Blonde

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La adolescente: 1942 - 1947 » La joven esposa

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La joven esposa

1

—La mujer de Bucky Glazer no trabajará nunca. De ninguna manera.

2

Quería ser perfecta. Él no se merecía menos.

En el apartamento de la planta baja 5A de Verdugo Gardens, sito en el 2881 de La Vista Street, Mission Hills, California.

En los fascinantes primeros meses de casados.

¡Nada tan hermoso como el primer matrimonio! Aunque en su momento una no lo sabe.

Érase una vez una joven esposa. Una joven ama de casa que robaba tiempo a sus tareas para escribir un diario secreto. La señora de Bucky Glazer. La señora de Buchanan Glazer. La señora Norma Jeane Glazer.

El apellido «Baker» ya no figuraba. Pronto ni siquiera lo recordaría.

Bucky sólo le llevaba seis años, pero desde el primer abrazo ella lo llamaba «papá». A veces era el gran papá, orgulloso poseedor de la cosa grande. Ella era la nena, a veces la muñeca, orgullosa poseedora de la cosita.

Había llegado virgen al matrimonio, naturalmente. Bucky también estaba orgulloso de ello.

Eran el uno para el otro.

—Es como si nosotros hubiéramos inventado el amor, pequeña.

Qué curioso pensar que a los dieciséis años Norma Jeane había triunfado allí donde Gladys había fracasado. Había hallado un marido bueno, afectuoso; se había casado, era una señora. Norma Jeane sabía que ésa había sido la causa de la enfermedad de Gladys: la ausencia de un marido, el hecho de que nadie la quisiera de la única manera que de verdad contaba.

Cuanto más pensaba en ello, más convencida estaba de que quizá Gladys no se hubiera casado nunca. De que «Baker» y «Mortensen» eran personajes inventados para evitar el ridículo.

Hasta había engañado a la abuela Della. Probablemente.

También era curioso que recordara la mañana en que Gladys la había llevado a Wilshire Boulevard para presenciar el funeral de un gran productor de Hollywood. Ella esperando con el corazón en un puño el momento en que papá fuera a buscarla. Pero pasarían años.

—¿Me quieres, papá?

—Estoy loco por ti, pequeña. No hay más que verme.

Norma Jeane había enviado una invitación a Gladys para su boda. Asustada, emocionada, ansiosa por ver a la mujer que era «madre». Y al mismo tiempo, aterrorizada ante la posibilidad de que madre se presentara.

¿Quién diablos es esa loca? ¡Mira! Todos clavarían sus ojos en ella.

Naturalmente, Gladys no asistió a la boda de Norma Jeane. Tampoco envió una felicitación ni una nota con buenos deseos.

—Me da igual. ¿Por qué iba a importarme?

Como le dijo a Elsie Pirig, le bastaba con una suegra. No necesitaba una madre. La señora Glazer. Bess Glazer. Le había pedido a Norma Jeane que la llamara «mamá» antes incluso de que terminara la ceremonia, pero la palabra se atoraba en la garganta de Norma Jeane.

A veces se atrevía a llamarla «mamá Glazer» con una voz tímida y trémula, prácticamente inaudible. Qué mujer más amable; una verdadera cristiana. Pero nadie podía culparla por someter a su nueva nuera a un meticuloso escrutinio. Por favor, no me odie por haberme casado con su hijo. Por favor, ayúdeme a ser una buena esposa.

Ella triunfaría allí donde Gladys había fracasado. Se lo prometió a sí misma.

Le encantaba cuando Bucky le hacía el amor con vehemencia, llamándola su amada, su cielo, su pequeña, su muñeca, gimiendo, temblando y relinchando como un caballo —«¡Eres mi caballito, pequeña! ¡Arre!»— mientras los muelles de la cama chillaban como ratones moribundos. Y más tarde, Bucky entre sus brazos, respirando agitadamente, con el cuerpo cubierto del profuso y aceitoso sudor que a ella le encantaba oler; Bucky, que caía sobre ella como una avalancha, clavándola a la cama. Un hombre me ama. Soy la mujer de un hombre. No volveré a estar sola.

Ya había olvidado los temores de la vida de soltera. Qué niña tan tonta había sido.

Ahora las mujeres solteras, las que no estaban siquiera prometidas, la envidiaban. Se les veía en los ojos. ¡Qué emoción! Anillos mágicos en el anular de la mano izquierda. Decían que eran «reliquias» de la familia Glazer. La alianza era de oro mate, desvaído por el tiempo. Procedía del dedo de una muerta. El anillo de compromiso tenía un diminuto diamante. Pero eran anillos mágicos que atraían la atención de Norma Jeane en los espejos y otras superficies reflectantes, cuando los veía como debían de verlos los demás. ¡Anillos! Una mujer casada. Una joven amada.

Era la bonita y dulce Janet Gaynor en La feria de la vida, Una chica de provincias, Un plato a la americana. Era una joven June Haver, una joven Greer Garson. Hermana de Deanna Durbin y de Shirley Temple. De la mañana a la noche perdió interés por las actrices despampanantes, como la Crawford, la Dietrich o la Harlow, con su falso pelo rubio, ostensiblemente decolorado. Porque su encanto no era más que una farsa. La farsa de Hollywood. ¡Y Mae West! ¡Qué ridícula! Un remedo de mujer.

Como es lógico, esas mujeres hacían lo que podían para venderse. Eran lo que los hombres deseaban. La mayoría de los hombres. No se diferenciaban mucho de una prostituta. Pero su precio era más alto, pues tenían una «carrera».

¡Yo nunca tendré que venderme! No, mientras me amen.

En el tranvía de Mission Hills, Norma Jeane observaba con emoción y placer cómo los ojos de desconocidos, tanto mujeres como hombres, se posaban en su mano, en sus anillos. La identificaban en el acto como una mujer casada, y ¡tan joven! Jamás se quitaría esos anillos, esas reliquias de familia.

