Blonde

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La adolescente: 1942 - 1947 » La guerra

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La guerra

—Ya no soy la hija de nadie. He superado esa etapa.

No se mudó a casa de los Glazer en Mission Hills. Tampoco se quedó en Verdugo Gardens. Una semana después de que Bucky embarcara en el Liberty, consiguió un empleo en la cadena de montaje de Radio Plane Aircraft, en Burbank, veinticuatro kilómetros al este. Alquiló una habitación amueblada en una casa de huéspedes situada cerca de una parada de tranvía y vivía sola ya el día de su decimoctavo cumpleaños, cuando pensó, agotada, mientras se sumía en un sueño profundo: Norma Jeane Baker ya no es una pupila del condado de Los Ángeles. A la mañana siguiente esta idea adquirió aún más fuerza en su mente, como un rayo abrasador iluminando el oscuro hematoma de un cielo de tormenta sobre las montañas de San Gabriel. ¿Fue por eso por lo que me casé con Bucky Glazer?

En medio del alboroto de las máquinas de la fábrica de aviones, empezó a contarse la historia de por qué se había prometido a los quince años y abandonado el instituto para casarse a los dieciséis. De por qué ahora, entre asustada y eufórica, vivía por primera vez sola a los dieciocho, sabiendo que su vida acababa de comenzar. Lo sabía gracias a la guerra.

Si no existe el mal

pero existe la guerra,

¿acaso la guerra no es el mal?,

¿acaso el mal no es la guerra?

Cierto día, en el comedor de Radio Plane, ella, que rara vez leía los periódicos por motivos supersticiosos, oyó a unas compañeras de trabajo hablar de una noticia publicada en el L. A. Times, una de esas noticias secundarias que aparecían en primera página debajo de los inevitables titulares sobre la guerra, ilustrada con la fotografía de una mujer vestida de blanco sonriendo con expresión de éxtasis; entonces se detuvo en seco, miró con atención el periódico que sujetaba una de las mujeres y debió de poner cara de estupefacción, porque las demás le preguntaron qué pasaba y ella respondió evasivamente que nada. Los ojos de las mujeres estaban clavados en ella como punzones de hielo, escrutándola, juzgándola, desaprobando la actitud reservada de esta joven esposa, confundiendo su timidez con displicencia; su obsesión por el pelo, el maquillaje y la ropa, con vanidad; su desesperado celo en el trabajo, con un depredador deseo femenino de congraciarse con el capataz, de modo que retrocedió confundida y avergonzada, sabiendo que las mujeres se reirían de ella con crueldad en cuanto se cercioraran de que no podía oírlas, parodiando sus tartamudeos y su vocecilla de niña, y esa tarde compró el Times para leer con fascinación y horror:

LA EVANGELISTA MCPHERSON MUERE

A CONSECUENCIA DE UNA SOBREDOSIS DE DROGAS.

¡Aimee Semple McPherson había muerto! La fundadora de la Iglesia Internacional del Evangelio Cuadrangular de Los Ángeles, donde casi dieciocho años antes la abuela Della había llevado a Norma Jeane para que la bautizaran en la fe cristiana. Aimee Semple McPherson, que hacía tiempo había sido desenmascarada y acusada de impostora y que al parecer había amasado una fortuna de millones de dólares por medio de artimañas hipócritas y corruptas. Aimee Semple McPherson, cuyo nombre era conocido porque en un tiempo había sido una de las mujeres más famosas y admiradas de Estados Unidos. ¡Aimee Semple McPherson se había suicidado! Norma Jeane tenía la boca seca. Estaba en la parada del tranvía y se sentía incapaz de concentrarse en el artículo. Me negaba a pensar que el hecho de que la mujer que me había bautizado se hubiera quitado la vida tuviera algún significado. Que la fe cristiana no era más que algo que uno podía echarse encima y quitarse con rapidez, como una simple prenda.

—Eres la mujer de Bucky. No puedes vivir sola.

