro. Su pelo claro ondeaba al viento. Tenía lágrimas en las mejillas, ya que los ojos se le irritaban con facilidad.

—¡Papá! ¡Eh!

El oleaje hacía tanto ruido que casi no se la oía.

A él no le había gustado que bajara, pero sabía que no debía hacerle advertencias. Sabía que no debía reproducir el morboso vínculo que había habido entre la tendencia de su mujer a hacerse daño adrede y sus reproches, amenazas y desesperaciones paternalistas.

¡Nunca jamás! El Dramaturgo era demasiado listo para no comprenderlo.

Se echó a reír y bajó la pendiente tras ella. Las piedras húmedas y resbaladizas eran traicioneras. El viento le arrojaba salpicaduras al rostro, humedeciéndole las gafas. El cantil tendría cinco metros, no más, pero costaba descender sin resbalar. Que ella hubiera bajado tan deprisa, con la agilidad de una mona, lo dejaba atónito. «¡No la conozco, no la conozco!», se decía. Era una idea que se le ocurría espontáneamente una docena de veces al día, y por la noche, cuando ella lo despertaba con los gemidos, los lloriqueos, incluso las risas que profería en sueños. Sentía rigidez en las rodillas y casi se torció la muñeca al sujetarse cuando perdió el equilibrio. Jadeaba, el corazón le latía con fuerza, pero sonreía de contento. También él era ágil, a pesar de su edad.

En Galapagos Cove se los tomaba por padre e hija; hasta que se supo quiénes eran.

En el Hostal del Ballenero, un poco más al norte por la costa, adonde la llevó a cenar aquella noche. Cogidos de la mano a la luz de las velas. Una joven guapa y rubia, de rasgos delicados, con un vestido estival blanco; un viejo alto y de hombros caídos, educado, de voz queda, con arrugas en las mejillas. Esa pareja. La mujer me suena…

Llegó por fin a su lado, hundiendo los talones en la arena pedregosa. El ruido del oleaje era ensordecedor. Ella le pasó los brazos por la cintura y lo abrazó; contra su piel, por dentro del jersey y la camisa masculinos. Llevaban jerséis idénticos, de punto y de color azul marino; los había encargado ella consultando un catálogo de L. L. Bean. Jadeaban y reían, sintiendo un alivio curioso, como si los dos hubieran escapado del dolor por muy poco, aunque ¿dónde había estado el dolor? Ella se puso de puntillas y lo besó con fuerza en la boca.

—¡Papá, gracias! Hoy es el día más feliz de mi vida.

Nadie habría negado que lo decía en serio.

5

Se conocía en la zona como Casa del Capitán, y también como Casa Yeager, y la había construido un capitán de barco en 1790 en un peñasco situado a la orilla del mar. Un alto seto de lilas la ocultaba al tráfico, denso en verano, de la carretera provincial 130.

La Casa del Capitán era un viejo caserón de madera corroída y piedra erosionada, con tejados empinados, estrechas ventanas con parteluz y habitaciones singularmente estrechas, bajas y rectangulares; las de arriba eran pequeñas y con corrientes de aire; había chimeneas de piedra tan grandes que dentro cabía una persona de pie, y fogones de ladrillo ennegrecidos por el uso; suelos de madera sin pulimentar, cubiertos por alfombras deshilachadas, decididamente antiguas y gastadas, como testigos del tiempo. Los zócalos y pasamanos se habían tallado de forma artesanal. Los muebles consistían sobre todo en sillas, mesas y aparadores del siglo XVIII típicos muebles antiguos de Nueva Inglaterra, construidos sin herramientas industriales, a base de superficies lisas y líneas rectas, con tacañería y contención puritanas. En las habitaciones de la planta baja había cuadros con escenas marinas y retratos de hombres y mujeres tan mal pintados que tenían que ser auténtico «arte local»; había colchas bordadas a mano y cojines de punto. Había multitud de relojes antiguos: de pie y de barco, ejemplares alemanes con campana de vidrio, de caja de música, de porcelana y laca negra atacadas por el tiempo. («¡Mira! Todos se han parado a distinta hora», dijo Norma.) La cocina, los cuartos de baño y los enchufes de la luz eran relativamente modernos, ya que la casa se había reformado muchas veces, con un coste considerable, aunque la Casa del Capitán olía a antiguo, a los estragos y la sabiduría del tiempo.

Sobre todo el sótano de suelo sucio, techo bajo y sin ventanas. Había que bajar por peldaños de madera que se hundían con el peso, y atravesando con una linterna la oscuridad sembrada de telarañas. Había allí una caldera de aceite que por suerte no se utilizaba en verano. Olor fuerte a algo dulce y húmedo, como manzanas podridas.

Pero ¿por qué bajar al sótano? Ellos no bajaron. Estuvieron un rato mirando las cercanas aguas del mar, desde el porche cerrado con tela metálica; tomaron refrescos de limón, se cogieron la mano y hablaron de los meses inmediatos. La casa estaba muy silenciosa: el teléfono no tenía línea aún y fantasearon con que no tenían teléfono.

—¿Para qué? Para que sea útil a los que quieren llamarnos.