Sabía que si lo hacía, moriría.

—Como si entrara en el cielo. Y aún no estoy muerta.

Sin embargo, después de la boda, Norma Jeane empezó a tener una pesadilla nueva: un ser sin rostro (¿hombre?, ¿mujer?) se inclinaba sobre ella mientras estaba en la cama, paralizada, incapaz de escapar; esa persona quería sus anillos, y como Norma Jeane se negaba a dárselos, le atenazaba la mano y comenzaba a cortarle el dedo con un cuchillo tan real que ella no podía creer que no sangrara, se despertaba revolviéndose y gimiendo, y si Bucky estaba a su lado, si esa noche no trabajaba, la abrazaba, la acunaba en sus fuertes brazos y la tranquilizaba con voz soñolienta:

—Vamos, muñeca. Sólo ha sido una pesadilla. Papá te protegerá de cualquier daño. ¿Vale?

Pero no siempre la convencía de inmediato. A veces Norma Jeane estaba tan asustada que era incapaz de conciliar el sueño durante el resto de la noche.

Bucky trataba de ser comprensivo, y le halagaba la desesperada necesidad de él que demostraba su joven esposa, pero al mismo tiempo se inquietaba. Él también había sido un niño durante demasiado tiempo. ¡Sólo tenía veintiún años! Y empezaba a descubrir que Norma Jeane era imprevisible. Cuando eran novios, ella era una joven constantemente risueña, mientras que ahora, durante estas noches agitadas, empezaba a vislumbrar otra faceta de su personalidad. Igual que sus «dolores», como describía ella con cara avergonzada el período menstrual, habían supuesto una alarmante revelación para Bucky, otrora protegido de esos secretos femeninos por su propio bien; ahí estaba Norma Jeane, que además de sangrar (como un cerdo empalado, no podía por menos que pensar él) por la vagina, el lugar clave para el «amor», no servía prácticamente para nada durante dos o tres días, tendida con una bolsa de agua caliente sobre la barriga y una compresa fría en la frente (también tenía «migraña»), pero lo peor era que se negaba a tomar medicamentos, ni siquiera aceptaba las aspirinas que le ofrecía Bess, de modo que él se enfadaba ante «esas patrañas de la Ciencia Cristiana, que nadie se toma en serio». Pero no quería discutir con ella, porque hacerlo sólo hubiera servido para empeorar las cosas. Así que trataba de ser comprensivo, se esforzaba de verdad, era un hombre casado y (tal como decía con resignación su hermano mayor, también casado) más le valía acostumbrarse a esas cosas, incluso al olor. Pero ¡las pesadillas! Bucky estaba agotado y necesitaba dormir —si nadie lo molestaba, era capaz de hacerlo durante diez horas seguidas—, y Norma Jeane lo despertaba, le daba un susto de muerte cada vez que chillaba en plena noche, presa del pánico, con el camisón empapado en sudor. Bucky no estaba acostumbrado a dormir con otros. Al menos, no una noche entera. Ni una tras otra. Con alguien tan imprevisible como Norma Jeane. Daba la impresión de que era dos personas a la vez, como un par de gemelas, y la gemela nocturna se imponía de tanto en tanto, por muy dulce que fuera la gemela diurna y por muy loco que él estuviera por ella. Él la abrazaba y sentía los latidos desbocados de su corazón. Como si estrechara en sus brazos un pajarillo asustado, un colibrí. Sin embargo, con qué fuerza lo abrazaba, Señor. Una chica asustada es casi tan fuerte como cualquier hombre. Antes de despertar del todo, Bucky pensaba que había regresado misteriosamente al instituto y que estaba sobre la colchoneta del gimnasio, luchando con un contrincante empeñado en romperle las costillas.

—Nunca me dejarás, ¿verdad, papá? —suplicaba Norma Jeane.

—No —respondía Bucky, adormilado.

—Prométeme que no me dejarás, papá —decía ella.

—Claro, te lo prometo, pequeña —respondía él. Pero Norma Jeane seguía insistiendo y Bucky decía—: ¿Por qué iba a dejarte, muñeca? ¿No acabo de casarme contigo?

Había algo equivocado en esa respuesta, pero ninguno de los dos habría podido definirlo. Norma Jeane se arrimaba más a Bucky, apretando su cara caliente y bañada en lágrimas contra el cuello de él, oliendo a cabello húmedo, polvos de talco y algo que él suponía un primitivo terror animal, murmurando:

—¿De verdad me lo prometes, papá? —Bucky respondió que sí, que lo prometía, pero ¿podían volver a dormir? De repente Norma Jeane rió y dijo—: Júralo y que te caigas muerto si no cumples.

Con el dedo índice dibujó una cruz sobre el corazón saltarín de Bucky, haciéndole cosquillas en el pecho, y súbitamente él se excitó, la cosa grande se excitó, y cogió los dedos de Norma Jeane, fingiendo comérselos, mientras la joven pataleaba, reía y se removía gritando:

—¡No, papá, no!

Bucky la inmovilizó sobre la cama, trepó sobre su delgado cuerpo, le restregó la nariz contra los pechos, mordiendo esos pechos que lo volvían loco, dándoles lengüetazos, gruñendo:

—Sí, papá, sí. Papá hará lo que quiera con su pequeña muñeca, porque la muñeca le pertenece. Y esto también y esto… y esto.

Cuando lo tenía dentro de mí, yo estaba segura. Deseaba que nunca terminara.

3

Quería ser perfecta. Él no se merecía menos.