Los Glazer estaban escandalizados. Estaban enfadados y reprobaban su actitud. Norma Jeane cerró los ojos y vio, como en un sueño, una sucesión de días hipnóticos en la cocina de la casa de su suegra, entre utensilios brillantes, el impecable suelo de linóleo, el delicioso aroma de guisos y sopas, carne asada, pan y galletas cociéndose al horno. El reconfortante parloteo de una mujer mayor. ¿Me echas una mano con esto, Norma Jeane, cariño? Cebollas que picar, sartenes que engrasar. Pilas de platos sucios que habría que fregar, enjuagar y secar después de la comida del domingo. Cerró los ojos y vio a una joven sonriendo mientras lavaba los cacharros con los brazos sumergidos hasta el codo en la marfileña agua jabonosa. Una joven risueña concentrada en la tarea de cepillar escrupulosamente las alfombras del salón y el comedor, metiendo la ropa sucia en la lavadora en el húmedo sótano, ayudando a la señora Glazer a tender la colada, a descolgar las prendas, plancharlas, doblarlas y guardarlas en cajones, armarios y estantes. Una joven vestida con un bonito vestido camisero almidonado, sombrero, guantes blancos y zapatos de tacón; una joven que en esos tiempos de guerra y penurias no podía permitirse el lujo de llevar medias de seda, pero que simulaba la «costura» de esas medias trazando cuidadosamente una línea en la parte posterior de sus piernas con un lápiz para cejas. Se imaginó entrando en la Iglesia de Cristo con sus numerosos parientes políticos. Los Glazer. ¿Ésa es…? Sí, la esposa del hijo menor. Vive con ellos desde que su marido se marchó al extranjero.

—Pero no soy vuestra hija. Ya no soy la hija de nadie.

Sin embargo, llevaba los anillos de los Glazer. Tenía toda la intención de permanecer fiel a su marido.

Zorra enferma, patética.

Aunque vivía sola en una habitación pequeña y miserable de Burbank, en un sitio nuevo y extraño donde nadie la conocía y estaba obligada a compartir el cuarto de baño con otras dos huéspedes, a veces reía en voz alta, sorprendida de su propia felicidad. ¡Era libre! ¡Estaba sola! Por primera vez en su vida estaba verdaderamente sola. No como huérfana. No como hija adoptiva. No como la hija, la nuera o la esposa de alguien. Esto era un lujo para ella. Se le antojaba una vida robada. Era una mujer trabajadora. Llevaba a casa su paga semanal, cobraba en cheques y canjeaba esos cheques por efectivo en el banco como cualquier adulto. Antes de que la contrataran en Radio Plane Aircraft, había solicitado empleo en varias fábricas no sindicadas, pero la habían rechazado debido a su falta de experiencia y a su juventud; incluso en Radio Plane la habían rechazado en un principio, pero ella había insistido: ¡Por favor, denme una oportunidad! Por favor. Aterrorizada, con el corazón desbocado, había insistido con terquedad, poniéndose de puntillas e irguiendo la espalda con el fin de exhibir su cuerpo joven y capaz. S-sé que puedo hacerlo; soy fuerte y no me canso nunca. ¡Nunca! Finalmente la habían contratado y había demostrado que tenía razón: aprendió con rapidez la mecánica del trabajo en la cadena de montaje, un trabajo de autómata, ya que era casi idéntico a la rutina de las tareas domésticas, con la única diferencia de que en el bullicioso mundo exterior, el mundo de los demás, si una trabajaba duro, pasaba por ser más eficaz, inteligente y en consecuencia más útil que sus compañeras de trabajo. Todo bajo la atenta supervisión del capataz y, por encima de él, del gerente de planta y, por encima de él, de jefes a quienes sólo conocían de nombre, unos nombres que las operarias de las máquinas, como Norma Jeane, no pronunciaban jamás. Después de la jornada de ocho horas, regresaba a casa en tranvía, tambaleándose de cansancio pero contando mentalmente, como una niña avariciosa, el dinero que había ganado y que, aunque ascendía a menos de siete dólares tras descontar los impuestos y la seguridad social, era suyo para gastarlo y para ahorrar lo que pudiera. Con un ligero dolor de cabeza volvía a la silenciosa habitación donde no la esperaba nadie salvo su Amiga Mágica del Espejo; volvía hambrienta, pero puesto que no estaba obligada a cocinar una comida abundante para un marido voraz, la mayoría de las noches se contentaba con calentarse una sopa de lata, y qué deliciosa estaba esa sopa caliente que quizá acompañara con una rodaja de pan blanco con mermelada, un plátano o una naranja y un vaso de leche templada. Luego se metía en la cama, un estrecho catre con un colchón de apenas dos centímetros de espesor, una cama de niña otra vez. Deseaba estar demasiado cansada para soñar y a menudo era así, o se lo parecía, aunque en ocasiones deambulaba confusa por los pasillos inesperadamente largos y poco familiares del orfanato hasta que aparecía columpiándose en el patio cubierto de arena que creía haber olvidado y divisaba una figura al otro lado de la cerca de alambre, ¿era él?, ¿el Príncipe Encantado, que acudía en su busca?; en su momento no lo había visto, no lo había reconocido. Luego deambulaba por La Mesa, vestida únicamente con bragas, buscando el edificio de apartamentos donde vivían ella y madre, pero no lo encontraba, era incapaz de pronunciar las palabras mágicas que la llevarían hasta él: LA HACIENDA. Era una niña en los tiempos de Érase una vez. Era Norma Jeane buscando a su madre. Sin embargo, no era una niña de verdad, pues se había convertido en una mujer casada. El Príncipe Encantado había reclamado, desgarrado y ensangrentado el lugar secreto que estaba entre sus piernas.

