Blonde

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La niña: 1932 - 1938 » Ciudad de arena

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Ciudad de arena

1

—¡Despierta, Norma Jeane! ¡Deprisa!

La estación de los fuegos. Otoño de 1934. La voz, que era la de Gladys, estaba cargada de alarma y sentimiento.

La noche olía a humo —¡a ceniza!—, un olor semejante al que despedía el incinerador de basura situado detrás del viejo edificio de apartamentos de Della Monroe en Venice Beach, pero no estaban en Venice Beach sino en Hollywood, en Highland Avenue, donde madre e hija vivían por fin solas, juntas las dos —como debe ser, hasta que la muerte nos lleve—, y se oía el ulular de las sirenas y apestaba a pelo quemado, a grasa quemándose en una sartén, a ropa húmeda imprudentemente chamuscada con la plancha. Había sido un error dejar la ventana abierta, pues el olor impregnaba la habitación: un olor sofocante, denso, un olor que hacía escocer los ojos igual que la arena arrastrada por el viento. Un olor parecido al que despedían las espirales del hornillo eléctrico cuando Gladys olvidaba quitar el hervidor del fuego y el agua se evaporaba por completo. Un olor como el de la ceniza de los cigarrillos permanentemente encendidos de Gladys y el de las quemaduras en el linóleo, en la alfombra con estampado de rosas, en la cama de matrimonio con cabecera de bronce y almohadas de plumas de ganso que compartían madre e hija, el inconfundible olor a chamusquina de la ropa de cama que la niña reconoció en el acto mientras dormía; un Chesterfield encendido caído de la mano de Gladys mientras ésta leía de madrugada, como buena lectora compulsiva e insomne, sólo para despertar de súbito, brutalmente, porque una chispa, en su opinión de manera misteriosa e inexplicable, había prendido fuego a la almohada, las sábanas y el edredón, de los que a veces brotaban auténticas llamas que ella sofocaba desesperadamente con un libro, una revista o, en una ocasión, un calendario de Our Gang descolgado a toda prisa de la pared, o con sus propios puños; y si las llamas persistían, Gladys corría maldiciendo al baño a coger un vaso de agua y lo arrojaba sobre el fuego, mojando las sábanas y el colchón.

—¡Maldita sea! ¿Qué más me va a pasar?

Aquellos episodios tenían el ritmo trepidante y bufonesco de una película muda. Norma Jeane, que dormía con Gladys, despertaba de inmediato y saltaba de la cama, agitada y alerta como un animal preparado para luchar por la supervivencia. De hecho, a menudo era la niña quien corría a buscar el agua. Aunque se trataba de una alarma justificada y de una auténtica molestia en medio de la noche, la escena ya era lo bastante familiar para convertirse en un rito de emergencia con su propia metodología. Estábamos acostumbradas a salvarnos de morir abrasadas en la cama. Habíamos aprendido a afrontar el peligro.

—¡Ni siquiera estaba dormida! Mi mente está demasiado agitada. En mi cerebro, todavía es de día. Creo que se me durmieron los dedos. Últimamente me ocurre a menudo. El otro día estaba tocando el piano y no conseguía sacarle ni una nota. Nunca trabajo sin guantes en el laboratorio, pero los productos químicos son cada vez más potentes. Es probable que ya me hayan afectado. Mira, las terminaciones nerviosas de los dedos están casi muertas; mi mano ni siquiera tiembla.

Gladys tendió la mano culpable, la derecha, para que su hija la examinara; y tenía razón. Curiosamente, tras la alarma de las sábanas incendiadas y la crisis nocturna, la delgada mano de Gladys no temblaba, sino que caía laxa desde la muñeca, como si no fuera suya, como si Gladys no tuviera poder ni responsabilidad sobre ella, con la palma surcada por finas líneas abierta y hacia arriba, la piel pálida y sin embargo enrojecida; una mano exquisitamente formada y vacía.

En la vida de Gladys había otros misterios parecidos, tantos que era imposible enumerarlos. Para llevar la cuenta habría sido preciso una vigilancia constante aunque también, de manera paradójica, un distanciamiento casi místico.

—Todos los filósofos, desde Platón hasta John Dewey, lo han dicho: no te vas hasta que te llega la hora y cuando te llega la hora, te vas.

Gladys chascó los dedos, sonriente. Para ella, el optimismo era eso.

Por eso soy una fatalista. ¡Es imposible rebatir la lógica!

Y por eso soy eficiente en las emergencias. O lo era.

Era la vida cotidiana, el día a día, lo que era incapaz de interpretar.

Pero aquella noche los fuegos eran de verdad.

No se trataba de fogatas en miniatura en la cama, que pudieran apagarse con golpes o vasos de agua, sino incendios que «hicieron estragos» en el sur de California después de cinco meses de sequía y altas temperaturas. Incendios de maleza que representaban «un serio peligro para las personas y las propiedades» incluso dentro de los límites de la ciudad de Los Ángeles. Culparían a los vientos de Santa Ana: procedentes del desierto de Mojave, al principio suaves como una caricia, luego más prolongados, más intensos, empujaban el calor y en cuestión de horas desataron tormentas eléctricas en las estribaciones y cañones de las montañas de San Gabriel, avanzando hacia el oeste en dirección al Pacífico. En menos de veinticuatro horas habían estallado centenares de incendios aislados e idénticos. En los valles de San Fernando y Simi soplaban vientos abrasadores a ciento cincuenta kilómetros por hora. Se veían muros de llamas de seis metros de altura que se precipitaban sobre la autopista de la costa como aves rapaces. A pocos kilómetros de Santa Mónica había campos de fuego, cañones de fuego, bolas de fuego parecidas a cometas. Las chispas, transportadas por el viento como semillas diabólicas, provocaron incendios en las comunidades residenciales de Thousand Oaks, Malibú, Pacific Palisades y Topanga. Se oían historias de pájaros que estallaban en llamas en pleno vuelo. Historias de estampidas de ganado, de animales que rugían de horror y corrían envueltos en llamas, como antorchas, hasta caer muertos. Árboles gigantescos y centenarios se consumieron por completo en cuestión de minutos. Hasta los techos empapados ardían, y los edificios explotaban como bombas. A pesar de los esfuerzos de miles de bomberos voluntarios, los fuegos continuaron «extendiéndose, fuera de control», y un humo denso, gris blanquecino ocultó el cielo en centenares de kilómetros a la redonda. Cualquiera que mirara el cielo encapotado durante el día, cuando el sol quedaba reducido a una enfermiza media luna, habría podido pensar que estaba ante un eclipse solar permanente. Cualquiera diría, comentó la madre a su asustada hija, que aquél era el fin del mundo descrito en el Apocalipsis:

—«Y fueron abrasados los hombres con fuego intenso. Y blasfemaron el nombre de Dios». ¡Pero es Dios quien nos ha blasfemado!

Los siniestros vientos de Santa Ana soplarían durante veinte días y veinte noches, arrastrando grava, arena, ceniza y el sofocante olor a humo, y cuando por fin se extinguieron los últimos fuegos, con la llegada de la lluvia, veintiocho mil hectáreas del condado de Los Ángeles habían quedado devastadas.

Para entonces, Gladys Mortensen llevaba casi tres semanas ingresada en el Hospital Psiquiátrico Estatal de Norwalk.

Ella era una niña pequeña y, en teoría, las niñas pequeñas no tienen necesidad de meditar, en especial las niñas bonitas de cabellos rizados no necesitan preocuparse, inquietarse o calcular; sin embargo, ella tenía el hábito de fruncir el entrecejo como una adulta en miniatura mientras formulaba preguntas del estilo de: ¿cómo empieza un incendio? ¿Hay una chispa que es la primera, la primera chispa de todas, surgida de la nada? No de una cerilla ni de un mechero, sino de la nada. ¿Por qué?

—Porque el fuego viene del sol. El sol es fuego. Y Dios también. Deposita tu fe en Él y te quemará hasta convertirte en cenizas. Tiende la mano para tocarlo y Él la abrasará. No existe un «Dios Padre»; prefiero creer en W. C. Fields. Él sí que existe. Me bautizaron en la religión cristiana porque mi madre era una pobre ilusa, pero yo no soy tonta. Soy agnóstica. Creo que la ciencia es el único medio para salvar a la humanidad. Una cura para la tuberculosis y para el cáncer; la eugenesia para mejorar la especie; la eutanasia para los desahuciados. Pero mi fe no es muy firme, y la tuya tampoco lo será, Norma Jeane. Está claro que no estábamos destinadas a vivir en esta parte del mundo, el sur de California. Fue un error que nos asentáramos aquí. Tu padre —y en este punto la ronca voz de Gladys se endulzó, como ocurría siempre que hablaba del progenitor ausente de Norma Jeane, como si él estuviera cerca, escuchando— llama a Los Ángeles «la Ciudad de Arena». Está construida sobre la arena y es de arena. Es un desierto. Llueve menos de veinte centímetros cúbicos al año o, por el contrario, hay grandes inundaciones. Los seres humanos no deberían vivir en sitios semejantes. Por eso somos castigados, por nuestra arrogancia e insensatez. Terremotos, incendios y un aire sofocante. Algunos nacimos y moriremos aquí. Es un pacto que hemos hecho con el diablo.

Gladys hizo una pausa para recuperar el aliento. Mientras conducía, como hacía ahora, Gladys se quedaba sin aliento, como si el veloz movimiento del coche representara un esfuerzo físico, aunque había estado hablando con calma, con cordialidad incluso. Estaban en el oscurecido Coldwater Canyon Drive, encima de Sunset Boulevard, era la 1.35 de la madrugada de la primera noche completa de incendios en Los Ángeles, y Gladys había despertado a gritos a Norma Jeane para luego sacarla de la casa, descalza y en pijama, y obligarla a subir a su Ford de 1929, ordenándole que se diera prisa, prisa, prisa y no hiciera ruido para que los vecinos no la oyeran. Gladys llevaba un camisón de encaje negro que había cubierto apresuradamente con un deshilachado quimono verde, un antiguo regalo del señor Eddy; también ella iba descalza y sin medias, el pelo enmarañado recogido con un pañuelo y su escuálida cara cubierta de crema hidratante parecía una suntuosa máscara, que sólo ahora empezaba a tiznarse con la ceniza y el polvo arrastrados por el viento. ¡Qué viento, qué aire seco, abrasador, perverso soplaba en el cañón! Norma Jeane estaba demasiado asustada para llorar. ¡Tantas sirenas! ¡Tantos gritos masculinos! Extraños chillidos agudos que parecían de pájaros o animales (¿coyotes?). Norma Jeane había visto la refulgente luz del fuego reflejada en las nubes, en el horizonte, más allá de Sunset Strip, en el cielo que se alzaba sobre lo que Gladys llamaba «las aguas curativas del Pacífico… demasiado lejanas», un cielo recortado al fondo por palmeras que se sacudían a merced del viento, unos árboles cuyas hojas secas, deshidratadas, estaban convirtiéndose en jirones. También había olido a humo (no sólo a chamusquina en la cama de Gladys) durante horas, aunque todavía no le había llamado la atención, ni siquiera le llamaba la atención ahora, porque yo no era una niña inclinada a cuestionar las cosas, puede decirse que era una niña dócil, o más bien desesperadamente optimista, a quien su madre llevaba ahora en un Ford en la dirección equivocada.

No se alejaba de las colinas salpicadas de incendios; se dirigía a ellas.

No se alejaba del ardiente y sofocante humo; avanzaba hacia él.

Sin embargo, Norma Jeane debió reconocer las señales: Gladys hablaba con serenidad. Con su tono agradable y coherente.

