Blonde

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La adolescente: 1942 - 1947 » La joven esposa

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Después de una agotadora jornada de trabajo en Lockheed, despertó de su profundo sueño al sentir unos torpes dedos infantiles acariciándole la polla. En su sueño, la niña se reía de él, de su cara de disgusto, porque Bucky llevaba la camiseta de fútbol y las nalgas al aire, estaban en un sitio público y la gente los miraba, de modo que Bucky empujó a la niña y consiguió soltarse, pero entonces, para su sorpresa, descubrió que era Norma Jeane quien jadeaba junto a él en la oscuridad, acariciando y tirando de su cosa grande; sintió un muslo cálido sobre el suyo mientras ella restregaba su vientre y su pubis contra él gimiendo: ¡Oh, papá! ¡Oh, papá! Era un hijo lo que quería esa mujer que le hacía cosquillas con el pelo en la nuca, esa hembra que gemía a su lado, desnuda y con un único deseo en mente, un deseo impersonal, frío e implacable como una fuerza que lo empujaba a su posible muerte en las aguas inimaginablemente oscuras de aquello a lo que sólo podía llamar «historia». Bucky apartó a Norma Jeane con brusquedad, diciendo que lo dejara en paz, que lo dejara dormir, por el amor de Dios, que tenía que levantarse a las seis. Norma Jeane no pareció oírlo y siguió abrazándolo, besándolo con pasión. Bucky la empujó, esta vez como si ella fuera un animal en celo, un animal en celo repulsivo a sus ojos. Su pene, erecto mientras soñaba, se había encogido. Se tapó la entrepierna con las manos, bajó las piernas de la cama y encendió la lámpara: eran las 4.40 de la madrugada. Volvió a maldecir a Norma Jeane. A la luz de la lámpara vio que estaba a gatas sobre la cama, jadeando, con el pecho izquierdo colgando fuera del camisón, la cara encendida y las pupilas dilatadas igual que unas noches antes. Como si ésa fuera su personalidad nocturna. La gemela nocturna que supuestamente yo no debía ver. La mujer a la que ni siquiera ella veía o conocía.

Bucky estaba medio dormido y asustado, pero atinó a decir con un tono casi razonable:

—¡Maldita sea, Norma Jeane! Creí que ya habíamos dejado claro este asunto ayer. Me he alistado. Me marcho.

—¡No, papá! —gritó ella—. No puedes dejarme. Si me dejas, moriré.

—No morirás, porque nadie se muere por eso —repuso Bucky secándose la cara con la sábana—. Tranquilízate. Pronto te sentirás mejor.

Pero Norma Jeane no le oía. Se abrazaba a él, lloriqueando, restregándole los pechos contra la espalda sudada. Bucky se estremeció de asco. Nunca le habían gustado las mujeres agresivas o descaradas; jamás se habría casado con una de ellas. Creía haber escogido a una dulce y tímida virgen.

—Mira qué pinta tienes.

Norma Jeane trató de subirse a horcajadas sobre él, aplastando los muslos contra los suyos, sin oírle, u oyéndole pero haciendo caso omiso de sus palabras, y entonces Bucky se enfureció aún más y le gritó a la cara:

—¡Basta! ¡Basta! ¡Zorra enferma, patética!

Norma Jeane huyó a la cocina, donde él la oyó llorar y dar golpes en la oscuridad; por el amor de Dios, no tuvo más remedio que seguirla, y al encender la luz, vio que empuñaba un cuchillo, como una loca en una película melodramática, aunque en una película uno jamás vería una mujer con ese aspecto ni lastimándose de esa manera los antebrazos. Ya completamente despierto, Bucky se lanzó sobre ella y le arrebató el cuchillo.

—¡Norma Jeane! ¡Se-ñor!

Iba en serio: se había cortado el brazo y sangraba: una brillante pulsera de sangre, increíble para Bucky, que recordaría aquello como una de las horribles revelaciones de su vida de civil, la vida hasta entonces inocente y aparentemente inviolable de un muchacho estadounidense.

De modo que Bucky contuvo la sangre con un trapo de cocina. Llevó a Norma Jeane al cuarto de baño, donde lavó con ternura las heridas superficiales, toda una novedad para un muchacho acostumbrado al contacto con cuerpos fríos que jamás sangraban por muy heridos, magullados o lacerados que estuvieran; tranquilizó a Norma Jeane del modo en que uno tranquilizaría a una niña asustada y ella empezó a llorar en voz baja, recuperada ya de su locura. Se inclinó sobre él y murmuró:

—Oh, papá, papá, te quiero tanto, papá. Lo siento, no volveré a ser mala.

Te lo prometo, papá. ¿Me quieres?

Bucky la besó.

—Claro que te quiero, pequeña, ya sabes que te quiero. Me he casado contigo, ¿no? —murmuró mientras aplicaba yodo a las heridas y las vendaba con gasas.

Después la llevó de vuelta a la cama, la dejó sobre las arrugadas sábanas y almohadas y la estrechó en sus brazos, consolándola y tranquilizándola hasta que poco a poco, como una niña agotada, ella dejó de llorar y se durmió. Bucky permaneció despierto, angustiado, con los nervios de punta y sin embargo con una aterradora sensación de euforia, hasta que fueron las seis de la mañana, hora de huir de ella, que seguiría durmiendo con la boca abierta, respirando entrecortadamente como si estuviera en coma. ¡Qué alivio para Bucky!, ¡qué alivio meterse bajo la ducha para quitarse el olor de Norma Jeane, la viscosidad de su cuerpo!, ducharse, afeitarse y salir al estimulante frío del amanecer rumbo a las instalaciones de la marina en Catalina Island con objeto de presentarse ante las autoridades entre una multitud de hombres como él. Y ése fue el comienzo del segundo día.

