Blonde

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La mujer: 1949 - 1953 » Miss Sueños Dorados 1949

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Miss Sueños Dorados 1949

—No me pongas en ridículo, Otto. Te lo ruego.

Él rió. Era una venganza y todos sabemos que la venganza es dulce. Había estado esperando que Norma Jeane volviera arrastrándose a su lado. Esperaba la oportunidad de fotografiarla desnuda desde el momento en que la vio por primera vez, vestida con un sucio mono de trabajo, escondiéndose detrás de los fuselajes con un atomizador de barniz en las manos. Como si pudiera esconderse de él.

Pero nadie puede esconderse del objetivo de la cámara de Otto Öse, igual que nadie puede esconderse de los ojos de la muerte.

A cuántas mujeres había despojado Otto Öse de la ropa y de sus pretensiones de «dignidad», y todas en un principio habían jurado ¡Nunca!, igual que esta joven, que se creía superior a su suerte y había exclamado ¡Jamás! ¡No lo haré jamás!

Como si fuera virgen. De alma.

Como si fuera incorruptible. En una economía capitalista y consumista, nadie, absolutamente nadie, es incorruptible.

Como si la diferencia entre «chica de portada» y «desnudo» fuera lo único a lo que podía aferrarse para conservar el respeto por sí misma.

—Tarde o temprano, pequeña, vendrás a mí.

Sin embargo, ella había rechazado sus ofertas mientras acariciaba la esperanza de hacer cine. Y también mientras era una cara nueva en la pantalla. La había descubierto él. Su foto había aparecido en todas las revistas de destape, en algunas revistas femeninas nacionales e incluso en unas pocas publicaciones de prestigio como U. S. Camera. Gracias a Otto Öse se había convertido en cliente de I. E. Shinn, un importante agente de Hollywood. La Productora la había contratado como figurante y más tarde como actriz en una insípida «comedia rural» protagonizada por June Haver y una pareja de mulas. Los cuatro minutos de rodaje habían quedado cruelmente reducidos a segundos después del proceso de edición, y en esos segundos se veía a la starlet Marilyn Monroe tan lejos —sentada en un bote con June Haver—, que ni siquiera ella se había reconocido a sí misma.

Ése fue el debut cinematográfico de Marilyn Monroe en 1948: Scudda-Hoo! Scudda-Hay!

Había pasado más de un año. Desde entonces había interpretado papeles insignificantes en dos o tres películas de bajo presupuesto y mala calidad producidas por La Productora, breves escenas humorísticas en las que hacía de rubia tonta con buena figura. (En la más grosera, Marilyn Monroe se contonea provocativamente delante de Groucho Marx, que le mira el trasero con ojos desorbitados.) De repente, La Productora la dejó en la calle. No le renovaron el contrato.

En pocos meses, Marilyn Monroe dejó de ser alguien.

En la ciudad corrían rumores (falsos, como bien sabía Otto, aunque la mera existencia de los rumores y su cruel persistencia eran malos presagios) de que, en su desesperación por medrar y al igual que tantas otras actrices jóvenes, la chica se había acostado con algunos productores de La Productora, incluidos el célebre señor Z —un notorio donjuán que sin embargo detestaba a las mujeres— y un influyente director de cuyas influencias no había conseguido aprovecharse. Se decía que Marilyn Monroe se acostaba con el enano de su agente, I. E. Shinn, y con los amiguetes de Hollywood a los que éste debía favores. Los cotilleos aseguraban que había tenido al menos un aborto; probablemente, más de uno. (A Otto le hizo gracia enterarse de que, en una versión del rumor, él era el padre de la criatura y había concertado la operación ilegal con un médico de Santa Mónica. Como si Otto Öse, nada más y nada menos, fuera tan descuidado con su esperma.)

Durante tres años, Norma Jeane había rechazado todas las ofertas para posar desnuda. Para Yank, Peek, Swank, Sir!, entre otras, por sumas muy superiores a los cincuenta miserables dólares que ganaría con los calendarios de Ace Hollywood. (Otto recibiría novecientos por hacer las fotos. Además, se quedaría con los negativos, aunque Norma Jeane no tendría por qué enterarse de ese detalle.) Ahora que no vivía en el club subvencionado por La Productora y se había mudado a una habitación amueblada en West Hollywood, la joven debía varios meses de alquiler. Se había visto obligada a comprarse un coche de segunda mano para moverse por Los Ángeles, pero una semana atrás se lo habían embargado. La agencia Preene estaba a punto de despedirla por la única razón de que La Productora la había despedido antes. Hacía meses que Otto no le telefoneaba, esperando que fuera ella quien diera el primer paso. ¿Por qué coño iba a llamarla él? No la necesitaba. En el sur de California había chicas a patadas.

Hasta que una mañana sonó el teléfono en su estudio, atendió y al oír la voz de Norma Jeane su corazón dio un vuelco, lleno de emociones que no habría sido capaz de definir: excitación, alegría, deseos de venganza. La voz de la chica sonaba agitada e insegura:

—¿Otto? ¡Ho-hola! Soy No-norma Jeane. ¿Puedo ir a verte? ¿Ti-tienes trabajo para mí? Espero que…

—No estoy seguro, muñeca —respondió Otto arrastrando las palabras—. Haré algunas llamadas. Este año han aparecido un montón de chicas estupendas en Los Ángeles. Ahora mismo estoy haciendo fotos. ¿Te importa que te llame en otro momento?