Cuando Gladys era ella misma, la auténtica Gladys, hablaba con voz monocorde e inexpresiva, una voz a la que parecían haber extraído todo vestigio de placer o emoción, como la última gota de humedad que se desprende de una manopla de baño al estrujarla con fuerza; en esos momentos no te miraba a la cara, tenía el poder de atravesarte con la mirada, como lo haría una máquina de sumar si tuviera ojos. Cuando Gladys no era ella misma, o empezaba a deslizarse en su no-yo, hablaba atropelladamente, con fragmentos de palabras que no alcanzaban a seguir el ritmo de su mente veloz y febril; o bien hablaba con calma, con lógica, como una de las maestras de Norma Jeane, constatando lo evidente.

—Es un pacto que hemos hecho con el diablo. Incluso aquellos que no creemos en él.

Gladys se giró de súbito y preguntó a Norma Jeane si la había estado escuchando.

—S-sí, madre.

¿El diablo? ¿Un pacto? ¿Cómo?

En la vera del camino había un objeto pálido y un tanto brillante, no un niño humano, sino probablemente una muñeca, una muñeca desechada, aunque la primera y aterradora impresión era que se trataba de un bebé abandonado mientras sus padres huían de los incendios, pero debía de ser una muñeca, claro. Gladys no pareció verla al pasar a su lado, pero Norma Jeane sintió una punzada de horror: ¡había olvidado su muñeca sobre la cama! En medio de la confusión y el nerviosismo, cuando su madre la había despertado con brusquedad y conducido a toda prisa hasta el coche, entre las sirenas, las luces y el olor a humo, Norma Jeane había abandonado a la muñeca de rizos dorados a merced del fuego; ahora no tenía el pelo tan rubio como antes, su piel suave como la goma ya no era inmaculada, el gorro de encaje había desaparecido hacía tiempo y el camisón con estampado de flores y los escarpines blancos estaban irremediablemente sucios, pero Norma Jeane amaba a su muñeca, la única que tenía, su muñeca sin nombre, la muñeca de cumpleaños a quien nunca había puesto nombre y a quien se limitaba a llamar «Muñeca» o, con mayor frecuencia, tiernamente, «tú», como cuando uno habla con su imagen en el espejo, sin necesidad de un nombre formal. Ahora Norma Jeane gimoteó:

—¿Qué pasará si se quema la casa, ma-madre? ¡Me he dejado la muñeca!

Gladys resopló con desprecio.

—¡Esa muñeca! Sería una suerte para ti que se quemara. Le tienes un cariño malsano.

Gladys se concentró en la tarea de conducir. El Ford verde de 1929 era un vehículo de segunda o tercera mano, comprado por setenta y cinco dólares a un amigo que había pretendido demostrar con la venta su «compasión» por Gladys, una madre divorciada; no era un coche fiable: los frenos tenían sus peculiaridades y Gladys debía coger el volante por la parte superior, con ambas manos, e inclinarse para ver con claridad por encima del capó y de las finísimas grietas que surcaban el parabrisas como una telaraña. Se encontraba en un estado sereno, premeditado; se había zampado medio vaso de una bebida potente, destinada a tranquilizarla y darle seguridad, ni gin, ni whisky, ni vodka, pero esta noche conducir en el Strip y subir hacia las colinas era un desafío, pues había vehículos de emergencia con ensordecedoras sirenas y luces deslumbrantes, y en el estrecho Coldwater Canyon Drive circulaban coches en dirección contraria, colina abajo; sus luces eran tan cegadoras que Gladys se maldijo por no llevar consigo las gafas de sol y Norma Jeane, espiando a través de sus dedos, vislumbró caras pálidas y ansiosas al otro lado de los parabrisas. ¿Por qué vamos cuesta arriba, por qué en esta noche de incendios? fue una pregunta que la niña no formuló, acaso recordando que cuando la abuela Della estaba viva le había advertido que vigilara «los cambios de humor» de Gladys y la había obligado a prometerle que le telefonearía de inmediato cuando presintiera algún peligro.

—Si es necesario, iré en taxi, aunque me cueste cinco dólares —había dicho Della con seriedad.

No era su número el que había dado a la niña, puesto que Della no tenía teléfono, sino el del encargado del edificio, y Norma Jeane lo tenía grabado en su memoria desde que se había ido a vivir con Gladys, un año antes, cuando ésta la había llevado triunfalmente a su nueva residencia de Highland Avenue, cerca del Hollywood Bowl, y lo recordaría durante el resto de su vida —VB 3-2993—, aunque de hecho nunca se atrevió a llamar, y esa noche de octubre de 1934 la abuela Della llevaba varios meses muerta y el abuelo Monroe muchos más, de modo que no había nadie en ese número al que ella habría podido llamar si se hubiera atrevido a hacerlo.

No había nadie, en ningún número, a quien Norma Jeane pudiera llamar.

¡Mi padre! Si tuviera su número de teléfono, lo llamaría, estuviera donde estuviese. Diría: madre te necesita, por favor, ven a ayudarnos, y estaba convencida de que él habría venido, lo creía firmemente.

Más adelante, en la entrada de Mulholland Drive, había una barricada. Gladys maldijo —¡Maldita sea!— y frenó en seco. Pretendía seguir hasta lo alto de las colinas, muy por encima de la ciudad, a pesar del peligro, de las sirenas, de las ocasionales erupciones de llamas, del silbante y abrasador viento de Santa Ana que sacudía el coche incluso en los tramos resguardados de Coldwater Canyon Drive. En aquellas colinas aisladas y célebres, como en Beverly Hills, Bel Air y Los Feliz, estaban las residencias privadas de las «estrellas» de cine, delante de las cuales madre e hija pasaban a menudo en sus excursiones dominicales, siempre que Gladys podía pagar la gasolina; momentos felices para ambas, lo que hacíamos juntas en lugar de ir a la iglesia, pero ahora era plena noche, el aire estaba cargado de humo y resultaba imposible ver las casas. Además, las residencias privadas de las estrellas debían de estar quemándose; de ahí la barricada en la carretera. Y de ahí que, unos minutos después, cuando Gladys intentó torcer hacia el norte por Laurel Canyon Drive, donde había luces de emergencia y vehículos aparcados, la detuvieran unos agentes uniformados.

