Blonde

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La mujer: 1949 - 1953 » Angela, 1950

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Angela, 1950

¿Quién es la rubia?, ¿quién es la rubia?, ¿quién es la rubia?

Eran voces masculinas. El público que asistía a la proyección estaba compuesto en su mayor parte por hombres.

Esa rubia, la «sobrina» de Calhern, ¿quién es?

La rubia guapa, la que está vestida de blanco, ¿quién es?

Esa rubia atractiva, ¿quién demonios es?

No eran voces que murmuraban en una fantasía, sino voces de verdad. Porque el nombre Marilyn Monroe no figuraba en el material publicitario repartido por la Metro-Goldwyn-Mayer. Las dos breves apariciones de la joven en la larga película no parecían lo suficientemente importantes para imprimir su nombre entre los de los actores principales. Norma Jeane tampoco lo esperaba. Se sentía más que agradecida porque aparecía (como Marilyn Monroe) entre los títulos de crédito del final de la película.

No era el nombre verdadero de una persona verdadera. Pero era el papel que me tocaba interpretar y deseaba interpretarlo con dignidad.

Pero después de la primera proyección de La jungla de asfalto, se oyó repetidamente la pregunta ¿Quién es la rubia?

I. E. Shinn estaba allí para informarlos:

—¿La rubia? Es mi cliente, Marilyn Monroe.

Norma Jeane temblaba de miedo. Escondida en el tocador de señoras. Encerrada con llave en un cubículo, donde, después de unos minutos angustiosos, consiguió mear con dificultad media taza de un líquido abrasador. Llevaba las piernas enfundadas en brillantes medias de nailon y el retorcido cinturón del liguero de raso blanco se le clavaba en el vientre. El elegante vestido de seda y gasa blanco, con finísimos tirantes, corpiño escotado y falda ceñida estaba fruncido ahora alrededor de las caderas y el dobladillo tocaba el suelo. La embargó el antiguo miedo infantil de ensuciarse la ropa: manchas de pis, de sangre, de sudor. Sudaba y temblaba. En la sala de proyección había tenido que esforzarse para liberar sus heladas manos de entre los férreos dedos de Shinn (que la apretaba con fuerza, sabiendo que estaba tan nerviosa como una potranca salvaje a punto de encabritarse) y había huido después de su segunda escena, en la cual, en el papel de Angela, había llorado, ocultado su bonita cara, traicionado a su amante —«el tío Leon»— y desencadenado unos acontecimientos que conducirían al suicidio del hombre maduro en una escena posterior.

Me sentía avergonzada y culpable. Como si de verdad fuera Angela y me vengara nada más y nada menos que del hombre que me amaba.

¿Dónde estaba Cass? ¿Por qué no había asistido a la proyección? Norma Jeane estaba loca de amor por él, de necesidad de él. ¿No le había dicho que acudiría, se sentaría a su lado y la cogería de la mano? Él sabía que aquella velada la tenía aterrorizada, y sin embargo no se había presentado. No era la primera vez que Cass Chaplin prometía a Norma Jeane el regalo de su esquiva presencia en un sitio público (donde los ojos de los demás se posarían en él primero con entusiasmo —¿Es él?—, luego con decepción —No, claro que no, debe de ser su hijo— y finalmente con curiosidad morbosa —¿Así que ése es el hijo de Chaplin? ¡Y de la pequeña Lita!—) y no aparecía. Después no se disculpaba ni daba explicaciones y era Norma Jeane quien acababa pidiéndole perdón por su propia angustia y ansiedad. Él le había dicho que ser hijo de Charlie Chaplin era una maldición que los demás, en su necedad, se empeñaban en ver como bendición. «Como si fuera el hijo del rey en un cuento de hadas.» Le dijo que el adorado Charlot era un asqueroso egoísta que detestaba a los niños, en especial a los suyos propios; después del nacimiento de Cass, Charlie había tardado un año en permitir que su jovencísima esposa le pusiera un nombre al niño, todo debido a un temor supersticioso de compartir su apellido con cualquiera, incluso con un ser de su propia sangre. Le contó a Norma Jeane que después de dos años de matrimonio, Chaplin se divorció de la pequeña Lita y lo desheredó a él, Charlie Jr., porque lo único que deseaba era la adulación de desconocidos y despreciaba el amor de su familia.

