Blonde

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La niña: 1932 - 1938 » Ciudad de arena

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Sin embargo, la primera semana de convivencia con Norma Jeane fue una pesadilla. ¡Compartían unas habitaciones tan pequeñas en el fondo de un edificio de apartamentos que apestaba a humedad! Dormían en la misma desvencijada cama. Si es que Gladys conseguía dormir. La enfurecía el hecho de que su propia hija parecía tenerle miedo. Se estremecía y se encogía ante ella como un perro apaleado. No es culpa mía que se haya muerto tu adorada abuela. ¡Yo no la maté! No soportaba los lloriqueos de la niña, ni sus constantes mocos, ni la manera en que, como una huerfanita de película, abrazaba a su ahora andrajosa y sucia muñeca.

—¡Esa basura! ¿Todavía la conservas? ¡Te prohíbo hablar con ella! ¡Es el primer paso hacia…!

Gladys se detuvo, incapaz de nombrar su peor temor. (¿Por qué detestaba tanto esa muñeca?, se preguntaba. Al fin y al cabo, ella misma se la había regalado a Norma Jeane por su cumpleaños. ¿Tenía celos de la atención que le dedicaba la niña? La muñeca de cabello rubio, inexpresivos ojos azules y sonrisa inerte era Norma Jeane…, ¿de eso se trataba? Gladys se la había regalado casi en broma; un amigo le había entregado la muñeca diciendo que la había encontrado en algún sitio, pero conociendo a aquel cabeza loca, Gladys suponía que la había visto en un coche o en un portal y que, perverso como Peter Lorre en M, el vampiro de Düsseldorf, se la había robado a su pequeña propietaria, rompiéndole el corazón.) Sin embargo, no podía quitarle el maldito juguete a la niña. Al menos por el momento.

5

Madre e hija vivían juntas valientemente, en la época de los vendavales de Santa Ana, del asfixiante aire cargado de humo y de los fuegos del infierno del otoño de 1934.

Convivían en tres habitaciones de un edificio de apartamentos situado en el 828 de Highland Avenue, Hollywood.

—A cinco minutos andando del Hollywood Bowl —decía Gladys a menudo, aunque lo cierto es que nunca iban andando al Hollywood Bowl.

La madre tenía treinta y cuatro años y la hija, ocho.

En este punto había una sutil distorsión, como en un espejo de un parque de atracciones en el que uno acaba confiando, aunque no debería, porque es casi normal. ¡Gladys, treinta y cuatro años! ¡Si su vida todavía no había empezado! Había tenido tres bebés, pero se los habían arrebatado —en cierto modo, habían desaparecido—, y ahora esta niña de ocho años con ojos tristes, esta criatura a un tiempo joven y vieja, era un reproche que no podía soportar, aunque no tenía más remedio que hacerlo, porque, como Gladys solía decir a su hija: Sólo nos tenemos la una a la otra. Estaremos juntas mientras yo tenga fuerzas suficientes para seguir adelante.

Los incendios no sorprendieron a Gladys. Los castigos merecidos nunca son inesperados.

Sin embargo, mucho antes de los incendios de Los Ángeles en 1934, en el sur de California se respiraba una amenaza en el aire. No era preciso que los vientos soplaran desde el desierto de Mojave para saber que pronto se desataría un caos incontrolable. Se veía en las caras perplejas y ajadas de los vagabundos (como los llamaban) en las calles. Se veía al atardecer, en ciertas demoníacas formaciones de nubes encima del Pacífico. Se intuía en las insinuaciones crípticas, las sonrisas reprimidas y las risas apagadas de ciertas personas de La Productora en las que en un tiempo Gladys había confiado. Era conveniente no oír las noticias de la radio. Evitar echar un vistazo siquiera a la sección de noticias de cualquier periódico, incluido el L. A. Times, que a menudo aparecía en algún rincón del edificio de apartamentos (¿lo dejaban allí deliberadamente para provocar a los inquilinos más sensibles, como Gladys?), porque una no quería enterarse de las alarmantes estadísticas sobre el paro en Estados Unidos, las familias desalojadas y sin techo, los suicidios causados por la bancarrota, los veteranos de la Primera Guerra Mundial que habían quedado lisiados, desempleados y sin «esperanza». No convenía leer las noticias procedentes de Europa. De Alemania.

La próxima guerra será aquí mismo. Entonces no nos salvaremos.

Gladys cerró los ojos y sintió una punzada de dolor. Rápida como la primera señal de una migraña. Esa convicción no la había pronunciado ella, sino una autorizada voz radiofónica.

