Blonde

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La adolescente: 1942 - 1947 » Madre e hija

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Madre e hija

Todavía no me sentía orgullosa; quería sentirme orgullosa. Envió fotografías suyas, cuidadosamente seleccionadas, de Parade, Family Circle y Collier’s a Gladys Mortensen al Hospital Psiquiátrico Estatal de Norwalk. No eran fotos eróticas como las publicadas en Laff, Pix, Swank y Peek, sino retratos en los que aparecía completamente vestida: con el conjunto de jersey y rebeca tejido a mano; con vaqueros, camisa con alforzas y coletas, al estilo de Judy Garland en El mago de Oz, arrodillada junto a un par de corderitos, sonriendo alegremente mientras acariciaba la suave e inmaculada lana blanca; con un atuendo de colegiala compuesto por falda tableada roja, jersey blanco de cuello cisne, mocasines, calcetines cortos blancos y el cabello color miel recogido en una cola de caballo, saludando con una gran sonrisa (¡Hola! o ¡Adiós!) a alguien situado detrás de la cámara.

Pero Gladys no respondió.

—¿Qué más da? No me importa.

Comenzó a soñar con una situación que se repetía. O quizá la hubiera soñado siempre, aunque no lo recordara. Tengo una herida entre las piernas. Un corte profundo. Sólo eso: un corte. Un vacío desde el cual mana la sangre. En una variante de este sueño, que ella llamaría el «sueño de la herida», volvía a ser una niña, Gladys la sumergía en una bañera llena de agua hirviendo, prometiéndole que de ese modo la purificaría y todo «iría bien» y ella se aferraba a las manos de Gladys, aterrorizada, debatiéndose entre el deseo de soltarse y el miedo a soltarse.

—Supongo que sí me importa. ¡Debería admitirlo!

Ahora que ganaba dinero de la agencia Preene y como intérprete en plantilla de La Productora, empezó a visitar a Gladys en el hospital de Norwalk. En el curso de una conversación telefónica, el psiquiatra le había dicho que Gladys Mortensen había mejorado «prácticamente hasta el límite de sus posibilidades». Desde que la habían ingresado, hacía casi una década, la paciente había sido sometida a numerosos tratamientos de electrochoque que habían reducido sus «ataques maníacos» y en la actualidad se encontraba bajo una fuerte sedación para evitar crisis de «euforia» y «depresión». De acuerdo con los informes del hospital, hacía mucho tiempo que no intentaba hacerse daño ni hacer daño a otros. Norma Jeane preguntó con ansiedad si una visita suya podría trastornarla.

—¿Trastornar a su madre, o trastornarla a usted? —dijo el psiquiatra.

Norma Jeane no había visto a Gladys en diez años.

Sin embargo, reconoció de inmediato a la mujer delgada vestida con una descolorida bata verde que tenía el dobladillo torcido (o quizá estuviera mal abotonada).

—¿Ma-madre? ¡Oh, madre! Soy Norma Jeane.

La joven abrazó a su madre sin que ésta le devolviera el abrazo ni se resistiera, pero más tarde recordaría que ambas se habían echado a llorar; en verdad, sólo Norma Jeane lloró, sorprendiéndose de la virulencia de sus emociones. En mis primeras clases de interpretación nunca conseguía llorar. Después de ir a Norwalk, fui capaz de hacerlo. Estaban en la sala de visitas, rodeadas de desconocidos. Norma Jeane no dejaba de sonreír a su madre. Temblaba violentamente, le costaba respirar y, para su bochorno, no podía evitar fruncir la nariz, pues Gladys despedía el olor acre y desagradable de una persona que no se ha lavado en mucho tiempo. Con apenas un metro sesenta de estatura, Gladys era más baja de lo que Norma Jeane recordaba. Llevaba unas zapatillas y unos calcetines cortos mugrientos. La bata verde tenía marcas de sudor en las axilas. Le faltaba un botón, y a través del cuello abierto de la prenda se veía el pecho cóncavo de Gladys y una roñosa combinación blanca. También su pelo estaba descolorido —un castaño opaco con hebras grises— y encrespado como la lana sin cardar. Su cara, otrora llena de vida, ahora se veía sin brillo, con la piel cetrina llena de finas grietas, como un papel arrugado. Gladys debía de haberse arrancado la mayor parte de los pelos de las cejas y las pestañas y resultaba impresionante ver sus ojos tan desnudos y desprotegidos. Unos ojos tan pequeños, desconfiados, húmedos y desprovistos de color. La boca que siempre había sido atractiva, pícara y seductora había quedado reducida a una delgada hendidura. Habría pasado por una mujer de cualquier edad entre los cuarenta y los sesenta y cinco. De hecho, ¡habría podido ser cualquiera! Cualquier desconocida.