Preparaba la comida de Bucky. Grandes emparedados dobles, los favoritos de Bucky. Salchicha ahumada, queso y mostaza entre gruesas rebanadas de pan. Jamón con salsa picante. Restos de carne con ketchup. Una naranja de Valencia, las más dulces. De postre, gelatina de cerezas o pastel de jengibre con salsa de manzana. Dado que el racionamiento era cada vez más riguroso, Norma Jeane guardaba su ración de carne de la cena para los almuerzos de Bucky. Él no parecía advertirlo, pero ella sabía que se lo agradecía. Bucky era un chico grande, todavía en etapa de crecimiento, con «un apetito de caballo», según bromeaba Norma Jeane, «de caballo hambriento». El rito de levantarse temprano para preparar el almuerzo de Bucky la llenaba de emoción, le hacía saltar las lágrimas. Dentro de la fiambrera metía notas de amor adornadas con cenefas de corazones.

Cuando leas esto, mi querido Bucky, yo estaré pensando en TI y en LO MUCHO QUE TE QUIERO.

Y:

Cuando leas esto, papá, ¡piensa en tu muñequita y en el AMOR ardiente que te dará cuando llegues a CASA!

Bucky no podía resistir la tentación de enseñar estas notas a sus compañeros de trabajo en Lockheed. Pretendía impresionar, en especial, a un guaperas fanfarrón, Bob Mitchum, un aspirante a actor unos años mayor que él. Pero Bucky dudaba antes de mostrar los extraños poemas de Norma Jeane:

Cuando nuestros corazones se derriten de amor

ni siquiera los ángeles del cielo

pueden evitar sentir celos.

¿Era poesía si no rimaba? ¿Si no rimaba bien? Bucky doblaba los poemas y se los reservaba para sí. (De hecho, a menudo los perdía o hería los sentimientos de Norma Jeane porque olvidaba mencionarlos.) Bucky desconfiaba de esa fantasiosa faceta de colegiala de Norma Jeane. ¿Por qué no se conformaba con ser bonita y sencilla, como otras chicas guapas? ¿Por qué pretendía ser también «profunda»? Él sospechaba que eso tenía alguna relación con las pesadillas y los «problemas femeninos». La amaba porque era especial, pero en parte ese rasgo suyo lo inquietaba. Como si Norma Jeane sólo fingiera ser la chica que él conocía. Esa costumbre de alzar la voz inesperadamente; esa risa chillona, fastidiosa, y ese rasgo que podía definirse como curiosidad morbosa cuando lo interrogaba, por ejemplo, sobre su trabajo como ayudante del señor Eeley en la funeraria.

Pero a los Glazer les caía bien Norma Jeane, y eso significaba mucho para Bucky. En cierto modo, se había casado con ella para complacer a su madre. Bueno, no: él bebía los vientos por la chica. ¡De verdad! Con la forma en que los demás hombres se volvían para mirarla en la calle, habría estado loco si no la hubiera querido. Y qué buena esposa fue durante el primer año y más. La luna de miel parecía no tener fin. Norma Jeane escribía a mano en fichas el menú de la semana entrante y pedía la aprobación de Bucky. Copiaba las recetas que le recomendaba Bess y recortaba otras nuevas de Ladies’ Home Journal, Good Housekeeping, Family Circle y las demás revistas femeninas que le pasaba la señora Glazer. Incluso cuando tenía jaqueca, tras una jornada entera haciendo la colada y otras tareas domésticas, Norma Jeane contemplaba con adoración a su joven y apuesto esposo mientras él se zampaba vorazmente la comida que ella le había preparado. Una no necesita tanto a Dios si tiene un marido. Eran como plegarias: pastel de carne con grandes rodajas de cebolla roja cruda, pimientos verdes picados y migas de pan con una gruesa capa de ketchup encima que se volvía crujiente en el horno. Guiso de carne (aunque a la sazón la carne era pura grasa y cartílago) con patatas y otras verduras (debía tener cuidado con las verduras porque a Bucky no le gustaban) y salsa espesa («enriquecida» con harina) sobre las galletas de pan de maíz de mamá Glazer. Pollo rebozado frito con puré de patatas. Salchichas en panecillos, chorreando mostaza. Desde luego, a Bucky le encantaban las hamburguesas solas y con queso que Norma Jeane le servía, cuando conseguía carne, con una montaña de patatas fritas y un montón de ketchup. (Mamá Glazer se lo había advertido: si no ponía suficiente ketchup en la comida de Bucky, corría el riesgo de que él se impacientara, cogiera la botella, le diera un golpe en la base y vertiera la mitad del contenido en el plato.)

Los guisos no eran santo de la devoción de Bucky, pero si tenía hambre —y siempre la tenía—, los engullía con casi el mismo apetito con que daba cuenta de sus platos preferidos: atún, macarrones con queso, salmón triturado con maíz de lata sobre una tostada, porciones de pollo en salsa de nata con patatas, cebollas y zanahorias. Budín de maíz, de tapioca, de chocolate. Gelatina con caramelos de malvavisco. Pasteles, galletas, tartas. Helado. ¡Si no fuera por la guerra, por el racionamiento! La carne, la mantequilla y el azúcar comenzaban a escasear. Bucky sabía que no era responsabilidad de Norma Jeane, pero de un modo infantil parecía culparla: los hombres culpan a las mujeres por las comidas insatisfactorias, así como por las relaciones sexuales insatisfactorias; así es la vida y Norma Jeane Glazer, pese a llevar menos de un año casada, lo intuía. Pero cuando a Bucky le gustaba la comida rebosaba entusiasmo y a ella le encantaba verlo comer, igual que mucho tiempo antes (o lo parecía: de hecho, habían pasado pocos meses) la fascinaba mirar a su profesor de instituto, el señor Haring, leyendo sus poemas en voz alta o incluso en silencio. Bucky, sentado a la mesa de la cocina con la cabeza levemente inclinada hacia el plato, masticando con un ligero brillo en su huesudo rostro. Si acababa de llegar del trabajo, se habría lavado la cara, los antebrazos y las manos y peinado el cabello húmedo para despejar la frente. Se habría quitado la ropa sudada y llevaría una camiseta limpia y pantalones holgados con cinturilla elástica, o a veces simplemente calzoncillos. Qué exótica se le antojaba a ella su virilidad. Su cabeza, que según le diera la luz parecía modelada en arcilla, su mentón cuadrado, sus poderosas mandíbulas, su boca infantil y sus claros ojos castaños, más hermosos, pensó la enamorada Norma Jeane, que los ojos de cualquier hombre al que hubiera visto de cerca, fuera de las películas. Sin embargo, un día Bucky Glazer diría de ella, su primera mujer: «La pobre Norma Jeane se esforzaba, pero era incapaz de cocinar; hacía unos guisos llenos de grumos de queso y zanahoria, flotando en ketchup y mostaza». Diría con franqueza: «No nos queríamos; éramos demasiado jóvenes para estar casados. Sobre todo ella».