Había colgado el auricular relamiéndose de gusto, pero más tarde empezó a sentir remordimientos y junto con ellos un extraño placer, porque si Norma Jeane era una joven dulce y decente que le había hecho ganar dinero vestida con camisetas, pantalones cortos, jerséis ceñidos y trajes de baño, bien podría hacerle ganar aún más posando desnuda, ¿por qué no?

Yo no era una vagabunda ni una puta. Sin embargo, querían verme de ese modo. Supongo que no podían venderme de ninguna otra manera. Y yo entendía que tenían que venderme. Porque entonces me desearían y amarían.

—Cincuenta dólares, pequeña —dijo él.

—¿Cin-cincuenta… nada más?

Había imaginado que serían cien. Incluso más.

—Nada más.

—Pensaba que…, una vez me dijiste…

—Claro. Puede que más adelante consigamos más. En alguna revista. Pero ahora la única oferta que tenemos es para los calendarios de Ace Hollywood. Tómalo o déjalo.

Una larga pausa. ¿Y si inesperadamente se deshacía en lágrimas?, se preguntó Norma Jeane. En los últimos tiempos lloraba mucho. No recordaba haber visto llorar a Gladys. Temía el desprecio del fotógrafo. Sus ojos estarían rojos e hinchados y tendrían que aplazar la sesión, aunque ella necesitaba el dinero de inmediato.

—Vale. De acuerdo.

Otto tenía el contrato listo para que lo firmara. Norma Jeane supuso que lo había preparado por si ella cambiaba de opinión después de hacerse las fotos, movida por la vergüenza o la ira; en tal caso, él perdería su parte. Se apresuró a firmar.

—«Mona Monroe». ¿Quién coño es ésa?

—Yo, desde ahora.

Otto rió.

—No es una gran tapadera.

—No iré muy tapada.

Se desnudó con dedos lentos y temblorosos detrás del raído biombo chino, donde en otras ocasiones se había puesto la ropa de modelo. En un círculo de luz solar oscurecido por la suciedad del cristal a través del cual brillaba. No había perchas para las prendas que ella mantenía siempre limpias y planchadas: una blusa de batista blanca y una falda acampanada azul marino. Se quitó la ropa hasta quedar completamente desnuda salvo por las sandalias de tacón mediano. Se había despojado de su dignidad. Aunque ya no le quedaba mucha. Desde que había recibido la terrible noticia de La Productora, durante cada hora de cada día, oía una voz burlándose de ella: ¡Fracasada! ¡Fracasada! ¿Por qué no te mueres? ¿Por qué estás tan viva? No tenía respuesta para esa voz que no conseguía identificar. No se había percatado de cuánto había significado Marilyn Monroe para ella. No le gustaban ni el nombre, que era falso y vulgar, ni el artificial pelo decolorado, ni la ropa de mujer fatal, ni los movimientos afectados de Marilyn Monroe (así como otras personas gesticulaban con las manos, ella bamboleaba los pechos o daba pasos menudos dentro de faldas ceñidas que revelaban hasta la raja de sus nalgas), ni los papeles que le daban los ejecutivos de La Productora; sin embargo, tenía la esperanza (una esperanza que el señor Shinn alimentaba) de que muy pronto le ofrecieran un papel serio, caso en el cual haría su auténtico debut en la pantalla. Como Jennifer Jones en La canción de Bernadette. Como Olivia de Havilland en Nido de víboras. ¡Jane Wyman interpretando a una sordomuda en Johnny Belinda! Norma Jeane estaba convencida de que podía encarnar personajes semejantes. «Si al menos me dieran una oportunidad.»

Nunca le contó a Gladys que se había cambiado el nombre.

Había imaginado que cuando se estrenara Scudda-Hoo! Scudda-Hay! llevaría a Gladys al Teatro Egipcio de Grauman y que Gladys estaría asombrada, emocionada y orgullosa de ver a su hija en la pantalla por pequeño que fuera el papel; al final de la película la joven le habría explicado que la Marilyn Monroe de los títulos de crédito era ella. Que el cambio de nombre no había sido idea suya, pero que al menos le habían dejado usar el apellido «Monroe», el de soltera de Gladys. Pero en aquella estúpida película habían reducido su escena a unos segundos, de modo que no podía enorgullecerse de ella. Si no me siento orgullosa, no podré ir a buscar a madre. Sin orgullo, no puedo esperar su bendición.

Si su padre la hubiera conocido como Marilyn Monroe, también se habría disgustado. Porque no había posibilidad de enorgullecerse de Marilyn Monroe… todavía.