Pero las enfermeras nos comparaban. Nos miraban. Alguien les había dicho que la hija de Gladys Mortensen era modelo y salía en las portadas de las revistas y buscaban el parecido entre madre e hija.

—¿Ma-madre? Te he traído algunas cosas.

Las Poesías selectas, de Edna St. Vincent Millay, un pequeño volumen de tapa dura que había comprado en una librería de viejo en Hollywood. Un bonito mantón gris perla, delicado como una telaraña, que le había regalado Otto Öse. Una polvera de concha con polvos compactos. (¿Cómo se le había ocurrido? Naturalmente, la polvera tenía un espejito. Una de las enfermeras, que estaban pendientes de todo, le dijo a Norma Jeane que no podía dejar ese regalo: «El espejo podría romperse y usarse con otros fines».)

Pero le permitieron salir al jardín con su madre. Gladys Mortensen estaba lo bastante bien para gozar de ese privilegio. Caminaron lenta y laboriosamente, pues Gladys arrastraba los hinchados pies calzados con zapatillas viejas de una manera que a Norma Jeane, a su pesar, le pareció exagerada, incluso morbosamente cómica. ¿Quién era esa vieja amargada y enferma que interpretaba el papel de Gladys, su madre? ¿Debía inspirar piedad o risa? ¿No era acaso Gladys Mortensen una mujer veloz, inquieta, siempre impaciente con los «lerdos»? Norma Jeane hubiera querido cogerla del delgado y flácido brazo, pero no se atrevió. Temía que su madre la rechazara. A Gladys nunca le había gustado que la tocaran. El acre olor a sucio se intensificaba cuando ella se movía.

Su cuerpo se está pudriendo poco a poco. Yo siempre me bañaré, siempre me mantendré limpia. ¡Limpia! Esto jamás me ocurrirá a mí.

Al fin salieron a la luz de un día radiante y ventoso.

—¡Qué bien se está aquí, madre! —exclamó Norma Jeane con voz curiosamente aguda e infantil.

A pesar de que tuvo que contener el impulso de librarse de la carga de su madre y correr, correr, correr.

Norma Jeane miró con inquietud los bancos deteriorados por la intemperie y el agostado césped pardusco. De repente la invadió la poderosa sensación de que había estado allí antes. Pero ¿cuándo? Nunca había visitado a Gladys en el hospital y sin embargo aquel sitio le resultaba familiar. Se preguntó si Gladys le habría transmitido sus pensamientos, quizá en sueños. Si había tenido esa clase de poder cuando ella era pequeña. Norma Jeane estaba segura de que conocía el jardín situado detrás del ala oeste del hospital de ladrillo. La zona pavimentada con el cartel de ENTRADA DE PROVEEDORES. Las palmeras ralas, los achaparrados eucaliptos. El rumor seco de las hojas de las palmeras agitándose al viento. Los espíritus de los muertos, que quieren regresar. En la memoria de Norma Jeane, el jardín del hospital era más grande y escarpado y no estaba en medio de un bullicioso barrio urbano, sino en pleno campo de California. Sin embargo, el cielo era tal como lo recordaba, con nubes claras que el viento empujaba desde la costa.