Él repetía de todo. Cuando le servía sus platos favoritos, tomaba tres raciones.

—Está delicioso, cariño. Te has superado otra vez.

La alzaba con unos brazos musculosos como los de Popeye sin darle tiempo a dejar los platos en remojo en el fregadero y ella chillaba con anticipado terror, como si durante una fracción de segundo olvidara quién era el muchacho lascivo de cien kilos que gritaba: «¡Te pillé!». La llevaba a la habitación con pasos tan pesados que hacían temblar el suelo de madera —los vecinos lo notarían; con toda seguridad, en el apartamento de al lado, Harriet y sus compañeros de piso sabrían qué hacían los recién casados—, y ella se agarraba con fuerza de su cuello como si estuviera ahogándose, de modo que la respiración de Bucky salía agitada y audible como la de un caballo. Él reía, Norma Jeane estaba a punto de estrangularlo con una llave digna de un campeón de lucha libre y pataleaba y se revolvía mientras él, con un grito triunfal, le inmovilizaba los hombros contra la cama, le abría el vestido o le levantaba el jersey, le acariciaba con la nariz los bonitos pechos desnudos, unos pechos suaves y firmes con pezones marrón-rosáceos como gominolas, el redondeado vientre cubierto de una fina pelusilla rubia y siempre caliente, los pelillos cobrizos, rizados, húmedos y suaves al final de su vientre, una mata sorprendentemente poblada para una chica de su edad.

—Ah, muñeca, aaaaahhhh.

Por lo general, Bucky estaba tan excitado que se corría sobre los muslos de Norma Jeane; un buen método anticonceptivo, asimismo, para cuando no alcanzaba a ponerse el condón a tiempo, pues incluso en los momentos de mayor frenesí Bucky Glazer era perfectamente consciente de que no quería hijos. Pero, igual que un semental, volvía a tener una erección pocos minutos después, cuando la sangre afluía a su cosa grande como si alguien hubiera abierto el grifo del agua caliente. Enseñó a hacer el amor a su esposa adolescente, que era una sumisa y aplicada alumna, y a veces, Bucky debía reconocerlo, su pasión le asustaba un poco; sólo un poco, porque esperaba tanto de mí, del amor. Se besaban, se abrazaban, se hacían cosquillas, se metían mutuamente la lengua en la oreja. Atenazándose, agarrándose con fuerza el uno al otro. Si Norma Jeane intentaba escapar reptando por la cama, Bucky se arrojaba sobre ella y la inmovilizaba. «¡Te pillé otra vez!» La lanzaba nuevamente sobre las sábanas arrugadas, gritando, riendo, jadeando y gimiendo, y Norma Jeane también gemía y lloraba, sí, al diablo con los entrometidos vecinos de al lado, o de arriba, o con cualquiera que pasara junto a la ventana con mosquitera y la persiana que habían olvidado bajar. Estaban casados, ¿no? Por la Iglesia. Se querían, ¿verdad? Tenían todo el derecho de hacer el amor siempre que les apeteciera, ¿no? ¡Todo el derecho!

Era una chica dulce, pero tan sentimental. Pedía amor continuamente. Era inmadura e inestable y supongo que yo también; éramos demasiado jóvenes. Si hubiera sido mejor cocinera y un poco menos sensible, quizá la relación habría funcionado.

4

A mi marido

Mi amor por ti es profundo,

más profundo que el mar.

Sin ti, cariño mío,

mi corazón dejaría de palpitar.

En el invierno de 1942-1943, ante las malas noticias sobre el curso de la guerra en Europa y el Pacífico, Bucky Glazer empezó a inquietarse y a hablar de alistarse en la armada, los marines o la marina mercante.

—Dios quiso que Estados Unidos fuera el número uno por alguna razón. Tenemos que asumir esa responsabilidad.

Norma Jeane lo miró con una sonrisa alegre y pasmada.

La junta de reclutamiento pronto llamaría a filas a los hombres casados que no tuvieran hijos. Lo lógico era alistarse antes de que te reclutaran, ¿no? Bucky trabajaba cuarenta horas semanales en Lockheed, además de una o dos mañanas ayudando al señor Eeley en la funeraria McDougal. («Pero es curioso: ya no muere tanta gente. Muchos hombres se han ido a la guerra y los viejos quieren seguir vivos para ver cómo acaba todo. Además, con la escasez de gasolina, nadie conduce a suficiente velocidad como para sufrir un accidente.») Su experiencia como embalsamador le resultaría útil en las fuerzas armadas. Igual que los conocimientos de fútbol, lucha libre y atletismo adquiridos en el instituto: Bucky Glazer había sido un deportista de primera y podría ayudar a entrenar a los reclutas. También tenía talento para las matemáticas —al menos las que enseñaban en el Instituto de Mission Hills—, la reparación de radios y la lectura de mapas. Todas las noches escuchaba las noticias de la guerra y leía con atención el L. A. Times. Llevaba a Norma Jeane al cine todas las semanas, sobre todo para ver The March of Time. En las paredes del apartamento había colgado mapas de Europa y el Pacífico y clavaba chinchetas de colores en las zonas donde combatían sus familiares o amigos. Nunca hablaba de la posibilidad de que alguno de ellos muriera, desapareciera o fuera tomado prisionero, pero Norma Jeane intuía que pensaba en ello a menudo.