Por todas estas razones Gladys llevó a Norma Jeane a vivir con ella al edificio de apartamentos de Highland Avenue, pese a que aún trabajaba muchas horas en La Productora, vivía con el continuo terror de que la despidieran (en esos tiempos proliferaban las cesantías y despidos en los estudios cinematográficos de Hollywood) y el mundo era una carga tan pesada sobre sus hombros que algunas mañanas debía hacer un esfuerzo sobrehumano para levantarse de la cama. Sin embargo, había decidido que sería una «buena madre» para su hija en el poco tiempo que les quedaba. Porque si la guerra no estallaba en Europa o en el Pacífico, sin duda lo haría en el cielo: H. G. Wells había profetizado semejante horror en La guerra de los mundos, una obra que, por alguna razón misteriosa, Gladys conocía prácticamente de memoria, igual que algunos pasajes de La máquina del tiempo. (Creía recordar que el padre de Norma Jeane le había regalado éstas y otras novelas de Wells junto con algunos libros de poesía, pero lo cierto era que se los había entregado «para que se instruyera» un colega de La Productora que había sido amigo del padre de Norma Jeane y que había trabajado allí durante una breve temporada a mediados de la década de los veinte.) Una invasión de los marcianos, ¿por qué no? Cuando atravesaba una de sus etapas eufóricas, Gladys creía en los signos del zodíaco y en la poderosa influencia de las estrellas y los planetas sobre la humanidad. Era lógico que en el universo existieran otros seres y que éstos, a imagen y semejanza de su Creador, tuvieran un cruel interés predatorio por la humanidad. Una invasión semejante en el sur de California cuadraba perfectamente con las predicciones del Apocalipsis, que en opinión de Gladys era el único libro convincente de la Biblia. En lugar de ángeles iracundos empuñando espadas de fuego, ¿por qué no feos marcianos con forma de setas blandiendo invisibles rayos de calor que «estallaban en llamas» al tocar a sus blancos humanos?

Pero ¿creía de verdad Gladys en los marcianos?, ¿en una posible invasión desde el cielo?

—Estamos en el siglo XX. Las cosas han cambiado desde el reino de Yahvé, y los cataclismos también.

Nadie sabía si Gladys pretendía bromear y provocar o si hablaba en serio. Hacía estas declaraciones con la seductora voz de la Harlow y el dorso de la mano en su delgada cadera. Con la mirada brillante, fija e impasible. Sus húmedos labios rojos parecían hinchados. Norma Jeane descubrió con inquietud que los demás adultos, en especial los hombres, miraban a su madre con la misma fascinación con que se mira a alguien que se asoma con excesiva audacia a una ventana alta o acerca demasiado el pelo a la llama de una vela. Los cautivaba a pesar del mechón blanco que cruzaba su frente (y que Gladys se negaba a teñirse para demostrar su «desdén»), de sus violáceas y rugosas ojeras y del temblor febril de su cuerpo. Gladys interpretaba escenas en el vestíbulo del edificio de apartamentos, en el sendero de la entrada, en la calle y en cualquier sitio donde encontrara a alguien que la escuchara. Cualquiera que supiera algo de cine sabría cuándo Gladys interpretaba una escena. Porque incluso las escenas sin sentido tenían la virtud de llamar la atención, y eso la ayudaba a tranquilizarse. También resultaba excitante que gran parte de esa atención fuera de naturaleza erótica.

Erótica: significa que te «desean».

Porque la locura, o la locura femenina, es seductora, sensual.

Siempre que la mujer en cuestión sea razonablemente joven y atractiva.

A Norma Jeane, que era una niña tímida y a menudo pasaba inadvertida, le gustaba que los demás adultos, en especial los hombres, demostraran tanto interés por su madre. Si la risa nerviosa y las continuas gesticulaciones de Gladys no los hubieran ahuyentado tras el interés inicial, ella habría conseguido enamorar a otro hombre. Puede que hubiera encontrado marido. ¡Nos habrían salvado! Pero lo que a Norma Jeane no le gustaba era que, después de aquellas hilarantes escenas públicas, cuando volvía a casa, Gladys solía tomar un puñado de píldoras y tenderse sobre la cama de bronce, donde permanecía temblando durante horas, sin sentido, despierta pero con los ojos nublados como por una película de moco. Si Norma Jeane intentaba aflojarle la ropa, cabía la posibilidad de que Gladys la maldijera y le pegara. Si trataba de quitarle los ceñidos zapatos de tacón, Gladys podía darle un puntapié.

—¡No! ¡No me toques! ¡Podría contagiarte la lepra! Déjame en paz.

Si hubiera puesto más empeño en conquistar a aquellos hombres… Quién sabe. ¡Tal vez habría funcionado!

6

Allí donde estés, estaré yo. Incluso antes de que llegues al lugar adonde te diriges, yo estaré allí, esperando.

Estoy en tus pensamientos, Norma Jeane. Siempre estaré allí.

¡Qué bonitos recuerdos! Se sentía privilegiada.

Era la única niña de la Escuela Elemental de Highland que tenía «dinero propio» —guardado en un monederito de raso de color rojo fresa— para pagarse el almuerzo en la tienda de la esquina. Pasteles de fruta y una naranjada. A veces un paquete de galletas rellenas de mantequilla de cacahuete. ¡Qué delicia! Años después se le hacía la boca agua al recordar aquellas golosinas. Algunos días, a la salida de la escuela —incluso en invierno, cuando oscurecía pronto—, Norma Jeane tenía permiso para recorrer sola los casi cuatro kilómetros que la separaban del Teatro Egipcio de Grauman, situado en Hollywood Boulevard, donde podía ver dos películas por la módica cantidad de diez centavos.

¡La Bella Princesa y el Príncipe Encantado! Al igual que Gladys, siempre estaban esperándola para consolarla.

—No menciones a nadie tus visitas al cine.

Gladys enseñaba a Norma Jeane a no hacer confidencias; no se podía confiar en nadie, ni siquiera en los amigos. Podían interpretar mal la situación y juzgar a Gladys con dureza. Pero Gladys a menudo debía quedarse a trabajar hasta muy tarde. Había ciertas tareas de «revelado» que sólo Gladys Mortensen podía hacer, su supervisor dependía de ella. Sin su colaboración, algunos éxitos de taquilla como Popurrí, con Dixie Lee, y Kiki, con Mary Pickford, habrían sido un fracaso. Además, Gladys insistía en que la niña estaría segura en el Teatro Egipcio.

