Blonde

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La otra vida: 1959 - 1962 » Sugar Kane, 1959

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—¡Ay, Dios mío! ¡Ya lo sé! ¡Los gatos! ¡Fueron ellos!

No antes de la noche del estreno de Con faldas y a lo loco. No antes de un paréntesis de infinitas noches barbitúricas, y días, semanas y meses de conciencia desmadejada, sucios como una toalla continua en una máquina estropeada, y un ingreso en urgencias (en Coronado Beach, donde le sobrevino una taquicardia y fue C, precisamente C, que no soportaba el contacto físico con MM, quien la cogió en brazos para levantarla de la caliente arena sobre la que se había desplomado).

En la larga, elegante, negra y reluciente limusina, entre el señor Z, el legendario filántropo y fundador del cine hollywoodiense, y el hombre demacrado y ceñudo que era su marido.

—Los gatos. A los que yo daba de comer. ¡Ah!

Hablaba en voz alta y nadie la oía. Había entrado en una etapa de su vida en la que solía hablar en voz alta sin que nadie la oyera. En maquillarla y vestirla en los estudios se había tardado seis horas y cuarenta minutos. La habían dejado en la puerta un poco después de las once de la mañana, semiinconsciente. El doctor Fell la había medicado en la intimidad del camerino; sus gemidos y ahogados gritos de dolor se habían convertido en una rutina y en los oídos de los demás sonaban como de alegría y entusiasmo. Cerraba los ojos y la larga y punzante aguja se clavaba en una arteria del antebrazo; otras veces era en la cara interior del muslo; otras, en una arteria cercana al oído y oculta por el cardado pelo platino; otras, con más riesgo, en una arteria de encima del corazón. «Señorita Monroe, procure estarse quieta. Así.» Qué bondadosos ojos de halcón, qué nariz más ganchuda. Su doctor Fell. En otra película, el doctor Fell sería pretendiente de Marilyn y al final se casaría con ella; en la película presente, el doctor Fell era un rival del marido auténtico, que, severo enemigo de los abusos farmacológicos de su mujer, sabía poco o nada del rival. El doctor Fell era, como Whitey, otro perfeccionista implicado en la presentación pública de MARILYN MONROE y sin duda La Productora le pagaba bien. Ella temía a aquel hombre, mucho más de lo que podría llegar a temer a Whitey, porque el doctor Fell tenía el poder de decidir sobre la vida y la muerte de sus súbditos.

—Pronto llegará el día en que rompa con él. Con todos. Lo juro.

Era el deseo más sincero de la actriz. Lo apuntó en el diario de estudiante de Norma Jeane.

¡Aquel fastuoso estreno en Hollywood! ¡Qué parecido a la edad dorada de Hollywood! La Productora estaba celebrando por todo lo alto Con faldas y a lo loco, que ante el asombro de todos los profesionales de la industria, había sido un éxito. Ya corría el rumor de que La Productora preparaba otro exitazo con MARILYN MONROE. Al público del preestreno le encantó. A los críticos les encantó. Los cines de todo el país se peleaban por contratarla. Sin embargo, los recuerdos que la Actriz Rubia tenía sobre la película eran fragmentarios, como un sueño interrumpido muchas veces. En su memoria no quedaba ni una sola frase de Sugar Kane, excepto, paradójicamente, la misma que había farfullado durante sesenta y cinco tomas legendarias: «Soy yo, Sugar». Que había pronunciado de todas las maneras incorrectas posibles: «Soy, Sugar, yo», «Sugar soy yo», «S-sugar, ¿soy yo?», «¡Sugar! Soy yo», «Soy Sugar, yo», «¿Soy yo? ¿Sugar?». Pero todo estaba perdonado. Querían amar a su Marilyn y Marilyn volvía a ser digna de amor. Tres años lejos de Hollywood y ¡MARILYN HA VUELTO! Los Reyes Magos habían anunciado, pregonado y proclamado su regreso durante meses. La revelación era TRAGEDIA Y TRIUNFO. ABORTO EN MAINE. (Desde el punto de vista del mundillo del sur de California, un aborto allá en Maine tenía coherencia.) TRIUNFO EN HOLLYWOOD. (Hollywood era el lugar de los triunfos.) Preguntada por cómo se sentía, Marilyn replicó con su vocecita susurrante y erótico-azucarada:

—Me siento una privilegiada. Por estar viva.