Cuando le preguntaron con brusquedad adónde demonios iba y Gladys explicó que vivía en Laurel Canyon, que su residencia estaba allí y tenía todo el derecho de seguir hasta su casa, los agentes le preguntaron su dirección exacta.

—No es asunto suyo —respondió Gladys.

Ellos se acercaron más, alumbrándole la cara con la linterna, y con desconfianza y escepticismo preguntaron quién iba en el coche con ella.

—Bueno, no es precisamente Shirley Temple —contestó Gladys riendo.

Uno de los agentes, el ayudante del sheriff del condado de Los Ángeles, se aproximó para hablar con ella y miró fijamente a Gladys, que a pesar de su grasienta máscara de crema era una mujer elegante y bonita, una mujer con el aire enigmático de la Garbo, si no la mirabas muy de cerca: sus oscuros ojos dilatados parecían inmensos para su cara; su nariz era larga, huesuda, con la punta cérea, y sus labios carnosos estaban cubiertos de carmín; antes de huir en la noche, esa noche entre todas las noches, se había tomado el tiempo necesario para pintarse los labios, porque una nunca sabía cuándo sería observada y juzgada. El agente comprendió que algo iba mal: allí estaba esa mujer relativamente joven y trastornada, con un quimono de seda verde caído sobre un hombro, revelando algo parecido a un deshilachado camisón negro y unos pechos pequeños y flácidos. Junto a ella iba una niña con una enmarañada mata de rizos, descalza y en pijama; una niña menuda con cara de ángel, piel encendida y sucias mejillas surcadas por las lágrimas. Tanto la niña como la mujer tosían, y la segunda murmuraba para sí: estaba indignada, furiosa, era coqueta, evasiva, y ahora insistía en que la habían invitado a una residencia privada en lo alto de Laurel Canyon:

—El propietario tiene una mansión a prueba de incendios. Mi hija y yo estaremos a salvo allí. No puedo decirle su nombre, agente, pero es un hombre famoso. Trabaja en la industria del cine. Esta niña es su hija. Los Ángeles es una ciudad de arena y no se mantendrá en pie mucho tiempo, pero nosotras sobreviviremos.

La ronca voz de Gladys tenía un dejo agresivo.

El agente informó a Gladys de que lo sentía, que tendría que volver atrás; esa noche no se autorizaba a nadie a subir a las colinas, estaban evacuando a las familias que vivían en las zonas altas y ella y su hija estarían más seguras en la ciudad.

—Vuelva a casa, señora, tranquilícese y meta a la niña en la cama. Es tarde.

Gladys estalló.

—No me hable con ese tono paternalista, agente. No me diga lo que tengo que hacer.

El policía quiso ver el permiso de conducir de Gladys y los papeles del coche. Ella respondió que no los llevaba consigo —era una emergencia, qué esperaba—, pero le enseñó el pase de La Productora; el agente se lo devolvió después de examinarlo brevemente, diciendo que Highland Avenue era un sitio seguro, al menos por el momento, de modo que tenía suerte y debía regresar a casa de inmediato. Gladys esbozó una sonrisa furiosa y dijo:

—La verdad, agente, es que quiero ver el infierno de cerca. Me gustaría asistir al preestreno.

Lo dijo con la voz grave y sensual de la Harlow y el súbito cambio de registro resultó desconcertante. El policía frunció el entrecejo mientras Gladys sonreía con aire seductor y se desataba el pañuelo de la cabeza, dejando caer la melena sobre los hombros. Gladys, que en el pasado vivía pendiente de su pelo, hacía meses que no se lo cortaba ni arreglaba, y sobre su sien izquierda caía un inmaculado mechón blanco en zigzag, como un rayo de tebeo. Turbado, el agente repitió que Gladys debía regresar, podían proporcionarle una escolta en caso necesario, pero era una orden y la arrestarían si desobedecía.

—¡Arrestarme! —rió Gladys—. ¡Por conducir mi coche! —luego añadió con más prudencia—: Lo lamento, agente. Por favor, no me arreste —y en un murmullo, como para que Norma Jeane no escuchara—: Ojalá me disparara.

El agente perdió la paciencia y dijo:

—Vuelva a casa, señora. Está bebida o drogada y esta noche no podemos perder el tiempo. Dice cosas que podrían perjudicarla.

Gladys asió el brazo del policía, que no era más que un hombre uniformado, un hombre de mediana edad con bolsas bajo los ojos, cara de agotamiento, placa brillante, un grueso cinturón de cuero alrededor del vientre y una pistola oculta en la funda; sentía compasión por la niña y por aquella mujer con la sucia cara untada de crema, ojos dilatados y aliento a alcohol —un aliento rancio, nada saludable—, pero quería que se marcharan de una vez: los demás agentes lo esperaban y tenía una larga noche en vela por delante. Se desasió con suavidad de los dedos de Gladys, que añadió con actitud jovial:

—Aunque me disparara, agente, por ejemplo si intentara cruzar esa barricada, no dispararía a mi hija. Se convertiría en una huérfana. Es una huérfana. Pero no desearía que lo supiera aunque la quisiera. Quiero decir, aunque no la quisiera. Todos sabemos que nadie tiene la culpa de haber nacido.

—Tiene razón, señora. Ahora vuelva a casa, ¿de acuerdo?

Los policías del condado de Los Ángeles observaron cómo la conductora del Ford verde de 1929 batallaba por dar la vuelta en la estrecha carretera y cabecearon con una mezcla de compasión y perplejidad; cuánto se parecía esa escena a un striptease, pensó Gladys con indignación bajo la mirada atenta de esos desconocidos.

