Blonde

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La niña: 1932 - 1938

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La niña

1932 - 1938

El beso

He estado viendo esta película durante toda mi vida, aunque nunca hasta el final.

Casi habría podido decir ¡Esta película es mi vida!

Su madre la llevó por primera vez al cine cuando ella tenía tres o cuatro años. Era su recuerdo más temprano. ¡Qué emocionante! Habían ido al Teatro Egipcio de Grauman, situado en Hollywood Boulevard. Aún faltaban años para que entendiera siquiera los rudimentos de una historia cinematográfica; sin embargo, se quedó fascinada por el movimiento, el incesante, ondulante, fluido movimiento en la gran pantalla que se alzaba ante ella. Todavía era incapaz de pensar Éste es el mismísimo universo sobre el cual se proyectan innumerables e indescriptibles formas de vida. Cuántas veces en su niñez y adolescencia perdidas volvería con añoranza a esta película, reconociéndola de inmediato a pesar de la diversidad de títulos y actores. Porque siempre aparecían la Bella Princesa y el Príncipe Encantado. Una sucesión de complicados acontecimientos los reunía, los separaba, los reunía otra vez y los separaba nuevamente hasta que, cuando la película se acercaba a su fin y la música subía de volumen, se fundían en un apasionado abrazo.

Aunque no siempre feliz. Era imposible predecirlo. Porque a veces uno de los dos aparecía arrodillado junto al lecho de muerte del otro y anunciaba el fin con un beso. Incluso si él (o ella) sobrevivía a su amado, uno sabía que su vida había perdido el sentido.

Porque la vida no tiene ningún sentido fuera de la historia cinematográfica. Y no hay historia cinematográfica fuera del oscuro cine.

Pero ¡qué intrigante no ver nunca el final de la película!

Porque siempre pasaba algo: había una conmoción en el cine y las luces se encendían; la alarma de incendios (aunque no había fuego, ¿o sí?, en cierta ocasión habría jurado que olía a humo) sonaba con estridencia y ordenaban al público que se retirara, o ella llegaba tarde a una cita y tenía que marcharse, o se quedaba dormida en la butaca, se perdía el final y despertaba deslumbrada por las luces cuando la gente se levantaba ya a su alrededor.

¿Ha terminado? Pero ¿cómo puede haber terminado?

Sin embargo, incluso de adulta, siguió buscando la película, entrando en cines de barrios oscuros o de ciudades desconocidas. Dado que padecía insomnio, compraría una entrada para la sesión de medianoche. O quizá fuera a la primera del día, a última hora de la mañana. No intentaba evadirse (aunque últimamente su vida se había vuelto desconcertante, como suele ser la vida de adulto para todos los que la viven), sino crear un paréntesis dentro de esa vida, deteniendo el tiempo como haría un niño con las agujas del reloj: por la fuerza. Entrando en el oscuro cine (que a veces olía a palomitas rancias, a gomina de desconocidos, a desinfectante), emocionada como una niña pequeña que alza la vista para ver en la pantalla —¡Ay!, ¡de nuevo!, ¡una vez más!— a la preciosa rubia que no parece envejecer, envuelta en carnes como cualquier mujer y sin embargo elegante como ninguna, con un intenso resplandor brillando no sólo en sus ojos luminosos, sino también en su piel. Porque mi piel es mi alma. No existe otra alma. Veis en mí la promesa de la dicha humana. Ella, que entra en el cine, escoge una butaca en una fila cercana a la pantalla, se entrega sin vacilar a la película que se le antoja a un tiempo familiar y extraña, como el recuerdo imperfecto de un sueño. Los trajes, los peinados, las caras e incluso las voces de los actores cambian con los años y ella recuerda, no con claridad sino en fragmentos, sus emociones perdidas, la soledad de su propia infancia, aliviada sólo en parte por la gran pantalla. Otro mundo donde vivir. ¿Dónde? Y cierta vez, un día, se da cuenta de que la Bella Princesa, que es hermosa porque es hermosa y porque es la Bella Princesa, es condenada a buscar la confirmación de su propia identidad en los ojos de otros. Porque no somos quienes dicen que somos si no nos lo dicen, ¿verdad?

Desazón adulta y creciente horror.