Pero al final tendrían teléfono. No podían prescindir de él: el Dramaturgo estaba profunda y apasionadamente entregado a su profesión. Luego subieron al piso de arriba y desempaquetaron las cosas en el dormitorio más grande y aireado, que tenía chimenea y fogón limpio, un empapelado que parecía nuevo y una vista del océano por encima de los enebros. La cama era antigua, de dosel, y la cabecera, de nogal tallado. En un espejo oval de cuerpo entero, sus rostros sonriendo. La frente de él, su nariz y sus mejillas estaban tostadas por el sol; ella tenía la cara blanca, ya que se había protegido del sol con un sombrero de paja de ala ancha. Frotó con Noxzema la escocida piel del Dramaturgo, con suavidad. ¿También se le habían irritado los antebrazos? Le frotó con Noxzema los antebrazos y le besó el dorso de las manos. Señaló la cara de ambos en el espejo oval y se echó a reír.

—Qué pareja tan feliz. ¿Sabes por qué? Tienen un secreto.

Se refería al niño.

La verdad es que el niño no era exactamente un secreto. El Dramaturgo había comunicado la noticia a sus ancianos padres y a sus mejores amigos de Manhattan. Había procurado que se le notase el orgullo en la voz; más aún, la preocupación, el desconcierto. Sabía lo que diría la gente, lo que dirían incluso personas que simpatizaban con él y le deseaban lo mejor en su nueva experiencia conyugal. ¡Un niño! ¡A su edad! ¡Qué hombre! Un hombre con una mujer joven y despampanante. Norma no se lo había dicho a nadie todavía. Como si la noticia fuera demasiado valiosa para compartirla. ¿O era supersticiosa? (Una de sus expresiones favoritas era «¡Toquemos madera!», y la decía con una risa nerviosa.)

Norma dijo que pensaba llamar muy pronto a su madre, que estaba en Los Ángeles. Y que Gladys tal vez podría hacerles una visita, al final del embarazo. O cuando el niño hubiera nacido ya.

El Dramaturgo no conocía aún a su suegra. Le daba vergüenza conocerla, ya que imaginaba que no sería mucho mayor que él.

Estuvieron un rato acostados, disfrutando de la tarde, vestidos de arriba abajo, pero sin zapatos, en la cama de dosel; el colchón era de crin, ridículamente duro. Él la rodeaba con el brazo izquierdo y ella apoyaba la cabeza en su hombro, era la postura preferida de ambos. La adoptaban a menudo, cuando Norma se sentía débil, o sola, o necesitada de afecto. Unas veces se quedaban dormidos; otras hacían el amor; otras dormían y luego hacían el amor. En aquel momento estaban despiertos y escuchaban el silencio de la casa, que les parecía estratificado, complejo y misterioso; un silencio que empezaba en el sucio sótano sin ventanas y con olor a manzanas podridas, y subía por entre las vigas hasta las diversas estancias de la casa, hasta el desván sin concluir que tenían encima y que estaba forrado con un extraño material aislante parecido al papel plateado con que se envuelven los regalos navideños. El Dramaturgo imaginó que, conforme el tiempo se fuera desprendiendo de la tierra, se volvería más limpio, menos ruinoso.

Además del misterioso silencio de la Casa del Capitán, que fue suya hasta el Día del Trabajo, a comienzos de septiembre, estaba el rítmico retumbar del oleaje, semejante a los latidos de un corazón gigantesco. De tarde en tarde, hacia el otro extremo de la casa, el tráfico de la carretera provincial.

Pensó que ella se había dormido, pero entonces la oyó hablar con voz muy despierta y llena de emoción.

—¿Sabes una cosa, papá? Quiero que el niño nazca aquí. En esta casa.

Él sonrió. El niño no tenía que nacer hasta mediados de diciembre, cuando ya estuvieran en Manhattan, en la casa que habían alquilado en la calle 12 Oeste. Pero no quiso replicar.

Como si él hubiera dicho algo, ella respondió:

—No me daría miedo. El dolor físico no me asusta. A veces pienso que ni siquiera es real, que es lo que esperamos que sea, nos ponemos alerta y nos asustamos. Podríamos buscar una comadrona. Lo digo en serio.

—¿Una comadrona?

—Detesto los hospitales. No quiero morir en un hospital, papá.

Volvió la cabeza para mirarla, con expresión extrañada. ¿Qué había dicho?

6

Sí, pero tú mataste al niño.

¡Ella no lo mató! No tenía intención de hacerlo.

Sí, quisiste matarlo. Fue decisión tuya.

Al mismo niño no. A este niño no.

Era yo, claro. Siempre soy yo.

Ella sabía que tenía que evitar el sótano de suelo sucio y con olor a manzanas podridas. El niño ya estaba allí, aguardándola.

7

¡Qué contenta estaba! ¡Qué sana! El ánimo del Dramaturgo se elevó en la Casa del Capitán. En aquel lugar de veraneo junto al mar. Amaba a su mujer más que nunca. Y tan agradecida.