Me dejó con el corazón roto. Lloré y lloré. Cuando él se marchó, pensé en la mejor manera de lastimarme, de imponerme el castigo que merecía. Porque era tan fuerte y sana que las heridas de los brazos cicatrizaron rápidamente. Sin embargo, cuando empezó a vivir sola descubrió que bastaba con cambiar las toallas una vez a la semana, o incluso menos. Que bastaba con cambiar las sábanas una vez a la semana, o incluso menos. Porque ya no había un marido joven, fuerte y sudoroso que las ensuciara y ella se mantenía escrupulosamente limpia, bañándose tan a menudo como podía, lavando a mano su camisón, su ropa interior y sus medias. Como en su habitación no había alfombras, no necesitaba aspiradora; una vez a la semana pedía prestada una escoba a la casera y se la devolvía poco después. No tenía fogón ni horno que restregar. Aparte del alféizar de la ventana, en su habitación había pocas superficies donde se acumulara el polvo, de modo que no era necesario usar un plumero. (Sonreía cuando recordaba al viejo Hirohito. ¡Se había librado de él!) Al dejar el apartamento de Verdugo Gardens, había dejado la mayor parte de sus pertenencias en casa de los Glazer. En teoría, la familia de Bucky «guardaría» esas cosas hasta que él regresara; pero Norma Jeane sabía que Bucky no volvería nunca. Al menos no volvería con ella.

Si me quisieras, no me habrías abandonado.

Si me abandonaste, es porque no me querías.

A pesar de que la gente moría o resultaba herida y el mundo se llenaba de ruinas humeantes, a Norma Jeane le gustaba la guerra. La guerra era tan constante y fiable como el hambre o el sueño. La guerra siempre estaba ahí. Podías hablar de ella con desconocidos. La guerra era como un programa de radio que no termina nunca. Era el sueño que todos soñaban. Resultaba imposible sentirse sola durante la guerra. Desde el 7 de diciembre de 1941, cuando los japoneses bombardearon Pearl Harbor, hasta varios años después, no habría soledad. En el tranvía, en la calle, en las tiendas, en el trabajo, a cualquier hora del día, una podía preguntar con aprensión, ansiedad o naturalidad: ¿Ha pasado algo hoy?, porque siempre pasaba o podía pasar algo. Se «libraban» continuas batallas en Europa y el Pacífico. Las noticias podían ser buenas o malas. Compartías la alegría, la tristeza o la preocupación con otros. Personas desconocidas lloraban juntas. Todo el mundo escuchaba. Todos tenían una opinión.