Norma Jeane estaba a punto de preguntar a Gladys en qué dirección quería ir, pero su madre, sin decir una palabra, se separó de ella y fue arrastrando los pies hacia el banco más cercano. Se sentó de inmediato, como un paraguas que se cerrara de golpe. Cruzó los brazos sobre su delgado pecho y encorvó los hombros como si sintiera frío o estuviera enfadada. Sus párpados eran gruesos como los de una tortuga. El cabello seco como copos de trigo se movía con rigidez a merced del viento. Norma Jeane se apresuró a cubrirle amorosamente los hombros con el mantón gris.

—¿Estás mejor así, madre? ¡Ah, qué bien te sienta este mantón!

Parecía incapaz de controlar su voz. Se sentó junto a Gladys, sonriendo. Empezaba a asustarse, como si estuviera interpretando la escena de una película sin que antes le hubieran dado el guión; estaba obligada a improvisar. No se atrevía a contarle a Gladys que el mantón era un obsequio de un hombre en quien no confiaba, un hombre al que adoraba y temía a la vez, un hombre que sería su salvador. La había fotografiado en «poses artísticas» con ese mismo mantón echado de forma provocativa sobre los hombros desnudos; con un escotado vestido rojo de tejido sintético, sin sujetador debajo y con los pezones (previamente frotados con hielo, «un truco viejo, pero eficaz», según Öse) prominentes como pequeñas uvas. Las fotografías eran para una nueva revista de Howard Hughes llamada Sir!

Otto Öse aseguraba que había comprado el mantón especialmente para Norma Jeane, su primer y único regalo, pero la joven sospechaba que lo había encontrado en algún sitio; en el asiento trasero de un coche sin llave, por ejemplo. O que se lo había quitado a otra de sus chicas. Como «marxista radical», Otto Öse creía que un artista tenía el derecho de apropiarse de todo aquello que quisiera.

¿Qué diría Otto Öse si viera a Gladys?

Nos fotografiaría juntas, cosa que no debe ocurrir jamás.

Norma Jeane le preguntó a Gladys cómo se sentía y ella murmuró algo ininteligible. Entonces le preguntó si querría ir a visitarla algún día.

—El médico dice que podrás ir a verme. Que estás «prácticamente curada». Podrías quedarte a dormir en mi casa o pasar una tarde conmigo.

Norma Jeane vivía en una habitación pequeña con una sola cama individual. ¿Dónde dormiría ella si Gladys ocupara la cama? ¿Podrían dormir juntas? Experimentó una mezcla de euforia y aprensión, pero entonces recordó que su agente, I. E. Shinn, le había advertido de que no le dijera a nadie que su madre era una «enferma mental». «El estigma te perseguirá siempre.»

Pero Gladys no parecía ansiosa por ir a casa de su hija. Respondió con un vago gruñido. Sin embargo, Norma Jeane pensó que se alegraba de que la hubiera invitado, aunque todavía no estuviera en condiciones de aceptar. Acarició la mano delgada, seca e inerte de Gladys.

—Ay, madre, ha pasado tanto tiempo… Lo lamento.