Otto Öse preparaba las tomas mientras hablaba con rapidez y entusiasmo. Hacía planes para otras sesiones «artísticas» como ésa. Porque siempre había demanda para…, bueno, para fotos «especializadas». Norma Jeane lo escuchaba con gesto ausente, como si estuviera muy lejos. Otto era un hombre lento y apático salvo cuando trabajaba con su cámara; con la cámara, volvía a la vida. Era infantil y divertido. Norma Jeane había aprendido a no ofenderse por sus bromas. La joven se conducía con timidez, pues hacía meses que no se veían y la despedida había sido incómoda. (Ella había hablado demasiado. Le había contado que se sentía sola y preocupada por su carrera y que pensaba «un montón» en él. Todavía no terminaba de creer que hubiera dicho eso. Era lo peor que una podía decirle a Otto Öse, y ella lo sabía. Al principio él no había respondido, se había vuelto de espaldas, fumando su apestoso cigarro, y por último había murmurado: «Por favor, Norma Jeane, no quiero herirte». Había fruncido la boca como un niño enfurruñado, su párpado izquierdo temblando espasmódicamente. Después había guardado silencio durante tanto tiempo que Norma Jeane supo que había cometido un error garrafal e irremediable.) Ahora ella estaba detrás del raído biombo chino, temblando a pesar del sofocante calor. Había jurado que nunca posaría desnuda, porque eso equivalía a cruzar la raya, y cruzar la raya era lo mismo que aceptar dinero de un hombre a cambio de sexo. Era imposible volver atrás. La transacción le parecía sucia en el sentido más literal. Y ella estaba obsesionada por la limpieza. Las uñas de las manos, las de los pies. Nunca seré como madre; ¡nunca! Si sudaba durante una escena en la escuela de interpretación, se duchaba en cuanto terminaba. ¿Era Orson Welles quien había dicho aquello de «un actor que no suda no es un actor»? ¡Pero a ninguna actriz le gusta oler mal! En el club de La Productora, Norma Jeane era una de las chicas a las que les gustaba permanecer sumergidas en un baño caliente durante tanto tiempo como les permitieran. Pero ahora, para su vergüenza, en su miserable habitación alquilada no tenía bañera ni ducha y no le quedaba más remedio que lavarse con dificultad en una pequeña pila. Había estado a punto de aceptar la invitación de pasar un fin de semana con un productor que vivía en Malibú por la única razón de que añoraba un baño reconfortante. El productor era un amigo de un amigo del señor Shinn. Uno de tantos «productores» de Hollywood. Un hombre rico que había ayudado a empezar a Linda Darnell. Y a Jane Wyman. Al menos se jactaba de ello. Pero si Norma Jeane hubiera ido a su casa, habría cruzado la raya.

Ella no quería dinero, sino trabajo. Había declinado la invitación del productor y ahora estaba desnuda en el abarrotado estudio de Otto Öse, que olía como peniques de cobre apretados en una mano sudorosa. A sus pies había pelusas y caparazones de insecto secos que le pareció reconocer de la última vez que había estado allí, muchos meses antes. Cuando juré que no regresaría. ¡Nunca!

Era incapaz de descifrar las miradas del fotógrafo: ¿se sentía atraído hacia ella o la despreciaba? El señor Shinn había dicho que Otto era judío y Norma Jeane no conocía a ningún otro judío. Desde su descubrimiento de Hitler, los campos de concentración y las fotografías de Buchenwald, Auschwitz y Dachau que había contemplado largamente y con horror en Life, sentía auténtica fascinación por los judíos y el judaísmo. ¿No había dicho Gladys que eran un pueblo elegido, una raza antigua y predestinada a la gloria? Norma Jeane había estado leyendo sobre esa religión, que no buscaba conversos, y sobre la «raza»…, una «raza», ¡qué misterio! Los orígenes de las «razas» humanas eran un verdadero misterio. Una debía tener una madre judía para nacer judía. ¿Era una maldición o una bendición ser un «elegido»? A Norma Jeane le habría gustado preguntárselo a uno de ellos. Pero era una pregunta ingenua, y después del horror de los campos de concentración, con toda probabilidad la interpretarían mal. En los hundidos ojos de Otto Öse veía algo conmovedor, una profundidad y una historia que no estaban en los suyos, claros y deslumbrantemente azules. Yo no soy más que una estadounidense. Superficial. En mi interior no hay nada.

Otto Öse no se parecía a ninguno de los hombres a los que ella conocía. No sólo porque era excéntrico y tenía talento, sino también porque, en cierto modo, no era un hombre. No estaba definido por la masculinidad. Su sexualidad era un misterio para ella. Las mujeres parecían disgustarle por una cuestión de principios. A Norma Jeane tampoco le habrían gustado las mujeres si hubiera sido hombre. O eso creía. Sin embargo, durante mucho tiempo había tenido la esperanza de que Otto Öse la considerara diferente y la amara. De que sintiera compasión por ella y la amara. Porque ¿acaso no la miraba a veces con ternura y siempre con vehemencia a través del objetivo de la cámara? Y después, mientras examinaba las fotos de Norma Jeane, o de la Norma Jeane a la que había retratado disfrazada, murmuraba: «Dios mío. Mira esto. Preciosa». Pero se refería a las fotografías, no a ella.

Completamente desnuda de no ser por los zapatos. ¿Por qué hago esto? Es un error. Buscaba desesperadamente con la vista una bata con la cual cubrirse. ¿No había siempre una bata a mano para las modelos que posaban desnudas? Debería haberla llevado ella. Asomó con timidez la cabeza por el extremo del biombo. Su corazón palpitaba con fuerza; sentía miedo y una extraña euforia. Si Otto la veía desnuda, ¿la desearía? ¿La amaría? Lo miró: estaba de espaldas a ella, vestido con una holgada camiseta negra, pantalones de trabajo que revelaban la penosa estrechez de sus caderas y unas alpargatas sucias. Ninguna de las modelos de Preene o las actrices jóvenes de La Productora que conocían a Otto sabían nada de él. Tenía fama de ser muy exigente y obligarte a trabajar hasta el agotamiento: «Pero con Otto vale la pena. Nunca pierde el tiempo». Su vida privada era un misterio: «Una ni siquiera puede imaginarlo como un marica». Norma Jeane advirtió que el pelo de Otto estaba adquiriendo un metálico tono gris y empezaba a ralear en la coronilla de su alargado cráneo. De perfil, se parecía más a un halcón de lo que Norma Jeane recordaba. Parecía tan voraz, tan depredador. Podía imaginárselo volando, planeando y descendiendo en picado detrás de su asustada presa. Estaba cubriendo con terciopelo rojo un desvencijado bastidor de cartón y no se había percatado de que Norma Jeane lo observaba. Silbaba, murmuraba para sí, reía. Se volvió a mirar al fondo del estudio, donde había un caos de objetos destartalados: una mesa de cocina metálica, sillas cochambrosas, un fogón eléctrico, una cafetera y tazas. Tableros de contrachapado donde pegaba docenas de negativos y copias de fotos, algunas tan antiguas que estaban amarillentas. Cerca de allí había un mugriento lavabo con una cortina de arpillera a modo de puerta. Norma Jeane detestaba usar ese retrete y lo evitaba siempre que podía. Ahora le pareció ver una sombra detrás de la cortina de arpillera: ¿había alguien dentro? ¿Ha traído a alguien para que me espíe? Era una idea descabellada, absurda. Otto no era así. Otto despreciaba a los chulos.

