Blonde

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La niña: 1932 - 1938 » La regla[2]

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La regla[2]

Todo lo que has visto y experimentado algún día te pertenecerá por completo.

El manual del actor y la vida del actor

—¡Mira qué culo tiene esa rubita!

Norma Jeane los oyó, pero fingió no oírlos, con la cara indignada y cubierta de rubor. Estaba en El Centro Avenue, de camino al orfanato desde la escuela. Vestida con una blusa blanca, pichi azul (ceñido en el busto y las caderas, aparentemente de la noche a la mañana) y calcetines blancos. Tenía doce años, aunque en su corazón eran sólo ocho o nueve, como si su desarrollo se hubiera detenido el mismo día en que había huido de la habitación de Gladys, desnuda y llorando, para pedir ayuda a los vecinos. Escapando del vapor, el agua hirviendo, la cama en llamas destinada a ser su pira funeraria.

¡Avergonzaos, avergonzaos!

Y llegó el día. Fue en la segunda semana de septiembre, poco después de empezar el séptimo curso. No la sorprendió del todo, aunque le costaba hacerse a la idea. ¿Acaso no hacía años que oía hablar del tema a las niñas mayores?, ¿y que escuchaba los groseros chistes de los chicos? ¿No había sentido una mezcla de repugnancia y fascinación al ver los «paños higiénicos» manchados de sangre —a veces envueltos en papel del váter y otras no— en el lavabo de mujeres?

¿No había sentido náuseas al percibir el olor a sangre seca cuando la habían mandado a sacar la basura al patio trasero del orfanato?

«Una maldición en la sangre. Es imposible escapar de ella», solía decir Fleece con una sonrisa burlona.

Pero Norma Jeane se regocijaba para sus adentros, porque tenía una convicción: Sí que es posible escapar. ¡Hay una manera!

Delante de sus amigas del orfanato y de la escuela (porque Norma Jeane tenía amigos con familia y casas «de verdad»), la niña nunca hablaba de esa vía de escape, la de la Ciencia Cristiana, una perla de sabiduría que le había revelado Edith Mittelstadt: que Dios es la mente, la mente lo es todo y la «materia» no existe.

Que Dios nos cura por mediación de Jesucristo. Aunque sólo si creemos firmemente en Él.

Pero hoy, este día, una jornada laborable de mediados de septiembre, sintió un dolor sordo y extraño en el vientre durante la clase de gimnasia, mientras jugaba al voleibol vestida con blusa marinera y bombachos. Norma Jeane era una de las niñas más altas del séptimo curso y una de las mejores atletas —aunque a veces su timidez la hacía actuar con inseguridad y torpeza y dejaba caer el balón, provocando la impaciencia de las demás, que desconfiaban de ella pese a la determinación y el esfuerzo con que intentaba hacerles cambiar de parecer—, pero esta tarde, en el pegajoso calor del gimnasio, dejó caer la pelota al percibir un líquido ardiente en la entrepierna. Se sintió aturdida, aquejada por un súbito dolor de cabeza, y más tarde en el vestuario, mientras se ponía la combinación, la blusa y el pichi, decidió hacer caso omiso de lo que le ocurría, fuera lo que fuese; estaba escandalizada, indignada: aquello no podía sucederle a ella.

—¿Qué te pasa, Norma Jeane?

—¿Eh? Nada.

—Pareces… —la chica intentó sonreír y ser simpática, pero sus palabras tenían un dejo prepotente, coercitivo— enferma.

—A mí no me pasa nada, ¿y a ti?

Se marchó del vestuario temblando de furia. ¡Avergonzaos, avergonzaos! Pero en Dios no hay vergüenza.

Se marchó de la escuela a toda prisa, evitando a sus amigas. Aunque siempre iba acompañada de un grupo de chicas, entre las que se encontraban Fleece y Debra Mae, ese día se las ingenió para volver sola, caminando con pasitos rápidos y los muslos apretados, como un pato. Sus bragas estaban húmedas, pero el cálido goteo se había detenido (¡lo había detenido ella con su mente!, ¡se negaba a rendirse!), y avanzaba con la vista clavada en el suelo, ajena a los silbidos y piropos de los chicos que paseaban por El Centro Avenue, jóvenes que ya eran estudiantes de instituto o incluso mayores, con más de veinte años.

—¡Norma Jeane! Porque te llamas así, ¿verdad, guapa? ¡Eh, Norma Jeane!