¿Cómo decirle que no se había atrevido a ir a verla mientras estaba casada con Bucky Glazer? Los Glazer le daban mucho miedo. Temía las críticas de Bess. Titubeante, Norma Jeane rebuscó en el bolso, sacó un pañuelo de papel y se enjugó los ojos. Estaba obligada a llevar rímel marrón oscuro incluso los días en los que no trabajaba, pues una modelo de Preene debía estar siempre perfecta en público, y la aterrorizaba la idea de que el rímel se extendiera como tinta por sus mejillas. Ahora llevaba el pelo de color castaño claro, un tono miel, y con ondas grandes en lugar de rizos. Sus apretados tirabuzones de colegiala estaban «pasados de moda»; en la agencia le habían dicho que parecía la «hija de un granjero de Oklahoma emperifollada para sacarse una foto en Woolworth». Y tenían razón, desde luego. Otto Öse opinaba lo mismo. Sus cejas finas, su ropa barata, la postura de su cabeza e incluso la manera en que respiraba eran inadecuadas y debía corregirlas. (¿Qué te has hecho?, preguntó Bucky Glazer la única vez que se vieron desde que le dieron de baja en el ejército. ¿Pretendes convertirte en una fulana? Estaba ofendido y furioso. Lo habían avergonzado ante su familia. Ningún Glazer se había divorciado antes. Las esposas de los Glazer nunca se fugaban.)

—Te envié las fotos de mi boda, madre —decía Norma Jeane—. Creo que debería decirte que ya no estoy casada —alargó la mano izquierda, que temblaba ligeramente y ya no tenía anillos—. Mi es-esposo…, éramos tan jóvenes…, él decidió que… que no quería…

Si aquélla hubiera sido una escena de una película, la joven y recién divorciada esposa se habría deshecho en lágrimas y su madre la habría consolado, pero Norma Jeane sabía que eso no ocurriría y no se permitió llorar. Sabía que las lágrimas inquietarían o molestarían a Gladys.

—No puedes amar a un hombre que no te ama a ti, ¿verdad, madre? Porque si quieres a alguien de verdad, las almas se funden y Dios está en ambos, pero si él no te quiere…

Norma Jeane se interrumpió. No estaba segura de lo que quería decir. ¡Oh, había amado a Bucky Glazer más que a su propia vida! Sin embargo, por alguna razón misteriosa, ese amor se había desvanecido. Esperaba que Gladys no le hiciera preguntas sobre Bucky y el divorcio, y no se las hizo.

Permanecieron sentadas bajo la irregular luz del sol, mientras las nubes pasaban sobre ellas como veloces pájaros depredadores. A pesar de que era un día bonito y templado, había pocos pacientes en el jardín. Norma Jeane se preguntó qué opinión tendrían de su madre, que era claramente superior a los demás pacientes. Deseó que hubiera llevado consigo el libro de poemas, pero Gladys lo había dejado en la sala de visitas. ¡Habrían podido leer poesía juntas! ¡Qué recuerdos tan felices tenía de los tiempos en que Gladys le leía poemas! Y de los largos y maravillosos paseos dominicales por Beverly Hills, Hollywood Hills, Bel Air, Los Feliz. Las casas de las estrellas. Gladys había conocido a muchos de aquellos hombres y mujeres. Había sido invitada a algunas de esas mansiones y había acudido escoltada por el apuesto actor que era el padre de Norma Jeane.

Ahora me toca a mí. ¡Sí!

Madre, dame tu bendición.

Si su padre siguiera vivo y en Hollywood; si a Gladys le dieran el alta en el hospital, cosa que parecía factible; si se fuera a vivir con ella; si la carrera de Norma Jeane «despegara», como el señor Shinn creía que ocurriría… Su mente se convirtió en un torbellino de emociones, como cuando despertaba en mitad de la noche con el camisón empapado y las sábanas húmedas.

Volvió a rebuscar en su bolso, que estaba repleto de cosas (un pequeño estuche de maquillaje para emergencias, compresas, desodorante, imperdibles, vitaminas, monedas sueltas y una libreta barata para apuntar sus pensamientos), y sacó un sobre que contenía fotografías suyas recientes. En todas aparecía en poses «decentes»; nada chabacano o vulgar. Había preparado las fotos para presentarlas una a una, como un regalo, ante los atónitos ojos de su madre, que gradualmente se llenarían de orgullo y emoción. Pero Gladys se limitó a exclamar «¡ja!» mientras miraba las imágenes con gesto indescifrable. Sus labios delgados y sin vida se hicieron aún más finos. Quizá imaginara que la mujer de las fotos era ella en su juventud, pensaría más tarde Norma Jeane.