—Siéntate cerca del final, junto al pasillo. Mira directamente a la pantalla y quéjate al acomodador si alguien te molesta. No mires a nadie a los ojos y jamás subas al coche de un desconocido.

Que yo recuerde, nunca me ocurrió nada malo.

Porque ella siempre estaba conmigo. Y él también.

El Príncipe Encantado. Si ese hombre existía, estaría en un sueño de película. Tu corazón se aceleraba cuando te aproximabas al Teatro Egipcio, que parecía una catedral. Lo veías por primera vez en los carteles del exterior, bellas y relucientes fotografías protegidas por un cristal, como una obra de arte digna de admiración. Fred Astaire, Gary Cooper, Cary Grant, Charles Boyer, Paul Muni, Fredric March, Lew Ayres, Clark Gable. Dentro, en la pantalla, él se vería gigantesco y al mismo tiempo íntimo, ¡tan cercano que una tenía la impresión de que bastaría con alargar la mano para tocarlo! Incluso mientras hablaba con otros, mientras abrazaba y besaba a las hermosas mujeres, se estaba definiendo a sí mismo para ti. Y aquellas mujeres también estaban lo bastante cerca para tocarlas, eran visiones de ti misma, como las de un espejo del reino de las hadas, Amigas Mágicas encarnadas en otros cuerpos, con caras que de alguna manera, misteriosamente, eran la tuya. O que algún día serían la tuya. Ginger Rogers, Joan Crawford, Katharine Hepburn, Jean Harlow, Marlene Dietrich, Greta Garbo, Constance Bennett, Joan Blondell, Claudette Colbert, Gloria Swanson. Las historias se mezclaban como sueños soñados en una desconcertante sucesión. Había alegres y estridentes bandas musicales, tristes dramas, comedias disparatadas, historias de aventuras, guerras, tiempos lejanos…, visiones oníricas en las que las mismas e imponentes caras aparecían y reaparecían una y otra vez. Con distintos papeles y vestuarios, habitando destinos diferentes. ¡Allí estaba! El Príncipe Encantado.

Y su Princesa.

Allí donde estés, estaré yo. Pero en el colegio esto no era cierto.

En el edificio de apartamentos del 828 de Highland Avenue sólo vivían adultos, a excepción de Norma Jeane, la bonita niña de cabellos rizados que había robado el corazón a todos los inquilinos. («Con todos esos personajes entrando y saliendo, no es el sitio más apropiado para una niña», dijo cierta vez una vecina a Gladys. «¿A qué te refieres con eso de “personajes”? —replicó Gladys—. Todos trabajamos en La Productora». «Eso es precisamente lo que quiero decir —dijo la mujer con una risa sugestiva—. Todos trabajamos en La Productora».) Pero en el colegio había otros niños.

¡Yo les tenía miedo! A aquellos que tenían carácter fuerte había que ganárselos con rapidez. No te daban una segunda oportunidad. Si no tenías hermanos, estabas sola. Yo era una extraña para ellos. Supongo que estaba demasiado empeñada en caerles bien. Me llamaban Ojos de Sapo y Cabezona, nunca entendí por qué.

Gladys decía a sus amigas que estaba «obsesionada» por la «deficiente educación» de su hija, pero lo cierto es que sólo visitó la Escuela Elemental de Highland en una ocasión durante los once meses que Norma Jeane pasó allí, y únicamente porque la habían citado.

El Príncipe Encantado no tenía cabida allí.

Norma Jeane no conseguía imaginarlo en el colegio, ni siquiera en sus fantasías, ni siquiera si cerraba los ojos con fuerza. Él la esperaría en el sueño de película, que formaba parte de su dicha secreta.

7

—Tengo planes para ti, Norma Jeane. Para nosotras.

Un piano Steinway blanco tan hermoso que Norma Jeane lo miró fascinada, rozando la reluciente superficie con dedos reverentes: ¿era para ella?

—Tomarás lecciones de piano, como siempre he querido hacer yo.

El salón del apartamento de tres habitaciones de Gladys era pequeño y estaba atestado de muebles, pero habían hecho sitio para el instrumento, «otrora propiedad de Fredric March», como alardeaba Gladys con frecuencia.

El distinguido señor March, que se había hecho célebre gracias al cine mudo, ahora estaba contratado por La Productora. Había «entablado amistad» con Gladys en la cafetería y le había vendido el piano «a un precio considerablemente módico», como un favor especial, sabedor de que ella no tenía mucho dinero; en otra de las versiones de Gladys, el señor March le había regalado el piano sin más, como «muestra de su aprecio». (Gladys llevó a Norma Jeane al Teatro Egipcio de Grauman a ver a Fredric March en La reina de Nueva York, con Carole Lombard; madre e hija vieron la película tres veces.)

—Tu padre se pondría celoso si se enterara —comentó misteriosamente Gladys.

Puesto que todavía no podía pagar a un profesional para que enseñara piano a Norma Jeane, se encargó de que le diera clases otro inquilino del edificio, un inglés llamado Pearce que hacía de doble de Charles Boyer y de Clark Gable. Era un hombre apuesto, de estatura media y bigote fino. Sin embargo, no transmitía calor, no tenía «presencia». Norma Jeane trató de complacerlo practicando diligentemente sus lecciones; le encantaba tocar el «piano mágico» cuando estaba sola, pero los suspiros y muecas del señor Pearce la intimidaban. Pronto adquirió el vicio de repetir notas de forma compulsiva.