Y ella deseando que el pichi no le quedara tan ceñido. Prometiéndose que iba a adelgazar. ¡Bajaría dos kilos! Nunca había sido gorda como algunas chicas de su clase, ni rechoncha como la doctora Mittelstadt, pero la carne no es real, Norma Jeane. La materia pertenece a la mente, y Dios es la mente.

Cuando la doctora Mittelstadt le explicó detenidamente esta verdad, ella la entendió. Cuando leyó el libro de la señora Eddy, y en especial el capítulo titulado «La oración», lo comprendió a medias. Sin embargo, cuando estaba sola, sus ideas eran tan confusas como un rompecabezas desarmado. Había un orden, pero ¿cómo hallarlo?

Ahora, esta tarde, sus pensamientos eran como una cascada de cristales rotos en el interior de su cráneo. Aquello que las personas no iluminadas denominaban «jaqueca» era una mera ilusión, una debilidad; aun así, después de recorrer las ocho manzanas que separaban la Escuela Superior de Hurst del orfanato, la cabeza le latía con tanta fuerza que apenas si podía ver algo.

Deseaba una aspirina. Una simple aspirina.

La enfermera del orfanato siempre prescribía aspirinas cuando una estaba enferma. O cuando las chicas tenían «el período».

Pero Norma Jeane juró que no cedería.

Dios estaba poniendo a prueba su fe. ¿No había dicho Jesucristo que «vuestro Padre sabe lo que necesitáis, antes de que lo pidáis»?

Recordó con amargura que, cuando ella era pequeña, su madre disolvía aspirinas en su zumo de naranja. Y luego añadía al vaso de Norma Jeane una cucharada del «agua medicinal» —vodka, probablemente— contenida en una botella sin etiqueta. Ella tenía tres años —¡o menos!—, demasiado pequeña para rechazar esos venenos. Drogas, alcohol. La Ciencia Cristiana repudiaba todos los vicios. Algún día denunciaría a Gladys por someter a una niña inocente a esas prácticas crueles. Quería envenenarme de la misma manera en que se envenenaba ella. Yo jamás consumiré drogas, ni siquiera beberé.

A la hora de la cena, desmayada de hambre pero demasiado indispuesta para comer los macarrones cubiertos de queso correoso y las refritas lonchas de beicon, lo único que consiguió pasar fue un tierno bollo de pan blanco que masticó y tragó muy despacio. Después, mientras recogía la mesa, habría arrojado al suelo una bandeja cargada con platos y cubiertos de no ser por una chica que corrió a sujetarla. En la cocina sofocante, bajo la ceñuda mirada de la cocinera, fregaba los peroles y la grasienta plancha; la peor de todas las tareas, tan desagradable como limpiar los lavabos. Y todo por diez centavos a la semana.

¡Avergonzaos, avergonzaos! Pero finalmente triunfaréis sobre la vergüenza.

Cuando por fin le permitieran salir del orfanato para vivir en un hogar de acogida en Van Nuys, en noviembre de ese mismo año, 1938, tendría ahorrados en su «cuenta» veinte dólares con sesenta centavos. Como regalo de despedida, Edith Mittelstadt dobló esa cantidad.

—Recuérdanos con cariño, Norma Jeane.

A veces lo hacía; la mayoría no. En el futuro recrearía la historia de su vida de huérfana. No comprarían su orgullo por una suma tan mísera.

¡De hecho, no tenía orgullo! ¡Ni vergüenza! Bastaba una palabra cordial o la mirada de cualquier hombre para que me sintiera agradecida. Mi cuerpo adolescente era tan extraño para mí como un bulbo que se dilata en la tierra hasta que parece a punto de estallar. Porque sin duda era consciente del desarrollo de sus redondos pechos y de la gradual expansión de sus muslos, caderas y «culo» (pues esa parte de la anatomía, cuando pertenecía a un cuerpo femenino, se nombraba con aprobación y una especie de jocoso afecto). Qué culo tan bonito. Mira qué bonito culo. ¡Ay, nena, nena! ¿Quién es? Carne de estupro. Esos cambios físicos la asustaban, porque si Gladys hubiera tenido ocasión de verla, se habría burlado. Gladys, que era delgada y esbelta, que admiraba especialmente a las estrellas de cine espigadas y «femeninas», como Norma Talmadge, Greta Garbo, la joven Joan Crawford y Gloria Swanson, prefiriéndolas a las más voluptuosas, como Mae West, Mae Murray o Margaret Dumont. Puesto que hacía tanto tiempo que no veía a Norma Jeane, sin duda le disgustaría comprobar cuánto había «crecido» su hija.