—Ay, ma-madre, este último año ha sido fantástico, maravilloso, como los cuentos de hadas de la abuela Della. A veces todavía me parece increíble. ¡Soy modelo! Estoy contratada en La Productora, donde trabajabas tú. Lo único que tengo que hacer para ganarme la vida es posar. ¡Es el trabajo más fácil del mundo!

Pero ¿por qué decía esas cosas? La verdad era que se trataba de un trabajo duro, lleno de ansiedad, de preocupaciones que la mantenían en vela por las noches, un trabajo más difícil que cualquier otro que hubiera hecho, más estresante y agotador que el que solía hacer en Radio Plane: era como andar por la cuerda floja sin una red debajo, mientras los demás —el fotógrafo, el cliente, la agencia, La Productora— la juzgaban constantemente. La mirada de los demás con su cruel poder para reírse de ella, burlarse, rechazarla, despedirla, enviarla de vuelta, como un perro apaleado, al olvido del que acababa de emerger.

—Si quieres, puedes quedártelas. Tengo co-copias.

Gladys emitió un sonido impreciso y siguió mirando sin parpadear las fotos que le pasaba Norma Jeane.

Curiosamente, en cada una de ellas tenía un aspecto distinto. Infantil, sensual, anodina, sofisticada, etérea, sexy, más joven de lo que era, mayor de lo que era. (Pero ¿qué edad tenía Norma Jeane? Tuvo que pellizcarse para recordar que acababa de cumplir los veinte años.) En algunas llevaba el pelo suelto; en otras, recogido. Se la veía alternativamente provocativa, coqueta, pensativa, soñadora, masculina, altiva, divertida. Era guapa. Era bonita. Era hermosa. La luz caía de lleno sobre sus facciones, o las sombreaba con sutileza, como en un cuadro. En la foto de la que más orgullosa estaba, y que no había tomado Otto Öse sino un fotógrafo de La Productora, Norma Jeane aparecía entre las ocho jóvenes contratadas en 1946, posando en tres filas: de pie, sentadas en un sofá y sentadas en el suelo. Norma Jeane miraba más allá de la cámara con expresión ausente y los labios entreabiertos pero sin sonreír como las demás, sus rivales, que parecían suplicar ¡Miradme! ¡Miradme sólo a mí! Al señor Shinn, su agente, no le gustaba esta foto porque en ella Norma Jeane no aparecía sugerentemente vestida como las otras. Llevaba una blusa de seda blanca con escote en V y un lazo, la clase de blusa que usaría una joven de buena familia y no un símbolo sexual; era verdad, Norma Jeane estaba sentada a lo indio sobre la alfombra, como el fotógrafo le había indicado, con las rodillas muy separadas y las piernas enfundadas en medias de seda a la vista, aunque su falda oscura y las manos enlazadas en el regazo ocultaban sus partes íntimas. Sin duda no había nada en esa foto que pudiera ofender a la exigente Gladys, ¿verdad? Por eso cuando su madre frunció el entrecejo y examinó la fotografía a la luz como si se tratara de un acertijo, Norma Jeane dijo con una risita culpable:

—Supongo que «Norma Jeane» todavía no existe, ¿no? Cuando sea actriz, si me dejan…, podré ser otras personas. Espero trabajar todo el tiempo, porque entonces nunca estaré sola —hizo una pausa, esperando a que Gladys hablara. Que le dijera algo halagüeño o alentador—. ¿Ma-madre?

Gladys arrugó aún más el ceño y se volvió hacia su hija. El acre olor a sucio hizo que Norma Jeane frunciera la nariz. Sin mirar directamente a los ojos llenos de ansiedad de la joven, Gladys murmuró algo que sonó como un «sí».