Era su convicción más sincera. La apuntó en el diario de estudiante de Norma Jeane.

Por el bulevar espléndidamente iluminado. Un convoy de limusinas negras de La Productora. Un desfile de testas coronadas de Hollywood. Policías a caballo. Cordones policiales, flashes fotográficos y miles de titilantes destellos de prismáticos e incluso telescopios que la enfocaban desde la multitud. Y el Francotirador invisible allí, vestido totalmente de negro, agazapado con paciencia tras una ventana de un piso de alquiler de un edificio de fachada estucada, contratado por la Agencia para espiarla (a ella y a su rojo marido) por el visor de un fusil de precisión en el que, con su alegre actitud, la actriz estaba decidida a no pensar.

¿Para qué?

—Hay cosas que sólo están en nuestra imaginación. Se llama «paranoia». Bueno, ya sabes de qué hablo.

De este rasgo de sabiduría dio constancia en el diario de estudiante de Norma Jeane.

Miles de personas flanqueando el bulevar en aquella perfumada noche californiana, empujando los cordones policiales para mirar boquiabiertas el desfile, bullendo, murmurando y aplaudiendo en olas de éxtasis. Esperaban con ansiedad las caras famosas y la cara (y el cuerpo) de MARILYN MONROE. «¡Mari-lyn, Mari-lyn, Mari-LYN!», canturreaban. Bastaba con que se abriera la limusina y saliera la Actriz Rubia para que los miles, los cientos de miles de admiradores la contemplasen a sus anchas. Pero el hombre demacrado y ceñudo que seguía siendo su marido no iba a permitirle aquella insensatez, y es posible que también el señor Z y los demás jefazos de La Productora se lo hubieran prohibido, temiendo que se dañase su frágil propiedad. La Monroe no iba a durar mucho. Era evidente. La Grable duró veinte años y la Monroe no duró ni diez. Hay que joderse.

La actriz, maravillada, miraba a sus admiradores. ¡Cuántos! Era increíble que Dios hubiera creado tantos.

De repente vio una dispersa serie de caras de gato abandonado que sonreían enseñándole sus dientes de carnívoro. Narices chatas de gato, orejas aguzadas y puntiagudas. ¡Los gatos! Los de la Casa del Capitán. El horror de la idea la fulminó. «Fueron ellos, ellos querían que el niño muriese. Los gatos a los que yo daba de comer.» Se volvió hacia el hombre demacrado y ceñudo que estaba junto a ella con su incómodo esmoquin, y le habría contado su descubrimiento, pero no sabía cómo explicarlo. Él seguía siendo el amo de las palabras. Y ella, una intrusa en la imaginación de él. Lo molesto. Le molesta amarme. Pobre infeliz. Se echó a reír. Sugar Kane era ukelelista y cantante, y su sencillez vista en la pantalla era una delicia, aunque en la vida real se habría tomado por un indicio de subnormalidad; te querrán más y mejor si por una vez eres Sugar Kane sin ironías. «Sé hacerlo. Fijaos. Sugar Kane sin ironías. Marilyn sin lágrimas.» El hombre ceñudo de esmoquin arrugado acercó la cabeza para darle a entender que no la había oído por culpa de los gritos, las aclamaciones y los megáfonos de la policía, y ella murmuró con rapidez algo que a él le sonó como nohablabacontigo. Ya no llamaba «papá» al hombre con quien llevaba casada tantos años que ni se acordaba, pero al parecer era incapaz de darle otro nombre. Había momentos en los que no recordaba su nombre de pila, ni siquiera su apellido; se ponía a pensar en un apellido «judío» y se quedaba con la mente en blanco. Él había reducido sus «querida», «cariño» y «cielo», e incluso el nombre «Norma» sonaba raro en sus labios. Una vez lo oyó hablar por teléfono y decir con preocupación algo de Marilyn y entendió que a sus ojos se había convertido en Marilyn; ya no quedaba nada de Norma; puede que para él hubiera sido Marilyn desde el principio.

—¡Mari-lyn! ¡Mari-lyn! ¡Mari-LYN!

¡Eran los suyos!