En la Navidad de 1942, un primo que estaba en el ejército le envió un cráneo de «recuerdo» desde Kiska, una de las islas Aleutianas. ¡Qué sorpresa! Bucky desenvolvió el paquete, levantó el cráneo con las dos manos como si fuera una pelota de baloncesto, emitió un largo silbido y llamó a Norma Jeane, que estaba en la habitación contigua, para que fuera a verlo. La joven entró rápidamente en la cocina y estuvo a punto de desmayarse. ¿Qué era ese objeto tan horrible? ¿Una cabeza? ¿Una cabeza humana? ¿Una cabeza humana sin pelo ni piel?

—No pasa nada. Es el cráneo de un japonés —dijo Bucky.

Su cara se cubrió de un rubor infantil. Metió los dedos en las inmensas cuencas de los ojos. El agujero de la nariz también parecía anormalmente grande e irregular. Tres o cuatro dientes descoloridos seguían unidos a la mandíbula superior, pero no había rastros de la inferior. Lleno de emoción y envidia, Bucky repitió varias veces:

—¡Vaya! Trev me ha ganado la carrera final.

Norma Jeane volvió a esbozar su sonrisa alegre y pasmada, como quien no ha pillado un chiste o no quiere demostrar que lo ha pillado, igual que cuando los Pirig y sus amigos le contaban chistes asquerosos para hacer que se ruborizara y ella no les daba ese gusto. Pero era obvio que su marido estaba contento y no tenía intención de hacerle cambiar de humor.

El «viejo Hirohito» acabó expuesto en el comedor, sobre la radio RCA Victor. Bucky estaba tan orgulloso como si él mismo hubiera capturado al japonés en las islas Aleutianas.

5

Quería ser perfecta. Él no se merecía menos.

¡Era tan exigente! Y se fijaba en todo.

Todas las mañanas, Norma Jeane limpiaba escrupulosamente el apartamento de Verdugo Gardens: tres habitaciones pequeñas y un cuarto de baño apenas lo bastante grande para acomodar una bañera, una pila y un inodoro. Unas estancias confiadas a sus cuidados que ella limpiaba con la concentración y el fervor de un mendicante. Sin ver ironía alguna en las palabras «la mujer de Bucky Glazer no trabajará nunca. De ninguna manera». Comprendía que el trabajo de la mujer en la casa no es trabajo, sino un deber y un privilegio sagrados. «La casa» justificaba cualquier derroche de energía o esfuerzo. Era una convicción frecuentemente voceada por los Glazer, y de una misteriosa forma emparentada con su devoción cristiana, que ninguna mujer, en particular ninguna mujer casada, debía trabajar fuera del «hogar». Incluso durante la Depresión, cuando parte de la familia había vivido en una caravana y una tienda de campaña en el valle de San Fernando (Bucky, turbado y avergonzado, no entraba en detalles y Norma Jeane no deseaba incomodarlo con preguntas), incluso entonces sólo habían «trabajado» los miembros masculinos de la familia, incluidos los niños y sin duda el propio Bucky, que a la sazón no contaba más de diez años.

Era una cuestión de orgullo, de orgullo masculino, el hecho de que las mujeres Glazer no trabajaran fuera del «hogar».

—Pero ahora hay una guerra —observó Norma Jeane con inocencia—. ¿No es diferente?

Su pregunta flotó en el aire, sin respuesta.

Mi mujer, jamás. ¡De ninguna manera!

¡Ser objeto del deseo masculino equivale a saber que existo! La expresión de los ojos. La erección. Aunque no valgas nada, te desean.

Aunque tu madre no te quisiera, te desean.

Aunque tu padre no te quisiera, te desean.

La verdad fundamental de mi vida, ya fuera una verdad o un remedo de verdad: cuando un hombre te desea, estás a salvo.