—¿Mi pa-padre trabajaba para La Productora? —preguntó de forma impulsiva Norma Jeane—. ¿No me dijiste eso? ¿En 1925? He estado fisgando en los archivos, tratando de encontrar su foto, pero…

Esta vez Gladys reaccionó. Su expresión cambió de inmediato. Pareció ver a su hija por primera vez con sus furibundos ojos sin pestañas. Norma Jeane se asustó tanto que las fotos se le cayeron de las manos. Se agachó a recogerlas con la cara encendida.

La voz de Gladys sonó como una bisagra oxidada.

—¿Dónde está mi hija? Dijeron que mi hija vendría a verme. No te conozco. ¿Quién eres tú?

Norma Jeane ocultó su cara abochornada. No tenía ni idea.

Sin embargo, regresaría obstinadamente a Norwalk a visitar a Gladys. Una y otra vez.

Algún día, me llevaré a madre a casa. ¡Lo haré!

Aquel día soleado y ventoso de octubre de 1946.

En el aparcamiento del Hospital Psiquiátrico Estatal de Norwalk, Otto Öse se arrellanó en el pequeño Buick de dos plazas mientras esperaba a que saliera la dulce jovencita cuyo valor él había inflado en la ciudad como si se tratara de una vaca de Oklahoma. Si se sumaba la medida de su busto a la de sus caderas, uno obtenía la cifra aproximada de su cociente intelectual. Y ella lo adoraba. Y, caray, qué encantadora era, a pesar de su estupidez: a veces intentaba discutir con él de marxismo (había estado leyendo el Daily Worker que le había dejado) y del «sentido de la vida» (había intentado leer a Schopenhauer y otros «grandes filósofos»). Pero tenía el mismo sabor del azúcar morena deshaciéndose en la lengua. (¿Sería cierto que Otto la había degustado? Sus amigos no se ponían de acuerdo al respecto.) La esperó durante una hora, mientras ella visitaba a la chalada de su madre en Norwalk. Un hospital psiquiátrico del estado de California, el lugar más deprimente del mundo. ¡Brrr! Mejor no pensar —desde luego, Otto no quería hacerlo— que la locura es un mal hereditario. Que se transmite por los genes. La dulce y pobrecilla Norma Jeane Baker.

—No le conviene tener hijos. Ella lo sabe.

Otto Öse se entretuvo fumando puros y examinando su cámara. No permitía que nadie más la tocara. Sería como si le tocaran los genitales. ¡De ninguna manera! Por fin vio a Norma Jeane caminando a paso vivo hacia él. Tenía una expresión ausente en la cara y se tambaleaba sobre los altos tacones de sus zapatos.

—Eh, muñeca.

Otto arrojó el cigarro al suelo y comenzó a hacerle fotos.

Se apeó del coche y se acuclilló. Clic, clic. Clic, clic, clic. Aquello era la sal de su vida. Había nacido para eso. A la mierda con el cabrón de Schopenhauer, puede que la vida no fuera más que voluntad ciega y sufrimiento inútil, pero ¿qué más daba en momentos como aquél? Cuando uno tiene ocasión de fotografiar la cara hecha cisco de una jovencita, sus pechos bamboleándose, su culo, sobre todo si la chica tiene el aspecto de una niña metida a la fuerza en un cuerpo de mujer, inocente como algo que a uno le gustaría manchar con el pulgar sin otro propósito que el de ensuciarlo. La pobre había llorado: tenía los ojos hinchados y su cara manchada de rímel parecía la de un payaso. Sus lágrimas, como gotas de lluvia, habían salpicado con motas oscuras la pechera del jersey de punto rosa, y los pantalones de lino blancos, comprados esa misma semana en una tienda de Vine donde las mujeres y amantes de los ejecutivos del estudio ponían en venta su guardarropa del año anterior, estaban irremediablemente arrugados en la entrepierna.

—La cara de la Hija —recitó Öse con voz de sacerdote—. No estás nada atractiva —se incorporó y olfateó a Norma Jeane—. Además, hueles mal.

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