A Norma Jeane no se le ocurrió preguntarse qué aspecto tendría su madre después de tantos años de confinamiento en el hospital de Norwalk.

Su madre no había vuelto a escribirle después de aquella carta en la que le comunicaba su negativa a firmar los papeles de la adopción. Norma Jeane tampoco le había escrito a ella, excepción hecha de las felicitaciones de rigor para los cumpleaños y la Navidad. (¡Que Gladys nunca correspondía! Pero, como Dios nos ha enseñado, es mejor dar que recibir.)

Norma Jeane, casi siempre tan dócil e insegura, sorprendió a Edith Mittelstadt con sus lágrimas de rabia. ¿Por qué permitían que su despreciable madre, su madre enferma, su innoble madre loca le fastidiara la vida? ¿Qué absurda ley la mantenía a merced de una mujer ingresada en un centro psiquiátrico del que con toda probabilidad no saldría nunca? Era una infamia, una injusticia; todo porque Gladys tenía celos del señor y la señora Mount y porque la odiaba a ella.

—Y con lo mucho que he rezado —sollozó la niña—. Hice lo que usted me dijo: recé, recé y recé.

Al llegar a este punto, la doctora Mittelstadt habló con severidad a Norma Jeane, como hubiera hecho con cualquier otro huérfano a su cargo. La riñó por sus «emociones ciegas y egoístas», por no ver lo que Ciencia y salud dejaba muy claro: que la oración no puede cambiar la ciencia del ser, con el cual únicamente nos permite alcanzar una mayor armonía.

Entonces, ¿de qué servía rezar?, se preguntó la niña con indignación.

—Sé que te sientes decepcionada y afligida, Norma Jeane —dijo Edith Mittelstadt con un suspiro—. También ha sido una desilusión para mí. Los Mount son personas decentes, buenos cristianos, a pesar de no pertenecer a la Ciencia Cristiana, y te quieren mucho. Pero, verás, tu madre todavía tiene la mente confusa. Es obvio que pertenece a la tipología del «moderno», el «neurótico», y ella misma se ha enfermado con sus pensamientos negativos. tienes la libertad de deshacerte de esos pensamientos y deberías dar gracias a Dios por ello durante cada minuto de tu preciosa vida.

Ella no necesitaba ni la bendición ni la maldición de su puñetero Dios.

Sin embargo, mientras se enjugaba los ojos, llena de pueril emoción, respondía con gestos de asentimiento a las persuasivas palabras de la doctora Mittelstadt. ¡Sí! Era verdad.

La voz potente pero cálida de la directora. Su mirada inquisitiva. El alma que resplandecía en sus ojos. Apenas si reparabas en las arrugas y la flacidez de su cara; aunque de cerca podías ver las manchas de la edad en sus brazos fofos, que ella no intentaba ocultar con mangas o maquillaje, como hacían las mujeres vanidosas. Y en su barbilla crecían pelos como alambres. Norma Jeane observaba estas sorprendentes imperfecciones desde una óptica cinematográfica. Porque en la lógica del cine, la estética tiene la autoridad de la ética: ser poco atractiva es triste, pero ser voluntariamente poco atractiva es inmoral. Gladys se habría estremecido al ver a la doctora Mittelstadt. Se habría reído a sus espaldas, esas anchas espaldas cubiertas de sarga azul. Pero Norma Jeane admiraba a la directora del orfanato. Es fuerte. Le tiene sin cuidado lo que piensen los demás. ¿Por qué iba a preocuparla?

—Yo también me equivoqué —decía la doctora Mittelstadt—. El personal del hospital me indujo a pensar que reaccionaría de manera diferente. Puede que nadie tenga la culpa. Pero podemos enviarte a un excelente hogar de acogida, Norma Jeane, porque para eso no necesitamos la autorización de tu madre. Te encontraré una familia que pertenezca al culto de la Ciencia Cristiana, cariño. Te lo prometo.

Cualquier familia. Cualquier casa.

—Gracias, doctora Mittelstadt —murmuró Norma Jeane.

Se enjugó los ojos con un pañuelo de papel que le pasó la mujer. Cualquiera diría que se había empequeñecido físicamente; otra vez era dócil, con la voz y la postura de una niña.