—Yo perecí en el mismo instante de mi nacimiento. Porque si tu padre no quiere que existas, no tienes el legítimo derecho de existir.

Norma Jeane no podía discrepar en este punto. Era verdad; ella lo sabía.

Pero al mismo tiempo pensaba con lógica infantil: Sin embargo, creo que yo le caería bien si me conociera. Porque tanto la abuela Della como Gladys eran grandes admiradoras del Pequeño Vagabundo. Y ella había crecido con aquellos ojos mirándola desde cualquier pared agujereada de cualquiera de las olvidadas «residencias» de su madre loca. Sus ojos. Mi alma gemela. Independientemente de la diferencia de edad.

Norma Jeane se arregló la ropa y salió de su refugio a la zona común del tocador de señoras, donde gracias a Dios no había nadie. Como una niña con la conciencia sucia, contempló su cara encendida en el espejo no de frente, sino de refilón, temiendo descubrir el vulgar y ansioso semblante de Norma Jeane en el hermoso rostro cosmético de Marilyn Monroe. O la mirada fija y ávida de atención de Norma Jeane en los ojos perfectamente maquillados de Marilyn Monroe. No parecía recordar que Norma Jeane también había sido espectacularmente bella; aunque su pelo era del color del agua de lavar los platos, los muchachos y los hombres la miraban por la calle y había llegado a donde estaba ahora gracias a la foto en Stars & Stripes. La despampanante rubia Marilyn Monroe era el personaje que debía interpretar, al menos esa noche, al menos en público; se había preparado cuidadosamente para ello, I. E. Shinn la había preparado cuidadosamente para ello, y no pensaba defraudarlo.

—Se lo debo todo al señor Shinn. Es un hombre bueno, amable y generoso —le había dicho a su amante.

Cass había reído y respondido con tono reprobador:

—I. E. Shinn es un agente, Norma. Un mercader de carne. Si perdieras tu buen aspecto, tu juventud y atractivo sexual, Shinn desaparecería.

Dolida, Norma Jeane tuvo la tentación de preguntar: ¿Y tú, Cass? ¿Qué harías tú?

Había un misterioso antagonismo entre I. E. Shinn y Cass Chaplin. Era probable que en el pasado el segundo hubiera sido cliente del primero. (Además de ser cantante, bailarín y coreógrafo, Cass tenía experiencia como actor; había interpretado numerosos papeles secundarios en películas de Hollywood como Can’t Stop Lovin’ You y Tres días de amor y fe, aunque Norma Jeane no recordaba haberlo reconocido en esas películas, que había visto hacía una eternidad, cogida de la mano de Bucky Glazer.) Después de la proyección, darían una fiesta privada en un restaurante de Bel Air y Norma Jeane había invitado a Cass, pero a I. E. Shinn no le había parecido buena idea.

—¿Por qué no? —preguntó ella.

—Porque tu amigo tiene mala fama en la ciudad.

—¿Por qué? —preguntó Norma Jeane, aunque adivinaba la respuesta.

—Por «izquierdista», por «subversivo». Y aunque en estos momentos eso entraña un riesgo importante —añadió Shinn—, no es todo. Ya has visto lo que ha pasado con su padre, que ha tenido que largarse del país más que por sus creencias, por su actitud. Es un arrogante y un imbécil. Y Cass es un borracho. Un fracasado, un gafe. Es hijo de Chaplin, pero no tiene su talento.

—Lo que dice es injusto, señor Shinn —protestó ella—, y usted lo sabe. Charlie Chaplin era un auténtico genio, pero un actor no tiene que ser forzosamente un genio.

El hombrecillo con aspecto de gnomo no estaba acostumbrado a que sus jóvenes clientes lo contradijeran, y mucho menos Norma Jeane, que era tímida y sumisa. ¡Cass Chaplin debía de estar corrompiéndola! La ancha y prominente frente de Shinn se frunció en un gesto de preocupación y sus ojos desorbitados reflejaron furia.

—Debe dinero a todo el mundo. Firma un contrato para un papel y luego no se presenta. O aparece bebido. Pide coches prestados y los estrella; les chupa la sangre a las mujeres, que a estas alturas deberían ser menos incautas, y a los hombres. No quiero que te vean con él en público, Norma Jeane.