Señor, le habían ajustado tanto el vestido de Sugar Kane que apenas podía respirar, embutida como una salchicha, sus pechos sobresalían tanto que parecían a punto de salpicar leche; y sus mullidas nalgas apoyadas en el borde mismo del asiento de la limusina, tal como le habían indicado (ya que no podía repantigarse como los hombres, so pena de reventar las costuras del vestido). Aquel día había sido incapaz de comer y no había tomado nada más que café solo, fármacos y unos sorbos rápidos de champán de una botella que había colado de extranjis en la limusina. «Bueno, igual que Sugar Kane. Debilidad que tiene una.»

Ya se sentía bien. Burbujeante y flotando. Ya se sentía fuerte. No se moriría durante mucho tiempo. Se lo había prometido a Carlo y Carlo se lo había prometido a ella. Si alguna vez piensas en serio en eso, llámame inmediatamente. Se sabía de memoria el teléfono particular de Brando. No era capaz de recordar ningún teléfono, ni siquiera el suyo, pero hasta el fin de su existencia recordaría el teléfono particular de Brando. «Sólo Carlo lo entiende. Somos almas gemelas.» Aunque no le había gustado que Carlo hubiera hecho de emisario de los Dióscuros. No le gustaba que Carlo formara parte del disoluto círculo del Hollywood marginal. ¡Cass Chaplin! ¡Eddy G. Jr.! Creía que era de mal agüero que nunca tuviese noticia de ellos. Nadie le hablaba de ellos. ¿Cuántos los conocían? A los Dióscuros. Al niño.

Pero ¿por qué pensar en asuntos morbosos? Su propio marido, intelectual y judío, le había recomendado que no fuera un animal carroñero. No carroñero, sino femenino. Aquello era una fiesta. Era la noche triunfal de Sugar Kane. La noche de la venganza de Sugar Kane. Los admiradores no habían llenado Hollywood Boulevard y algunas travesías para ver pasar el perfil de C y L, los protagonistas masculinos, aunque habían estado fenomenales en la película; no estaban allí por eso; estaban allí para ver a MARILYN. Conforme las limusinas se acercaban al Teatro Egipcio de Grauman, el cine del estreno, se notaba la condensación del aire, el ruido se volvió ensordecedor, los latidos del gigantesco corazón de la muchedumbre se aceleraron. La actriz empezó a reconocer aquí y allá algunas caras entre el gentío. Enanos, criaturas del subsuelo. Gnomos jorobados, pobres doncellas, mujeres sin domicilio conocido, de ojos desorbitados y pelo de paja. Los que vagan entre nosotros heridos por la vida. Caras desfiguradas, miembros reducidos, ojos vidriosos, agujeros en vez de bocas. Vio a un albino corpulento y gordo con un gorro de punto que le cubría totalmente su alargada cabeza; vio a un hombre más bajo, de cara juvenil y barbada y gafas con reflejos que sostenía en alto una filmadora con manos temblorosas. En el bordillo de la acera había una mujer raquítica, muy arreglada, de ojos saltones y llorosos, con el pelo teñido de rojo zanahoria que le colgaba a mechones del cráneo, haciendo fotos con una cámara portátil. Al lado, una cara cuidadosamente moldeada en barro o masilla, asimétrica, con unos rasguños superficiales en vez de ojos y boquita curvada como un anzuelo de pescar. ¡Cuántos! Y de repente, una mujer de unos treinta y cinco años que le parecía conocida, desgarbada, atractiva, con ropa masculina, de brillantes ojos de ágata y un pelo rizado y castaño que se cubría con un sombrero vaquero, saludándola furiosamente con la mano. ¿Sería…? ¿Fleece? ¿Después de tantos años, Fleece? ¿Viva? Norma Jeane despertó del trance inmediatamente.

—¿Fleece? ¡Eh, Fleece! ¡Espera!

Se arrojó sobre la portezuela, que tenía el seguro echado; quiso bajar la ventanilla y el señor Z se quejó. Emocionada, se subió a las huesudas rodillas de Z.

—¡Fleece! ¡Fleece! Nos veremos en el cine… —pero la limusina se había alejado ya.

Así, como si fuera una reina, la pasearon por el bulevar hasta el cine del estreno. Donde la aguardaba una avalancha de luces. En cuya acera habían puesto una alfombra carmesí. Los aplausos la envolvieron como una ola furiosa cuando salió del vehículo saludando con la mano, sonriendo y formándosele hoyuelos en las mejillas, mientras la cantilena subía de volumen. «¡Mari-lyn! ¡Mari-lyn!» ¡La multitud la adoraba! La Bella Princesa que un día moriría por todos.