—Estarás allí para Navidad, Norma Jeane. Dios mediante.

Deleitándose otra vez con la idea de que no podía ser una simple coincidencia que el primer apellido de Mary Baker Eddy fuera Baker, igual que el suyo.

Norma Jeane buscó «Mary Baker Eddy» en una enciclopedia del colegió y descubrió que la fundadora de la Iglesia de la Ciencia Cristiana había nacido en 1821 y muerto en 1910. No en California, pero ese dato no tenía relevancia: la gente viajaba por todo el continente en tren y en avión. El primer marido de Gladys, Baker, había desaparecido de la vida de su madre y era posible —¿o probable?— que estuviera emparentado con la señora Eddy, pues ¿por qué iba a tener la señora Eddy ese segundo nombre a menos que también fuera una Baker?

En el universo de Dios, igual que en los rompecabezas, no existen las coincidencias.

Mary Baker Eddy era mi abuela.

Quiero decir, mi abuelastra.

Porque mi madre se casó con el hijo de la señora Eddy.

Él no era mi verdadero padre, pero me adoptó.

Mary Baker Eddy era la madre de mi padrastro

y la suegra de mi madre,

pero ella no conocía a la señora Eddy,

al menos personalmente.

Yo no conocí a la señora Eddy,

que es la fundadora de la

Iglesia de la Ciencia Cristiana.

Murió en 1910.

Yo nací el 1 de junio de 1926.

De eso estoy segura.

Se encogía ante las miradas de los chicos mayores. ¡Tantas miradas! Y esperaba constantemente. Las clases del primer y segundo ciclo de secundaria se impartían en edificios adyacentes y la escuela ya no se parecía en nada a aquella en la que había hecho el sexto curso de primaria.

Norma Jeane se escondía entre las demás chicas. Era la única manera. Enfundada en el pichi azul que se ceñía al busto y las caderas, que se subía en las caderas, de modo que el elástico quedaba torcido. ¿Y si se le veía la combinación? Porque había que llevar combinación, aunque los tirantes se ensuciaran y enroscaran. Había que lavarse las axilas dos veces al día, y a veces no era suficiente. «¡Los huérfanos apestan!», se burlaban en la escuela, y cualquier chico que se tapara la nariz haciendo una mueca de asco arrancaba risas seguras.

Los propios niños del orfanato le reían la gracia. Al menos los que sabían que la cosa no iba con ellos.

También circulaban chistes crueles sobre las niñas. Sobre su particular olor. La regla. La maldición de la sangre. Norma Jeane no pensaría en ella; nadie iba a obligarla.

Llevaba semanas posponiendo el momento de pedir un pichi de una talla más a la celadora, porque ella respondería con un comentario sarcástico, como de costumbre.

—Vas a ser una chica bien desarrollada, ¿eh? Supongo que te viene de familia.

Los «paños higiénicos» se pedían en la enfermería. Todas las demás iban a buscarlos. Pero Norma Jeane no. Tampoco estaba dispuesta a mendigar aspirinas. Esas cosas no eran para ella.

Una cosa sé: que antes yo era ciego y ahora veo.

Norma Jeane murmuraba a menudo para sí estas palabras del Evangelio según San Juan. En la intimidad de su despacho, la doctora Mittelstadt le había leído por primera vez la historia del ciego al que Jesús había curado, que era muy sencilla. Jesús escupió en la tierra, hizo barro con la saliva, aplicó el barro a los ojos del ciego, y los ojos del ciego se abrieron. Así de simple. Si uno tenía fe.

Dios es la mente. La mente sola cura. Si tienes fe, todo te será dado.

Sin embargo, Norma Jeane tenía una fantasía —que jamás habría confiado a la doctora Mittelstadt o a sus amigas—, una fantasía que se repetía constantemente en su cabeza como una película interminable: que se quitaba la ropa para que la vieran. En la iglesia, en el comedor, en la escuela, en El Centro Avenue entre el alboroto del tráfico. ¡Miradme, miradme, miradme!

Su Amiga Mágica no tenía miedo. Sólo Norma Jeane tenía miedo.

Su Amiga del Espejo hacía piruetas desnuda, bailaba el hula-hula balanceando las caderas y sacudiendo los pechos, sonreía, sonreía, sonreía, exhibiendo su desnudez ante Dios como una serpiente orgullosa de su brillante y sinuosa piel.