—Entonces yo tampoco iré a la fiesta —exclamó ella.

—Claro que irás. El estudio espera a Marilyn y Marilyn estará allí.

Shinn habló en voz alta. Cogió a Norma Jeane de la muñeca y ella se tranquilizó en el acto.

Naturalmente, I. E. Shinn tenía razón. El contrato que había firmado con la Metro no la obligaba únicamente a interpretar el papel de Angela; también debía participar en la promoción de la película. Marilyn asistiría a la fiesta.

Con un deslumbrante vestido de seda y gasa por el que el señor Shinn había pagado cincuenta y siete dólares en Bullock’s, Beverly Hills: una prenda elegante y sugerente con un amplio escote y una falda ceñida que realzaba su figura. ¡Cincuenta y siete dólares por un vestido! Norma Jeane sintió el súbito impulso infantil de telefonear a Elsie Pirig. Su atuendo era tan sofisticado como el vestuario de Angela en la película, al que quizá pretendiera evocar.

—¡Oh, señor Shinn! ¡Es el vestido más bonito que he usado en mi vida! —Norma Jeane dio varias vueltas delante del espejo de tres lunas del elegante salón de la tienda mientras su acompañante la contemplaba fumando un cigarro.

—Bueno, el blanco te favorece, querida —Shinn estaba encantado con el aspecto de Norma Jeane y con las miradas que ésta atraía en la tienda. Las ricas, guapas y lujosamente vestidas señoras de Beverly Hills, muchas de ellas esposas de los ejecutivos de los estudios, los miraban con disimulo, preguntándose tal vez quién sería la despampanante starlet que acompañaba al temible I. E. Shinn—. Sí. El blanco te sienta muy bien.

Norma Jeane tomaba clases de dicción, de interpretación y de baile en la Metro, y, por muy nerviosa que estuviera, se la veía más segura en público. Por debajo del runrún de la conversación casi podía oír una lejana música de piano, una melodiosa música de baile. Si hubieran estado en una película, un musical, I. E. Shinn —con su chaqueta cruzada, el clavel rojo en la solapa y los brillantes zapatos puntiagudos— habría sido Fred Astaire y ahora se incorporaría de un salto para coger a Norma Jeane en sus brazos y bailar, bailar y bailar con ella ante la mirada embelesada de un público de dependientas y clientes.

Tras decidirse por el vestido de fiesta blanco, Shinn insistió en comprar, también en Bullock’s, dos trajes de treinta dólares para Norma Jeane. Ambos eran elegantes, con faldas de tubo y chaquetas entalladas. Además, le compró varios pares de zapatos de piel y tacón alto. Norma Jeane protestó, pero Shinn la interrumpió diciendo:

—Mira, ésta es una inversión en Marilyn Monroe. Cuando se exhiba La jungla de asfalto se convertirá en un valor en alza. Yo tengo fe en Marilyn, aunque tú no la tengas.

¿Hablaba en serio o en broma? Arrugó su cara de Rumpelstiltskin y le guiñó un ojo.

—Yo también tengo fe —aseguró Norma Jeane en voz baja—. Lo que pasa es que…

—¿Qué?

—Otto Öse me explicó que soy fotogénica. Eso es como un truco, ¿no? Un truco del objetivo de la cámara o del nervio óptico. Quiero decir que en realidad no soy lo que aparento. O sea…

Shinn soltó un gruñido de disgusto.

—Otto Öse, ese nihilista, ese pornógrafo. Ojalá te olvidaras de él.

—Claro, claro —se apresuró a decir Norma Jeane—. Ya lo he hecho.

Era verdad: no había vuelto a verlo desde que él la humillara pagándole cincuenta dólares por una sesión de desnudos; cuando él la telefoneaba y dejaba mensajes para ella en la casa de huéspedes, ella rompía las notas en trocitos y no devolvía las llamadas. No había visto las copias de Miss Sueños Dorados y parecía haber olvidado que había posado para un calendario. (Naturalmente, no se lo había contado al señor Shinn. No se lo había dicho a nadie.) Tras superar la prueba para actuar en La jungla de asfalto, se concentró exclusivamente en su interpretación y perdió todo interés en el trabajo de modelo, a pesar de que el dinero le habría ido de perlas.

—Mantente a distancia de Öse, Cass Chaplin y la gente de su calaña.