Con mayor nitidez que la apasionada presencia de su marido en el apartamento, Norma Jeane recordaría algún día las largas y agradables horas comprendidas entre la mañana y la primera hora de la tarde pasadas en aquel lugar oscuro, casi secreto, nunca tranquilo (pues Verdugo Gardens era un edificio tan bullicioso como un cuartel; niños gritando en el jardín, bebés llorando, radios con el volumen más alto que la de Norma Jeane): los rítmicos, repetitivos, hipnóticos placeres de las tareas domésticas. Con qué rapidez el cerebro animal se acostumbra a la herramienta de turno: el cepillo para alfombras, la escoba, la fregona, el estropajo. (La joven pareja Glazer todavía no podía permitirse una aspiradora eléctrica. Pero pronto la tendrían, ¡Bucky lo había prometido!) En el salón había una alfombra rectangular de metro ochenta por dos y medio, color azul chillón, un resto de serie comprado por ocho dólares con noventa y ocho centavos que Norma Jeane repasaba una y otra vez con el cepillo, en estado de trance. Una simple pelusa suponía una aventura: una imperfección que primero estaba allí y segundos después ¡desaparecía! Norma Jeane sonrió. Quizá recordara a Gladys cuando estaba de mejor humor, de un humor casi afable, realizando alguna tarea (nunca doméstica), drogada pero algo más que drogada, porque ahora Norma Jeane entendía que el cerebro de su madre generaba un singular y conveniente proceso de reacciones químicas. Estar tan completamente absorta en el momento presente. Fundirse con la acción que tienes entre manos. Sea lo que fuere: este milagro ante mí, empujando el pesado cepillo por la alfombra de adelante atrás, de atrás adelante. Después en el dormitorio, sobre la alfombra aún más pequeña y ovalada. Cantando al son de la música de la radio, de una popular emisora de Los Ángeles. En voz baja, titubeante, desafinada, alegre. Recordó las clases de Jess Flynn y sonrió al pensar en los ambiciosos planes de Gladys para ella: ¡Norma Jeane, cantante! Tenía gracia, igual que las lecciones de piano de Clive Pearce. El pobre hombre dando respingos y forzando una sonrisa mientras la niña tocaba, o intentaba tocar. Experimentó una oleada de vergüenza al evocar su fallida tentativa en la audición para interpretar un papel en una obra de teatro en el instituto: ¿cuál era? Sí. Nuestra ciudad. Era más difícil sonreír ante aquel recuerdo. El ridículo, la voz autoritaria y segura del profesor: «Dudo que Thornton Wilder compartiera esa opinión». ¡Tenía razón, desde luego! Ahora adoraba el cepillo para limpiar la alfombra, regalo de boda de una de las tías de Bucky. Los Glazer le habían hecho otro obsequio útil: una fregona con palo de madera y un cubo de plástico verde con escurridor. Estas herramientas la ayudarían en su objetivo de convertirse en una mujer perfecta. Fregó y enceró el estropeado suelo de linóleo de la cocina y fregó y enceró el desvaído suelo de linóleo del cuarto de baño. Con los estropajos Dutch Boy restregó con habilidad y fanatismo las pilas, las encimeras, la bañera y el inodoro. Algunos de estos enseres nunca quedarían limpios, ni siquiera mínimamente limpios. Los inquilinos anteriores, ante quienes ya no podrían reclamar, los habían dejado irremediablemente manchados. Cambió con rapidez las sábanas, «ventilando» el colchón y las almohadas. Todas las semanas llevaba la ropa sucia a una lavandería automática cercana. Volvía con la colada húmeda y la tendía en el balcón del apartamento. Le encantaba planchar y coser. Bucky era «un desastre con la ropa», tal como Bess Glazer había advertido con seriedad a su nuera, y Norma Jeane estaba dispuesta a afrontar este desafío con entereza y optimismo inagotables, remendando calcetines, camisas, pantalones, calzoncillos. En el instituto había aprendido a tejer para el Fondo Británico de Ayuda a los Damnificados por la Guerra y ahora, cuando tenía tiempo, tejía una sorpresa para su marido: un jersey verde siguiendo un patrón que le había pasado la señora Glazer. (Nunca lo terminaría, ya que, siempre insatisfecha con los resultados, destejía una y otra vez las vueltas que había tejido.)

Mientras Bucky estaba fuera de casa, Norma Jeane cubría con un pañuelo el cráneo del japonés expuesto sobre la radio. Poco antes de que él regresara a casa, retiraba el pañuelo.

—¿Qué hay aquí abajo? —preguntó cierta vez Harriet, y antes de que Norma Jeane pudiera detenerla, levantó el pañuelo y frunció su chata nariz. De inmediato dejó caer el pañuelo en su sitio—. Dios mío. Uno de ésos.

Norma Jeane quitaba amorosamente el polvo de las fotografías enmarcadas que decoraban el salón. Casi todas eran de su boda, brillantes y coloridas fotos en marcos de bronce. Hacía menos de un año que Bucky y ella se habían casado, pero ya habían acumulado muchos recuerdos felices. ¿Sería una buena señal para el futuro? A Norma Jeane le fascinaban las numerosas fotografías familiares que había en casa de los Glazer, expuestas en prácticamente todas las superficies adecuadas. Abuelos y tatarabuelos de Bucky ¡y una multitud de niños! Le maravillaba el hecho de que la historia de Bucky pudiera seguirse desde su primera aparición en el mundo como un bebé regordete y boquiabierto en brazos de Bess Glazer, en 1921, hasta el joven fornido y apuesto que era en 1942. ¡Una prueba de que Bucky Glazer existía y era amado! Aún recordaba de sus infrecuentes visitas a casa de sus compañeras del Instituto de Van Nuys que también aquellas familias exhibían con orgullo imágenes de sus miembros: fotografías sobre mesas, pianos y alféizares, o colgadas de las paredes. La propia Elsie tenía algunas fotos selectas de unos Pirig más jóvenes y felices. Fue doloroso percatarse de que Gladys era la única persona que nunca había enmarcado y expuesto fotos familiares, salvo la de aquel hombre moreno que según ella era el padre de Norma Jeane.

Norma Jeane emitió una risita. Era muy probable que aquella foto fuera un cartel publicitario de La Productora. La imagen de un hombre al que quizá Gladys nunca hubiera conocido bien.

—¿Qué más da? No me importa.

Ahora que estaba casada, rara vez pensaba en su padre desconocido o en el Príncipe Encantado. Rara vez pensaba en Gladys, excepto de la manera en que se piensa en un pariente que padece una enfermedad crónica. ¿Para qué?

Había una docena de fotos enmarcadas. Varias estaban tomadas en la playa; Bucky y Norma Jeane en traje de baño, cogidos de la cintura; Bucky y Norma Jeane con amigos de él durante una barbacoa; Bucky y Norma Jeane sentados en el capó del nuevo Packard de 1938. Pero las favoritas de Norma Jeane eran las de su boda. La radiante novia luciendo su vestido de raso blanco y una encantadora sonrisa, el novio con chaqueta de gala y pajarita, el pelo peinado hacia atrás y un perfil tan hermoso como el de Jackie Coogan. Todo el mundo se había quedado impresionado con la belleza de la pareja y lo mucho que se querían. Hasta el pastor había tenido que enjugarse los ojos. Pero qué asustada estaba, aunque no se note. Como en un sueño, un amigo de la familia Glazer había llevado al altar a Norma Jeane (porque Warren Pirig se había negado a asistir a la boda), que sentía la sangre agolpándose en sus oídos y una desagradable sensación de pánico en la boca del estómago. Ante el altar se tambaleó sobre los altos tacones de las apretadas sandalias (eran de un número menos que el suyo, pero los había conseguido por una minucia en la tienda de ropa de segunda mano), mirando con su sonrisa flanqueada de hoyuelos al pastor de la Iglesia de Cristo mientras éste entonaba las palabras de rigor con voz gangosa, y entonces se le ocurrió que Groucho Marx habría interpretado esa escena con mayor dinamismo, frunciendo sus cejas y bigote falsos y ridículos. Tú, Norma Jeane, ¿aceptas a este hombre…? No entendió la pregunta, pero entonces se volvió, o la obligaron a volverse, porque seguramente el novio le había pegado un codazo, y vio a Bucky Glazer a su lado mordiéndose nerviosamente los labios como el cómplice de un crimen, y atinó a responder la pregunta del pastor en un murmullo: Sí, a-acepto. Bucky respondió con mayor contundencia, en voz lo bastante alta para que lo oyeran en toda la iglesia: ¡Claro que sí! Luego hubo cierta confusión con la alianza, que sin embargo se deslizó perfectamente sobre el helado dedo de Norma Jeane, y la señora Glazer, con su característica prudencia, le había hecho poner el anillo de prometida en la mano derecha, de modo que esa parte de la ceremonia transcurrió sin incidentes. Estaba tan asustada. Quería salir corriendo. Pero ¿adónde?