—¿Estás lista, muñeca? No tendrás vergüenza, ¿no? —Otto le arrojó una tela de gasa que antes había sido una cortina. Ella se cubrió, agradecida—. Voy a usar terciopelo arrugado para conseguir el efecto de una caja de caramelos. Tú serás una exquisita golosina, tan apetecible que darán ganas de comerte.

Hablaba con naturalidad, como si ambos estuvieran acostumbrados a esa situación. Se concentró en colocar el trípode en su sitio, cargar la película y regular la cámara. Ni siquiera alzó la vista cuando Norma Jeane se aproximó lentamente, aturdida como una niña en un sueño. El terciopelo rojo estaba deshilachado en los bordes pero el color se mantenía vivo, palpitante. Otto había colocado la tela de modo que los bordes no salieran en la foto y el pequeño taburete donde Norma Jeane se sentaría, enmarcado por el llamativo color, estaba disimulado bajo el terciopelo.

—Otto, ¿puedo ir al lavabo? Sólo para…

—No. Está averiado.

—Sólo para lavarme…

—No. Empecemos, Miss Sueños Dorados.

—¿Es eso lo que seré?

Otto todavía no miraba a Norma Jeane. Quizá por delicadeza, o acaso porque temía que la chica se asustara y saliera corriendo. Envuelta en la sucia cortina, se acercaba al fondo del decorado y a las cegadoras luces que siempre la intimidaban. Cuando pisó con actitud temerosa la tela, Otto la miró y dijo con brusquedad:

—¿Zapatos? ¿Llevas zapatos? Quítatelos.

—¿No pue-puedo dejármelos puestos? —tartamudeó Norma Jeane—. El suelo está muy sucio.

—No seas idiota. ¿Alguna vez has visto un desnudo con zapatos?

Otto soltó una risita despectiva. Norma Jeane sintió que el rubor le abrasaba la cara. Qué regordeta estaba: ¡sus pechos, de los que siempre había estado tan orgullosa, sus muslos, sus nalgas! Su tersa, pálida y ostensible desnudez era como una tercera persona en la habitación, como un molesto intruso.

—Es que… mis pi-pies… por alguna razón parecen más desnudos que… —Norma Jeane rió, pero no como le habían enseñado en La Productora, sino con su antigua vocecita chillona y asustada, como un ratón moribundo—. ¿Me prometes que… que no mostrarás las plantas de los pies? ¡Por favor, Otto!

¿Por qué de súbito ese detalle le parecía tan importante? ¿Por qué las plantas de los pies?

Indefensa, vulnerable, desvalida. No podía soportar la idea de que los hombres la mirarían con lujuria, y sus pálidos pies desnudos eran la prueba de su desamparo animal. Recordó que en su última sesión, mientras le hacía unas fotos para la revista Sir!, vestida con una blusa de raso roja con escote en V, pantalones cortos blancos y zapatos de tacón forrados de raso rojo, Otto le había dicho que sus muslos eran «desproporcionados» con relación a su trasero: demasiado musculosos. Tampoco le gustaban los lunares que salpicaban su espalda y sus brazos como «hormiguitas negras» y la obligaba a cubrirlos con maquillaje.

—Vamos, muñeca. Quítate todo.

Norma Jeane se descalzó dando un par de puntapiés al aire y dejó caer al suelo la cortina de gasa. Su cuerpo hormigueaba en presencia de aquel hombre que era a un tiempo un amigo y un completo desconocido. Ocupó su sitio en el centro del terciopelo arrugado, sentándose en el taburete de lado y con las piernas fuertemente cruzadas. Otto había dispuesto la tela de manera que el espectador no supiera con seguridad si la modelo estaba sentada o tendida. No se vería más que el campo de vibrante carmesí y el cuerpo desnudo de la modelo, como en una ilusión óptica en la que las dimensiones y la distancia se vuelven imprecisas.

—No lo ha-harás, ¿verdad? No enseñarás las plantas de mis…

—¿De qué demonios hablas? Intento concentrarme y me estás poniendo nervioso.

—Nunca había posado desnuda. Yo…

—Ésta no es una foto obscena, cariño. Es arte. Hay una gran diferencia.

Ofendida por el tono de Otto, Norma Jeane procuró bromear con la voz ingenua que le habían enseñado a usar en La Productora.

—Igual que entre fotógrafo y pornógrafo, ¿no es cierto?

Soltó una risa estridente. Otto conocía las señales de alarma.

—Relájate, Norma Jeane. Tranquilízate. Como ya te he dicho, parecerá que estás en una caja de caramelos. Separa los brazos. ¿Acaso crees que Otto Öse no ha visto nunca una teta? Las tuyas son estupendas. Y descruza las piernas. No haremos ninguna toma de frente, así que no se verá ni un pelo del pubis. Si lo hiciéramos, no podríamos enviar las fotos por correo, y eso no nos conviene, ¿de acuerdo?

