Blonde

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La niña: 1932 - 1938 » Perdida

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Perdida

Si era suficientemente bonita, mi padre vendría a buscarme y me llevaría con él.

Cuatro años, nueve meses y once días.

A lo largo y ancho del vasto continente de América del Norte era época de niños abandonados. Y en ningún lugar eran tantos como en el sur de California.

Tras numerosos días de cálidos, crueles e implacables vientos procedentes del desierto, comenzaron a descubrir a niños entre la arena y los desperdicios que llenaban las secas cunetas, las alcantarillas o las vías férreas; arrastrados por el vendaval hasta las escalinatas de granito de las iglesias, hospitales y edificios públicos. Niños recién nacidos, con el sanguinolento cordón umbilical todavía unido al vientre, aparecían en lavabos públicos, bancos de iglesia, cubos de basura y vertederos. Cómo aullaba el viento día tras día; aunque en cuanto empezó a amainar, se descubrió que los aullidos provenían de los bebés abandonados. Y de sus hermanas y hermanos mayores: niños de dos o tres años que deambulaban desorientados por las calles, algunos con las ropas y el pelo chamuscados. Eran seres sin nombre. Criaturas incapaces de hablar, de entender. Niños heridos, muchos con graves quemaduras. Otros, aún menos afortunados, habían muerto o los habían matado; el servicio sanitario retiraba con presteza de las calles de Los Ángeles sus pequeños cadáveres, a menudo calcinados e imposibles de identificar, y los cargaban en camiones para luego enterrarlos en fosas comunes en los cañones. ¡Ni una palabra a la prensa o la radio! Nadie debía enterarse.

Los llamaban «los perdidos», «los insalvables».

Abrasadores rayos cayeron sobre Hollywood Hills, una tormenta de fuego descendió cuesta abajo como la ira de Jehová, hubo una explosión ensordecedora alrededor de la cama que Norma Jeane compartía con su madre y de inmediato advirtió que tenía las pestañas y el pelo chamuscados, que los ojos le escocían como si la hubieran obligado a mirar una luz cegadora y que estaba sola con su madre en este lugar para el que ella no tenía otro nombre que «este lugar».

Si se subía a la cama que le habían asignado (descalza, en camisón, por la noche), a través de las angostas ventanas bajo los aleros, a una distancia que era incapaz de calcular, podía ver las parpadeantes luces de neón de la torre de RKO Motion Pictures, en Hollywood:

RKO / / / / RKO / / / / RKO

Algún día.

La niña no recordaba quién la había llevado a «este lugar». En su memoria no había caras nítidas ni nombres. Durante días permaneció muda. Su garganta estaba irritada y seca, como si la hubieran obligado a inhalar fuego. Era incapaz de comer sin que le dieran arcadas y vomitaba a menudo. Tenía un aspecto enclenque, estaba enferma. Deseaba morir. Era lo bastante madura para expresar ese deseo: Me siento avergonzada porque nadie me quiere. Ojalá me muriera. Pero no era lo bastante madura para detectar la rabia oculta tras ese deseo. Ni el éxtasis de la locura que esa rabia alimentaría algún día, una locura caracterizada por la ambición de vengarse del mundo conquistándolo de alguna manera, de cualquier manera, en la medida en la que un «mundo» puede ser «conquistado» por un simple individuo, tanto más si ese individuo es mujer, huérfana, marginada y con un valor intrínseco en apariencia tan grande como el de un insecto en particular en un hervidero de insectos. Sin embargo, conseguiré que todos me améis y me castigaré a mí misma para burlarme de vuestro amor no era a la sazón la amenaza de Norma Jeane, porque ella sabía, a pesar de su alma herida, que había tenido suerte de que la llevaran a «este lugar», salvándola de morir quemada en agua hirviendo o abrasada entre las llamas, víctima de su furiosa madre, en el apartamento del 828 de Highland Avenue.