—Está espléndida. El embarazo le sienta bien. Incluso las náuseas matutinas la llenan de alegría. Dice: «Es como debe ser, ¿no?» —y se echaba a reír. Adoraba tanto a su mujer que tenía cierta tendencia a imitar su voz lírica, cantarina, ligera. Era el Dramaturgo y las diferencias sutiles y no tan sutiles entre las voces le fascinaban—. Lo único que lamento… es que el tiempo pasa muy deprisa.

Hablaba por teléfono. En otra habitación de la espaciosa casa, o en el florido jardín trasero, ella canturreaba para sí, totalmente absorta, y no lo oía.

Como es natural, él estaba inquieto. Y si no inquieto, «preocupado».

Las emociones de su mujer, sus estados de ánimo. Su fragilidad. El miedo a que se rieran de ella. El miedo a que la «espiaran»: a que la fotografiaran sin que lo supiera ella o lo consintiera. Su forma de comportarse en Inglaterra había sido una pesadilla para él. Un comportamiento para el que había estado tan preparado como un explorador de la Antártida equipado para un paseo por Central Park en verano. Las únicas mujeres a las que conocía íntimamente eran su madre, su ex esposa y su hija, que ya era adulta. Todas capaces de perder los nervios, como es lógico, pero siempre dentro de lo que podría llamarse juego limpio, o sentido común. Norma era muy diferente de aquellas mujeres, como si perteneciese a otra especie. Arremetía contra él ciegamente, pero con saña.

¡Dejadme morir! Es lo que todos queréis, ¿verdad?

El Dramaturgo pensaba que, en una obra de teatro, una acusación así contendría un asomo de verdad. Aunque la acusación se desmintiera con firmeza, el público lo entendería. Sí, es así.

Sin embargo, las estrategias teatrales no eran aplicables a la vida real. En los extremos emocionales se decían cosas terribles que no eran verdad ni pretendían serlo, ya que sólo eran formas de expresar el dolor, la ira, la confusión, el miedo; emociones pasajeras, no verdades arraigadas. El Dramaturgo había estado muy dolido y había tenido que preguntarse: ¿creía Norma en serio que a otros les gustaría que muriera? ¿Creía que a él, a su marido, le gustaría que ella muriese? ¿Eso quería creer? Lo desgarraba por dentro pensar que su mujer, a la que amaba más que a su propia vida, creyera o deseara creer algo así de él.

Sin embargo, allí, en Galapagos Cove, muy lejos de Inglaterra, no se entrometieron estos desagradables recuerdos. Raras veces hablaban del trabajo de Norma. De Marilyn. Allí era Norma y por este nombre se la conocía en la zona. Estaba contenta y más sana que nunca; no quería arriesgarse a intranquilizarla hablándole de dinero, de contratos, de Hollywood, de su trabajo cinematográfico. Le impresionaba la fuerza con que Norma había clausurado totalmente aquella parte de su vida. No creía que un hombre, en la situación de ella, pudiera hacerlo, ni siquiera que quisiera hacerlo. Él por lo menos no habría podido.

Pero, como era evidente, al Dramaturgo no le atemorizaba su trabajo. Su imagen pública le gustaba. Estaba orgulloso de la obra realizada y confiaba en el futuro. Pese a su reserva e ironía, admitía que era un hombre ambicioso. Sonriéndose, pensando que sí, que no haría ascos a más aplausos ni a más ingresos.

El año anterior, con un estreno en Broadway y montajes de obras anteriores en distintos puntos de Estados Unidos, había ganado menos de cuarenta mil dólares. Sin descontar los impuestos.

Se había negado a responder a las preguntas del Comité de Actividades Antiamericanas. Se había negado a que Marilyn Monroe fuera fotografiada con el presidente del comité. (Aunque le habían dicho que el comité «sería blando» con él si conseguía arreglarse lo de la sesión fotográfica. ¡Qué chantaje!) Lo habían declarado culpable de desacato al Congreso, sentenciado a un año de cárcel y a pagar una multa de mil dólares, y aunque se había apelado, su abogado decía que lo más probable era que no aceptasen la apelación; en el ínterin tenía que pagar costas y la sensación de que aquello no se iba a acabar nunca. El Comité de Actividades Antiamericanas lo venía acosando desde hacía ya seis años. No había sido casual que Hacienda revisara sus ingresos. Y tenía que pasar la pensión alimenticia a Esther, ya que quería ser un ex cónyuge honrado y generoso. Incluso con los ingresos de Marilyn Monroe tenían poco dinero. Había gastos médicos y con el embarazo de Norma y el inminente nacimiento del niño habría más.

—Bueno, es un tema propio de mis obras, ¿verdad? La economía como destino de la humanidad.

Por lo visto, Norma había renunciado definitivamente a su profesión. Puede que estuviera dotada para la interpretación, decía, pero le faltaban carácter y nervios. Después de El príncipe y la corista se había negado incluso a pensar en hacer otra película. Decía que había huido con su vida, «pero sólo con lo puesto».

Bromeaba sobre la pesadilla inglesa. Pícaramente y con circunloquios, y al parecer sin conocer, o sin admitir que conocía, la gravedad de lo que había sucedido en realidad. Le lavaron el estómago. Una cantidad mortal de medicamentos en la sangre. El médico británico preguntándole a él si su mujer tenía impulsos suicidas conscientes. No, Norma no tenía aquellos impulsos. Y él no tenía palabras para decírselo, ni valor.