—Querida, no debes tartamudear con las teclas —la reñía el señor Pearce con su impecable dicción y característico sarcasmo—. Ya es bastante desafortunado que destroces la lengua inglesa con tus tartamudeos.

Gladys, que tocaba «de oído», trató de enseñar a Norma Jeane lo que sabía, pero sus lecciones eran aún más exasperantes que las del señor Pearce.

—¿Es que no te das cuenta cuando tocas la nota equivocada? ¿No tienes oído musical? ¿O eres sorda?

A pesar de todo, Norma Jeane continuó recibiendo lecciones esporádicamente. También asistía a ocasionales clases de canto, impartidas por una amiga de Gladys, otra inquilina de la casa de huéspedes que trabajaba en el departamento de música de La Productora. La señorita Flynn dijo a Gladys:

—Tu hija es una niña dulce y sincera. Pone mucho empeño. Más que cualquiera de las cantantes jóvenes que trabajan en La Productora. Pero con franqueza —añadió en voz baja para que Norma Jeane no la oyera—, no tiene voz.

—La tendrá —replicó Gladys.

Era lo que hacíamos juntas en lugar de ir a la iglesia. Nuestro culto.

Los domingos, cuando Gladys tenía dinero para comprar gasolina, o un amigo que se lo proporcionara, llevaba a Norma Jeane a ver las casas de las «estrellas» en Beverly Hills, Bel Air, Los Feliz y Hollywood Hills. Lo hizo con regularidad durante la primavera, el verano y el seco otoño de 1934. Gladys hablaba con voz de mezzosoprano, cargada de orgullo. La residencia palaciega de Douglas Fairbanks. La residencia palaciega de Mary Pickford. La residencia palaciega de Pola Negri. Las residencias palaciegas de Tom Mix y Theda Bara.

—La Bara se casó con un empresario retirado multimillonario. Muy lista.

Norma Jeane miraba de hito en hito. ¡Qué casas tan inmensas! En efecto, parecían palacios o castillos de cuentos de hadas. Madre e hija nunca disfrutaban tanto como durante esos momentos mágicos, paseando en coche por las deslumbrantes calles. Entonces Norma Jeane no corría el riesgo de disgustar a su madre con sus tartamudeos, porque Gladys era la única que hablaba.

—La casa de Barbara La Marr, «la mujer que era demasiado hermosa». (Es una broma, cariño, nunca se es demasiado hermosa, igual que nunca se es demasiado rica.) La casa de W. C. Fields. La antigua residencia de Greta Garbo, preciosa, pero más pequeña de lo que cabría esperar. Ahí, al otro lado de la verja, está la mansión de estilo colonial de la incomparable Gloria Swanson. Y ésta era la de Norma Talmadge, «nuestra» Norma.

Gladys aparcó para que la niña pudiera admirar la elegante mansión de piedra de Los Feliz donde Norma Talmadge había vivido con su marido, un productor de cine. ¡Ocho magníficos leones de granito, iguales a los de la Metro-Goldwyn-Mayer, custodiaban la entrada! Norma Jeane no se perdía detalle. El césped era tan verde y lozano. Si Los Ángeles era verdaderamente una ciudad de arena, quién iba a imaginar que en Beverly Hills, Bel Air, Los Feliz y Hollywood Hills hubiera una vegetación tan exuberante. Hacía semanas que no llovía y en el resto de la región la hierba se veía agostada, moribunda o muerta, pero en aquellos lugares de fábula los jardines se mantenían uniformemente verdes. Las buganvillas rojas o violetas siempre estaban florecidas. Había árboles de formas exquisitas que Norma Jeane no había visto en ningún otro sitio: cipreses italianos, según Gladys. Las palmeras no eran raquíticas y ralas, como en todas partes, sino frondosas y más altas que las más altas de las casas.

—La antigua residencia de Buster Keaton. Allí, la de Helen Chandler. Al otro lado de esa verja, la de Mabel Normand. Y ahí, la de Harold Lloyd. John Barrymore. Joan Crawford. Y Jean Harlow, «nuestra» Jean…

Norma Jeane se alegraba de que Jean Harlow, igual que Norma Talmadge, viviera rodeada de verde.

Por encima de esas casas, el sol irradiaba una luz suave, sin deslumbrar. Si había nubes, éstas eran altas, delicadas y algodonosas, recortadas contra un cielo perfectamente pintado de azul.

—¡Ésa es la de Cary Grant! Con lo joven que es. ¡Y ahí está la de John Gilbert! Ésa es una de las antiguas mansiones de Lillian Gish. Y aquélla, la de la esquina, es la casa de la difunta Jeanne Eagels. Pobrecilla.

Norma preguntó una vez más qué le había ocurrido a Jeanne Eagels.

En el pasado, Gladys siempre se había limitado a responder con tristeza: «Murió». Esta vez dijo con desprecio:

—¡La Eagels! Era drogadicta. Dicen que al final estaba más seca que un esqueleto. Vieja, con sólo treinta y cinco años.

Gladys continuó avanzando. A veces iniciaba el trayecto en Beverly Hills y a última hora emprendía el camino de regreso a Highland Avenue serpeando entre las calles; en otras ocasiones, conducía directamente hasta Los Feliz y volvía por Beverly Hills, o subía a las menos populares Hollywood Hills, donde vivían los actores más jóvenes o las estrellas en ciernes. De vez en cuando, como si avanzara en contra de su voluntad, como una sonámbula, torcía por una calle donde ya habían estado ese mismo día y repetía sus comentarios:

—¿Ves? Al otro lado de esa verja, está la mansión de estilo colonial de Gloria Swanson. Y allí, la de Myrna Loy. Más arriba, la de Conrad Nagel.

