Blonde

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La otra vida: 1959 - 1962 » Roslyn, 1961

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El marido había llegado a temer a Clift como si fuese un enigma aún más enrevesado que su mujer, cuyas tendencias suicidas (estaba convencido) se debían únicamente a la pérdida del niño. Aquel día terrible en Maine había cambiado la vida de los dos para siempre. Un dolor de mujer, eterno y agotador.

Una mujer es su útero, ¿no?

Y si no es su útero, ¿qué es una mujer?

Sus relaciones se habían modificado sin remedio después de Maine. Después de Nevada, ella dejó de invitarlo a su cama. Y sin embargo, quería tener un hijo con la misma vehemencia que antes; quizá con más vehemencia, ya que tenía un año más y su salud empeoraba. Como le había predicho el médico, tenía dolores abdominales frecuentes y pequeñas pérdidas que la aterrorizaban. Su menstruación era tan dolorosa como siempre, e irregular.

Naturalmente, él no le había dicho lo que le había contado el médico. Lo del útero «lesionado». Lo de los abortos «chapuceros».

Era su secreto, el secreto del marido. Que él sabía y ella no podía saber que él sabía.

Y si no es su útero, ¿qué es una mujer?

En el final feliz de Vidas rebeldes, Roslyn y Gay Langland, su amante vaquero, hablan de tener hijos. (No les importa la diferencia de edad.) Después del traumático episodio de los caballos capturados y por último liberados, se van «a casa». Los guía una «estrella polar».

Norma, si no pudiera darte un hijo en vida, te lo daré en esta fantasía tuya.

¿Acaso importaba que la Actriz Rubia tratase al amo de las palabras con desprecio? En las proyecciones diarias, Roslyn era la sensibilidad en persona. Roslyn seducía a los que detestaban a la Actriz Rubia. Llegaría a admitirse que Roslyn era el papel cinematográfico que Marilyn había interpretado con más sutileza, más complejidad y más inteligencia; incluso en pleno rodaje, con la posibilidad de que la catástrofe estallara en cualquier momento, era un hecho conocido. Roslyn era como un ánfora rota que hubieran restaurado minuciosamente, con paciencia, habilidad e inteligencia, fragmento por fragmento, esquirla por esquirla, con pinzas y cola, vemos sólo el ánfora restaurada sin saber nada del ánfora rota y menos aún de la energía obsesiva que se ha vertido en la restauración. La ilusión de plenitud, de belleza. ¿Delirio?

La estoy perdiendo. Debo salvarla. El marido repudiado no habría admitido ni siquiera ante sí mismo que había abandonado la profesión literaria. Su yo más profundo. Su vida en Nueva York, con los amigos del teatro, a los que respetaba como no podría respetar a los cineastas. Admitía que H era una especie de genio; pero no un genio de su especie, ya que él necesitaba soledad, intimidad, sondear la imaginación, no darle codazos ni puntapiés. En la Costa Oeste había acabado por ser un criado, no sólo de la Actriz Rubia, que devoraba a cuantos estaban a su servicio con la voracidad de un caimán, sino también de La Productora; también él estaba en nómina, también él estaba «contratado». Se dijo a sí mismo que era sólo temporalmente. Se dijo a sí mismo que Vidas rebeldes sería una obra maestra que lo redimiría. Un gesto de amor conyugal que salvaría su matrimonio. Pero su alma estaba en otra parte: en la Costa Este. Echaba de menos su pequeño piso de la calle 72, abarrotado de libros y con calefacción, echaba de menos sus paseos por Central Park, echaba de menos la pendenciera compañía de Max Pearlman. ¡Echaba de menos su ser juvenil! Le asombraba que se representaran obras suyas, pero eran obras que había escrito años antes; no había intervenido en aquellos montajes, ni habría tenido tiempo si se lo hubieran propuesto. Se había convertido en un clásico antes de morir: un destino preocupante. Como Marilyn Monroe, mitificada por millones de desconocidos, mientras la mujer de carne y hueso vomitaba en la taza del retrete, con la puerta abierta de par en par para que el marido, el desesperado y asqueado marido, se viera obligado a oír sin hacer preguntas.

—A nadie le gusta que lo espíen, amigo, ¿te enteras?