Temía estropear la recuperación de Norma. Su remozada alegría de vivir.

Cuando Norma supo que estaba embarazada, salió del consultorio del médico, fue en busca de su marido (al estudio de su casa, donde trabajaba casi todos los días) y le dio la noticia susurrándosela al oído.

—Ya está, papá. Por fin me ha sucedido. Voy a tener un niño.

Lo abrazó llorando. Con alegría, con alivio. Él se había quedado atónito, pero era feliz por ella. Sí, claro que era feliz por ella. ¡Un niño! Su tercer hijo, que nacería cuando él tuviera cincuenta años; en un momento profesional en el que se sentía estancado, sin inspiración… Pero sí, claro que era feliz. Nunca permitiría que su mujer pensara que no era tan feliz como ella. Porque Norma había deseado con todas sus fuerzas quedarse embarazada. Era prácticamente su único tema de conversación; incluso se quedaba mirando en la calle a los bebés y los niños pequeños, como si estuviera en trance; él casi había empezado a compadecerla y a temer su furor erótico. Sin embargo, al final todo había salido bien, ¿no? Como una obra de costumbres limpiamente construida.

Al menos los dos primeros actos.

Norma había encontrado su papel más exquisito haciendo de esposa y de futura madre. No era un papel con Marilyn Monroe envuelta en celofán. Pero era un papel para el que físicamente parecía predestinada. Se paseaba casi desnuda haciendo alarde de que los pechos se le estaban poniendo más grandes y más duros. Estaba orgullosa de que el vientre se le hinchara «como una sandía». Desde que estaba en Maine reía espontáneamente, sin otro motivo que la felicidad. Casi todas las comidas que hacían en casa las preparaba ella.

A última hora de la mañana subía a un dormitorio que daba al océano para llevar al Dramaturgo, que trabajaba allí, un jarrón con una flor y una taza de café recién hecho. Fue amable, aunque extrañamente tímida, con los amigos de su marido que los visitaron; escuchó con atención mientras las mujeres le hablaban de sus embarazos y alumbramientos, experiencias que contaron con gusto y con detalle; el Dramaturgo oyó que Norma decía a una de aquellas mujeres que su madre le había contado en cierta ocasión que el embarazo le había producido mucha satisfacción, que era la única ocasión en la que una mujer se sentía realmente a gusto con su cuerpo, y con el mundo: «¿Es eso cierto?». El Dramaturgo no se quedó a escuchar la respuesta; se preguntó qué significaba tal revelación para un hombre. ¿Nunca nos sentimos a gusto con nuestro cuerpo? ¿Ni con el mundo? ¿Salvo durante la cópula, cuando pasamos nuestra simiente a la hembra?

¡Era una identidad lamentable y truncada! Él no creía en aquel morboso misticismo sexual, en absoluto.

Norma era la madre más abnegada de un niño que aún no había nacido. No dejaba que nadie fumase cerca del niño. Siempre estaba pronta a abrir las ventanas, o a cerrarlas si hacía viento. Se reía de sí misma, pero no cambiaba.

—El niño me comunica sus deseos. Norma sólo es el vehículo.

¿Creía en lo que decía? A veces, venciendo las náuseas, comía seis o siete veces al día, platos poco abundantes pero nutritivos. Masticaba concienzudamente. Bebía mucha leche, líquido que, según decía ella misma, siempre había detestado. Y en los últimos tiempos sentía debilidad por la avena regada con azúcar moreno sin refinar, el pan integral, unos filetes rarísimos que chorreaban sangre, los huevos crudos, las zanahorias crudas, las ostras crudas y los melones, que devoraba como una lima. Se zampaba los purés de patata mezclados con trozos helados de mantequilla sin sal, y se los comía de la fuente, con un cucharón. Lavaba su plato después de comer, y a menudo también el de él. «¿Soy tu niña buena, papá?», preguntaba con nostalgia. Él se echaba a reír y la besaba. Recordando con una punzada de placer que años antes había dado un beso a su hija para recompensarla por haber realizado una hazaña como fregar los platos.

Su hija tenía entonces dos o tres años.

—Eres mi niña buena, cariño. Mi único amor.

Le gustaba menos, aunque se guardaba de decirle ni una palabra, que Norma hubiera comprado en una librería de la Ciencia Cristiana de la Quinta Avenida varios libros de Mary Baker Eddy y una revista titulada The Sentinel en la que tres creyentes verdaderos daban testimonio de haberse curado mediante la oración. Como racionalista, liberal y judío a pesar suyo, el Dramaturgo despreciaba aquella secta; no podía sino esperar que Norma se la tomara a la ligera, con la misma actitud con que hojeaba diccionarios, enciclopedias, libros de segunda mano, incluso catálogos de prendas de vestir y de semillas, como quien busca… ¿qué? ¿Vestigios de sabiduría perdida que pudieran ser útiles para el bienestar del niño? Al Dramaturgo le conmovían mucho las largas listas de palabras que apuntaba Norma y que solía encontrar por toda la casa, en lugares insólitos, como el cuarto de baño, en el desportillado borde de la bañera de porcelana, o encima del frigorífico, o en el peldaño superior de las escaleras del sótano, palabras absurdas, incluso arcaicas, pulcramente escritas con mano de colegiala: obduración, obelisco, oblación, obnoxio, obcecación («Yo no hice el bachillerato, como tú y tus amigos, papá. Y menos aún una carrera universitaria. Lo que hago es…, no sé, prepararme para el examen final.») Además, escribía poesías, encorvada durante largas horas de ensueño en el banco de una ventana de la Casa del Capitán, pero él no las miraba sin su permiso.

