Blonde

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La niña: 1932 - 1938 » Los regalos

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Los regalos

Llegaron la noche anterior a la víspera de Navidad.

Trayendo regalos para los huérfanos de la Casa de Expósitos de Los Ángeles, dos docenas de pavos para la comida de Navidad y un magnífico árbol de más de tres metros de altura, que los elfos de Papá Noel colocaron en la sala de visitas, transformando la húmeda estancia en un maravilloso santuario. Un árbol alto, exuberante, luminoso, lleno de vida, cuyo olor, un penetrante aroma a oscuridad y misterio, evocaba la fragancia de un bosque lejano, un árbol reluciente con sus adornos de cristal y coronado por un radiante ángel rubio con la mirada alzada hacia el cielo y las manos enlazadas en actitud devota. Y debajo del árbol, montañas de regalos envueltos en deslumbrantes papeles.

Todo en medio de una fiesta de luces. En medio de villancicos que resonaban por los parlantes e interpretaba una banda en el jardín delantero: Noche de paz, Los tres reyes magos, Engalanad los templos. Una música tan inesperadamente ensordecedora, que el corazón parecía zapatear a su ritmo.

Los niños mayores no se sorprendieron, pues habían recibido esa bendición en Navidades anteriores. Los niños más pequeños y los nuevos estaban perplejos y asustados.

—¡Silencio! ¡Silencio! ¡No rompáis la fila!

Con brusquedad, les ordenaron salir formados en doble fila del comedor, donde los habían obligado a esperar después de la cena, sin explicaciones, durante más de una hora. Pero no había un incendio y era demasiado tarde para jugar en el jardín. Norma Jeane estaba confundida, alarmada a causa de los empujones de los niños formados detrás de ella —¿qué pasaba?, ¿quién había llegado?—, hasta que vislumbró, en la plataforma erigida al fondo de la sala de visitas, una imagen que la dejó atónita: ¡el apuesto Príncipe Encantado y la Bella Princesa rubia!

¡Allí mismo, en la Casa de Expósitos de Los Ángeles!

Al principio pensé que habían venido por mí. Sólo por mí.

Hubo una algarabía de gritos, voces amplificadas y risas, villancicos interpretados en un alegre stacatto que exigía respirar con rapidez para seguir el ritmo. Y por todas partes brillaban luces cegadoras, pues había una cámara filmando a la pareja real mientras ésta distribuía regalos a los necesitados, y numerosos fotógrafos disparando los flashes o abriéndose paso entre la multitud para encontrar un sitio mejor. La corpulenta directora del orfanato, la doctora Edith Mittelstadt, recibió el «certificado de regalos» de manos del Príncipe y la Princesa y las cámaras sorprendieron su cara avejentada en una sonrisa tensa pero espontánea, mientras que el Príncipe y la Princesa, situados a ambos lados de la madura mujer, lucían sus ensayadas sonrisas de tal manera que una quería mirarlos, mirarlos y no desviar nunca la vista.

—¡Hola, niños! ¡Feliz Navidad, niños! —gritó el Príncipe Encantado, y levantó las manos enguantadas como un sacerdote dando la bendición.

—¡Feliz Navidad, queridos niños! Os queremos —exclamó la Bella Princesa.

Como si fueran sinceras, sus palabras desataron un clamor de felicidad, un aluvión de efusiones.

¡Qué aspecto tan familiar tenían el Príncipe Encantado y la Bella Princesa! Sin embargo, Norma Jeane no los identificó. El Príncipe Encantado tenía un aire a Ronald Colman, a John Gilbert, a Douglas Fairbanks Jr., pero no era ninguno de ellos. La Bella Princesa se parecía a Dixie Lee, a Joan Blondell, a una Ginger Rogers con un busto más generoso, pero no era ninguna de ellas. El Príncipe lucía un esmoquin con un ramillete de muérdago en la solapa, una camisa de seda blanca y, sobre su engominado pelo negro, un vistoso gorro de Papá Noel confeccionado con terciopelo rojo con un ribete de piel blanca.

—¡Venid a buscar vuestros regalos, niños! ¡No seáis tímidos!

¿Acaso bromeaba? Porque los niños, en especial los mayores, no demostraban la menor timidez y avanzaban a empujones, decididos a arrebatarles los regalos antes de que las existencias se agotaran.

—¡Sí, acercaos! ¡Bienvenidos, queridos niños! Que Dios os bendiga.

¿Acaso la Bella Princesa estaba al borde de las lágrimas? Sus pintarrajeados ojos reflejaban un vidrioso brillo de sinceridad y su radiante sonrisa carmesí temblaba y resbalaba como un caprichoso ser con vida propia.

La Princesa lucía un destellante vestido rojo de tafetán con falda de vuelo, cinturilla ajustada y corpiño cubierto de lentejuelas que se ceñía como un guante a su voluminoso busto. Sobre su cabello rubio platino, tieso por efecto de la laca, había una tiara (¿de diamantes?, ¿escogida especialmente para esa ocasión en la Casa de Expósitos de Los Ángeles?). El Príncipe llevaba guantes blancos cortos, mientras que los de la Princesa le llegaban a los codos. Detrás y a cada lado de la pareja real estaban los elfos de Papá Noel, algunos con falsas cejas y bigote blancos, que cogían los regalos de debajo del árbol y se los pasaban a los Príncipes sin pausas: era maravilloso, mágico, ver cómo el Príncipe y la Princesa recibían los obsequios como si aparecieran en el aire, sin siquiera inclinarse o detenerse a mirarlos.