13

—¡Adiós, Bucky, cariño!

En un templado día de abril, los Glazer y Norma Jeane fueron a despedir a Bucky, que embarcó con rumbo a Australia en el carguero Liberty. Los términos precisos de la primera misión de Bucky eran secretos y todavía no se sabía cuándo le concederían un permiso para volver a Estados Unidos, pero no sería antes de ocho meses. Se rumoreaba que las fuerzas estadounidenses se proponían invadir Japón. Ahora Norma Jeane tendría una estrella azul para exhibir orgullosamente en su ventana, como las demás esposas y madres de soldados. Sonrió y se comportó con entereza. Estaba «encantadora y guapísima» con su vestido camisero azul, zapatos de tacón blancos y una gardenia en la melena rizada, de modo que Bucky, que no dejaba de abrazarla con las mejillas cubiertas de lágrimas, inhaló repetidas veces la dulce fragancia de la flor y más tarde, a bordo del carguero y entre los demás hombres, la recordaría como la fragancia de Norma Jeane.

Lo que nos ocurre ya es historia. Nadie tiene la culpa.

No fue Norma Jeane, sino la señora Glazer, quien se mostró más sentimental esa mañana, sollozando y refunfuñando en el coche mientras su marido los llevaba desde Mission Hills a Catalina. En el asiento trasero, Norma Jeane estaba apretujada entre los hermanos mayores de Bucky, Joe y Lorraine. Las palabras de los Glazer bullían en su cabeza como mosquitos. Nadie pretendía que Norma Jeane, que estaba aturdida y sonreía sin convicción, se mantuviera atenta a la conversación o interviniera en ella. Era amable, pero parecía un zombi. De no ser por su aspecto llamativo, nadie se habría percatado de su presencia. La joven pensaba que en una familia normal rara vez había un silencio como el que existía entre ella y Gladys. Pensaba con serenidad que nunca había pertenecido a una familia normal y ahora quedaba claro que tampoco pertenecía a la de los Glazer, aunque la trataban con cortesía y ella procuraba corresponderles. En su presencia, los Glazer alababan su «valor» y su «madurez». Decían que era «una buena esposa para Bucky». Era probable que él les hubiera hablado de sus recientes arrebatos emocionales, que Bucky describía con crueldad como «histeria femenina». Pero como testigos directos que la examinaban con atención, los Glazer no tenían motivos de queja. ¡Esa chica maduraba deprisa! Y Bucky también.

Se despidieron de Bucky Glazer, que vestía el uniforme de la marina y tenía el pelo tan corto que su cara infantil se veía casi demacrada. Sus ojos brillaban de emoción y miedo. Se había hecho un corte al afeitarse. Aunque había pasado poco tiempo en el campo de instrucción, ya parecía cambiado, más adulto. Abrazó con timidez a su llorosa madre, a sus hermanos y a su padre, pero sobre todo a Norma Jeane.

—Te quiero, pequeña —murmuró casi con angustia—. Escríbeme todos los días, ¿de acuerdo? Voy a echarte de menos —y añadió con pasión a su oído—: No te quepa duda de que la cosa grande echará de menos a la cosita.

Norma Jeane emitió una pequeña exclamación de sorpresa, algo parecido a una risita. ¡Vaya, los demás podían haberle oído! Bucky decía que cuando la guerra terminara, cuando volviera a casa, tendrían hijos.

—Tantos niños como quieras, Norma Jeane. Tú mandas.

Empezó a besarla como besan los muchachos, besos húmedos y violentos, besos ansiosos. Los Glazer se apartaron para dejar intimidad a la joven pareja, aunque era imposible tener mucha intimidad en el muelle de Catalina aquella templada mañana de abril de 1944 en la que el carguero Liberty se preparaba para zarpar rumbo a Australia con el resto del convoy de barcos de la marina mercante. Qué suerte, pensó Norma Jeane, que la marina mercante no fuera una rama de las fuerzas armadas de Estados Unidos, como creía la mayoría de la gente. El Liberty no era un buque de guerra ni transportaba bombarderos y Bucky no iba armado. Nunca «entraría en acción» ni lo enviarían a combatir. A él no podía sucederle lo que le había sucedido al marido de Harriet y a tantos otros maridos. Norma Jeane prefirió pasar por alto el hecho de que los barcos de la marina mercante eran objeto de constantes ataques de submarinos y aviones.

—Mi marido no va armado —decía a cualquiera que se interesara por él—. La marina mercante se limita a transportar provisiones.

En el camino de regreso a Mission Hills, la señora Glazer se sentó en el asiento posterior del coche con Lorraine y Norma Jeane. Se quitó el sombrero y los guantes y apretó con fuerza la mano helada de su nuera, consciente de que la joven se encontraba en estado de shock. Y no lloraba, pero su voz estaba ronca de emoción.

—Puedes mudarte a casa, cariño. Ahora eres nuestra hija.

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