(Aunque se preguntaba qué estaría escribiendo su Norma, su casi analfabeta Magda.)

Su Norma, su Magda, su cautivadora esposa. El pelo sintético de Marilyn le desaparecía en las raíces; su pelo de verdad era de un castaño melifluo y cálido, y ondulado. Y aquellos pechos de grandes pezones, crecidos para amamantar a una criatura. Y la fiebre de sus besos, y sus manos extasiadas y agradecidas acariciándolo, al varón, al padre-del-niño. Por encima de la ropa y por debajo. Metiéndole las manos por debajo de la camisa, por dentro de los pantalones, mientras se apoyaba en él besándolo.

—Papá, papá.

Era su geisha. («Vi en Tokio una vez a esas geishas. Tienen clase.»)

Era su shiksa, su mujer gentil. (Titubeante y lasciva en su boca esta palabra yiddish que nunca pronunciaba bien del todo. «Por eso me amas, ¿no, papá? Porque soy tu shik-sta rubia.»)

Él, el marido, el varón, se sentía a la vez privilegiado y abrumado. Bendecido y asustado. Desde el principio, desde el primer roce, el primer contacto inequívocamente sexual, el primer beso auténtico, sentía en la mujer la presencia de una fuerza superior que quería fluir hacia el interior de él. Ella era su Magda, su inspiración, pero también mucho más.

Como el rayo era aquella fuerza. Podía justificar su existencia como dramaturgo y como hombre, y podía destruirlo.

Una madrugada de fines de junio, cuando ya llevaban viviendo en la Casa del Capitán tres idílicas semanas, el Dramaturgo bajó mucho antes que de costumbre, con las primeras luces del alba, despertado por una tormenta que había hecho temblar la casa. Al cabo de unos minutos, lo peor de la tormenta parecía haber pasado; las ventanas de la casa estaban iluminadas por una luz borrosa y oceánica que crecía a ojos vistas. Norma había salido ya de la cama de dosel. Entre las sábanas no quedaba más que su olor. Un par de cabellos centelleantes. El embarazo le producía modorra en los momentos más imprevistos y se ponía a dar cabezadas como los gatos en cualquier lugar donde la venciera el sueño; pero siempre despertaba al amanecer, incluso antes, cuando se ponían a cantar los primeros pájaros, instigados por el niño. «¿Sabes? El niño tiene hambre. Quiere que su mamá coma.»

El Dramaturgo recorrió la planta baja. Pisando descalzo las desnudas tablas del suelo.

—Cariño, ¿dónde estás?

Hombre de ciudad, acostumbrado al aire viciado de la ciudad y a los incesantes ruidos urbanos de Manhattan, aspiraba con placer y con un poco de orgullo de propietario el aire frío del océano. ¡El océano Atlántico! Su océano. Había sido la primera persona (eso creía él) que había llevado a Norma a ver el Atlántico; desde luego había sido la primera persona que lo había cruzado con ella, hasta Inglaterra. ¿Es que no le había susurrado multitud de veces durante los abrazos más íntimos, con las mejillas arrasadas de lágrimas: «Ay, papá. Antes de conocerte yo no era nadie. ¡No había nacido!»?

¿Dónde estaba Norma? Se detuvo en la sala, una estancia estrecha y larga con el suelo increíblemente desnivelado, para mirar el amanecer. Qué poderosos debieron de parecer estos espectáculos al hombre primitivo, como si estuviera a punto de irrumpir un dios para presentarse a la humanidad. El cielo del amanecer, en el horizonte. Una llamarada espectacular. De luz terrible, dorada, oscurecida hacia el noroeste por las masas de plomo de las nubes eléctricas. Pero las nubes eléctricas se alejaban deprisa. Mientras miraba, el Dramaturgo se preguntó si también Norma habría bajado a contemplar el espectáculo. Sintió orgullo al pensar que él, el marido, podía darle tales regalos. Norma no parecía tener ideas propias sobre dónde irse de viaje. En Manhattan no había cielos matutinos así. No los había en Rahway, Nueva Jersey, ni siquiera en la inocencia de la infancia. La luz, al cruzar los cristales salpicados de lluvia, se refractaba hacia el interior empapelado de la sala formando volutas y bucles de fuego jaspeado. Como si la luz fuera vida, estuviera viva. El reloj de pie, de nogal tallado, que Norma había conseguido poner en funcionamiento, emitía su sereno tictac y el dorado péndulo se balanceaba sin prisas. La Casa del Capitán era un barco acogedor que navegaba por un mar verde hierba, y el Dramaturgo, el hombre de ciudad, era el mismo capitán. Llevo a mi familia a puerto seguro. ¡Por fin! El Dramaturgo con la inocencia de la vanidad masculina. Con esperanza ciega. Sintiéndose como si hubiera atravesado los opacos estratos del tiempo para unirse a las generaciones de hombres que habían vivido en aquella casa a lo largo de los siglos, maridos y padres como él.