Shinn hablaba con vehemencia. En momentos como ése, moviendo exageradamente sus labios carnosos, parecía un viejo, un auténtico vejestorio, y su simpatía se esfumaba.

¿Qué quería decir con «la gente de su calaña»? Norma Jeane se estremeció al oír que Shinn despreciaba a su amante y por alguna razón misteriosa lo equiparaba al cruel fotógrafo con cara de halcón, un hombre que carecía de la sensibilidad y la nobleza de Cass.

—Pero yo quiero a Cass —murmuró—. Espero que algún día se case conmigo, pronto.

Shinn no la oyó o se negó a oírla. Se puso en pie, sacó su cartera de piel de cocodrilo, que medía el doble que una cartera de caballero normal, y dio instrucciones a la vendedora. Norma Jeane ahora se veía mucho más alta que él y tuvo que resistirse a la tentación de encorvarse para disimular la diferencia de estatura. Mantente erguida como una princesa, le aconsejó una voz sabia. Y pronto lo serás.

Habían hecho estas espléndidas compras un par de días antes de la proyección. Después, el señor Shinn acompañó a Norma Jeane a su nueva casa de huéspedes en Buena Vista y la ayudó a meter los paquetes. (Por suerte, Cass no estaba allí, despatarrado sobre la cama, deprimido, ni descansando en un círculo de sol invernal en el minúsculo balcón del fondo. El pequeño apartamento olía a él, al empalagoso aroma de su cuerpo, sus axilas y su gruesa melena azabache, siempre ligeramente húmeda. Pero si los peludos orificios nasales de Shinn percibieron ese olor, el agente tuvo el tacto o el orgullo suficientes para no demostrarlo.) Norma Jeane pensó que debía ofrecerle una copa antes de que se marchara, pero en la cocina no había más que unas cuantas botellas que pertenecían a Cass (whisky, ginebra, coñac) y que le daba miedo tocar. Por lo tanto, no invitó a Shinn a tomar un trago, ni siquiera le pidió que se sentara mientras ella preparaba café. ¡No, no! Quería que el feo hombrecillo se largara cuanto antes para probarse la ropa nueva frente al espejo y lucirla ante Cass cuando llegara. Mira. Mírame. ¿No te parezco bonita?

Dio las gracias a Shinn y lo acompañó a la puerta. Al ver que la mirada ansiosa del agente parecía esperar algo más, dijo con la voz grave y seductora de Marilyn:

—Gracias, papá.

Y se inclinó para depositar un beso ligero como una pluma en los labios del estupefacto hombrecillo.

Norma Jeane marcó el número de Cass en el teléfono del tocador de señoras. Era un número nuevo, ya que Cass estaba pasando unas semanas en casa de unos amigos en Montezuma Drive, en Hollywood Hills.

—Cass, atiende, por favor. Cariño, ya sabes cuánto te necesito. No me hagas esto. Por favor.

La proyección había terminado y el futuro de Norma Jeane estaba decidido. Desde el vestíbulo llegaba el runrún de una multitud de voces, pero era imposible que ella escuchara la reiterada pregunta de ¿Quién es la rubia? ¿Quién es la rubia? ni que imaginara siquiera este fenómeno. Entretanto, Shinn respondía con orgullo: La rubia es mi cliente, la señorita Marilyn Monroe.

Jamás habría adivinado que, después de esta legendaria proyección, el estudio decidiría incluir su nombre entre los de los protagonistas de La jungla de asfalto: Sterling Hayden, Louis Calhern, Jean Hagen y Sam Jaffe, todos dirigidos por John Huston.

—Cass, cariño, por favor —murmuraba ella al teléfono. Y al otro lado de la línea, el aparato sonaba y sonaba.

Amor a primera vista.

Loca de amor. ¡Condenada!

El amor penetra por los ojos.

Él la llamaba «Norma». Fue el único de sus amantes que la llamó así.

Nunca «Norma Jeane». Nunca «Marilyn».

(Norma Shearer había sido el ídolo de Cass en su infancia. La Norma Shearer de María Antonieta. La hermosa reina con su altísimo y ridículo moño adornado con piedras preciosas, vestida con sus mejores galas, capas y capas de una tela lujosa y tan rígida que prácticamente le impedía moverse; una mujer condenada a una muerte cruel, bárbara e injusta: ¡la guillotina!)