Porque en la Casa de Expósitos de Los Ángeles había niños más desdichados que Norma Jeane. A pesar del dolor y la confusión, ella lo sabía. Niños retrasados, con lesiones cerebrales, tullidos —bastaba un vistazo para saber por qué los habían abandonado—; niños feos, furiosos, salvajes, derrotados, a los que no te atrevías a tocar por miedo a que la viscosidad de su piel se adhiriera a la tuya. La niña de diez años que dormía en el camastro contiguo al de Norma Jeane en el dormitorio de la tercera planta, Debra Mae, había sido maltratada y violada (qué dura, qué cruel era la palabra «violación», una palabra adulta; pero Norma Jeane sabía instintivamente lo que significaba, o casi lo sabía; era un sonido lacerante y algo vergonzoso que tenía que ver «con lo que una tiene entre las piernas y nunca debe enseñar», ese sitio donde la piel es blanda, sensible y se lastima con facilidad; si Norma Jeane se estremecía ante la sola idea de que la tocaran allí, cuánto menos podía imaginar algo duro y punzante penetrándola por la fuerza). Había también unos gemelos de cinco años hallados a punto de morir de desnutrición en un cañón de las montañas de Santa Mónica, donde su madre los había abandonado en un «sacrificio semejante al de Abraham en la Biblia» (según explicaba en su nota); y había una niña de once años llamada Fleece, aunque tal vez su nombre original fuera Felice, que pronto hizo amistad con Norma Jeane y que no se cansaba de contar, con morbosa fascinación, la historia de su hermana de dos años, a quien el amante de su madre había «golpeado contra la pared hasta esparcir sus sesos como semillas de melón». Norma Jeane, enjugándose las lágrimas, reconoció que a ella no le habían hecho daño.

Que ella recordara.

Si era suficientemente bonita, mi padre vendría a buscarme y me llevaría con él era una idea relacionada de alguna manera con el cartel de RKO que parpadeaba a kilómetros de distancia, en Hollywood, un cartel que Norma Jeane veía por la ventana situada encima de su cama y, en otras ocasiones, desde el techo del orfanato, un faro en la noche que ella deseaba tomar como una señal secreta, si bien otros también lo veían y acaso lo interpretaban de la misma manera. Una promesa…, pero ¿de qué?

Esperaba que Gladys saliera del hospital, porque entonces volverían a vivir juntas. Aguardaba con la desesperada ilusión de niña mezclada con una certeza más adulta y fatalista —nunca vendrá, me ha abandonado, la odio—, atormentada por la preocupación de que Gladys no supiera dónde la habían llevado, dónde estaba aquel edificio de ladrillo rodeado de una cerca de alambre de tres metros de altura. Las ventanas con barrotes, las altas escaleras, los interminables pasillos; los dormitorios con apiñados catres (llamados «camas») y una mezcla de olores desagradables, entre los que predominaba el ácido hedor de la orina; el «comedor», con su propia mezcla de olores igualmente penetrantes (a leche rancia, grasa quemada y productos de limpieza), donde se esperaba que la niña tímida, asustada e incapaz de hablar comiera sin que le dieran arcadas y sin vomitar con el fin de «conservar sus fuerzas» y evitar que la enviaran a la enfermería.

¿Dónde estaba El Centro Avenue? ¿A cuántos kilómetros de Highland?

Si volviera, quizá la encontraría allí, esperándome, pensaba.

Pocos días después de transformarse en pupila del condado de Los Ángeles, Norma Jeane se quedó sin lágrimas. Las había agotado demasiado pronto. Era tan incapaz de llorar como su andrajosa muñeca de ojos azules, que no tenía más nombre que «Muñeca». La fea y afable mujer que dirigía el orfanato, a quien les habían ordenado llamar «doctora Mittelstadt», se lo había advertido. La corpulenta y rubicunda celadora del delantal se lo había advertido. Las niñas mayores —Fleece, Lois, Debra Mae, Janette— se lo habían advertido.

—¡No seas llorica! No eres especial.

Podía decirse, como habría dicho el risueño pastor de la iglesia de la abuela Della, el hombrecillo de cara brillante, que los demás niños del orfanato no eran desconocidos a quienes temer y detestar, sino hermanos suyos recién descubiertos y que el vasto mundo estaba poblado por muchos otros hermanos, incontables e imposibles de identificar, como granos de arena, seres con alma amados por Dios.