Norma Jeane quería explicar una idea confusa sobre sus pies: las plantas de los pies y cómo se verían desde abajo. Pero su lengua parecía hinchada y dormida. Hablar se le antojaba tan difícil como respirar bajo el agua. Tenía la impresión de que alguien la observaba desde el fondo del estudio. También estaba la mugrienta ventana que daba a Hollywood Boulevard: alguien podría estar mirándola desde allí, espiando por encima del alféizar. Gladys no quería que miraran a Norma Jeane, pero ellos levantaban las mantas y espiaban. Era inevitable.

—Has posado para mí un montón de veces en este estudio —dijo Otto con paciencia—. Y también en la playa. ¿Qué diferencia había cuando llevabas una camiseta del tamaño de un pañuelo o un traje de baño? Enseñas el culo de una forma más provocativa cuando usas pantalones cortos o tejanos que cuando lo llevas al aire, y tú lo sabes.

No finjas ser más tonta de lo que eres.

Norma Jeane consiguió hablar:

—No me pongas en ridículo, Otto. Te lo ruego.

—Ya eres ridícula. El cuerpo femenino es ridículo. Tanta cháchara sobre la fecundidad, la belleza. El único propósito de todo eso es que los hombres se vuelvan locos de ganas de copular y reproduzcan la especie, igual que la mantis religiosa, que muere cuando la hembra con la que se ha apareado le arranca la cabeza. Pero ¿qué es la especie? Después de los nazis y de la colaboración de los estadounidenses en el exterminio de los judíos, el noventa y nueve por ciento de los seres humanos no merece vivir.

Norma Jeane se estremeció ante el ataque de Otto. En el pasado, él había hecho comentarios en parte serios y en parte humorísticos sobre la falta de nobleza de la humanidad, pero ésta era la primera vez que hacía alusión a los nazis y sus víctimas.

—¿La colaboración de los e-estadounidenses? —protestó Norma Jeane—. ¿Qué quieres decir, Otto? Creí que habíamos sa-salvado…

—«Salvamos» a los sobrevivientes de los campos de concentración porque era una buena propaganda, pero no evitamos que murieran seis millones de personas. La política de Estados Unidos, o la de Franklin Delano Roosevelt, fue rechazar a los refugiados judíos y enviarlos de vuelta a las cámaras de gas. No me mires así, que no estamos en una de tus estúpidas películas. Estados Unidos es un Estado fascista que ha medrado gracias a la guerra (ahora que los que se autodenominaban fascistas están vencidos), el Comité de Actividades Antiamericanas es su Gestapo y las chicas como tú, apetitosas golosinas a disposición de cualquiera que tenga la pasta necesaria para comprarlas. Así que cierra el pico y no hables de lo que no entiendes.

Otto esbozó una de sus grandes y mortíferas sonrisas. Norma Jeane respondió con una risita ansiosa, tratando de aplacarlo. En varias ocasiones él le había pasado el Daily Worker y panfletos burdamente impresos publicados por el Partido Progresista, el Comité para la Protección de los Nacidos en el Extranjero y otras organizaciones por el estilo. Ella los había leído, o había intentado leerlos. Cuánto ansiaba saber. Sin embargo, cuando interrogaba a Otto sobre marxismo, socialismo, comunismo, «materialismo dialéctico» o la «decadencia del Estado», él la interrumpía y se encogía de hombros con actitud desdeñosa. Porque resulta (quizá) que Otto tampoco creía en la «ingenua religiosidad» del marxismo. El comunismo era una «interpretación equivocada y trágica» del alma humana. O quizá una interpretación equivocada de la trágica alma humana.

—Nena, por favor, limítate a estar atractiva. Ése es tu gran talento y sabe Dios que escasea. Te mereces hasta el último céntimo de los cincuenta dólares de tu paga.

Norma Jeane rió. Quizá ella no fuera más que una golosina. Un culo bonito, como había oído comentar a alguien (¿George Raft?).

En cierto modo, el desprecio del fotógrafo era reconfortante. Sugería que había principios más elevados que los de ella. Mucho más elevados incluso que los de Bucky Glazer y los del señor Haring. Empezó a soñar con los ojos abiertos, pensando en esos hombres y en Warren Pirig, que no le hablaba más que con los ojos, y en Widdoes, que había golpeado con la pistola a un muchacho con ese aire de «arreglar las cosas» que era una prerrogativa masculina tan inevitable como las mareas. En sueños, a veces Norma Jeane recordaba que Widdoes le había pegado a ella.

Pero su padre había sido siempre tan afectuoso. Nunca la reñía. Nunca le había hecho daño. Abrazaba y besaba a su niña mientras madre los miraba con una sonrisa en los labios.

Algún día regresaré a Los Ángeles para buscarte.

Otto Öse recordaría esta sesión de fotos durante el resto de su vida. Esta sesión de fotos le concedería un lugar en la historia.

Claro que en su momento no lo sabía. Sólo sabía que estaba disfrutando y que eso no era habitual. En general, odiaba a sus modelos. Detestaba sus desnudos cuerpos de pez, sus ansiosos y esperanzados ojos. Si hubiera podido cubrirles los ojos con celo. Cubrirles la boca con celo aislante de modo que se viera pero ellas no pudieran hablar. Sin embargo, Norma Jeane parecía entrar en trance y no hablaba. Apenas si necesitaba tocarla, y sólo con la punta de los dedos, para ponerla en la postura adecuada.

