Blonde

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La adolescente: 1942 - 1947 » La chica de portada 1945

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La chica de portada 1945

La vida fuera del escenario no es una vida accidental. Podría definirse como inevitable.

El manual del actor y la vida del actor

Durante aquel primer año de maravillas que estallaban ante ella igual que las violentas y punzantes olas en la playa de Santa Mónica, oyó el sereno metrónomo de esa voz. Allí donde estés, estaré yo. Incluso antes de que llegues al lugar adonde te diriges, yo estaré allí, esperando.

¡La expresión de la cara de Glazer! Sus compañeros del Liberty se burlaban sin piedad de él, recordando que había estado leyendo el Stars & Stripes de diciembre de 1944 con su habitual gesto adusto y aburrido hasta que, al volver una página, sus ojos parecieron saltar de las órbitas y se quedó literalmente boquiabierto. Lo que quiera que viese Glazer en aquella revista barata había tenido sobre él el efecto de una descarga eléctrica. Después emitió un graznido:

—Señor. Mi mujer. ¡Ésta es mi mujer!

Le arrebataron la revista de las manos. Todos leyeron el titular (LAS MUJERES TRABAJADORAS DEFIENDEN EL FRENTE NACIONAL) y contemplaron embobados la foto de página entera de la mujer más bonita que jamás hubieran visto, una joven con una cascada de rizos, hermosos ojos nostálgicos y unos labios húmedos que dibujaban una tímida sonrisa esperanzada; vestida con un mono tejano ceñido sobre los jóvenes y generosos pechos y las fabulosas caderas, sujetaba un atomizador con torpeza infantil, con ambas manos, como si estuviera a punto de rociar la cámara.

Norma Jeane trabaja nueve horas diarias en Radio Plane Aircraft, Burbank, California. Está orgullosa de su contribución a la campaña solidaria de la población civil. «El trabajo es duro, ¡pero me encanta!» Arriba, Norma Jeane en la planta de fuselajes. A la izquierda, Norma Jeane con gesto pensativo, recordando a su marido, el recluta de la marina mercante Buchanan Glaser, actualmente destinado al Pacífico Sur.

Se burlaban del pobre muchacho, le tomaban el pelo: si habían escrito Glaser en lugar de Glazer, ¿cómo podía estar tan seguro de que aquella chica era su esposa? Se enzarzaron en una pelea por la revista y poco faltó para que la destrozaran, hasta que Glazer se lanzó sobre ellos, furioso y echando chispas por los ojos:

—¡Cabrones! ¡Basta ya! ¡Dadme eso! ¡Es mío!

Y en la clase de lengua y literatura del Instituto de Van Nuys, Sidney Haring confiscó a un grupo de alborotadores el número de marzo de 1945 de la revista Pageant, la dejó con indiferencia sobre el escritorio y más tarde la examinó en privado, pasando las páginas hasta llegar a la que los gamberros habían señalado, sin duda con intenciones obscenas; entonces se subió las gafas sobre el caballete de la nariz para ver mejor, atónito, a…

—¡Norma Jeane!

La reconoció en el acto a pesar de la gruesa capa de maquillaje y la postura provocativa, la cabeza ladeada, la boca pintada de un oscuro tono de carmín abierta en una sonrisa entre ebria y soñadora, los ojos entornados en una ridícula expresión de éxtasis. Llevaba zapatos de tacón y un arrugado camisón semitransparente que le llegaba a la mitad del muslo, y bajo sus pechos curiosamente puntiagudos estrechaba algo que parecía un panda de peluche con una sonrisa estúpida estampada en la cara: ¿Te apetece un cálido abrazo en esta fría noche de invierno? Haring empezó a respirar por la boca. Las lágrimas le nublaban la vista.

—Norma Jeane. Dios santo.