—Norma, cariño. ¿Dónde estás?

Una vaga idea de que pudiera estar en la cocina, le había parecido oír la puerta del frigorífico, pero no estaba allí. ¿Estaría fuera? Salió al porche de tela metálica cuya alfombrilla, una especie de bambú trenzado, estaba empapada; las gotas de agua brillaban como joyas en los verdes muebles tubulares. No vio a Norma en el patio trasero y se preguntó si habría bajado hasta la pedregosa playa. ¿Tan temprano? ¿Con aquel frío, con aquel viento? Las nubes eléctricas se habían retirado por el norte. Casi todo el cielo era ya de un bronce resplandeciente vertebrado por fulgores naranjas. Ah, ¿por qué sería «hombre de letras» y no pintor? O fotógrafo. Un artista que rindiera homenaje a la belleza del mundo natural en vez de revolver y airear la estupidez y fragilidad humanas. Como liberal, como hombre que creía en la humanidad, ¿por qué andaba siempre denunciando los defectos de todos, acusando a los gobiernos y al «capitalismo» de las maldades del alma humana? Pero no había ninguna maldad en la naturaleza, ninguna fealdad. Norma es la naturaleza. En ella no puede haber ninguna maldad, ninguna fealdad.

—¿Norma? Ven, mira. El cielo…

Volvió a la oscura cocina. Por la cocina y el cuarto de la colada en dirección al garaje, pero allí, delante de la puerta que daba al garaje, estaba la puerta del sótano, abierta; y una blanca forma femenina destacaba en la oscuridad, sentada o agachada en el primer peldaño. La luz del sótano, que se encendía con un interruptor, era muy débil; quien quisiera bajar al sótano tenía que coger una linterna. Pero Norma no empuñaba ninguna linterna y no quería bajar al sótano. ¿Estaba hablando con alguien? ¿Consigo misma? Estaba despeinada y no llevaba más que el camisón blanco y transparente. El Dramaturgo fue a decir su nombre, pero dudó, porque no quería sobresaltarla, y en aquel instante ella se volvió, con los azules ojos muy abiertos y las pupilas dilatadas. El Dramaturgo vio que tenía un plato en las manos y que en el plato había un trozo de hamburguesa cruda, bañada en sangre; había comido la hamburguesa directamente del plato, como los gatos, lamiendo la sangre. Entonces vio al acechante marido. Se echó a reír.

—Papá, me has asustado.

Pronto el niño llevaría tres meses en el útero.

8

¡Estaba emocionadísima! Los invitados no tardarían en llegar.

Amigos de él, intelectuales de Manhattan: novelistas, autores teatrales, directores escénicos, poetas, editores. Pensaba (¡bueno, sabía que era una tontería!) que la simple proximidad de aquellas personas superiores debía tener un efecto beneficioso en el niño que llevaba dentro. Como recitar solemnemente las palabras del diccionario que se proponía memorizar. Como ciertas páginas de Chéjov, de Dostoievski, de Darwin, de Freud. (En una librería de ocasión de Galapagos Cove, que no era más que un sótano atestado y mohoso, había encontrado un ejemplar de bolsillo de El malestar en la cultura, de Freud, por cincuenta centavos. «Es un milagro, precisamente lo que andaba buscando.») Había una alimentación a base de comida y otra a base de cosas del espíritu y el intelecto. Su madre la había criado en una atmósfera dominada por los libros, la música y la gente superior, aunque sólo fueran empleados de La Productora que cobraban más bien poco, personas como tía Jess y tío Clive, y su niño estaría infinitamente mejor alimentado, ella se encargaría de eso. «Me he casado con un genio. Mi niño es el heredero del genio. Vivirá hasta bien entrado el siglo XXI, sin recuerdos de la guerra.»

La Casa del Capitán, en una hectárea de tierra pegada al océano. Era una verdadera casa de luna de miel. Sabía que no podía ser, pero fantaseaba con que el niño nacería allí, en la cama de dosel, parido (¿con ayuda de una comadrona?) con todo el dolor y sangre que hicieran falta, y Norma no gritaría, ni una sola vez. Tenía un inquietante recuerdo (sólo se lo había contado a Carlo, que parecía creer en ella y le había dicho que sí, que él había tenido la misma experiencia) en el que su madre gritaba de dolor durante su nacimiento, el horror físico de la imagen, como pitones enloquecidas luchando entre sí; quería ahorrar al niño aquella experiencia y la crueldad de un recuerdo que duraría toda la vida.