—Con sus secretos y sucios pensamientos masculinos.

Pero Gladys consiguió dar la vuelta y avanzó hacia el sur por Laurel Canyon, rumbo a Sunset y a la ciudad. Su cara grasienta brillaba y sus labios pintados temblaban de furia. Junto a ella, Norma Jeane estaba paralizada, embargada por una confusa vergüenza adulta. Había oído a medias lo que Gladys había dicho al agente, pero no sabía si era verdad o si su madre estaba «actuando», como hacía a menudo durante esos incandescentes episodios en los que no era ella misma. Pero era un hecho, un hecho incuestionable como una escena de película, y había otros testigos de ello, que unos instantes antes su madre, Gladys Mortensen, tan orgullosa, independiente y leal a La Productora y decidida a convertirse en una «profesional» que no aceptaba la caridad de nadie, había sido objeto de las miradas y la compasión de otros por comportarse como una loca. ¡Era cierto! Norma Jeane se enjugó los ojos, que le escocían a causa del humo y no dejaban de lagrimear, pero no estaba llorando; sentía una vergüenza impropia de su edad, pero no lloraba; intentaba pensar: ¿era posible que su padre las hubiera invitado a su casa? ¿Había vivido todos aquellos años tan cerca de ellas, en lo alto de Laurel Canyon Drive? Pero entonces ¿por qué Gladys quería subir por Mulholland Drive? ¿ Gladys había pretendido engañar, despistar, a los agentes? («Despistémoslos» era una de las expresiones favoritas de Gladys.) En las excursiones dominicales, cuando pasaban delante de las mansiones de las estrellas y «otros miembros de la industria del cine», Gladys a veces sugería quizá tu padre viva cerca, quizá tu padre haya asistido a una fiesta aquí, pero nunca daba más explicaciones; se suponía que había que tomarse esos comentarios a la ligera —o al menos no al pie de la letra—; eran insinuaciones, guiños, previsiblemente destinados a intrigar a la niña, pero nada más. De forma que Norma Jeane se preguntaba cuál era la verdad, o de hecho si existía una «verdad», pues la vida no era como un gigantesco puzle. En un puzle todas las piezas encajaban de manera armónica, maravillosa, al margen de si el paisaje que formaban era o no era hermoso como el reino de las hadas; lo único que importaba era que el cuadro completo estaba ahí: una podía verlo, admirarlo, incluso destruirlo, pero estaba ahí. En la vida, tal como había descubierto antes de cumplir los ocho años, nada estaba ahí.

Sin embargo, Norma Jeane recordaba a su padre inclinado sobre su cuna. Era una cuna de mimbre blanca con lazos rosas. Gladys se la había señalado en un escaparate.

—¿Ves esa cuna? Tú tenías una idéntica cuando eras pequeña. ¿Recuerdas?

Norma Jeane había negado con la cabeza en silencio. No, no lo recordaba. Pero más tarde la había visto en una especie de sueño, mientras fantaseaba en clase, arriesgándose a que la riñeran como sucedía a menudo (en su nueva escuela de Hollywood, donde no caía bien a nadie); entonces había recordado la cuna, pero sobre todo al padre risueño inclinado sobre ella y a Gladys apoyada sobre el brazo de él. La cara de su padre era redonda, huesuda, apuesta y propensa a reflejar una sutil ironía, parecida a la de Clark Gable, y su grueso cabello moreno se alzaba sobre la frente en un copete idéntico al de Gable. Tenía un bigote fino y elegante, su voz era grave y melodiosa como la de un barítono y le había prometido Te quiero, Norma Jeane, y algún día regresaré a Los Ángeles a buscarte. Luego la besaba dulcemente en la frente. Y Gladys, su adorada y sonriente madre, contemplaba la escena.

¡Tan vívida en su memoria!

Tanto más «real» que las cosas que la rodeaban.

—¿E-estaba ahí? —preguntó Norma Jeane de repente—. ¿Padre ha estado ahí todo el tiempo? ¿Por qué no ha venido a vernos? ¿Por qué no estamos con él?

Gladys no pareció oírla. Estaba perdiendo su incandescente energía. Sudaba bajo el quimono, despidiendo un olor penetrante y desagradable. Y sucedía algo raro con las luces del coche: los haces habían perdido intensidad, o bien los cristales estaban tiznados. El parabrisas también se hallaba cubierto por una fina película de ceniza. El viento abrasador sacudía el coche y junto a ellas pasaban sinuosas espirales de polvo. Al norte de la ciudad, los cúmulos de nubes estaban llenos de torbellinos de luz flamígera. Por todas partes se percibía un acre olor a quemado: pelo quemado, azúcar quemada, basura quemada, vegetación podrida, desperdicios. Hubiera querido gritar. ¡Era insoportable!

Fue entonces cuando Norma Jeane repitió sus preguntas en voz más alta, una ansiosa voz infantil con un timbre que, como debería haber supuesto, su madre no podía soportar. Preguntó dónde estaba su padre. ¿Siempre había vivido tan cerca de ellas? Entonces, ¿por qué…?

—¡Calla!

Rápida como una serpiente de cascabel, la mano de Gladys soltó el volante y golpeó la febril cara de Norma Jeane. La niña gimoteó y se acurrucó en el asiento, doblando las rodillas contra el pecho.

Al pie de Laurel Canyon Drive había un desvío; tras seguirlo a lo largo de varias manzanas, Gladys, indignada y sollozando entre dientes, tomó un segundo desvío hasta que llegó a una calle más ancha que no reconoció; no sabía si era Sunset Boulevard, y si lo era, ¿hacia dónde debía girar para ir a Highland Avenue? Eran las dos de la madrugada de una noche extraña. Una noche desesperada. A su lado lloriqueaba una niña. Tenía treinta y cuatro años. Ningún hombre volvería a mirarla con deseo. Había entregado su juventud a La Productora, ¡y qué cruel recompensa recibía a cambio! Con ríos de sudor en la cara, condujo hasta el cruce y miró de izquierda a derecha y de derecha a izquierda.