La historia cinematográfica es complicada y confusa, aunque familiar o casi familiar. Quizá esté mal enhebrada, quizá pretenda provocar, quizá haya saltos al pasado en medio del presente. ¡O saltos al futuro! Los primeros planos de la Bella Princesa parecen demasiado íntimos. Queremos permanecer en la periferia de los otros, no aceptamos que nos arrastren al interior. Si pudiera decir: ¡ahí!, ¡ésa soy yo! ¡Esa mujer, ese ser en la pantalla, ésa soy yo! Pero ella no puede prever el final. Nunca ha visto la última escena ni los títulos de crédito; en ellos, después del beso final, se encuentra la clave del misterio de la película, y ella lo sabe. Del mismo modo que los órganos del cuerpo, extirpados durante una autopsia, constituyen la clave del misterio de la vida.

Pero habrá una vez, quizá esta misma noche, cuando ella, ligeramente agitada, se acomode en la raída y mugrienta butaca tapizada en felpa de la segunda fila del viejo cine de un barrio marginal, el suelo curvándose a sus pies como la curva del planeta Tierra, pegajoso bajo las suelas de sus zapatos caros; el público desperdigado, casi todos individuos solos; y ella se alegra de que, gracias a su disfraz (gafas de sol, una bonita peluca, una gabardina), nadie la reconocerá ni sabrá quién es, ni adivinará quién podría ser. Esta vez la veré hasta el final. ¡Esta vez sí! ¿Por qué? No lo sabe. De hecho, la esperan en otro sitio, adonde llegará varias horas tarde. Quizá haya un coche aguardándola en el aeropuerto, a menos que se haya retrasado días, semanas; porque la mujer adulta ha empezado a desafiar al tiempo. Al fin y al cabo, ¿qué es el tiempo sino lo que otros esperan de nosotros? El juego que no podemos negarnos a jugar. Ha notado que el tiempo también confunde a la Bella Princesa. Que la confunde el argumento de la película. Uno recibe las pistas de los demás, pero ¿y si los demás no nos dan pistas? En esta película, la Bella Princesa ya no está en la flor de la juventud, aunque sigue siendo hermosa, claro está, pálida y radiante en la pantalla mientras se apea de un taxi en una calle ventosa; va disfrazada con gafas de sol, una lacia peluca castaña y una gabardina estrechamente atada con un cinturón, seguida a pocos pasos por una cámara mientras se dirige al cine, compra una sola entrada, entra en la sala oscura y se sienta en la segunda fila. Como es la Bella Princesa, otros espectadores la miran, pero no la reconocen; tal vez sea una mujer corriente, aunque hermosa, una desconocida. La película ya ha empezado. Pocos segundos después, ella se abandona por completo, quitándose las gafas de sol. La pantalla que se alza sobre ella la obliga a echar la cabeza atrás y a mirar hacia arriba con un gesto de reverencia algo infantil y aprensivo. Como los reflejos en el agua, la luz de la película se ondula sobre su cara. Abstraída en la fantasía, no se percata de que el Príncipe Encantado la ha seguido hasta el cine; la cámara lo enfoca mientras, durante varios tensos minutos, él permanece de pie detrás de las raídas cortinas de terciopelo de un pasillo lateral. Su apuesto rostro está envuelto en sombras… Su expresión es apremiante. Lleva un traje oscuro sin corbata, y un sombrero de ala curva ladeado sobre la frente. A una señal musical, camina a paso vivo y se inclina sobre ella, la mujer solitaria de la segunda fila. Le susurra algo y ella se vuelve, sobresaltada. Su sorpresa parece real, aunque ya debe de conocer el guión; al menos hasta este punto y tal vez un poco más.

¡Amor mío! Eres tú.

Nunca ha habido nadie más que tú.

En la trémula luz de la gigantesca pantalla las caras de los amantes están llenas de significado, nuncios de una perdida era de esplendor. Es como si estuvieran obligados a interpretar la escena, a pesar de su carácter decadente y mortal. Interpretarán la escena. Él la coge con descaro de la nuca para que no se mueva. Para reclamarla. Para poseerla. Qué fuertes y fríos son sus dedos; qué extraño, el resplandor vidrioso de sus ojos, más cercanos que nunca.

Una vez más, ella suspira y eleva su cara perfecta para recibir el beso del Príncipe Encantado.

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