¡Pronto llegarían los invitados que se iban a quedar el fin de semana! Norma Jeane se había vuelto muy hogareña, la emocionaba ser hogareña; era un papel que no había interpretado nunca en la pantalla, pero era el papel para el que había nacido. Mucho más ama de casa y anfitriona que la primera mujer del Dramaturgo (se lo había dicho él), y encima le gustaba, y él estaba sorprendido e impresionado. Casarse con una actriz temperamental, ¡vaya riesgo! Un «bombón» rubio, una chica «de calendario». ¡Vaya riesgo! Había querido que su marido comprendiera que no corría ningún riesgo con ella y él, para gran satisfacción suya, había acabado comprendiéndolo. Sabía que sus amigos se lo llevaban aparte y le murmuraban: «Oye, Marilyn es encantadora. Marilyn es adorable. Lo contrario de lo que cualquiera habría esperado». Había oído algunos comentarios maravillada: «Oye, Marilyn es inteligente. Y ha leído mucho. Precisamente he estado hablando con ella de…». Algunos sabían ya que no había que llamarla Marilyn, sino Norma. «Oye, Norma ha leído un montón. Incluso ha leído mi último libro.»

Quería a los amigos de su marido. No solía dirigirse a ellos salvo que ellos le hablasen primero y le hicieran preguntas. Ella respondía con suavidad, titubeando, insegura a veces de la pronunciación de ciertas palabras. Tímida y de lengua torpe, como con miedo escénico.

Sin duda estaba un poco asustada y tensa. Y el niño en el útero la cogía con fuerza. No me hagas daño esta vez, ¿quieres? No hagas lo que la última vez.

Estaba fuera, en el césped. Descalza, con unos pantalones algo sucios y una camisa de su marido anudada por debajo de los pechos, para ventilar el estómago; el sombrero de paja, de ala caída, atado en la barbilla. Tenía esa sensación fantasmagórica y cosquilleante que significa que alguien (quizá) nos está mirando. Un rayo aéreo que salía del primer piso de la Casa del Capitán. Del estudio donde el Dramaturgo tenía una mesa pegada a la ventana. Me quiere. ¡De verdad! Moriría por mí. Me lo ha dicho. Le gustaba que su marido la mirase pero no la posibilidad de que estuviera escribiendo sobre ella, porque se decía: «Un escritor ve primero y escribe después. Como la araña violín, que pica porque está en su naturaleza». Cortaba flores para ponerlas en jarrones. Andaba con precaución porque estaba descalza y había objetos inesperados entre la crecida hierba, piezas de juguetes infantiles, trozos de plástico y de metal. Los propietarios de la Casa del Capitán eran personas buenas y amables, un matrimonio mayor que vivía en Boston y alquilaba la casa, pero los inquilinos anteriores habían sido descuidados, incluso guarros, y es posible que con mala idea, porque tiraban huesos en la hierba desde el porche, para que Norma los pisara y se hiciera daño.

¡Pero adoraba el lugar! El viejo caserón que parecía salido de un libro de cuentos se alzaba imponente ante ella, ya que el terreno estaba muy inclinado. La parcela que llegaba hasta el cantil y hasta la playa pedregosa. Le gustaba la paz que había allí. Se podía oír el oleaje y el tráfico de la carretera, pero los ruidos llegaban amortiguados, como con intención protectora. En ningún momento había silencio absoluto. Ningún silencio cortante. Como en aquel hospital del Reino de los Muertos donde había despertado, a miles de kilómetros de distancia. Y donde un médico britano con bata blanca, un desconocido, la contemplaba como si fuera un montón de carne en la mesa de autopsias. Le preguntó con voz muy tranquila si era consciente de lo que le había sucedido; si recordaba la cantidad de barbitúricos que había ingerido; si había tenido intención de causarse un serio perjuicio. La llamaba señorita Monroe. Añadió que había «visto algunas películas suyas».

Ella, en silencio, había negado con la cabeza. No no no.

¿Por qué iba a querer morirse? Sin haber tenido el niño, sin haber culminado su vida.

Carlo la había obligado a prometerle, la última vez que habían hablado por teléfono, que lo llamaría, del mismo modo que él la llamaría a ella. Si a alguno de los dos se le ocurría dar lo que Carlo llamaba «el gran paso infantil hacia lo desconocido».

¡Carlo! El único hombre que la hacía reír. Desde que Cass y Eddy G. habían salido de su vida.

(No, Carlo no era amante de Norma. Aunque los cronistas de Hollywood los hubieran relacionado y publicado fotos de los dos juntos, cogidos del brazo y sonriendo. Monroe y Brando: ¿La pareja de Hollywood con más estilo o «sólo buenos amigos»? No habían hecho el amor en la cama de Norma aquella noche, pero la omisión había sido sólo técnica, como cuando olvidamos cerrar un sobre que hemos echado al correo.)

Norma había encontrado una azada en el garaje y unas tijeras de podar muy oxidadas y con telarañas en la bodega, colgando de un gancho. Los invitados no llegarían hasta el atardecer. No era aún mediodía y disponía de muchísimo tiempo. Al instalarse en la Casa del Capitán había hecho una promesa, mantener los arriates de flores limpios de malas hierbas, pero las malas hierbas crecían muy deprisa, maldita fuera. En su cabeza, mientras trabajaba rítmicamente, apareció un poema de repente, como una mala hierba:

MALAS HIERBAS DE AMÉRICA

Las malas hierbas de América no morimos

cardo abrojo cizaña

nos arrancan de raíz y NO MORIMOS

nos envenenan y NO MORIMOS

nos maldicen y NO MORIMOS

malas hierbas de América ¿sabéis una cosa?