Al anochecer, como un sueño que se aproximaba, el mundo se oscurecía para todos. A Norma Jeane le parecía un momento mágico. Los faros de los coches se apagaban y estaba prohibido iluminar los escaparates o las marquesinas. Se disparaban ensordecedoras alarmas antiaéreas. Había infundadas advertencias de peligro, rumores de una invasión inminente. La escasez de alimentos y otros artículos era continuo motivo de queja. Se hablaba de la existencia de un mercado negro. Norma Jeane, vestida con ropa de trabajo —pantalones holgados, camisa y jersey—, con el cabello atado con un pañuelo, se sorprendía de su propia facilidad para hablar con extraños. Aunque experimentaba una angustiosa timidez y no podía evitar tartamudear ante sus parientes políticos, incluso ante su marido cuando éste estaba quisquilloso, rara vez tartamudeaba delante de desconocidos amables, y la mayoría de los desconocidos eran amables con ella. En especial, los hombres. Norma Jeane era consciente de que atraía a los hombres, incluso a algunos lo bastante mayores para ser abuelos; sabía que la expresión vehemente y cálida en los ojos masculinos reflejaba deseo y eso la tranquilizaba. Al menos cuando estaba en un lugar público. Porque si la invitaban a cenar o al cine, siempre podía señalar sus anillos en silencio. Si le preguntaban dónde estaba su marido, podía responder en voz baja: «En el extranjero. En Australia». A veces se oía a sí misma decir que había «desaparecido en acción» en Nueva Guinea, o «muerto en combate» en Iwo Jima.

Pero la mayoría de los desconocidos quería hablar de la forma en que la guerra había afectado a su vida. Si al menos acabara la maldita guerra, decían. Pero Norma Jeane pensaba: Si al menos la guerra durara eternamente.

Porque su empleo en Radio Plane dependía de la escasez de obreros masculinos. Gracias a la guerra había camioneras, conductoras de tranvía, recolectoras de basura, encargadas de mantenimiento e incluso mujeres que llevaban grúas, reparaban techos y pintaban paredes. Por todas partes se veían mujeres uniformadas. Norma Jeane calculaba que en Radio Plane había ocho o nueve mujeres por cada hombre; salvo en los puestos directivos, naturalmente, donde no había ninguna. Le debía su trabajo y su libertad a la guerra. Le debía su sueldo a la guerra, y en menos de tres meses de trabajar allí, la ascendieron y le concedieron un aumento de veinticinco centavos por hora. Había demostrado tanta eficiencia en la cadena de montaje que la seleccionaron para desempeñar una tarea más difícil: pintar los fuselajes de los aviones con un barniz plástico que «colocaba». El olor era penetrante y nauseabundo. Se metía en el cerebro, donde formaba minúsculas burbujas como las del champán. La sangre abandonaba su rostro y sus ojos parecían desenfocarse.

—Será mejor que salga a tomar un poco de aire fresco, Norma Jeane —dijo el capataz.

—No tengo tiempo —se apresuró a responder ella, riendo y frotándose los ojos—. No tengo tiempo.