—¡Dios mío! ¿Dónde está mi casa?

2

Érase una vez, en la arenosa costa del gran océano Pacífico, una ciudad.

Un lugar misterioso donde la luz era dorada sobre la superficie del mar. Donde el cielo por la noche era de tinta negra salpicada de estrellas. Donde el viento era cálido y suave como una caricia.

¡Donde una niña llegó hasta un Jardín Amurallado! La muralla era de piedra, medía seis metros de altura y estaba cubierta de hermosas buganvillas del color de las llamas. Desde el interior del Jardín Amurallado se oía el canto de los pájaros, música y el rumor de una fuente. Voces y risas de personas desconocidas.

Jamás podrás escalar esa muralla, pues no eres lo bastante fuerte; las niñas no son lo bastante fuertes; tu cuerpo es frágil y quebradizo como el de una muñeca; tu cuerpo es una muñeca; es para que otros lo admiren y lo mimen; para que lo usen otros, no tú; es una fruta voluptuosa que morderán y saborearán otros; tu cuerpo es para otros, no para ti.

La niña prorrumpió en llanto. Tenía el corazón roto.

Entonces apareció su hada madrina y le dijo: ¡hay un camino secreto que conduce al Jardín Amurallado!

Hay una puerta oculta en la muralla, pero debes esperar como una niña buena hasta que se abra. Has de aguardar con paciencia y en silencio. No debes llamar a la puerta como un niño travieso. No tienes que llorar ni gritar. Tendrás que ganarte al guardián: un gnomo viejo y feo de piel verdosa. Has de lograr que se fije en ti, que te admire. Debes conseguir que te desee, entonces te amará y te dejará entrar. ¡Sonríe! ¡Sonríe y sé feliz! ¡Sonríe y desnúdate! Pues tu Amiga Mágica del Espejo te ayudará. Porque tu Amiga Mágica es muy especial. El viejo y feo gnomo de piel verde se enamorará de ti y la puerta oculta de la muralla se abrirá sólo para ti, que penetrarás en el jardín riendo de felicidad; en el interior del Jardín Amurallado habrá rosas bellísimas, colibríes y tangaras, música y una fuente cantarina, y tus ojos se llenarán de admiración porque el viejo y feo gnomo de piel verde es en realidad un príncipe desfigurado mediante un cruel hechizo, un príncipe que se arrodillará ante ti y te pedirá en matrimonio, y viviréis felices para siempre en su reino del Jardín; nunca volverás a sentirte sola, desdichada niña.

Siempre y cuando permanezcas en el interior del Jardín Amurallado con el príncipe.

3

—¿Norma Jeane? Ven ahora mismo.

El verano anterior, la abuela Della llamaba a Norma Jeane a menudo, demasiado a menudo, desde la puerta del edificio. Ahuecaba las manos como una bocina alrededor de la boca y gritaba a voz en cuello. La anciana parecía cada vez más preocupada por su nieta, como si ella, y sólo ella, conociera una verdad que estaba a punto de precipitarse sobre ambas.

Pero yo me escondí, como una niña mala, la última vez que la abuela me llamó.

Era un día como otro cualquiera. Casi. Norma Jeane jugaba con sus amigas en la playa cuando oyó la voz, que parecía caer del cielo como un pájaro que desciende en picado.

—¡Norma Jeane! ¡NORMA JE-ANE!

Las otras dos niñas miraron a Norma Jeane y rieron, quizá compadeciéndose de ella. Norma Jeane frunció el labio inferior y continuó cavando en la arena. ¡No iré! No puede obligarme.

En el barrio todos conocían a Della Monroe, un personaje al estilo de «Ana, la del remolque». Solía vérsela en la Iglesia Cristiana Renacer, donde (¡los testigos lo juraban!) sus gafas emanaban vapor cuando ella cantaba. Y con qué desparpajo empujaba luego a Norma Jeane al frente, delante de los demás, para que el joven pastor rubio admirara a la niña de melena rizada a lo Shirley Temple y primoroso vestido, cosa que él hacía invariablemente, sonriendo.

—Dios la ha bendecido, Della Monroe. Debe de estarle muy agradecida.

Della reía y suspiraba. Ella no aceptaba ni siquiera un cumplido sincero sin una respuesta maliciosa.

—Lo estoy, aunque su madre no.

La abuela Della no era de las que malcrían a los niños. Creía que había que obligarlos a trabajar desde jóvenes, como había hecho ella toda su vida. Ahora que su marido había muerto y su pensión era «miserable» —«habas contadas»—, continuaba trabajando.

—¡No habrá paz para los malvados!

Planchaba para una lavandería de Ocean Avenue, cosía para la modista local y de tanto en tanto, cuando no tenía más remedio, cuidaba niños en casa: se las apañaba. Había nacido en la frontera y no era un delicado lirio como esas ridículas mujeres de las películas o como su propia neurótica hija. Ah, cuánto odiaba Della Monroe a Mary Pickford, «la novia de América». Hacía tiempo que apoyaba la decimonovena enmienda, que concedía a las mujeres el derecho de sufragio, y había votado en todas las elecciones desde el otoño de 1920. Era lista, mordaz e irascible, y aunque detestaba las películas porque eran engañosas como una moneda falsa, admiraba a James Cagney en El enemigo público, que había visto tres veces; ese enano pendenciero siempre dispuesto a atacar a sus enemigos pero resignado a su destino: que lo envolvieran en vendas como a una momia y lo abandonaran en un portal cuando le llegara la hora. También admiraba al niño asesino de Hampa dorada, Edward G. Robinson, que farfullaba torciendo sus labios de niña. Los dos eran lo bastante hombres para aceptar la muerte cuando les llegara la hora.