Y otra vez la encontró afeitándose las piernas en el cuarto de baño, y tenía tan trémula la mano y tan borrosa la vista que arañó y cortó aquella piel blanca como la de un cadáver, aquellas piernas hermosas y esbeltas, y sangraba por una docena de sitios. Casi sollozando de cólera al ver la preocupación de él, al ver la misma cara que ponía:

—¡Largo de aquí! ¿Quién te ha llamado? ¡Vete a la mierda! ¿Soy tan fea? ¿Doy tanto asco? Los judíos desprecian a las mujeres, es tu problema, amigo, no el mío.

Y él se iba y la dejaba con sus gritos. Y cerraba la puerta. Es posible que ella hubiera visto en su cara algo más que preocupación conyugal.

Desde entonces la observó en secreto, sin hacer comentarios. Habría querido decirle: «No te juzgaré. Sólo quiero salvarte». Olvidó su producción teatral. Lo único que quedaba después de escribir durante años eran fragmentos, borradores. Escenas no más extensas que un folio. Había abandonado La muchacha del pelo de oro. Ya no creía en su ingenua concepción de Magda, «la muchacha del pueblo». Como había apuntado inteligentemente la Actriz Rubia, Magda habría estado mucho más enfadada de lo que él sabía. Pero había ideado a Magda de aquel modo. Ya no podía concebir a Isaac, su yo adolescente. Los sueños de Entonces no habían vuelto a repetirse. Entonces era agitación emocional, pero también inspiración literaria; desde que se había casado con la Actriz Rubia quedaba muy poco de su vida anterior. Rahway, Nueva Jersey, estaba ya más lejos que el Londres de los infortunios de El príncipe y la corista; allí incluso había renunciado a escribir para cuidar de su mujer, que se deshacía en pedazos. (No envidiaba el sorprendente éxito de Marilyn en aquella película de figuras de cera. Los críticos la habían reverenciado. Incluso le habían dado un premio en Italia. Peor que un premio limón para él.) Sin embargo, no podía escribir sobre ella ni sobre su matrimonio. Salvo en privado, en secreto. Nunca la denunciaría. Nunca la traicionaría. No lo haré.

Pues la verdad era que aún la amaba. Esperaba amarla otra vez.

Aunque ella lo repudiase en público. Aunque solicitara el divorcio.

La vigilaba en secreto, sin hacer comentarios ni emitir juicios. Se engaña a sí misma. No es Roslyn. Lucha para sobrevivir quitándoles la película a los demás actores. Sus rivales. La Actriz Rubia se concebía y presentaba como víctima, pero en lo más profundo de su corazón era codiciosa y despiadada. La había visto leyendo El origen de las especies con tanta concentración que se habría dicho que estaba aprendiendo sobre su futuro. ¡Marilyn Monroe leyendo a Darwin! Nadie lo creería. Y ahora estaba leyendo los Pensamientos, de Pascal. ¡Pascal! (¿Dónde habría conseguido el libro? Se había quedado de piedra al ver que ella lo sacaba de una de sus caóticas maletas, pasaba las páginas y se ponía a leer, dondequiera que estuviese, con la frente arrugada y moviendo los labios.) Pero últimamente ella le hablaba muy poco sobre sus lecturas, y si seguía escribiendo poesías, no se las enseñaba. Ya no leía publicaciones de la Ciencia Cristiana. Y los libros sobre la historia de los judíos y el Holocausto los había dejado en la Casa del Capitán.

Un montón de mierda secándose en el sucio suelo del sótano.

Con quien más encarnizadamente rivalizaba ella en Reno era con H. Porque H era uno de aquellos hombres que al parecer no deseaban a Marilyn Monroe. Se quejaba de él.

—Todos dicen que es un genio. ¡Pues vaya genio! Lo que le gusta es el juego y los caballos. Está en la película por dinero. No respeta a los actores.

—¿Por qué estamos nosotros en la película? —preguntaba el marido dramaturgo.

—Tú quizá por el dinero. En mi caso, es mi lucha por la vida.

Todo actor arrastra una maldición y es que siempre necesita público. Y cuando el público ve esa necesidad, es como si oliera sangre. Empieza su crueldad.

H gritó un día:

—¡Marilyn, mírame! —y ella no lo miró—. Mírame.