Porque entonces me sentiría menos sola. Aunque todos me injuriarais.

No podríais dejar de mirarme.

—Eh, mira al Ratón. Guaaapa.

Una de las chicas había encontrado una polvera con polvos color melocotón y una mugrienta borla. Otra había encontrado un pintalabios de un intenso tono coral. Si la suerte te acompañaba, podías «hallar» estos tesoros en la escuela o en los grandes almacenes Woolworth. En el orfanato estaba prohibido maquillarse antes de los dieciséis años, pero las chicas se escondían para empolvarse la cara, brillante a fuerza de lavados, y para aplicarse carmín en los labios. Allí estaba Norma Jeane, mirándose en el empañado espejito de la polvera. Sintiendo una punzada de culpa —¿o era emoción?— tan intensa como un dolor entre las piernas. La suya no era la única cara bonita, pero era bonita.

Las chicas la chinchaban. Ella se ruborizaba, porque detestaba que la provocaran. Bueno, le encantaba que la provocaran. Pero era una sensación nueva, aterradora, indefinible.

—Lo detesto —dijo sorprendiendo a sus amigas, pues no era propio del Ratón hablar con esa furia—. Se ve artificial. Y detesto cómo sabe.

Dejó la polvera y se restregó los labios, quitándose el carmín.

Aunque el dulce sabor a cera permaneció durante horas, durante toda la noche.

Rezaba, rezaba, rezaba, rezaba. Para que cesara el dolor de detrás de los ojos y de la entrepierna. Para que la sangre (si es que era sangre) dejara de manar. Se negaba a acostarse porque aún no era la hora de dormir y porque acostarse equivaldría a darse por vencida. Porque las demás chicas adivinarían lo que le pasaba. Porque la considerarían parte de su grupo. Porque Norma Jeane no era una de ellas. Porque tenía fe, y la fe era lo único que tenía. Porque debía hacer los deberes —¡tantos deberes!— y era una alumna lenta e insegura. Esbozaba una sonrisa temerosa incluso cuando estaba sola, sin una maestra delante a quien tuviera que aplacar.

Estaba en séptimo curso. Una de las asignaturas era matemáticas. Los deberes eran una maraña de nudos que debía deshacer. Pero si desataba uno, aparecía otro y luego, otro. Cada problema era más difícil que el anterior.

—Maldita sea.

Gladys había encontrado un nudo imposible de desatar, había cogido las tijeras y cortado el hilo. Como cuando trataba de desenredar la melena de su hija. Maldita sea, a veces era más sencillo coger unas tijeras y cortar por lo sano.

¡Sólo faltaban veinte minutos para las nueve, la hora en que apagaban las luces! Ah, qué impaciente estaba. Tras terminar con la limpieza de la cocina, con las inmundas cacerolas grasientas, se había encerrado en el lavabo y forrado las bragas con papel higiénico, todo sin mirar. Pero ahora el papel higiénico estaba empapado de lo que ella se negaba a identificar como sangre. ¡Jamás se metería un dedo ahí! Ay, qué asco. En la escalera, mientras los niños bajaban en tropel, la insensata, la fanfarrona, la repugnante Fleece se había rezagado con objeto de meterse un dedo bajo la falda y en el interior de las bragas.

—¡Eh, Abbott!

Al ver que le había venido la regla, Fleece levantó el dedo con la punta teñida de rojo brillante y se lo enseñó a las demás, que rieron escandalizadas. Norma Jeane, al borde del desmayo, cerró los ojos.

Pero yo no soy Fleece.

No soy como vosotras.

Muchas noches se levantaba con sigilo y se escondía en el lavabo mientras sus compañeras de cuarto dormían. Le gustaba estar despierta a esas horas. Igual que, años antes, Gladys deambulaba por la casa en plena noche, como un gran gato inquieto que no puede o no quiere dormir. Con un cigarrillo en la mano, quizá también una copa, a menudo terminaba hablando por teléfono. Era una escena de película percibida a través de los algodones de un sueño infantil. Hola. ¿Pensabas en mí? Sí, claro. ¿De veras? ¿Quieres hacer algo al respecto? Vaya. Querer es poder. Pero con la niña somos tres, ¿lo pillas? Si Norma Jeane sabía que estaba sola y segura, el lúgubre y apestoso lavabo se convertía en un lugar fascinante, como un cine antes de que se apagaran las luces, se abriera el telón y empezara la película. Se quitaba el camisón, igual que en las películas se despojaban de las capas, mantones o prendas de abrigo, y una suave y rítmica música de fondo comenzaba a sonar cuando su Amiga Mágica se revelaba, como si hubiera estado oculta bajo la anodina prenda aguardando el momento de exhibirse. Una jovencita que era Norma Jeane y sin embargo no era Norma Jeane, sino una desconocida. Una joven mucho más especial de lo que ella llegaría a ser nunca.