Esperaba que Gladys saliera del hospital y fuera a buscarla, pero entretanto era una huérfana entre otros ciento cuarenta huérfanos, una de las menores, asignada al dormitorio de la tercera planta (el de niñas de entre seis y once años), donde tenía su propia cama, un camastro de hierro con un colchón lleno de bultos cubierto por un hule que sin embargo olía a orina, su propio sitio bajo el alero del viejo edificio de ladrillo, en una amplia y atestada habitación rectangular poco iluminada incluso durante el día, mal ventilada y sofocante en los soleados días de calor, fría y húmeda en los lluviosos días sin sol que predominaban en el invierno de Los Ángeles. Compartía una cómoda con Debra Mae y otra niña y le habían entregado dos mudas —dos pichis azules y dos camisas de batista blancas—, sábanas desgastadas por los lavados y ropa interior. También le habían dado toallas, calcetines, zapatos, chanclas, una gabardina y un abrigo de lanilla. Su presencia había atraído la atención de las demás, pero era una atención aterradora, provocada en el dormitorio aquella primera y espantosa noche por la entrada de la celadora cargando las maletas de Gladys, con su aspecto elegante (si no se las examinaba con atención) y llenas de prendas extravagantes: vestidos de seda, un pichi con volantes, una falda de tafetán rojo, una boina, una capa con forro de satén, pequeños guantes blancos y relucientes zapatos de charol, todo empacado con una prisa culpable por la mujer que deseaba que Norma Jeane la llamara «tía Jess» (¿o era «tita Jess»?). Pese a que apestaban a humo, la mayoría de esos artículos desapareció en cuestión de días, robados incluso por las niñas que demostraban afecto a Norma Jeane y que con el tiempo se convertirían en sus amigas. (Como Fleece explicaría luego sin rubor, en el orfanato regía «la ley de la selva».) Pero nadie quería la muñeca de Norma Jeane. Nadie robó la muñeca, que para entonces estaba calva, desnuda y mugrienta, con sus azules ojos de cristal abiertos como platos y su boquita de rosa petrificada en una expresión de aprensiva coquetería; nadie deseaba ese «engendro» (así la llamaba Fleece sin verdadera crueldad) que Norma Jeane abrazaba durante la noche y ocultaba en la cama durante el día, como si fuera un fragmento de su anhelante corazón, extrañamente hermosa ante sus ojos pese a las burlas y desprecios de las demás.

—¡Esperad al Ratón! —gritaba Fleece a sus amigas, y aguardaban con indulgencia a Norma Jeane, la más pequeña, menuda y tímida del grupo—. Venga, Ratón, mueve tu bonito culo.

Fleece, con sus largas piernas, labios agrietados, áspero cabello oscuro, áspera piel aceitunada, vivarachos y penetrantes ojos verdes y unas manos capaces de hacer daño, se había encariñado con Norma Jeane, quizá por compasión, y le profesaba un afecto propio de una hermana mayor, pese a su frecuente impaciencia, pues la niña debía de recordarle a la hermana pequeña cuyos sesos habían sido esparcidos por la pared «como semillas de melón». Fleece fue la primera defensora de Norma Jeane en el orfanato y, aparte de Debra Mae, la niña a la que recordaría con mayor afecto, con una especie de ansiosa admiración, porque era imposible prever cómo reaccionaría, qué palabras crueles y groseras saldrían de su boca y en qué momento usaría las manos, rápidas como las de un boxeador, para lastimar o para exigir atención, igual que un signo exclamativo al final de una frase. Porque cuando Fleece finalmente arrancó un tartamudeo titubeante y una demostración de confianza de boca de Norma Jeane —«De hecho, no soy huérfana; mi ma-madre está en el hospital y también tengo un pa-padre, que vive en una gran mansión en Beverly Hills»—, Fleece rió y le pellizcó el brazo con tanta fuerza que la señal roja permaneció durante horas, como la huella de un beso perverso, en la pálida y cérea piel de Norma Jeane.

—¡Y una mierda! ¡Embustera! Tus padres han muerto, como los de todos los demás. Todos están muertos.

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