Estaban en el desierto, en las afueras de Reno, rodando la escena del rodeo. Un día tórrido, con unos cuarenta grados centígrados de temperatura. Y allí estaba H, tripón, empapado de sudor y con aquellos ojos saltones, como un Nerón loco esculpido por una mano desconcertada y paródica. Se levantó con esfuerzo, correteó como un toro y la atenazó por la muñeca; a todos nos habría gustado ver a la Monroe arrojada al ardiente suelo arenoso, porque la Monroe no había hecho más que darnos disgustos, un día y otro día, con aquel sol que pegaba fuerte (a fines de octubre), pero la Monroe se volvió y le dio un zarpazo con rapidez felina. H diría después: «¡En aquella mujer había furia animal! Me acojonó». H pesaba alrededor de cincuenta kilos más que la Monroe, pero no era rival para ella. La Monroe se soltó, salió corriendo y se encerró en su caravana (que tenía aire acondicionado); no supimos qué pensar cuando reapareció a los pocos minutos, con la cara recién arreglada y el pelo bien peinado, porque Whitey y los demás estaban siempre a su alrededor, y allí teníamos otra vez a Roslyn, sonriendo como el gato que se ha comido al canario.

Lo que me dio a entender fue que ella no era Roslyn. No tenía nada que ver con Roslyn. Con la Roslyn que ama a aquellos hombres, a aquellos perdedores, y cuida de ellos. Podía interpretar el papel de Roslyn como un músico toca el instrumento que domina. Nada más. Y quería que yo me enterase. Sólo entonces pudo terminar la escena.

¡Fleece! Sabía que podía ser una equivocación, pero qué caramba, era como cuando tiras los dados de la suerte. Había que ver lo que salía.

Había pagado a Fleece un pasaje de avión para que estuviera una semana en Reno, hospedada en el hotel Zephyr, para hacerle compañía cuando estuviera deprimida y para ver el rodaje de Vidas rebeldes. ¡Estrechar la mano del legendario Clark Gable! ¡De Montgomery Clift! El marido no estaba de acuerdo. Fleece no era una persona «equilibrada», dijo, se veía a la legua, y ella replicó:

—¿Soy yo una persona equilibrada? ¿Lo es Marilyn?

—El problema no eres tú —dijo él—. El problema es esa mujer a la que llamas Fleet.

—Fleece.

El marido había conocido a Fleece en Hollywood, en la calle. Cara hosca, con un mugriento sombrero vaquero, una camisa de raso azul fosforescente, unos ceñidos vaqueros negros que le resaltaban la V de las esqueléticas ingles y unas botas de cuero de imitación. Fleece había estrechado la mano del Dramaturgo con cortesía exagerada y lo llamaba «señor».

—Fleece es la única que me conoce —dijo Norma Jeane—. La única del orfanato que recuerda a Norma Jeane.

—¿Y por qué crees que te conviene eso, cariño? —preguntó el marido con amabilidad.

Norma Jeane lo miró fijamente, incapaz de pronunciar una palabra.

Cariño. ¿No había destruido ella del todo el amor que sentía aquel hombre?

A Fleece le hacía mucha ilusión la idea de ir a Reno como invitada especial de Marilyn Monroe. Pero le devolvió el pasaje de avión y se presentó en un autobús de línea de la compañía Greyhound. En el hotel, en sólo tres días, gastó en el servicio de habitaciones más de trescientos dólares, básicamente en bebidas. Tenía la habitación hecha un asco, llena de manchas y de quemaduras de cigarrillo; se quedaba dormida en la bañera, con el grifo abierto, el agua se desbordaba y se filtraba al piso de abajo. (Todos estos desperfectos los pagaría Norma Jeane.) Empeñó el reloj de oro que Norma Jeane le había regalado en un impulso, quitándoselo de la muñeca (un regalo de Z con la inscripción PARA MI SUGAR KANE). Empeñó varios objetos propiedad del hotel, entre ellos una lámpara de bronce en forma de caballo encabritado que sacó de la habitación envuelta en la cortina de la ducha. Perdió hasta el último centavo del crédito de cien dólares que le había abierto Norma Jeane en los casinos. No fue al plató de Vidas rebeldes ni una sola vez. Besó a Norma Jeane en la boca, con lengua y frenesí, delante del marido dramaturgo, que estaba medio borracho o lo fingía. Abandonó al matrimonio bruscamente, en plena cena en un restaurante de Reno, la detuvieron aquella madrugada en el bar de un casino por alborotar y haber herido con una navaja a un mozo de la mesa de blackjack y a un guardia de seguridad, y estuvo entre rejas acusada, entre otras cosas, de agresión con arma mortal, hasta que Marilyn Monroe, precisamente Marilyn Monroe (el sensacionalista The National Enquirer sería el primero en publicar la morbosa noticia, con una foto grande de Marilyn con aspecto de drogada, gafas negras y pintalabios corrido, bajando la cabeza para ocultarse de las cámaras fotográficas), se presentó para depositar los mil dólares de la fianza. Poco después desapareció de Reno, seguramente en otro Greyhound, sin dejar más que una nota que introdujo por debajo de la puerta de la habitación de Norma Jeane.