En la sala de visitas reinaba una atmósfera alegre pero exaltada. Los villancicos retumbaban; el micrófono del Príncipe emitía silbidos que lo irritaban. Además de los regalos, la pareja distribuía bastones de caramelo y manzanas confitadas, y las reservas empezaban a escasear. Por lo visto, el año anterior no había habido regalos para todos, cosa que explicaba los empujones de los niños mayores.

—¡Manteneos en vuestro sitio! ¡Respetad los turnos!

Las celadoras uniformadas apartaban de la fila con brusquedad a los alborotadores, enviándolos a los dormitorios, sacudiéndolos vigorosamente o dándoles coscorrones. Por suerte, ni la pareja real ni los fotógrafos repararon en ello, o si lo hicieron, no lo demostraron: lo que no está bajo los focos no se ve.

¡Por fin le llegó el turno a Norma Jeane! Estaba en la cola de los que recibirían el regalo de manos del Príncipe Encantado, que de cerca se veía más viejo que de lejos, con una piel extrañamente rosada y sin poros, como la que antaño tuviera la muñeca de Norma Jeane; sus labios parecían pintados y sus ojos eran tan brillantes y cristalinos como los de la Bella Princesa. Pero Norma Jeane no tuvo tiempo para concentrarse en estos detalles cuando llegó junto a él, aturdida por la emoción, sintiendo un rugido en los oídos y un codo en la espalda. Levantó con timidez las manos para recibir su obsequio y el Príncipe exclamó:

—¡Pequeña! ¡Preciosa pequeña!

Entonces, sin darle tiempo a reaccionar, como en uno de los cuentos de hadas de la abuela Della, ¡el Príncipe la agarró de los brazos, la alzó y la depositó sobre la plataforma, a su lado! Allí la luz era cegadora de verdad; prácticamente no veía nada, y la estancia llena de niños y miembros del personal se desdibujó, como el agua agitada. Con teatral galantería, el Príncipe Encantado entregó a la niña un bastón de caramelo rojo con rayas blancas, una manzana confitada —ambos sumamente pegajosos— y uno de los regalos envueltos en papel rojo. Acto seguido se volvió hacia los fogonazos de las cámaras y les dedicó una de sus perfectas y ensayadas sonrisas.

—¡Feliz Navidad, pequeña! ¡Feliz Navidad te desea Papá Noel!

La niña de nueve años debió de quedarse boquiabierta, paralizada por el horror, porque los fotógrafos, todos hombres, rieron encantados y uno de ellos gritó:

—¡Mantén esa expresión, preciosa!

Deslumbrada por los fogonazos, Norma Jeane fue incapaz de sonreír —y no se le presentaría otra oportunidad— a las cámaras (de Variety, Los Angeles Times, Screen World, Photoplay, Parade, Pageant, Pix, el equipo de noticias de Associated Press) como lo hacía ante su Amiga Mágica del Espejo, de una docena de maneras especiales y secretas. Pero la habían pillado por sorpresa y su Amiga del Espejo la había abandonado. Juré que no volverían a sorprenderme. Un instante después la bajaron de la plataforma, el único lugar de honor, convirtiéndola de nuevo en una huérfana, una de las huérfanas más jóvenes y menudas, y una celadora la empujó con brusquedad hacia la fila de niños que desfilaban hacia los dormitorios.

Ya estaban abriendo los regalos de Navidad, dejando tras de sí una estela de papeles metalizados.

El suyo era un muñeco de peluche más apropiado para un niño de quizá dos, tres o cuatro años, y aunque Norma Jeane tenía el doble de esa edad, el «tigre de rayas» la conmovió profundamente. El juguete era del tamaño de un gatito y estaba confeccionado con una piel tan suave que daban ganas de frotarlo contra la cara y abrazarlo, abrazarlo y abrazarlo en la cama. Tenía botones dorados por ojos, un gracioso hocico achatado, finos bigotes que hacían cosquillas, rayas anaranjadas y negras y una cola que era un alambre forrado, de modo que podía curvarse hacia arriba, hacia abajo, o dibujar un signo de interrogación.

¡Mi tigre! Mi regalo de Navidad de él.

En el dormitorio, unas niñas le arrebataron el bastón de caramelo y la manzana confitada y los devoraron rápidamente.

No le importó; lo único que quería era su adorado tigre.

Sin embargo, el muñeco también desapareció pocos días después.

Norma Jeane había tomado la precaución de esconderlo junto a su muñeca bajo las mantas de la cama, pero un día, al regresar de su turno de tareas, descubrió que la cama estaba deshecha y el tigre había desaparecido. (La muñeca seguía allí.) Tras la fiesta navideña, en el orfanato habían aparecido numerosos tigres —además de pandas, conejos, perros y muñecas que eran los regalos destinados a los huérfanos más pequeños, mientras que los mayores habían recibido lápices, estuches y juegos—, pero incluso si Norma Jeane hubiera reconocido el suyo, no se habría atrevido a reclamarlo ni a robarlo, como alguien se lo había robado a ella.

¿Por qué hacer sufrir a otro? Bastaba con sufrir uno mismo.

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