Le costaba mover la lengua, que parecía demasiado grande para su boca. Pero le aterrorizaba la posibilidad de fallar en su nuevo puesto y que volvieran a trasladarla a la cadena de montaje o la enviaran a casa. Porque ella no tenía casa. Porque su marido la había abandonado. Zorra enferma, patética. No quería fallar y no lo haría. Finalmente el capataz la agarró del brazo y la sacó de la sala. Norma Jeane se asomó a una ventana y aspiró profundas bocanadas de aire fresco, pero regresó al trabajo casi de inmediato, insistiendo en que se encontraba bien. Sus manos se movían con destreza, con una inteligencia propia que crecería con el transcurso de las horas, los días, las semanas, a medida que aumentaba su tolerancia a la mezcla de sustancias químicas. Ya se lo habían dicho: «Con el tiempo, ni siquiera notarás el olor». (Sin embargo, sabía que su ropa y su pelo apestaban. En consecuencia, debía ser más escrupulosa que nunca a la hora de lavarse y ventilar las prendas.) Se negaba a pensar en la posibilidad de que los gases le dañaran la piel, las fosas nasales, los pulmones y el cerebro. Se enorgullecía de su rápido ascenso y del aumento de sueldo y tenía la esperanza de acceder a un puesto y a una paga aún mejores. El capataz la tenía por una trabajadora competente, una joven seria a quien podía confiársele un trabajo serio. Parecía una niña, pero no se comportaba como tal. ¡No en Radio Plane, donde ayudaba a fabricar bombarderos para atacar al enemigo! Veía la fábrica como una especie de carrera, y en el instituto había sido una de las corredoras más rápidas, había ganado una medalla de la que estaba orgullosa, aunque se la había enviado a Gladys a Norwalk y ésta jamás le había respondido. (En un sueño había visto a Gladys con la medalla prendida en el cuello de la bata verde del hospital. ¿Era posible que el sueño fuera real? No debía rendirse y no se rindió.)

Esa mañana de noviembre, mientras vaporizaba el barniz y luchaba contra el mareo, temió que la regla se le adelantara porque ahora, para conservar su empleo, tomaba tantas aspirinas como se atrevía para combatir los dolores, sabiendo que eso estaba mal, que no se curaría si sucumbía ante semejante debilidad, y a pesar de todo, para su vergüenza, en ocasiones se veía obligada a solicitar un par de días de baja. Esa mañana de noviembre, mientras vaporizaba el barniz decidida a no marearse ni desmayarse, sonrió inesperadamente, y a pesar de que las burbujas en su cerebro parecían distraerla más que nunca, fue capaz de divisar un futuro fascinante y feliz.

El Príncipe Encantado con un atuendo formal negro y Norma Jeane, que era la Bella Princesa, luciendo un largo vestido blanco confeccionado con una tela brillante. Caminaban de la mano por la playa al atardecer. El cabello de Norma Jeane se agitaba al viento. Era el cabello rubio platino de Jean Harlow, muerta, según se rumoreaba, porque su madre pertenecía a la Ciencia Cristiana y se había negado a llamar a un médico cuando la actriz había caído gravemente enferma a los veintiséis años, pero Norma Jeane sabía que sólo la debilidad podía matarte y ella no sería débil. El Príncipe Encantado se detuvo para poner su chaqueta sobre los hombros de la joven. Le besó dulcemente los labios. Empezó a sonar música: una romántica melodía bailable. El Príncipe Encantado y Norma Jeane comenzaron a bailar, pero muy pronto ella sorprendió a su amante. Se quitó los zapatos, sus pies desnudos se hundieron en la arena húmeda ¡y qué deliciosa sensación bailar entre las olas que rompían contra sus piernas! El Príncipe Encantado la miraba estupefacto, porque ella era mucho más hermosa que cualquier mujer a la que hubiera conocido, y mientras él la miraba, ella lo esquivaba, levantando los brazos, unos brazos que de súbito se convirtieron en alas y Norma Jeane, en un pájaro de plumas blancas que se elevaba más y más alto, hasta que el Príncipe Encantado no fue más que una figura en la playa entre el espumoso oleaje, contemplándola con asombro y añoranza.

Norma Jeane alzó la vista de las manos enguantadas que sujetaban el bote de barniz y vio que un hombre la observaba desde la puerta. Era el Príncipe Encantado y tenía una cámara.

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