Cuando te llega la hora, te llega. La abuela Della parecía creer que éste era un hecho alentador.

A veces, después de que Norma Jeane la ayudara a limpiar el piso durante toda la mañana, lavando y secando platos, Della la premiaba llevándola a dar de comer a los pájaros. ¡Los momentos más felices de la niña! Ella y la abuela arrojaban migas de pan en el suelo cubierto de arena de un descampado cercano y observaban cómo bajaban los pájaros, cautelosos pero hambrientos, entre frenéticos aleteos y rápidos picotazos. Palomas, torcazas, oropéndolas, alborotadores arrendajos. Bandadas de currucas de cabeza negra. Y en los arbustos, entre las campanillas, colibríes apenas más grandes que abejorros. Della decía que este minúsculo pájaro se distinguía por su capacidad para volar hacia atrás y hacia los lados, a diferencia de cualquier otra especie; era un «diablillo astuto» casi doméstico, pero se negaba a comer migas de pan o semillas. Norma Jeane estaba fascinada por aquellas aves de iridiscentes plumas rojas y verdes que brillaban bajo el sol como el metal y aleteaban con tanta rapidez que sus alas se desdibujaban; los picos finos como agujas se hundían en las flores tubulares para libar su néctar mientras los pájaros permanecían suspendidos en el aire. ¡Y después desaparecían con tanta rapidez!

—¿Adónde van, abuela?

Della se encogía de hombros. Ya había renunciado al papel de la abuela que conforta a una niña solitaria.

—¿Quién sabe? Allí adonde vayan los pájaros.

Después de su muerte, se dijo que Della Monroe había envejecido tras el fallecimiento de su esposo. Aunque mientras estaba vivo, Della se quejaba de él ante cualquiera que quisiera escucharla: de su afición por la bebida, «sus pulmones enfermos», «sus malos hábitos». A pesar del sobrepeso de Della, de su cara permanentemente encarnada debido a la hipertensión, no había cuidado su salud.

Como una vela henchida por el viento recorría el barrio en busca de su nieta. Poco después de darle permiso para salir a jugar, quería que volviera a casa. Decía que pretendía salvar a la niña de las garras de su hija:

—Esa que rompió el corazón de su propia madre.

Aquella tarde de agosto brillaba un sol de justicia y hacía tanto calor que nadie, salvo algunos niños que jugaban detrás del edificio, había salido a la calle. La abuela Della tuvo la premonición de que iba a ocurrir algo, algo malo, de modo que se aventuró al bochorno gritando «¡Norma Jeane! ¡Norma Je-ane!» con el peculiar tono que los demás llamaban «el golpe del cuchillo del carnicero», uno-dos-tres, uno-dos-tres, llamando desde el camino de la entrada, desde el callejón adyacente, desde el descampado, mientras Norma Jeane y sus amigas corrían a esconderse entre risitas ahogadas. No respondí. No podía obligarme. Sin embargo, Norma Jeane adoraba a su abuela, la única persona que la quería de verdad, la única persona que la amaba sin herirla y que sólo pretendía protegerla. Pero cuando los niños del barrio se burlaban de Della, llamándola «gorda elefanta vieja», la niña se sentía avergonzada.

Así que Norma Jeane se escondió. Más tarde, después de un rato sin oír los gritos de Della, decidió volver a casa y subió desde la playa con el aspecto de una salvaje, la sangre palpitando en sus oídos. En el camino, una vieja de la edad de su abuela la riñó:

—¡Eh, tú! ¡Tu abuela te ha estado llamando, señorita!

Norma Jeane entró en el edificio y subió corriendo hasta el tercer piso, como había hecho tantas veces, pero a sabiendas de que esta ocasión sería diferente, porque reinaba un silencio absoluto, el silencio de las películas antes de una sorpresa, a menudo una sorpresa que te hacía gritar, para la cual no podías prepararte. ¡Oh, vaya! La puerta del piso de la abuela estaba abierta. Eso era un mal presagio. Norma Jeane lo sabía. Y también sabía lo que iba a encontrar dentro.

Porque la abuela se había caído otras veces, cuando yo estaba en casa. Se mareaba súbitamente y perdía el equilibrio. Yo la encontraba tendida en el suelo de la cocina, aturdida, gimiendo y respirando con dificultad, sin saber qué le había pasado, y la ayudaba a levantarse, a sentarse en una silla, le daba sus píldoras y cubitos de hielo envueltos en un paño para que se los pusiera en la frente caliente; sentía miedo, pero después de un rato ella sonreía y yo sabía que todo marchaba bien.

Sin embargo, esta vez no fue así. La abuela estaba en el suelo del cuarto de baño, un cuerpo pesado y sudoroso encajado entre la bañera y la taza, ambos escrupulosamente lavados esa misma mañana; el olor a desinfectante era un reproche a la debilidad humana y allí estaba Della, tendida de lado como una ballena en la playa, con la enorme cara salpicada de manchas rojas, los ojos entornados y vidriosos, resollando.

—¡Abuela! ¡Abuela!

Era una escena de película y sin embargo real. La abuela Della buscó a tientas la mano de Norma Jeane, como si quisiera que la ayudara a levantarse. Emitía un sonido ahogado, gutural, ininteligible al principio. No estaba enfadada ni la reñía. ¡Aquello no estaba bien!, Norma Jeane lo sabía. Se arrodilló junto a su abuela y percibió el nauseabundo olor de la carne condenada —a sudor, gases, flojera intestinal—, lo reconoció de inmediato como el hedor de la muerte y rompió a llorar.

—¡No te mueras, abuela!

La moribunda atenazó la mano de Norma Jeane en un espasmo tan violento que prácticamente le rompió los dedos y atinó a decir, cada palabra detonante y laboriosa como un clavo martillado con tremenda fuerza:

—Que Dios te bendiga, hija. Te quiero.

4

¡La abuela ha muerto por mi culpa!

No seas ridícula. Nadie ha tenido la culpa.