¡NOSOTROS SOMOS AMÉRICA!

Se echó a reír. Al niño le gustaría el poema. Su ritmo sencillo y tonto. Le había compuesto una melodía al piano.

Entre los frondosos arriates de flores había algunas hortensias azules. ¡La flor favorita de Norma Jeane! Recordaba con viveza las hortensias del jardín trasero de los Glazer. Azules como aquéllas, también rosas y blancas. Y a la señora Glazer diciendo, con ese curioso y solemne hincapié que solemos hacer como si la misma trivialidad de nuestras palabras fuera testigo de nuestra veracidad, además de un ruego para que las palabras en cuestión duren más que nuestra frágil y achacosa vida: «La hortensia es la flor más bonita, Norma Jeane».

9

Nada es más teatral que un fantasma.

Al Dramaturgo le había intrigado siempre lo que había querido decir T. S. Eliot. Nunca había dejado de picarle la afirmación, porque en sus obras no había ningún fantasma.

Observaba a Norma, que estaba en el jardín trasero cortando flores con unas tijeras. Su bella y embarazada esposa. Se quedaba absorto mirándola una docena de veces al día. Estaban la Norma que hablaba con él y la Norma situada a unos metros de él. La una, objeto de sentimientos; la otra, objeto de admiración estética. Que también es un sentimiento y no menos intenso. Mi bella y embarazada esposa.

Norma llevaba el sombrero de paja con el que se protegía del sol, pantalón informal y una camisa de él, pero no zapatos, cosa que a él le disgustaba, ni guantes de jardinero, que le disgustaba igualmente. ¡Aquellas suaves manos empezaban a criar callos! El Dramaturgo no la observaba por ningún motivo. Estaba mirando por la ventana, el mar y el cielo empedrado de nubes de translucidez y opacidad variables, con cierta satisfacción por lo que estaba escribiendo, escenas sueltas y esquemas para otra obra, aunque a lo mejor lo metía todo en el guión de cine (hasta entonces no había probado a escribir ninguno) que en el futuro tal vez fuera un trampolín para su mujer. Y entonces había aparecido ella abajo, en el césped. Con una azada y unas tijeras de podar. Trabajaba con torpeza pero con tesón. Estaba totalmente absorta en lo que hacía, al igual que estaba totalmente absorta en su embarazo; la certeza de su felicidad le iluminaba el cuerpo como una potente luz interior.

El Dramaturgo tenía miedo de que le ocurriera algo, a ella y al niño. No soportaba pensar en semejante posibilidad.

Cuán saludable parecía, como una mujer de Renoir en la cima de su belleza física femenina. Pero Norma estaba débil: cogía infecciones con facilidad, problemas respiratorios, migrañas terribles y desarreglos estomacales. ¡Los nervios!

—Aquí no, papá. Este lugar me sienta muy bien.

—Sí, cariño. A mí también.

La observaba con los codos apoyados en la mesa. En un escenario, todos sus movimientos torpes y graciosos tendrían significado; fuera de escena, aquellos mismos ademanes se perdían en el olvido, ya que no había público.

¿Cuánto duraría Norma en la categoría de no-actriz? Había renegado de las películas de Hollywood, pero quedaba el teatro, para el que tenía un talento natural; quizá genio. («No me hagas volver, papá —le había rogado en la cama, desnuda entre sus brazos—. No quiero volver a ser ella».) Hacía mucho que al Dramaturgo lo obsesionaba la extraña y proteica naturaleza del actor. Qué significaba «actuar» y por qué reaccionábamos como lo hacíamos ante las «grandes actuaciones». Sabemos que un actor «actúa» y sin embargo deseamos olvidarlo, y en presencia de actores de talento lo olvidamos inmediatamente. Es un misterio, un enigma. ¿Cómo podemos olvidar que el actor «actúa»? ¿«Actúa» para nosotros? ¿Está nuestra propia «actuación», enterrada y negada, en el mensaje de la «actuación» del actor? Entre los muchos libros que Norma se había llevado de California había uno titulado El manual del actor y la vida del actor (el Dramaturgo no había oído hablar de él jamás), y todas las páginas de aquel singular compendio de citas y aforismos al parecer anónimos estaban llenas de anotaciones de Norma. Era su Biblia, estaba claro. Las páginas tenían las puntas gastadas y salpicaduras, y encima se caían. Lo había publicado en 1948 una desconocida editorial de Los Ángeles. Se lo había regalado un sujeto que decía llamarse «Cass»: Para la guapa Norma Géminis, con eterno amor estrellado. Norma había copiado un aforismo en la portada pero la tinta casi se había borrado.

El actor sólo es feliz en su espacio sagrado: la escena.

¿Era verdad? ¿Era verdad para Norma? Amarga revelación para cualquier amante, si era cierto. Amargo descubrimiento para cualquier marido.

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