La Monroe tenía un talento natural, incluso cuando era una cría. Tenía cerebro, pero se guiaba por la intuición. Creo que era capaz de verse a sí misma a través del objetivo de la cámara. Para ella, posar era una experiencia más intensa, más sexual, que cualquier contacto humano.

Ayudó a su modelo a posar como la sirena de proa de un barco imaginario. Los pechos desnudos, los pezones grandes como ojos. Norma Jeane no parecía consciente de las contorsiones que él la obligaba a hacer. Siempre que él murmurara: «Bien. Estupendo. Sí, así. Buena chica». Las palabras que uno murmura en momentos como ése. Se aproximaba, acechando a su presa, pero la presa no demostraba alarma. La presa estaba completamente entregada. Un hecho curioso, ya que Norma Jeane era sin discusión alguna la más inteligente de sus modelos. Astuta incluso, con esa astucia que uno considera patrimonio exclusivo de los hombres, de un jugador dispuesto a arriesgar X con la esperanza de ganar Y, aunque haya pocas probabilidades reales de ganar Y y muchas de perder X. Su problema no residía en que fuera una rubia tonta, sino en que no era ni rubia ni tonta.

Isaac Shinn le había dicho a Otto que había sufrido una gran impresión al ver a Norma Jeane después de que La Productora la despidiera, y que temía que se hiciera daño a sí misma. Otto había reído, incrédulo.

—¿Ella? Es la mismísima fuerza vital. Es Miss Vigor en persona.

—Ésa es la clase de suicida más peligrosa —repuso Shinn—; la pobrecilla no sabe dónde se ha metido. Yo sí.

Otto lo escuchó. Sabía que Isaac Shinn, a pesar de todas sus gilipolleces, sólo hablaba con seriedad cuando decía la verdad. Otto respondió que quizá fuera una suerte que La Productora hubiera despedido a Marilyn Monroe (un nombre ridículo que nadie se tomaría nunca en serio); ahora la chica podría volver a hacer una vida normal. Completar su educación, encontrar un empleo estable, casarse de nuevo y formar una familia. Un final feliz.

—¡Por el amor de Dios, no se te ocurra decirle eso! —replicó Shinn, horrorizado—. Todavía no debe renunciar a su carrera artística. Tiene un gran talento, es preciosa y todavía joven. Yo tengo fe en ella, aunque el cabrón de Z no la tenga.

—Pero por su bien debería apartarse de esta mierda —dijo Otto con insólita gravedad—. El problema no son únicamente los estudios, sino también las personas que no hacen más que denunciarse unas a otras. Es un hervidero de «subversivos» y espías policiales. ¿Cómo es que ella no se da cuenta?

Shinn, que sudaba con facilidad, tiraba del cuello de su camisa de seda hecha a medida. Era un enano jorobado, con una cabeza enorme y una personalidad que podía definirse como fosforescente, pues brillaba en la oscuridad. A sus cuarenta y cinco años, I. E. Shinn era una polémica pero mayormente respetada figura de Hollywood de quien se decía que había hecho más dinero apostando a los caballos que en su actividad como agente; había sido uno de los primeros miembros del progresista Comité para la Libertad Individual, fundado en 1940 como medida de resistencia ante la política derechista del Comité de Actividades Antiamericanas. En consecuencia era un hombre valiente y obcecado y Otto Öse, que había pasado brevemente por el Partido Comunista hasta que se había desilusionado, lo admiraba por ello. Los ojos de Shinn, con sus pobladas pestañas y su expresión vehemente, reflejaban un sufrimiento interior que no acababa de casar con los cómicos tics de su cara. Era excepcionalmente feo y Otto Öse también se vanagloriaba de su excepcional fealdad. Formábamos una pareja. Hermanos mellizos. Pigmaliones gemelos. Y Norma Jeane era nuestra creación. A Otto le habría gustado fotografiar a Shinn en un dramático claroscuro, Cabeza de un judío de Hollywood, como un retrato de Rembrandt. Pero él se ganaba la vida haciendo fotos a chicas. Shinn se encogió de hombros y dijo:

—Se considera tonta. Como tartamudea, cree que es prácticamente retrasada. Créeme, Otto, es una chica afortunada. Y hará carrera en el cine. Te lo garantizo.

Otto acercó el trípode. Norma Jeane alzó la vista y sonrió con gesto pensativo, como sonreiría una mujer a un hombre que se acerca para hacerle el amor.

—¡Estupendo, nena! Ahora deja que asome la punta de la lengua. Quédate así.

Ella obedeció. Estaba dormida con los ojos abiertos. ¡Clic! Otto también había entrado en trance. Había fotografiado a muchas mujeres desnudas, pero nunca se había sentido como se sentía ante Norma Jeane. Era como si en el acto de mirarla, la consumiera y al mismo tiempo ella lo consumiera a él. Vivo en tus sueños. Ven; vive en los míos. Posando contra el fondo de terciopelo rojo, era una exquisita golosina que cualquiera habría querido chupar y chupar. Por simple capricho, él le había dado un manual italiano de anatomía del siglo XVI junto con el misterioso consejo de que lo memorizara. ¡Era tan ansiosa! Quería…, bueno, tantas cosas. Ámame. ¿Me amarás? Y sálvame. Era difícil imaginar que esa joven en la flor de la salud y la belleza fuera a envejecer algún día, como Otto sabía que estaba envejeciendo él. A pesar de su extrema delgadez, Otto tenía la impresión de que las carnes que ocultaba bajo prendas holgadas estaban flácidas. Su cabeza era una calavera recubierta de piel. Sus nervios eran tensos alambres. Sonrió al ver que Norma Jeane flexionaba los dedos de los pies en un infantil gesto de pudor. ¿Por qué esa manía de que no le fotografiara la planta de los pies? No tenía ni idea.