La excursión se hacía cada vez más emocionante, incluso cuando Gladys reducía la velocidad, mirando a través del parabrisas del Ford verde, siempre necesitado de un buen lavado. O quizá el cristal estuviera irremediablemente cubierto de una fina película de mugre. El paseo parecía tener un propósito que, igual que en una película con una trama enrevesada y compleja, pronto sería desvelado. La voz de Gladys difundía admiración y entusiasmo, como de costumbre, pero por debajo se adivinaba una furia serena e implacable.

—Ahí está la más famosa de todas: FALCON’S LAIR. La casa del difunto Rodolfo Valentino. No tenía talento como actor. Y tampoco tenía talento para la vida, pero era fotogénico y murió en el momento oportuno. Recuerda, Norma Jeane, hay que morir en el momento oportuno.

Madre e hija se quedaron sentadas en el coche, contemplando la barroca mansión de la gran estrella del cine mudo, y hubieran querido permanecer allí para siempre.

8

Tanto Gladys como Norma Jeane se vistieron para el funeral con esmero y elegancia, aunque pasarían inadvertidas entre los siete mil «dolientes» que abarrotaban Wilshire Boulevard, en las proximidades del Wilshire Temple.

Gladys explicó a Norma que un templo era «una iglesia judía».

Y un judío era «como un cristiano», salvo que pertenecía a una raza más antigua, sabia y trágica. Así como los cristianos habían conquistado Occidente, los judíos habían conquistado la industria del cine y hecho una revolución.

—¿Podemos ser judías, madre? —preguntó Norma Jeane.

Gladys iba a decir que no, pero titubeó, rió y respondió:

—Si nos aceptaran. Si fuéramos dignas de ello. Si naciéramos por segunda vez.

Gladys, que desde hacía días se jactaba de haber conocido al señor Thalberg «si no bien, al menos a través de mi admiración por su talento cinematográfico», estaba despampanante con su seductor vestido de crepé negro, un modelo de los años veinte reformado, con talle bajo, ondulante falda en capas hasta media pantorrilla y un exquisito cuello de encaje. El sombrero era un casquete negro con un velo que subía y bajaba, subía y bajaba al compás de su rápida y cálida respiración.

Sus guantes de raso negros, que ascendían hasta los codos, parecían nuevos. Llevaba medias de color humo y zapatos de tacón negros. Su cara era una pálida máscara cerosa, semejante a la de un maniquí, con las facciones exageradamente realzadas por un maquillaje al estilo Pola Negri, y se había puesto un penetrante perfume dulzón que recordaba al de las naranjas podridas de su nevera, que casi nunca tenía hielo. Sus pendientes, que podrían haber sido de diamantes, estrás o vidrio ingeniosamente tallado, destellaban cuando giraba la cabeza.

Nunca te arrepientas de endeudarte si es por una buena causa.

La muerte de un gran hombre es siempre una buena causa.

(De hecho, Gladys sólo había comprado los accesorios. El vestido negro de crepé lo había tomado prestado, sin autorización, de la guardarropía de La Productora.)

Norma Jeane, asustada por la multitud de desconocidos, la policía montada, la procesión de lúgubres limusinas negras que avanzaba por la calle y los ocasionales gritos, chillidos y salvas de aplausos, lucía un vestido de terciopelo azul marino con cuello y puños de puntilla, una boina escocesa, guantes de encaje blancos, calcetines de canalé oscuros y relucientes zapatos de charol. Ese día la habían obligado a faltar a clase. La habían acicalado, reñido y amenazado. Gladys le había lavado la cabeza (brusca y meticulosamente) antes del amanecer, pues había pasado una mala noche —la medicina le había afectado al estómago, sus pensamientos eran «enmarañados, como la cinta de una teleimpresora»—, de modo que se empeñó en desenredar el cabello de Norma Jeane con un cruel peine de púas finas, y luego lo cepilló una y otra vez, hasta dejarlo brillante. Más tarde, con la ayuda de Jess Flynn (que había oído llorar a la niña a las cinco de la mañana), le hizo unas trenzas que recogió sobre la cabeza para que la niña quedara, a pesar de sus ojos llorosos y su boca fruncida, como la princesa de un cuento de hadas.

Él estará allí, en el funeral. Entre los miembros del cortejo o los portadores del féretro. No hablará con nosotras en público, pero nos verá. Te verá a ti, su hija. No podemos prever el momento exacto, pero debemos estar preparadas.