—¡Eh, eh! ¡Os quiero! ¡Os quiero, quiero, quiero a todos!

Dentro del cine hubo más aplausos. Marilyn saludaba, arrojaba besos y avanzaba sin apoyarse en el brazo de ningún acompañante, con los zapatos de tacón alto y el ceñidísimo vestido de Sugar Kane. El señor Z, con esmoquin y zapatos de piel de cocodrilo, miraba a la extasiada Actriz Rubia con aprobación y sorpresa; el hombre alto, demacrado y ceñudo que seguía siendo su marido la miraba con alarma. ¿Dónde estaba la mujer tensa, trastornada y profundamente infeliz por la que todos habían estado tan preocupados? ¿Sobre la que habían circulado tantos rumores en Hollywood? ¡Allí no había el menor rastro de ella! Porque allí era Sugar Kane, la esencia misma de Marilyn. W, C y otros del agotado equipo de producción miraban a la actriz con cara de pasmo, mientras la actriz estrechaba manos, recibía abrazos y besos, sonreía dulce y alegremente, y pronunciaba frases de coherencia admisible, porque delante tenían a una Marilyn Monroe a la que juraban no haber visto ni una sola vez durante el rodaje de la película. Joder, era un auténtico bombón, estaba despampanante, y yo, pobre de mí, que me había ilusionado besando a la otra.

La película pasó ante sus ojos como una mancha. Aunque se acogió con entusiasmo y risas continuas. Desde el comienzo al estilo de los Keystone Kops hasta la clásica frase final de Joe E. Brown: «Nadie es perfecto». Al público le gustó Con faldas y a lo loco y sobre todo le gustó que MARILYN MONROE hubiera vuelto en su mejor momento artístico (sí, así parecía a pesar de los rumores) y estaban tan deseosos de perdonar a su caprichosa estrella como MARILYN MONROE de que la perdonaran.

Al final, más aplausos. El inmenso espacio interior del cine Grauman se llenó con cataratas de ovaciones. Cherie, la diligente cantante de cabaret, nunca había recibido tantas aclamaciones. W, el distinguido director (que ya no tenía expresión de agotamiento, sino que estaba radiante), y sus tres distinguidos intérpretes recibieron el homenaje de la multitud, pero, de los cuatro, el centro de la atención fue MARILYN MONROE. La verdad es que quien podía ver a la Monroe no miraba a nadie más. La actriz se puso en pie con alegría y aceptó con gentileza los aplausos que la envolvían como olas del mar.

—Esto es m-maravilloso. Oh, gracias, gracias.

¿Todavía no ha ocurrido? Aún estoy viva.

Sí, nosotros inventamos a MARILYN MONROE. El pelo rubio platino fue idea de La Productora. El nombre lleno de emes. La chorrada esa de la vocecita infantil. Un día vi a aquella golfa en los estudios, una «joven promesa» con pinta de pendón de discoteca. Carecía de estilo, pero la niña tenía un cuerpo del copón. La cara tenía defectos, así que le arreglamos la dentadura y la nariz. Le pasaba algo a su nariz. El comienzo del pelo lo tenía desigual y creo que le hicimos el tratamiento de la electrólisis, a menos que me confunda con Rita Hayworth.

MARILYN MONROE fue un autómata diseñado por La Productora. Lástima que no pudiéramos sacar la patente.

—Enhorabuena.

—Marilyn, enhorabuena.

—¡Marilyn, criatura! ¡En-ho-ra-bue-na!

Sin embargo, recordaba Con faldas y a lo loco tanto como un pez de las profundidades y con ojos primitivos recuerda el fondo del mar que rastrea diariamente en busca de comida. Estoy aquí, aún estoy viva. Reía con tantas ganas que la gente se quedaba mirándola con una sonrisa. Su marido también la miraba, con seriedad. La Actriz Rubia tomó mucho champán, incluso le salió por la nariz. ¡Ah, qué feliz era! Se la vería más tarde hablando con Clark Gable, apuesto y «otoñal», con esmoquin y sonriendo con sofisticación caballerosa ante los infantiles tartamudeos de la Actriz Rubia.

—Ay, señor G-gable. Estoy aturdida. ¿Ha visto la película? Esa rubia gorda que sale no soy yo. La próxima vez lo haré mejor, se lo prometo.

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