—Voy a probar otra pose, muñeca. Baja de ahí.

Norma Jeane obedeció sin vacilar. Si hubiera querido, habría podido fotografiarla de frente, el pequeño vientre redondeado con su tenue brillo pálido, el triángulo de vello rubio oscuro que por lo visto ella (con timidez y picardía) había recortado: se había vuelto tan desvergonzada como una niña pequeña, o una niña ciega. Como uno de esos críos inmigrantes mexicanos que orinaban en la cuneta sin molestarse siquiera en ponerse en cuclillas, con la naturalidad de un perro.

Entusiasmado, Otto cambió de lugar la tela, extendiéndola ahora sobre el suelo. ¡Como en una merienda campestre! Se dejó llevar por la inspiración y arrastró una escalera cubierta de telarañas que estaba en un rincón del estudio con el fin de fotografiar a Norma Jeane desde lo alto, tendida sobre el terciopelo.

—Ponte boca abajo, pequeña. Ahora de lado. Ahora estírate. Eres una gata grande y estilizada, ¿de acuerdo, nena? Una preciosa gata grande y estilizada. Veamos cómo ronroneas.

El efecto de las palabras de Otto fue inmediato y sorprendente. Norma Jeane obedeció sin rechistar, riendo en lo más profundo de su garganta. Era como si la hubieran hipnotizado. Como una joven recién casada, inexperta en el amor, cuyo cuerpo responde de manera instintiva y comienza a disfrutar del sexo. Desnuda sobre el terciopelo arrugado, estirando sensualmente los brazos, las piernas, la sinuosa curva de la espalda y las nalgas mientras Otto ¡clic!, ¡clic! disparaba el obturador de la cámara mirándola a través del objetivo. Otto Öse, que se jactaba de que ninguna mujer, y mucho menos una modelo desnuda, podía sorprenderlo. Otto Öse, a quien la enfermedad había privado y al mismo tiempo curado de su masculinidad. En esta serie de tomas estaba a más de un metro por encima de su modelo, balanceándose sobre la escalera, enfocando hacia abajo para que en las fotografías la joven apareciera rodeada por el terciopelo rojo en lugar de dominando el espacio, como en la tradicional pose de pie en la que la había retratado al principio. Era una diferencia sutil, pero importante. La seductora modelo de pie, mirando con ojos soñadores al espectador, es una invitación al amor sexual en los términos del desnudo: una mujer que se ofrece sin embages al (invisible, anónimo) varón. Pero la modelo reclinada, tendida boca abajo con los brazos alargados, vista desde una distancia corta, aparece como un ser físicamente más pequeño, más vulnerable en su desnudez, y no como un igual del espectador. Debe ser dominada. Su propia belleza inspira compasión. Un animal desvalido, desamparado, totalmente sometido al ojo sagaz de la cámara. La elegante curva de los hombros, la espalda, los muslos, la voluptuosidad de las nalgas y los pechos, el misterioso anhelo animal en la cara levantada, las pálidas, indefensas plantas de los pies…

—¡Estupendo! ¡Mantén esa postura! —¡Clic! ¡Clic!

Otto respiraba con agitación. Su frente y sus axilas se cubrieron de un sudor que escocía como si le hubieran picado un montón de hormigas rojas. A estas alturas había olvidado el nombre de la hermosa modelo (si es que tenía nombre), habría sido incapaz de decir para quién estaba haciendo aquellas fotos fabulosas y mucho menos cuánto cobraría por ellas. Novecientos dólares. Por venderla. ¿Por qué, si la quiero? Es una prueba de que no la quiero. Con su viejo amigo, ex compañero de cuarto y antiguo camarada del partido Charlie Chaplin Jr., cuya «identidad filial» era sinónimo de «maldición filial», había tomado un par de copas de ron —una poderosa medicina contra la congestión nasal— en mugrientos frascos de mermelada con el fin de prepararse para la sesión. No estaba embriagado por el ron, sino por otra cosa, pero ¿qué? Las luces cegadoras, el palpitante color rojo, la carne de la joven tendida ante él, exquisita como un dulce, removiéndose y estirándose en el frenesí de una relación sexual con un amante invisible. No lo había embriagado el ron, sino la transgresión que estaba cometiendo y por la cual, en lugar de castigarlo, le pagarían con generosidad. Desde su privilegiado mirador, Otto vio pasar ante él la vida de la chica, desde sus miserables orígenes (le había confesado que era «ilegítima», como pintorescamente se describía ella, y que su padre nunca se había interesado por conocerla pese a vivir cerca de ella, en Hollywood; Otto también sabía que la madre de la chica estaba loca: sufría esquizofrenia paranoide, llevaba una década encerrada en Norwalk y en cierta ocasión había tratado de ahogar a su hija… ¿o de quemarla viva en agua hirviendo?) hasta su también miserable final (una muerte prematura causada por sobredosis de drogas, abuso del alcohol, las muñecas cortadas en la bañera, o un amante loco). La tragedia de la vida anónima de la joven traspasó el corazón de Otto, que no tenía corazón. Era una criatura sin protección de la sociedad, sin familia ni «legado». Un trozo de carne apetitosa para comercializar. Estaba en la flor de la vida, pero la flor de la vida duraría poco. Aunque a los veintitrés años aparentaba seis menos, curiosamente inmune al tiempo y a las adversidades (como los modelos proletarios de Walker Evans, el gran maestro de Otto Öse: aparceros desalojados y peones inmigrantes del sur en la década de los treinta), algún día comenzaría a envejecer de manera repentina e irreversible.