A una manzana de distancia del Wilshire Temple, la multitud ya se congregaba a ambos lados de la calle, aunque todavía no eran las siete y media y el funeral no empezaría hasta las nueve. Había policía montada y a pie; fotógrafos impacientes por inmortalizar ese acontecimiento histórico. En la calle y en las aceras habían levantado barricadas para contener a la multitud de hombres y mujeres que aguardaría con avidez, con una peculiar mezcla de paciencia y concentración, a que las estrellas de cine y demás celebridades llegaran en una sucesión de limusinas conducidas por chóferes, entraran en el templo y salieran después de noventa interminables minutos, durante los cuales el alborotado gentío —excluido de entrar en el templo, de cualquier comunicación directa, por no hablar de la intimidad, con estas celebridades— continuaría agolpándose en los alrededores, mientras Gladys y Norma Jeane, apretujadas contra uno de los caballetes de madera, se agarraban a éste y entre sí. Al fin salió del templo el reluciente ataúd, sujeto en volandas por unos portadores de gesto solemne, elegantemente vestidos, cuyos nombres pronunciaban con entusiasmo los alborozados espectadores a medida que los reconocían: ¡Ronald Colman! ¡Adolphe Menjou! ¡Nelson Eddy! ¡Clark Gable! ¡Douglas Fairbanks Jr.! ¡Al Jolson! ¡John Barrymore! ¡Basil Rathbone! Tras ellos, tambaleándose a causa del dolor, apareció la viuda, la actriz Norma Shearer, vestida de suntuoso luto de la cabeza a los pies y con la hermosa cara cubierta por un velo. A su espalda comenzó a emerger del templo, como un río de lava de oro, una serie de estrellas también ostensiblemente desoladas que Gladys fue nombrando en una especie de letanía para información de Norma Jeane (apretada contra el caballete, emocionada y asustada, temerosa de que la arrollaran): ¡Leslie Howard! ¡Erich von Stroheim! ¡Greta Garbo! ¡Joel McCrea! ¡Wallace Beery! ¡Clara Bow! ¡Helen Twelvetrees! ¡Spencer Tracy! ¡Raoul Walsh! ¡Edward G. Robinson! ¡Charlie Chaplin! ¡Lionel Barrymore! ¡Jean Harlow! ¡Groucho, Harpo y Chico Marx! ¡Mary Pickford! ¡Jane Withers! ¡Irvin S. Cobb! ¡Shirley Temple! ¡Jackie Coogan! ¡Bela Lugosi! ¡Mickey Rooney! ¡Freddie Bartholomew luciendo el traje de terciopelo que había usado en El pequeño Lord! ¡Busby Berkeley! ¡Bing Crosby! ¡Lon Chaney Jr.! ¡Mae West! En este punto algunos fotógrafos y cazadores de autógrafos saltaron las vallas mientras la policía montada, maldiciendo y amenazando con las porras, trataba de restaurar el orden.

Se produjo una confusa refriega. Gritos furiosos, chillidos. Alguien parecía haber caído, quizá golpeado por una porra o pisoteado por los cascos de los caballos. La voz de la policía tronó a través de un megáfono. Se oyeron motores de automóviles y un estruendo creciente, pero la conmoción cesó muy pronto. Norma Jeane, con la boina torcida, demasiado asustada para llorar, se cogió con fuerza del rígido brazo de Gladys y madre me lo permitió, no me apartó. La presión de la multitud disminuyó gradualmente. El elegante coche fúnebre, la carroza de la muerte, y las numerosas limusinas conducidas por chóferes habían desaparecido de la vista y sólo quedaban espectadores, gente corriente que no tenía mayor interés que una bandada de gorriones. Sin impedimentos para andar por la calle, la multitud comenzó a dispersarse. No sabían adónde ir, pero ya no tenía sentido permanecer allí. El acontecimiento histórico, el funeral del gran pionero de Hollywood Irving G. Thalberg, había llegado a su fin.

Algunas mujeres se enjugaban las lágrimas. Muchos espectadores parecían desorientados, como si hubieran sufrido una gran pérdida, aunque no supieran cuál.

La madre de Norma Jeane era uno de ellos. Su cara se adivinaba sucia detrás del húmedo y pegajoso velo y sus ojos estaban vidriosos y desenfocados, como minúsculos peces nadando en direcciones opuestas. Murmuraba para sí y en sus labios se dibujaba una tensa sonrisa. Su mirada resbaló sobre Norma Jeane, como si no acabara de reconocerla. Luego echó a andar con paso inseguro sobre los altos tacones. Norma Jeane advirtió que dos hombres, que no iban juntos, la miraban. Uno de ellos le silbó con actitud inquisitiva; fue como el preludio de una inesperada escena de baile en una película de Ginger Rogers y Fred Astaire, pero la música no llegó, Gladys no pareció percatarse de la mirada del hombre y éste perdió el interés por ella en el acto, bostezó y se alejó. El otro individuo, que tiraba distraídamente de la entrepierna de su pantalón como si estuviera solo, fuera de la vista de otros, se marchó en la dirección contraria.

¡El repiqueteo de los cascos de los caballos! Asombrada, Norma Jeane alzó la vista y vio a un hombre uniformado, montado en un bonito zaino de ojos grandes y saltones.

—¿Dónde está tu madre, pequeña? No habrás venido sola, ¿no?

Norma Jeane negó tímidamente con la cabeza. No. Corrió tras Gladys, le cogió la mano enguantada y una vez más dio gracias de que ella no la soltara, pues el policía las observaba con atención. Lo haría enseguida, pero todavía no. Gladys, aturdida, no recordaba dónde había aparcado el coche, pero Norma Jeane tenía una vaga idea y finalmente encontraron el Ford verde de 1929 en una calle comercial perpendicular a Wilshire. Norma Jeane pensó que era curioso, sintiéndose una vez más en una película en la que al final las cosas salen bien, que uno tuviera una llave que sólo encajaba en la cerradura de un coche determinado; entre centenares, miles de automóviles, esa llave servía sólo para uno; una llave que Gladys llamaba «de contacto» y que ponía en marcha el motor. Gracias a ella, una no se quedaba perdida y tirada a kilómetros de casa.