En otra de sus fotos favoritas aparecían el novio y la novia cortando el pastel de tres pisos durante la fiesta celebrada en un restaurante de Beverly Hills. La mano grande y hábil de Bucky sobre los delgados dedos de Norma Jeane y la larga hoja del cuchillo; ambos sonriendo de oreja a oreja a la cámara. A estas alturas, Norma Jeane había bebido un par de copas de champán y Bucky, champán y cerveza. Había una fotografía de los recién casados bailando; en otra, saludaban desde el Packard de Bucky, adornado con guirnaldas de papel y un cartel de RECIÉN CASADOS. Norma Jeane había enviado éstas y otras fotos a Gladys al hospital de Norwalk, junto con una nota informal y alegre escrita en papel de carta decorado con flores:

Lamentamos mucho que no pudieras asistir a mi boda, madre. Pero, naturalmente, todo el mundo lo entendió. Fue el día más maravilloso de mi vida.

Gladys no respondió, pero Norma Jeane no esperaba respuesta.

—¿Qué más da? No me importa.

Era la primera vez que bebía champán. Como miembro de la Ciencia Cristiana, censuraba el consumo de bebidas alcohólicas, pero una boda es una ocasión especial, ¿no? Qué delicioso era el champán y qué agradable el hormigueo de las burbujas en la nariz, pero no le gustaron el mareo posterior, la risa incontenible, la sensación de haber perdido el control. Bucky se emborrachó con champán, cerveza y tequila y vomitó sobre la falda de su precioso vestido de raso. Por suerte, Norma Jeane se proponía quitárselo enseguida, antes de salir hacia el hotel de Morro Beach donde pasarían la luna de miel. La señora Glazer mojó una servilleta y se apresuró a quitar la hedionda mancha.

—¡Qué vergüenza, Bucky! —riñó a su hijo—. ¡Es el vestido de Lorraine!

Bucky puso cara de niño arrepentido y lo perdonaron. La fiesta continuó. La orquesta siguió tocando a todo volumen. Norma Jeane, ahora descalza, bailaba otra vez con su marido. Don’t Get Around Much Anymore, This Can’t Be Love, The Girl That I Marry. Se deslizaban por la pista de baile, chocaban con otras parejas, reían a carcajadas. Las cámaras disparaban sus flashes. Hubo una lluvia de confeti, globos y arroz. Los compañeros de instituto de Bucky empezaron a arrojar globos de agua y le empaparon la pechera de la camisa. Sirvieron tarta de fresa con nata montada. De alguna manera, Bucky se las ingenió para dejar caer una cucharada de pegajosas fresas en la falda acampanada del vestido de lino blanco que Norma Jeane acababa de ponerse.

—¡Qué vergüenza, Bucky!

La señora Glazer estaba escandalizada, pero todos los demás (incluidos los recién casados) rieron.

Bailaron durante un rato más entre una acalorada, festiva confluencia de olores. Tea for Two, In the Shade of the Old Apple Tree, Begin the Beguine. Todo el mundo empezó a aplaudir para ver a Bucky Glazer, cuya cara brillaba como el tapacubos de una rueda de coche, marcarse un tango. Lamento que no pudieras asistir a mi boda. ¿Crees que me importa? Pues no. Bucky y su hermano mayor, Joe, reían. Elsie Pirig, enfundada en un vestido de tafetán verde chillón, apretó la mano de Norma Jeane y le hizo prometer que la telefonearía al día siguiente y que ella y Bucky irían a visitarla en cuanto regresaran de la luna de miel de cuatro días. Norma Jeane volvió a preguntar por qué Warren no había ido a la boda, aunque Elsie ya le había dicho que era por asuntos de trabajo.

—Te manda recuerdos, cariño. Te echaremos de menos, ¿sabes?

Elsie, que también estaba descalza, medía unos cuatro centímetros menos que la joven. De repente dio un paso al frente para besar violentamente en los labios a Norma Jeane. Ninguna mujer la había besado así antes.

—Tía Elsie —suplicó—, déjame ir contigo a casa. Sólo una noche más. Podría decirle a Bucky que aún no he terminado de empacar mis cosas, ¿vale? Por favor.

Elsie rió como si se tratara de un chiste y empujó a la joven en dirección al novio. Era hora de que los recién casados emprendieran viaje hacia el hotel donde pasarían la luna de miel. Bucky y Joe no reían; discutían. Joe intentaba quitarle las llaves del coche a Bucky, que decía:

—Puedo conducir. ¡Joder, soy un hombre casado!

Norma Jeane pasó miedo durante el viaje en coche por la costa. La bruma del mar cubría la autopista y el Packard hacía eses sobre la línea de división de carriles. Norma Jeane ya estaba perfectamente sobria y viajaba con la cabeza sobre el hombro de Bucky, preparada para coger el volante en caso necesario.