Yo no obligaba a nadie. Venían a mí por voluntad propia. Yo, Otto Öse, las ayudaba a venderse, porque sin mí habrían tenido poco valor en el mercado.

¿Por qué, entonces, estaba explotando a Norma Jeane? Le arrojó la deshilachada cortina y dijo:

—Muy bien, pequeña. Hemos terminado. Has estado genial. Estupenda.

La joven lo miró parpadeando, aturdida, como si no lo reconociera. Igual que una puta drogada o sedada incapaz de reconocer al hombre que la había follado, ignorando incluso que la habían follado y que el acto en cuestión había durado un buen rato.

—Todo ha terminado. Ha ido muy bien.

Aunque no quería que la joven supiera hasta qué punto había ido bien ni que esa sesión en el estudio de Otto Öse había sido maravillosa, incluso histórica. Que esas fotos de Norma Jeane Baker, alias Marilyn Monroe, se convertirían en los desnudos de calendario más famosos, o acaso más infames, de la historia. Por ellos la modelo ganaría cincuenta dólares, mientras que otros —todos hombres— ganarían millones. Y mostraban las plantas de mis pies.

Detrás del raído biombo chino, Norma Jeane se vistió con rapidez. Había pasado noventa minutos en un estado de ensoñación, como si estuviera drogada. Los latidos de su cabeza se confundían con el rumor del tráfico en Hollywood Boulevard y el nauseabundo olor de los gases de los tubos de escape. Los pechos le dolían como si estuvieran llenos de leche. Si hubiera tenido un hijo con Bucky Glazer, ahora estaría a salvo.

Oyó a Otto hablando con alguien. Probablemente estaría telefoneando. Reía en voz baja.

Las luces ya estaban apagadas; el deshilachado terciopelo rojo, mal doblado y tirado sobre un estante; los rollos de película, listos para revelar. Lo único que quería Norma Jeane era marcharse del estudio de Otto Öse. Al despertar de su trance, bajo las deslumbrantes luces, había visto en la cadavérica cara del fotógrafo un gesto de satisfacción que no tenía nada que ver con ella. En su voz eufórica había percibido una alegría que no tenía nada que ver con ella. Si hubiera tenido un hijo, ahora no me sentiría humillada por haberme desnudado ante un hombre que no me ama. Debía admitir que el dinero no había sido su única motivación para desnudarse en el estudio de Otto Öse, aunque necesitaba desesperadamente dinero y esperaba visitar a Gladys el fin de semana siguiente. Se había desnudado y humillado con la esperanza de que cuando Otto la viera desnuda, cuando contemplara su hermoso cuerpo juvenil y su hermosa cara juvenil llena de deseo, dejara de resistirse a amarla como había estado resistiéndose durante tres años. Norma Jeane se preguntó si Otto sería impotente. En Hollywood había descubierto la «impotencia masculina». Sin embargo, el hecho de que fuera impotente no impediría que la quisiera. Podrían besarse, mimarse, dormir abrazados por las noches. En realidad, sería más feliz con un hombre impotente. ¡Lo sabía!

Ya estaba completamente vestida. Con sus zapatos de tacón mediano.

Se miró en el espejo de la polvera, sucio de polvos, y sus ojos azules emergieron en él como peces diminutos.

—Sigo aquí.

Rió con su nueva risa ronca. Era cincuenta dólares más rica. Quizá su suerte, pésima durante los últimos meses, empezara a mejorar a partir de ahora. Tal vez aquello fuera una señal. Quién sabe…, el «arte» de los calendarios era anónimo. El señor Shinn se proponía conseguirle una audición con la Metro-Goldwyn-Mayer. Él no la había dado por perdida.

Sonrió en el pequeño espejo circular que sostenía en la palma de la mano.

—Muñeca, has estado estupenda. Fantástica.

Cerró la polvera y la guardó en el bolso.

Ensayó la manera de salir del estudio de Otto Öse con dignidad: Otto estaría ordenando, o habría servido un vaso de ron, o dos vasos de ron en los mugrientos frascos de mermelada, para celebrar la sesión; era uno de sus ritos, aunque sabía que Norma Jeane no bebía y mucho menos a esas horas. De modo que apuraría también el segundo vaso haciendo un guiño. Ella le sonreiría y agitaría la mano —«Gracias, Otto. Tengo que marcharme corriendo»— y saldría del estudio sin darle tiempo para protestar. Porque ya le había entregado los cincuenta dólares, que estaban a buen recaudo en su bolso. Y ya había firmado el contrato.

Pero Otto la llamó con su característica voz cansina:

—Eh, Norma Jeane, cariño. Quiero presentarte a un amigo. Un antiguo compañero de trincheras. Cass.

Norma Jeane salió de detrás del biombo chino, extrañada de ver a un desconocido detrás de Otto Öse. Un joven con una espesa melena negra y ojos de azabache. Era bastante más bajo que Otto y de constitución fuerte, delgado pero musculoso, como si fuera bailarín o gimnasta. Sonrió con timidez a Norma Jeane. ¡Se notaba que ella le atraía! Era el muchacho más apuesto que Norma Jeane hubiera visto fuera de una película.

Y aquellos ojos.

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