El interior del coche era un horno. Norma Jeane se revolvió en el asiento; necesitaba con urgencia ir al lavabo.

Gladys se enjugó los ojos y dijo con tono enfurruñado:

—Lo único que quiero es no sentir dolor, pero me reservo mis pensamientos —luego se dirigió a Norma Jeane con inesperada brusquedad—: ¿Qué demonios le ha pasado a tu vestido?

El dobladillo se había enganchado en una astilla del caballete y la falda tenía un desgarrón.

—No… no lo sé. Yo no lo he hecho.

—¿Quién, entonces? ¿Papá Noel?

Gladys se proponía ir al «cementerio judío», pero no sabía dónde estaba. Se detuvo varias veces en Wilshire para pedir instrucciones, pero nadie parecía saber dónde quedaba. Continuó conduciendo, ahora con un Chesterfield en la boca. Se había quitado el sombrero, que tenía el velo humedecido, y lo había arrojado al asiento trasero, sobre la pila de objetos —periódicos, revistas de cine, libros en rústica, pañuelos almidonados y diversas prendas— acumulados durante meses. Mientras Norma Jeane continuaba revolviéndose en el asiento, musitó:

—Puede que para un judío como Thalberg las cosas sean diferentes. Seguro que ellos tienen una idea distinta del universo. Hasta su calendario es distinto del nuestro. Para nosotros todo es nuevo, una sorpresa constante, pero no para ellos, que prácticamente viven en el Antiguo Testamento, con todas sus plagas y profecías. Si pudiéramos compartir ese punto de vista —hizo una pausa y miró con el rabillo del ojo a Norma Jeane, que se esforzaba por contener el pis, aunque la urgencia era tan grande que sentía entre las piernas un dolor agudo como un alfilerazo—. Él tiene sangre judía. Es una de las barreras que nos separan. Pero hoy nos ha visto. No pudo hablarnos, pero lo hizo con los ojos. Y te vio a ti, Norma Jeane.

Fue entonces, a menos de un kilómetro de Highland Avenue, cuando Norma Jeane se hizo pis encima. Se sintió mortificada, angustiada, pero incapaz de contenerse una vez que hubo empezado. Gladys reconoció el olor de inmediato y comenzó a golpearla y abofetearla con furia:

—¡Cerda! ¡Pequeña salvaje! ¡Has estropeado ese precioso vestido, que ni siquiera es nuestro! Lo has hecho adrede, ¿verdad?

Cuatro días después se desataron los vientos de Santa Ana.

9

Porque quería a la niña y deseaba evitarle sufrimientos.

Porque estaba envenenada. Y la niña también lo estaba.

Porque la Ciudad de Arena se consumía en llamas.

Porque el olor a quemado impregnaba el aire.

Porque, según el horóscopo, era el momento de que los nacidos bajo el signo de Géminis «actuaran con determinación» y «demostraran valor para decidir su vida».

Porque el momento señalado del mes había pasado y la sangre había cesado de manar de su cuerpo. Nunca volvería a desearla un hombre.

Porque durante trece años había trabajado en el laboratorio de La Productora, siendo una empleada fiable, leal, devota, que había contribuido a hacer las mejores películas, a promover a las grandes estrellas, a transformar el propio espíritu del país, sólo para descubrir ahora que la juventud se había escapado entre sus dedos y que su alma estaba mortalmente enferma. En la enfermería de La Productora le habían mentido; el médico contratado por la dirección había dicho que su sangre no estaba contaminada cuando de hecho lo estaba, pues el veneno de los productos químicos se había filtrado, pese a la protección de los guantes de goma de doble densidad, y penetrado en los huesos de sus manos, esas manos que su amante había besado diciendo que eran hermosas y delicadas, «el mejor solaz». El veneno había llegado a la médula y al cerebro, transportado por la sangre, mientras sus indefensos pulmones respiraban los tóxicos vapores. También le había afectado a la vista, ahora nubosa. Los ojos le dolían incluso mientras dormía. Sus compañeros de trabajo se negaban a reconocer su propia enfermedad por temor a ser despedidos, a quedarse en el paro. Porque en Estados Unidos, 1934 era el año del infierno, el año del horror. Porque había llamado para avisar de que estaba enferma una y otra vez, hasta que una voz la informó de que «ya no estaba en nómina, que su pase de La Productora había sido cancelado y que en el control de seguridad le negarían el acceso». Después de trece años.

Porque no volvería a trabajar para La Productora. Ya no trabajaría por una miseria, vendiendo su alma para sobrevivir miserablemente como un animal. Porque ella y la niña debían purificarse.

Porque la niña era su propio yo secreto desenmascarado.

Porque bajo el disfraz de la bonita niña de melena rizada, su hija era un monstruo plagado de deformidades. Porque su apariencia era engañosa.

Porque su propio padre no había querido que naciera.

Porque le había dicho que dudaba de que fuera hija suya.

Porque le había dado dinero, arrojando los billetes sobre la cama.

Porque esos billetes sumaban doscientos veinticinco dólares, el total de su amor.

Porque le había dicho que nunca la había amado; que ella había interpretado mal sus palabras.

Porque le había dicho que no volviera a llamarlo ni a seguirlo por la calle.

Porque la había engañado.

Porque antes de que se quedara embarazada la había amado y después no. Porque se habría casado con ella. Estaba convencida.

Porque la niña había nacido tres semanas antes de lo previsto para ser una géminis, igual que ella. Tan detestable como ella.