La gran sorpresa era que sus brazos, antes delgados, y sus pechos, antes diminutos y planos como los de un niño, empezaban a «rellenarse», como se decía con aprobación; los prietos pechos pequeños crecían de manera gradual pero rápida, comenzaban a bambolearse, y la pálida piel cremosa que los cubría era curiosamente suave. Los tocó con las palmas de las manos ahuecadas, maravillándose ante su contemplación: qué sorprendente eran los pezones y la tersa piel rosácea que los rodeaba; la forma en que los pezones se endurecían, como carne de gallina. Y qué curioso que los niños también tuvieran pezones; no pechos, sino pezones (que nunca usarían, pues sólo las mujeres pueden amamantar). Norma Jeane sabía (¡la habían obligado a verlo demasiadas veces!) que los chicos tenían pene —lo llamaban «aparato», «picha», «polla»—, una desagradable salchicha pequeña entre las piernas que los convertía en varones, y en personas importantes, porque las mujeres no podían ser importantes. ¿No había visto hacía mucho tiempo (aunque éste era un recuerdo borroso en el que no podía confiar) los «aparatos» gordos, túrgidos, húmedos y calientes de adultos amigos de Gladys?

¿Quieres tocarla, bonita? No muerde.

—Eh, Norma Jeane —era Debra Mae, que le dio un codazo en las costillas. Norma Jeane se dobló sobre la mesa llena de arañazos, jadeando. Hasta es probable que perdiera el conocimiento, aunque sólo durante segundos. Todo a causa del dolor que no sentía y de la sangre que no era suya. Apartó con un débil manotazo el brazo de su amiga, pero Debra Mae añadió con brusquedad—: ¿Te has vuelto loca? Estás sangrando, ¿no lo ves? Has empapado la silla. Señor.

Roja de vergüenza, Norma Jeane se levantó con dificultad. Los deberes de matemáticas cayeron al suelo.

—Vete. Déjame en paz.

—Mira, es verdad —dijo Debra Mae—. Los dolores son reales. La regla es real. La sangre es real.

Norma Jeane salió de la sala de estudios tambaleándose, con la vista borrosa. Un reguero de sangre descendía por el interior de su muslo. Había estado rezando y mordiéndose el labio inferior, resuelta a no sucumbir. No quería que la tocaran ni que la compadecieran. Oyó voces a su espalda. Se escondió en el hueco de la escalera, en un armario, en el lavabo. Tras asegurarse de que nadie la miraba, se escabulló por la ventana. Subió a gatas a la parte más alta del tejado. El cielo del anochecer surcado de nubes, la pálida luna en cuarto creciente, el aire fresco y, a varios kilómetros de distancia, las parpadeantes luces de RKO. La mente es la única verdad. Dios es la mente. Dios es amor. El amor divino siempre ha satisfecho y siempre satisfará todas las necesidades humanas. ¿Alguien la llamaba? No oyó nada. Rebosaba alegría y seguridad. Era fuerte y pronto lo sería aún más. Sabía que tenía el poder de resistir el dolor y el miedo. Sabía que había sido bendecida, y el amor divino inundaba su corazón.

El dolor que palpitaba en su cuerpo ya comenzaba a alejarse, como si perteneciera a otra chica más débil que ella. ¡Estaba escapando de él mediante un acto de voluntad! Trepando al empinado techo y elevándose hacia el cielo, donde las nubes formaban cúmulos como peldaños, peldaños que subían, estriados por la luz del sol que se ponía en el oeste, al borde mismo del horizonte. Un paso en falso, un titubeo, y caería al suelo, inerte como una muñeca rota, pero eso no sucedería. Era mi voluntad que no ocurriera, de modo que no ocurrió. Intuyó que a partir de ese momento estaría al frente de su vida, siempre que el amor divino inundara su corazón.

Le habían prometido que en Navidad estaría en su nueva casa. ¿Hacia dónde quedaría?

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