No le hice caso cuando me llamó. Fui una niña mala.

Mira, la culpa es de Dios. Ahora vuelve a dormirte.

¿La abuela puede oírnos, madre?

¡Por Dios! ¡Espero que no!

Lo que le pasó fue culpa mía. Ay, mamaíta…

¡Yo no soy mamaíta, imbécil! A tu abuela le llegó la hora; eso es todo.

Usó los huesudos codos para apartar a la niña. Se resistía a abofetearla porque no quería usar sus manos descamadas y enrojecidas.

(¡Las manos de Gladys! La atormentaba la idea de que los productos químicos se hubieran filtrado en sus huesos, provocándole un cáncer.)

Y no me toques, maldita seas. Sabes que no lo soporto.

Tiempos difíciles para los nacidos bajo el signo de Géminis. Los trágicos gemelos.

Cuando recibió la llamada en el laboratorio de corte de negativos, Gladys se asustó tanto que tuvieron que ayudarla a llegar al teléfono. Su supervisor, el señor X —que en un tiempo había estado enamorado de ella; sí, le había suplicado que se casara con él y habría dejado a su familia por Gladys en 1929, cuando ella era su ayudante, antes de que la bajaran de categoría no por culpa suya, sino debido a su enfermedad—, le alargó el auricular en silencio. El cable de goma estaba retorcido como una serpiente; estaba vivo, aunque Gladys se negó estoicamente a reconocerlo. Le lloraban los ojos a consecuencia de los corrosivos productos con los que había estado trabajando (una tarea que debería haber quedado en manos de un empleado de rango inferior, pero Gladys se negaba a dar al señor X la satisfacción de quejarse) y en sus oídos sonaba un suave rumor, como el de unas voces de película murmurando: ¡Ahora!, ¡ahora!, ¡ahora!, ¡ahora!, pero también hizo caso omiso de ellas. A los veintiséis años, después del nacimiento de su última hija, se había convertido en una experta en negar, desdeñar las inoportunas voces que se infiltraban en su mente y que sabía que no eran reales; pero a veces la pillaban cansada, y una de ellas destacaba, como la emisora de una radio que de súbito transmite sus ondas con mayor potencia. Si le hubieran preguntado, habría respondido que esa «llamada urgente» tenía relación con su hija Norma Jeane. (Sus otras hijas, que vivían con su padre en Kentucky, habían desaparecido de su vida. El padre se las había llevado, aduciendo que ella era una «enferma». Y quizá tuviera razón.) Le ha ocurrido algo a su hija. Lo lamento mucho. Ha sido un accidente. Sin embargo, se trataba de su madre. ¡De Della! ¡Della Monroe! Le ha ocurrido algo a su madre. Lo lamento mucho. ¿Podría venir lo antes posible?

Gladys soltó el auricular, dejando que colgara del enroscado cable. El señor X tuvo que sujetarla para evitar que cayera desmayada al suelo.

Dios, se había olvidado de Della. De su propia madre, Della Monroe. Al apartarla de sus pensamientos, la había dejado indefensa ante la adversidad. Della Monroe, nacida bajo el signo de Tauro. (Su padre había muerto el invierno anterior. En aquel momento Gladys sufría un virulento ataque de migraña y no había podido asistir al entierro ni acercarse a Venice Beach para ver a su madre. De alguna manera había conseguido olvidar a Monroe, su padre, pensando que Della lloraría su muerte por las dos. Y si Della se enfadaba con ella, eso la ayudaría a no pensar en lo que significaba ser viuda. Gladys llevaba años contándoles a sus amistades: «Mi pobre padre murió en la batalla de Argonne. Gaseado. De hecho, no llegué a conocerlo».) En los últimos años, Gladys había sido incapaz de amar a Della; el amor resultaba agotador y exigía demasiado esfuerzo, pero siempre había supuesto que Della, siendo como era, la sobreviviría. Que sobreviviría incluso a la huérfana Norma Jeane, que estaba bajo sus cuidados. Gladys no había querido a Della porque le asustaban sus críticas. Ojo por ojo y diente por diente. Toda madre que abandona a sus hijos deberá pagar por ello. O acaso sí había amado a Della, pero su amor había sido belicoso, inapropiado para protegerla de la adversidad.

Porque el amor es precisamente eso. Una protección contra la adversidad.

Si existe la adversidad, fue un amor inapropiado.

La pequeña Norma Jeane, a quien resultaba difícil no culpar, que había encontrado a su abuela moribunda en el suelo, no había sufrido daño alguno.

Fue como si a la abuela «le cayera un rayo», diría Norma Jeane.

Pero el rayo no había alcanzado a Norma Jeane, y Gladys decidió dar gracias por ello.

Supuso que era una señal, como también lo era el hecho de que ella y Norma Jeane fueran géminis, del mes de junio, mientras que Della, con quien resultaba imposible entenderse, había nacido bajo el signo de Tauro, el más distante de Géminis. Los polos opuestos se atraen; los polos opuestos se repelen.

Sus otras hijas tenían signos muy diferentes. Para Gladys era un alivio que vivieran a muchos kilómetros de distancia, en Kentucky, lejos de la influencia de su madre enferma. Ahora pertenecían por completo al padre. ¡Se salvarían!

Naturalmente, Gladys llevó a Norma Jeane a su casa. No iba a dejar a una niña de su propia sangre en un hogar de acogida ni en un orfanato del condado de Los Ángeles, donde Della siempre insinuaba maliciosamente que habría acabado de no ser por ella. Gladys hubiera deseado creer en el cielo de los cristianos y saber que Della las miraba desde allí, que veía cómo ella y Norma Jeane vivían en el edificio de apartamentos de Highland Avenue, contrariada porque sus predicciones no se habían hecho realidad. ¿Lo ves? No soy una mala madre. He sido débil. He estado enferma. Los hombres me han maltratado. Pero ahora estoy bien. ¡Soy fuerte!

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