Cuando llegaron al Loch Raven Motor Court, situado encima del océano cubierto de niebla, ya oscurecía. Norma Jeane ayudó a Bucky a salir del adornado Packard y tropezaron, resbalaron y poco faltó para que cayeran juntos, con sus mejores ropas, sobre el sendero de tierra volcánica. La cabaña olía a insecticida, pero había típulas corriendo sobre la colcha de la cama.

—Son inofensivas —dijo Bucky con alegría, dándoles puñetazos—. Los que matan son los escorpiones. Los alacranes. Si te pican en el culo, estás perdida.

Rió con ganas. Necesitaba ir al lavabo. Norma Jeane le rodeó la cintura con un brazo y lo acompañó. Se sentía turbada. La primera visión del pene de su marido, que hasta ahora sólo había sentido cuando él se apretaba o restregaba contra ella, fue desconcertante: estaba hinchado de orina, siseando y sacando vapor sobre la taza del váter. La joven cerró los ojos. Sólo la mente es real. Dios es amor. El amor tiene el poder de curar. Poco después, ese mismo pene penetraría en su cuerpo a través de la estrecha raja que había entre sus muslos. Bucky fue alternativamente metódico y brutal. Por supuesto, Norma Jeane estaba preparada para ese trance, al menos en teoría, y tal como Elsie Pirig había predicho, el dolor no era peor que los de la regla. Aunque quizá más punzante, como un destornillador. Otra vez cerró los ojos. Sólo la mente es real. Dios es amor. El amor tiene el poder de curar. Había manchas de sangre en el montoncillo de papel higiénico que ella, pulcramente, había colocado bajo su cuerpo, pero era sangre fresca y roja, no oscura y hedionda. ¡Si pudiera darse un baño! ¡Sumergirse en un reconfortante baño caliente! Pero Bucky estaba impaciente; quería volver a intentarlo. Un condón de aspecto mustio se le caía una y otra vez de las manos y él maldecía («Joder») con la cara roja e hinchada como un globo a punto de estallar. Norma Jeane tenía demasiada vergüenza para ayudarlo con el condón: era su noche de bodas, no podía dejar de temblar y estaba sorprendida —no había imaginado nada semejante— de la incomodidad que cada uno de ellos experimentaba ante la desnudez del otro. No era en absoluto como verse desnuda en un espejo. Era una experiencia llena de torpeza, sudor, piel pegajosa. Era como si faltara espacio. Como si en la cama hubiera otras personas, además de ella y Bucky. Durante muchos años se había maravillado al ver a su Amiga Mágica en el espejo, sonriendo y haciéndose guiños a sí misma, moviendo el cuerpo al compás de una música imaginaria como Ginger Rogers, aunque ella no necesitaba una pareja para bailar y ser feliz. Pero ahora era diferente. Todo sucedía demasiado deprisa. No podía verse para saber qué pasaba. Ah, cuánto deseaba que todo terminara para acurrucarse en brazos de su marido y dormir, dormir, dormir…, quizá soñando con su boda y con él.

—¿Me ayudas, cariño? Por favor.

Bucky la besaba repetidamente, rechinando los dientes contra los de ella, como si tuviera que demostrar una idea durante una discusión. En algún lugar cercano, las olas rompían en la playa como un aplauso burlón.

—Dios, te quiero, cariño. Eres tan dulce, tan buena, tan bonita. Vamos.

La cama vibraba. El colchón lleno de bultos comenzó a deslizarse peligrosamente hacia un lado. Ella volvió a poner papel higiénico bajo su cuerpo, aunque Bucky no prestaba atención. Norma Jeane chilló e intentó reír, pero Bucky no estaba de humor para reír. Uno de los últimos consejos que le había dado Elsie Pirig era: «Lo único que tienes que hacer es no interferir». Norma Jeane había dicho que eso no sonaba romántico, a lo que Elsie había respondido: «¿Quién ha dicho que lo fuera?». Sin embargo, Norma Jeane empezaba a entender. Los apremiantes movimientos de Bucky tenían un carácter extrañamente impersonal; no se parecían en nada a los «besuqueos» y «manoseos» del mes anterior. La joven sintió un intenso ardor entre las piernas y vio manchas de sangre en los muslos de Bucky; cualquiera hubiera dicho que aquello era suficiente, pero Bucky estaba empeñado en seguir. De nuevo había conseguido meterse a través de la raja que había entre las piernas de ella, esta vez más profundamente que la primera, y ahora sacudía la cama, gemía y de súbito se irguió como un caballo al que le hubieran disparado en plena carrera. Con la cara arrugada y los ojos en blanco, emitió un sonido semejante a un relincho:

—Seee-ñor.

Se dejó caer sobre los brazos de Norma Jeane, se sumió en un profundo sopor y empezó a roncar. Norma Jeane dio un respingo de dolor y trató de adoptar una postura más cómoda. La cama era muy pequeña, aunque fuera de matrimonio. Acarició con ternura la frente empapada de sudor de Bucky y sus fornidos hombros. La lámpara de la mesa de noche estaba encendida y la luz le hacía daño en los ojos cansados, pero no podía alcanzarla sin molestar a Bucky. Ah, si al menos pudiera darse un baño. Era lo único que quería: un baño. Y hacer algo con la sábana bajera, que estaba arrugada y húmeda. En varias ocasiones durante la larga noche que acabaría en la mañana del 20 de junio de 1942 y en una niebla prácticamente impenetrable, Norma Jeane despertó de un sueño ligero con dolor de cabeza, y Bucky seguía encima de ella, clavándola a la cama. Trató de levantar la cabeza para verlo entero. Su marido. ¡Su marido! Parecía una ballena en la playa, desnudo, con las peludas piernas abiertas. Se oyó reír, emitir una risita de niña asustada, pues Bucky le recordaba la muñeca que tanto había querido, la muñeca sin nombre, a menos que se llamara «Norma Jeane», la muñeca con lánguidas piernas y pies de trapo.

6

Háblame de tu trabajo, papá. Pero no se refería al trabajo de Bucky en Lockheed.

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