QUERIDO RATÓN:

¡VIVE ETERNAMENTE EN MARILYN POR NOSOTRAS!

TU FLEECE QUE TE QUIERE

El marido repudiado. Oyó un roce en la puerta. Por la noche. Dormían en estancias distintas de la suite. Él, en un sofá y ella, en el dormitorio, insomne, bebiendo Dom Pérignon, leyendo y escribiendo en el manoseado diario con mano trémula: «Entre nosotros y el cielo y el infierno sólo está la vida, lo más frágil que hay en el mundo», hasta que se le desenfocó la vista y se concentró en el proceso de salir de la cama (¡y qué alta era aquella cama!), y sintió tanta flojedad en las piernas que tuvo que ir gateando como un niño hasta la puerta, pero se equivocó de puerta, no era la del cuarto de baño. La encontró desnuda (ella siempre dormía desnuda), sollozando y arañando la puerta, y vio con alarma y asco que se había ensuciado encima y en la moqueta. No era la primera vez.

Quizá no exista más que / / / / lo que va a suceder

Aquella vez Marilyn salió sola, con nosotros, a recorrer los bares y casinos, y en el casino Horseshoe estaba H en la mesa de los dados, y nos dijo que nos acercásemos. H era un jugador compulsivo y como a todos los de su especie no le angustiaba perder, sino tener que abandonar el juego, salir del casino y volver a su hotel solo. Estaba borracho y sentimental, ya que faltaba poco más de una semana para terminar el rodaje en exteriores, y se decía a sí mismo que Vidas rebeldes podía ser una obra maestra o una gran cagada. H le cogió la mano a la Monroe y se la besó. ¡Vaya par! Se peleaban tanto en el plató que cuando estaban así ni siquiera se acordaban de quién había tocado las narices aquel día, quién debía disculpas a quién, aunque es posible que hubieran hecho las paces para variar. H ganó unos centenares de dólares y dio a Marilyn un crédito de cincuenta, y la Monroe dijo con su vocecita infantil que ella nunca apostaba porque perdía siempre, ya que las probabilidades de la banca eran superiores a las suyas, y H la interrumpió como haría un director de cine y, sin darse cuenta de su grosería, dijo: «Querida, tira los dados de una puta vez», y la Monroe se rió con una risa nerviosa y estrangulada, como si con aquellos dados se estuviera jugando la vida, los tiró y ganó; hubo que explicarle por qué había ganado (los dados son un juego complicado); la Monroe sonrió a los espectadores que aplaudían y dijo a H que quería retirarse ahora que ganaba, porque estaba segura de que perdería si tiraba otra vez, y H la miró con asombro y dijo: «Querida, eso no es propio de Marilyn, de la Marilyn a la que yo conozco. Eso es no tener una mierda de deportividad, no hemos hecho más que empezar». La Monroe parecía asustada. (Había multitud de mirones y algunos incluso hacían fotos, pero no la asustaban estas personas. Los desconocidos que la miraban absortos, murmurando: «Es Marilyn Monroe», le hacían sentirse segura y protegida.) Dijo: «Pero cómo, ¿es que usted juega hasta que pierde? A mí no me gusta así». Y H dijo: «Exactamente, querida. Se juega hasta que ya no queda nada que perder».

Esto es lo que hicieron aquellos dos aquella noche en el casino Horseshoe, la última semana que pasamos en Reno, Nevada.

El marido repudiado.

Con la confusión del sufrimiento permitió que dijeran que había dicho: «Yo le he dado Vidas rebeldes y aun así ella me ha dejado. La quiero y no entiendo nada».

El cuento de hadas. Unas películas las hacemos, las olvidamos mientras las hacemos y ni siquiera nos molestamos en ir al preestreno, pero hay otras por las que sentimos tal angustia que no las olvidamos nunca, las vemos multitud de veces, acabamos amándolas, acabamos convenciéndonos de que hemos amado cada minuto de la producción de la película, como podríamos convencernos en la hora de la muerte de que hemos amado cada minuto de nuestra propia y misteriosa vida. Por eso nos gustaba el cuento de hadas que era Vidas rebeldes. Nos gustaba que la Monroe y Gable se amasen. Eran la Bella Princesa y el Príncipe Encantado paseando por el desierto en el crepúsculo, hablando bajo y riéndose. La Monroe tenía a Gable cogido del brazo. Era una niña traviesa que se pegaba a él. Quedó claro que Gable, con cincuenta y nueve años cumplidos, estaba firme como una roca. Tenía una cara despierta, ancha y surcada por multitud de arrugas. Y aquel bigote tan fino. Y aquella semisonrisa burlona.