Porque nadie amaría a una niña tan detestable.

Porque los fuegos de malezas en las colinas eran una llamada y una señal clara.

No fue el Príncipe Encantado quien acudió en busca de mi madre.

Durante el resto de mi vida, me atormentó la idea de que algún día unos desconocidos vendrían también en mi busca, para llevarme desnuda, desquiciada, en un bochornoso espectáculo.

Le prohibieron ir a la escuela. Su madre no permitiría que saliera a mezclarse con sus enemigos. A veces confiaba en Jess Flynn, pero otras veces no. Porque Jess Flynn era empleada de La Productora y probablemente una espía. Pero ella les llevaba comida. Pasaba con una sonrisa en los labios, «sólo para ver cómo va todo». Se ofrecía a prestar dinero a Gladys si era dinero lo que Gladys necesitaba, o la aspiradora que tenía en su apartamento. Gladys permanecía en la cama la mayor parte del tiempo, desnuda bajo las sábanas sucias, con la habitación a oscuras. Sobre la mesilla de noche había una linterna para localizar los escorpiones a los que tanto temía Gladys. Las persianas estaban siempre bajadas hasta el alféizar, de manera que era imposible diferenciar la noche del día, el ocaso del amanecer. Aunque fuera brillara el sol, dentro había una permanente neblina de humo. Olor a enfermedad, a sábanas y ropa interior sucias. Olor a borra de café mohosa, leche rancia y naranjas en la nevera que nunca tenía hielo. Olor a ginebra, olor a cigarrillos, olor a sudor, furia y desesperación. Jess Flynn «ordenaba un poco» cuando tenía autorización. En caso contrario, no lo hacía.

Clive Pearce pasaba a verlas de tanto en tanto. Hablaba con Gladys o con la niña a través de la puerta, aunque la conversación era ininteligible. A diferencia de Jess Flynn, él nunca entraba. Las clases de piano habían llegado a su fin en el verano. Él diría que fue una «tragedia», pero que podría haber sido «una tragedia peor». Los inquilinos se preguntaban qué hacer. Todos eran empleados de La Productora. Entre ellos había dobles y extras, pero también un ayudante de realización, un masajista, un encargado de vestuario, dos supervisores de continuidad, un monitor de gimnasia, un técnico de laboratorio, una estenógrafa, un par de asistentes de decorado y varios músicos. Todos daban por sentado que Gladys sufría «inestabilidad mental», a menos que fuera simplemente una mujer «temperamental, excéntrica». La mayoría sabía que la señora Mortensen vivía con una niña que, salvo por sus rizos, guardaba un «asombroso» parecido con ella.

No sabían qué hacer, o si debían hacer algo. Se resistían a involucrarse. Temían despertar la ira de la mujer. Suponían que Jess Flynn era su amiga y se haría cargo de la situación.

La niña, desnuda y llorosa, gateó hasta el piano con intención de esconderse, desafiando a su madre. Eludiéndola. Arrastrándose luego sobre la alfombra como un animal asustado. La madre golpeó el teclado con los puños en una protesta de notas agudas, un sonido vibrante de nervios desquiciados. Una astracanada al estilo de Mack Sennett. Como Mabel Normand en A Misplaced Foot, que Gladys había visto de pequeña.

Si te hace reír, es una comedia. Aunque duela.

La bañera estaba llena de purificante agua hirviendo. Había desvestido a la niña y ella también estaba desnuda. Había llevado a rastras a Norma Jeane al baño, tratado de levantarla y meterla a la fuerza en la bañera, pero la pequeña se había resistido, gritando a voz en cuello. En el caos de sus pensamientos, que se mezclaban con el acre sabor del tabaco y el sonido de voces burlonas demasiado sofocadas por las drogas para ser inteligibles, pensaba que la niña era mucho más pequeña, que vivían en una época pasada en la que su hija tenía dos o tres años, pesaba apenas —¿cuánto?— quince kilos y no desconfiaba de su madre, no se encogía ni huía gritando ¡No! ¡No! como esta niña tan mayor, tan fuerte y obcecada, que contrariaba a su madre negándose a que la levantara y la sumergiera en purificante agua hirviendo, luchando por liberarse, huyendo del baño lleno de vapor, fuera del alcance de las desnudas manos que intentaban asirla.

—Tú. Tú tienes la culpa de que se marchara. No te quería.

Unas palabras pronunciadas casi con serenidad, arrojadas a la aterrorizada niña como un puñado de hirientes piedrecillas.

Y la pequeña, desnuda, corrió a tientas por el pasillo y golpeó la puerta del vecino gritando:

—¡Socorro! ¡Ayudadnos!

No obtuvo respuesta, de modo que llamó a una segunda puerta.

—¡Socorro! ¡Ayudadnos!

Pero tampoco abrieron. La niña corrió hasta una tercera puerta, llamó y esta vez atendieron. Un joven atónito, bronceado y musculoso, vestido con camiseta y pantalones sin cinturón, un hombre que pese a su cara de actor esta vez parpadeó con un asombro que no era fingido al ver a la pequeña totalmente desnuda, con la cara bañada en lágrimas, gritando:

—¡A-ayúdenos! Mi madre está enferma, venga a ayudar a mi madre, que está enferma.

Lo primero que hizo el hombre fue coger una camisa del respaldo de una silla para envolver a la niña, cubriendo su desnudez, y luego dijo:

—De acuerdo, pequeña. ¿Tu madre está enferma? ¿Qué le pasa?

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