Miró la fotografía una y otra vez. Sintió una oleada de vergüenza. Aquello era culpa suya; lo sabía. Habría podido salvarla, ayudarla. ¿Cómo? Habría podido intentarlo, esforzarse más. Habría podido hacer algo. ¿Qué? ¿Oponerse a que se casara tan joven? Quizá estuviera embarazada. Quizá había tenido que casarse. ¿Podría haberse casado con ella? Él ya estaba casado. En aquel entonces la joven tenía quince años. Él se había sentido impotente y había hecho bien en poner distancia. Había actuado con prudencia. Durante toda su vida, había actuado con prudencia. Hasta quedar tullido había sido una medida sensata, pues de ese modo había evitado alistarse. Tenía hijos pequeños y una esposa. Amaba a su familia. Ellos dependían de él. Todos los años había chicas en sus clases. Hijas adoptivas, huérfanas. Niñas maltratadas. Jovencitas de mirada ansiosa. Chicas que buscaban su consejo, su aprobación, su amor. No podía evitarlo: era un hombre, un profesor relativamente joven. Todo había empeorado con la guerra. La guerra era un salvaje sueño erótico. Si uno era un hombre. Si te veían como hombre. No habría podido salvarlas a todas, ¿verdad? Y perder su empleo. Norma Jeane vivía en un hogar de acogida. Ese solo hecho era una condena. Su madre estaba enferma… aunque no recordaba de qué. Su padre estaba…, ¿dónde? Muerto. ¿Qué habría podido hacer él, Haring? Nada. Lo que había hecho, nada, era lo único que podía hacer. Sálvate a ti mismo. No las toques nunca. No estaba orgulloso de su conducta, pero tampoco tenía motivos para avergonzarse. ¿Por qué iba a estar avergonzado? No lo estaba. Sin embargo, miró con expresión culpable hacia la puerta del aula (la jornada escolar había terminado y era difícil que entrara alguien, pero algún alumno o profesor rezagado podría espiarlo a través del cristal de la puerta), arrancó la página y arrojó el ejemplar de Pageant a la papelera dentro de un sobre marrón usado (para que el portero no se fijara en él). ¿Te apetece un cálido abrazo en esta fría noche de invierno? Haring tomó la precaución de no doblar la fotografía de página entera de su ex alumna, la introdujo en una carpeta y la guardó en el último cajón de su escritorio, junto con la media docena de poemas que la joven había escrito para él.

Sé que no sería triste mi suerte

si yo pudiera quererte.

Y en febrero, el detective Frank Widdoes del Departamento de Policía de Culver City estaba registrando la cochambrosa caravana de un sospechoso de asesinato; más concretamente, el principal sospechoso en un sonado caso de asesinato con violación, un asesinato con violación y mutilación, un asesinato con violación, mutilación y descuartizamiento. Widdoes y sus compañeros estaban seguros de que ese tipo era su hombre, de que el muy cabrón era culpable; sólo necesitaban pruebas físicas que lo relacionaran con la muerta (que había estado desaparecida durante varios días antes de que la encontraran descuartizada en un basurero de Culver City; la joven residía en West Hollywood, tenía un aire a Susan Hayward y había trabajado en un estudio cinematográfico, pero recientemente la habían despedido, había conocido a aquel psicópata y ése había sido su fin). Widdoes, que se había tapado la nariz con una mano y examinaba una pila de revistas obscenas con la otra, encontró un ejemplar de Pix y allí, al abrir la doble página central vio a…

—¡Santo cielo! ¡Aquella chica! —era uno de esos detectives legendarios que en las películas nunca olvida una cara ni un nombre—. Norma Jeane… ¿qué más? ¡Baker!

La joven lucía un ceñido traje de baño de una pieza que revelaba prácticamente todo lo que tenía, dejando sólo lo imprescindible a la imaginación, y unos zapatos ridículos con tacones altísimos; en una de las fotografías aparecía retratada de frente y en la otra, de espaldas, al estilo de Betty Grable, mirando con picardía por encima del hombro con un ojo guiñado y las manos en la cintura; llevaba lazos en el traje de baño y en el pelo, que era una masa de rizos más bien oscuros fijados con laca, y una gruesa capa de maquillaje endurecía la expresión todavía infantil de su rostro. En la foto de frente parecía ofrecer provocativamente una pelota de playa al espectador con cara de tonta y los labios fruncidos en un beso. ¿Cuál es la mejor medicina para la depresión invernal? Nuestra Miss Febrero lo sabe. Widdoes sintió un dolor sordo en el pecho. No fue como si lo atravesara una bala, sino como si le hubieran disparado un trozo de cartón doblado en varias capas con una pistola de fogueo.

Su compañero le preguntó qué había encontrado y él respondió con brusquedad:

—¿Qué esperas que encuentre? En una cloaca, sólo puedes encontrar mierda.

Enrolló con disimulo el ejemplar de Pix y lo puso a buen recaudo en el bolsillo interior de su chaqueta.

Y poco tiempo después, en la caravana que hacía las veces de despacho situada detrás del humeante depósito de chatarra de Reseda Street, con un cigarrillo ardiendo furiosamente entre los labios, Warren Pirig contemplaba la portada de papel satinado del último ejemplar de Swank. ¡La portada!

—¿Norma Jeane? Dios.