¿Creías que Gable no era real? ¿Que no puede morir como cualquiera, de un ataque al corazón, dentro de unas semanas?

También quedó claro que la Monroe, con treinta y cinco años cumplidos, no volvería a ser la Vecina de Arriba, y tenía el pelo prematuramente canoso, de un blanco ceniza en las sombras crecientes, pero ¿y sus ojos?, aquellos ojos antaño bellos siempre húmedos y desenfocados (un detalle que la cámara no recogía; la cámara siempre quiso mucho a la Monroe), como si, hablando con ella, uno no estuviera allí para ella, como en esas imágenes repentinas que en los sueños se ponen delante de otros, y desaparecen y se van sin dejar rastro ni recuerdos, y a pesar de todo, la Monroe casi siempre respondía con coherencia, y solía ser ingeniosa y estar animada, «haciendo» de Marilyn para que sus interlocutores sonrieran. En aquella escena, la Bella Princesa con camisa, pantalón y botas, y el Príncipe Encantado vestido de vaquero y con sombrero, rodeados por el penetrante aroma de la artemisa. Era una noche estrellada. La música tan baja que casi no se oía. A lo lejos se veía el resplandor de Reno como una extraña fosforescencia subacuática.

—Es curioso cómo hemos acabado —dijo ella.

—No hables así, querida. Tú estás lejos de haber acabado —dijo él.

—Quiero decir aquí, en el desierto de Nevada. Señor Gable…

—Pero, Marilyn, ¿no te he dicho que me llames Clark? ¿Cuántas veces te lo he dicho?

—C-clark. Cuando mi madre era pequeña, repetía que usted era mi padre —dijo con nerviosismo, y dándose cuenta de la equivocación, rectificó—: Quiero decir que cuando yo era pequeña, mi madre repetía que usted era mi padre.

Gable dio un bufido y rió con ganas.

—¡Hace mucho de aquello! —dijo.

Ella se quejó tirando del brazo masculino.

—Eh, que no ha pasado tanto tiempo desde que fui pequeña, Clark.

—Joder, Marilyn, ya soy viejo —dijo Gable con amabilidad—. Tú lo sabes.

—Usted nunca será viejo, señor G-gable. Los demás aparecemos y desaparecemos. Yo no soy más que una rubia. Hay demasiadas rubias. Pero usted, señor Gable, durará siempre.

Le estaba suplicando y Clark Gable tenía suficiente caballerosidad para concederle la posibilidad.

—Si tú lo dices, querida.

Los diversos ataques cardíacos que había sufrido le habían dejado un regusto a muerte en la boca, y sin embargo no se había quejado como los demás de los retrasos de la filmación ni de las continuas tensiones que causaba la imprevisible conducta de la Monroe. Esa mujer no está bien. Lo estaría si pudiera. Tampoco se quejó de estar rodando con temperaturas de sauna, y en el papel de Gay Langland quiso interpretar en persona muchos momentos físicamente difíciles que pasaba el personaje, y una vez, por culpa de una cuerda enganchada, lo arrastró un camión que iba a cincuenta kilómetros por hora. Sí, Gable sabía que tenía que morir algún día. Pero había vuelto a casarse, con una mujer joven. Y su mujer estaba embarazada. ¿No indicaba aquello que iba a vivir muchos años, para ver crecer a su hijo?

En el Hollywood de antes sí, lo indicaba.

El cuento de hadas. La Actriz Rubia acabaría creyendo en este cuento de hadas que un hombre le había escrito en prenda de amor. Llegaría a creer no sólo que la luminosa Roslyn podía salvar la pequeña manada de caballos salvajes, sino también que los caballos podían salvarse. Los caballos; sólo quedaban seis de cientos y cientos, y uno no era más que un potro. Un potro que galopaba nervioso junto a su madre. Cazados y atados por hombres desesperados, y no obstante podían salvarse de la muerte. De la cuchilla del matarife y de convertirse en comida para perros. No había aquí aventuras del Salvaje Oeste, ni siquiera valor ni ideales masculinos, sino un «realismo» melancólico que se arrojaba a la cara del público estadounidense. Sólo Roslyn salvaría a los caballos con su lenta cólera femenina. Sólo Roslyn correría por el desierto en una escena cuidadosamente preparada por la Actriz Rubia y por el director, que le permitiría dar rienda suelta a su cólera ante la crueldad masculina. («Pero yo no quiero primeros planos. Mientras grito no.») Gritaría a los hombres: «¡Embusteros! ¡Asesinos! ¿Por qué no os matáis entre vosotros?». Gritaría al vacío del desierto de Nevada hasta que se quedara ronca. Hasta que le doliera por dentro la boca salpicada de llagas. Hasta que el corazón estuviera a punto de estallarle. «¡Os odio! ¿Por qué no os morís?»