Allí estaba su chica, la joven a la que había renunciado sin haberla tocado jamás. La joven a la que todavía recordaba de vez en cuando. Pero estaba cambiada, más madura, y lo miraba como si ahora conociera las reglas del juego. Y como si lo que sabía le gustara. Llevaba una camiseta mojada con la inscripción USS Swank en el pecho, zapatos rojos de tacón y nada más: la ceñida camiseta le llegaba a los muslos. Le habían recogido el cabello rubio oscuro sobre la coronilla y algunos rizos sueltos caían sobre su cara. Era evidente que no llevaba sujetador, pues el tejido húmedo transparentaba sus pechos redondos y tersos. Y a juzgar por la forma en que la camiseta se ceñía a las caderas y la pelvis, tampoco llevaba bragas. La cara de Warren se cubrió de rubor. Se irguió con brusquedad en la silla, ante el desvencijado escritorio, y sus pies golpearon violentamente el suelo. Lo último que Elsie le había dicho de la chica era que se había casado, que vivía en Mission Hills y que su marido estaba en el extranjero. Warren no había vuelto a preguntar por ella y Elsie no le había dado ninguna noticia más. ¡Y ahora esto! La portada de Swank y dos páginas interiores llenas de fotografías de Norma Jeane con la misma camiseta blanca. Enseñando las tetas y el culo como una puta. Warren sintió una mezcla de deseo y profundo asco, como si hubiera mordido un alimento podrido.

—Maldita sea. La culpa es de ella.

Se refería a Elsie. Ella había destrozado la familia. Los dedos de Warren se crisparon con el impulso de hacer daño.

Sin embargo, tomó la precaución de guardar este número especial de Swank, el de marzo de 1945, ocultándolo en un cajón del escritorio bajo una pila de viejos libros de cuentas.

En la droguería Mayer’s, de improviso, una mañana de abril que recordaría durante mucho tiempo (la víspera de la muerte de Franklin Delano Roosevelt), Elsie oyó que Irma la llamaba con impaciencia y se acercó a mirar el último ejemplar de Parade, que su amiga sacudía en una mano.

—Es ella, ¿no? La chica que vivía contigo. La que se casó hace un par de años. ¡Mira!

Elsie miró la página abierta de la revista. ¡Ahí estaba Norma Jeane! Con trenzas como las de Judy Garland en El mago de Oz, estrechos pantalones de pana y «un conjunto de jersey y rebeca tejidos a mano» de color azul pastel: se balanceaba en un portalón de campo, sonriendo alegremente, mientras unos caballos pastaban al fondo. Norma Jeane tenía un aspecto juvenil y encantador, pero si uno examinaba la foto con atención, como hizo Elsie, podía detectar cierto grado de nerviosismo en su sonrisa radiante y jovial. La tensión le marcaba hoyuelos en las mejillas. ¡La primavera en el espectacular valle de San Fernando! En la página 89 encontrará las instrucciones para confeccionar este bonito conjunto de algodón. Elsie se quedó tan estupefacta que se marchó de Mayer’s sin pagar la revista. Subió al coche y fue directamente a Mission Hills a ver a Bess Glazer, sin perder el tiempo en telefonear antes.

—¡Bess! ¡Mira! ¡Mira esto! ¿Sabías algo al respecto? Mira quién es.

Puso la revista ante la asombrada cara de Bess, que miró la foto y frunció el entrecejo. Estaba sorprendida, sí, pero no demasiado.

—Oh, ella. Vaya.

Dejando perpleja a Elsie, Bess no añadió nada más; se limitó a conducir a su amiga a la cocina, donde sacó de un cajón el número de diciembre de 1944 de Stars & Stripes, enseñándole el artículo de LAS MUJERES TRABAJADORAS DEFIENDEN EL FRENTE NACIONAL. ¡Y allí estaba Norma Jeane… otra vez! Elsie sintió como si le hubieran pegado un puntapié en el estómago… otra vez. Se dejó caer en una silla, mirando fijamente a Norma Jeane —¡su propia hija, su niña!—, vestida con un ajustado mono tejano, sonriendo a la cámara como jamás, que ella recordara, le había sonreído a nadie en la vida real. Como si quienquiera que sujetara la cámara fuera su mejor amigo. O acaso su mejor amiga fuera la propia cámara. La embargó una oleada de sentimientos encontrados: confusión, dolor, vergüenza, orgullo. ¿Por qué Norma Jeane no la había hecho partícipe de esta estupenda noticia?

—Me la envió Bucky —decía Bess con su habitual cara avinagrada—. Supongo que está orgulloso de ella.

—¿Y tú no? —preguntó Elsie.

—¿Orgullosa de una cosa así? —repuso Bess con mal humor—. Desde luego que no. Los Glazer creen que es una vergüenza.

Elsie cabeceó, indignada.

Yo creo que es estupendo. Me siento orgullosa. Norma Jeane será modelo o estrella de cine. Ya verás.

—Es la mujer de mi hijo —replicó Bess—. Los votos matrimoniales tienen prioridad.

Elsie no se marchó enfadada; se quedó. Bess preparó café y las dos charlaron y lloraron por la añorada Norma Jeane.

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