Podía haber gritado igualmente a los hombres de su vida cuyo rostro recordaba y podía haber gritado igualmente a los hombres sin rostro que formaban el vasto mundo que había más allá de los bordes del fondo de terciopelo rojo y de las cegadoras luces del fotógrafo. Podía haber gritado a H, que había esquivado sus encantos. Podía haber gritado a un espejo. Había dicho al doctor Fell que no necesitaba ningún medicamento aquella mañana (para despejarse del aturdimiento de una noche de barbitúricos), y llena luego de compasión, horror y cólera a la vista de los caballos encerrados no le había hecho falta ningún fármaco. Creyó que ya no volvería a necesitar fármacos. ¡Ah, qué fuerza! ¡Qué alegría! Volvería a Hollywood sola, compraría una casa, su primera casa, viviría sola en ella y sólo trabajaría en lo que quisiera; sería la gran actriz que tenía la oportunidad de ser; ya no la retendrían los hombres; ya no le escamotearían su ser más auténtico. La Actriz Rubia expresaba ira, cólera. Por fin. Sólo que (dirían todos los presentes) no era cólera simulada, sino pasión auténtica que recorría su cuerpo como una descarga eléctrica.

—¡Embusteros! ¡Asesinos! Os odio.

Semanas de retraso. Cientos de miles de dólares por encima del presupuesto. La película en blanco y negro más cara de la historia.

—Y todo se lo debemos a nuestra Marilyn. Muchísimas gracias.

La última película de la Monroe no contaría esta vez con un estreno ceremonial.

No habría desfiles de coches por Hollywood Boulevard, entre millares de admiradores desgañitados. Ningún acontecimiento de gala en el Grauman. Ni una burbuja de espuma de Dom Pérignon resbalando por el antebrazo desnudo de la Actriz Rubia. Cuando se distribuyó la película, hacía unos meses que había muerto Clark Gable. La Monroe llevaba divorciada aproximadamente el mismo tiempo. Vidas rebeldes fue un fracaso de público. Fue una película detestada por La Productora, que la había financiado, aunque tuvo críticas inteligentes y respetuosas y se elogió la interpretación de Gable, Monroe y Clift. Se la acusó de ser especial, «artística». Poseía una coherencia a prueba de bomba. Los personajes recordaban a actores desahuciados. Caras famosas pero no ellas mismas. Se veía a Gay Langland y se pensaba: «¿No era ése Clark Gable?». Se veía a la rubia Roslyn y se pensaba: «¿No era ésa Marilyn Monroe?». Se veía a Perce Howland, el destrozado animador de rodeo, y se pensaba: «¡Pero si ése era Montgomery Clift!». Gente a la que el público conocía de la infancia. Gay Langland era el tío soltero; Roslyn Tabor, una amiga de la madre, una divorciada de provincias. Nostalgia provinciana y esplendor perdido. ¡Incluso cabía la posibilidad de que el padre hubiera estado enamorado de Roslyn Tabor! El público no lo sabría nunca. El animador de rodeo era un bala perdida, flaco, tristón y con una cara que parecía un mapa. Lo veían al caer la noche delante de la estación de autobuses, fumando y mirando a la gente con ojos turbios: Eh, ¿me conoces? Eran estadounidenses normales en los años cincuenta, pero enigmáticos durante la década siguiente porque el público de los sesenta los conocía de cuando el mundo era enigmático, e incluso la propia cara, vista entonces en el espejo, por ejemplo, de una máquina de tabaco de la misma estación de autobuses, o en el espejo salpicado de agua de unos lavabos, era un enigma que no iba a resolverse nunca.

Alojada en el 12305 de Fifth Helena Drive, Brentwood (Los Ángeles), Norma Jeane comprendería cierto día: «Todo lo que era Roslyn era mi vida».

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