Ella lo llamaba «Cass». Cass, mi hermano, mi niño. Eran tan tiernos el uno con el otro como niños que previamente se han hecho daño practicando juegos bruscos. Sus besos eran lentos y llenos de curiosidad. Hacían el amor en silencio durante largas horas de ensueño, sin saber dónde estaban, en la cama de quién, cuándo habían empezado o cuándo y dónde terminarían. Uniendo sus acaloradas mejillas, desesperados por fundirse el uno en el otro, por ver a través de un solo par de ojos. Te quiero, te quiero, te quiero. Oh, Cass. Estrechando con fuerza al hermoso joven de cabello alborotado, como si fuera un premio arrebatado a otros brazos avariciosos. Aunque nunca había sido apasionada en el amor, ahora descubrió que podía serlo.

Jurando Te querré hasta que me muera. Y también después.

Cass rió y dijo: Hasta la muerte es suficiente, Norma. Un mundo por vez.

Norma Jeane no le contó que mucho tiempo antes él solía mirarla fijamente con sus maravillosos ojos desde el cartel de Luces de la ciudad. ¡Cuánto hacía que se había enamorado de aquellos ojos! ¿O acaso eran los ojos oscuros, pensativos pero joviales, del hombre cuyo retrato enmarcado colgaba de la pared de la habitación de Gladys? Te quiero. Te protegeré. No lo dudes nunca: algún día regresaré para buscarte. Una de las mayores sorpresas de su vida, una vida que tal como Otto Öse había predicho no sería larga pero sí enmarañada como un sueño y plagada de misterios como un puzle cuyas piezas encajan a la fuerza, fue el momento —un momento que en una película hubiera sido anticipado por una música emocionante, capaz de acelerar el pulso— en que salió de detrás del raído biombo chino del estudio de Otto Öse, sintiéndose rebajada, corrompida, humillada —¡todo por cincuenta miserables dólares!— y vio a Cass Chaplin sonriéndole. Ya nos conocíamos, Norma. Nos conocemos desde siempre. Ten fe en mí.

Un salto cinematográfico en el tiempo. Días, semanas y finalmente meses. Nunca convivirían (Cass sufría ataques de ansiedad o asma ante la sola idea de compartir casa con alguien; de mezclar la ropa de ambos en el armario o sus pertenencias en el cuarto de baño, por ejemplo, o de crear una historia común. ¡No podía respirar! ¡No podía tragar! No es que fuera digno hijo del Gran Dictador, incapaz de mantener una relación madura y responsable con una mujer; tampoco era un hipócrita cruel, vengativo y hedonista como el Gran Hombre; no, Cass no era así, tenía verdaderos síntomas físicos; Norma Jeane los observaba con horror en los momentos de intimidad y estaba ansiosa por hacerle saber ¡Yo no te asfixiaré! No soy esa clase de mujer), pero estaban siempre juntos (o casi, en función de la misteriosa agenda de Cass, compuesta de audiciones, visitas y largos paseos meditativos bajo la lluvia o el sol por la playa de Santa Mónica) cuando Norma Jeane no tenía que ir a los estudios de la Metro en Culver City.

Fue mi primera película de verdad. Me concentré en ella con toda mi energía. Y esa energía procedía de Cass, de un hombre que me amaba. Porque ya no estaba sola. Ahora éramos dos. La pareja me daba fuerzas.

Una quería creerlo. Tenía todas las razones para creerlo. Las palabras sonaban como si hubieran salido de un guión. Eran palabras preparadas, no espontáneas y en consecuencia, verosímiles. Igual que leer la escritura cuando una posee la clave, la sabiduría secreta. Igual que cuando se completa un puzle sin haber perdido ninguna pieza: todas encajan en su sitio. Y con cuánta naturalidad encajaban ellos en aquel dulce desmayo, en un delirio de dolorosa necesidad física, como si hubieran hecho el amor mucho tiempo antes, en la infancia. Como si la masculinidad y la femineidad no se interpusieran entre ambos. No necesitaban, por ejemplo, el turbador engorro de los condones. Los feos, apestosos, degradantes condones. Las «gomas», como los llamaba Bucky Glazer con su brutal llaneza. ¿No le había dicho también Frank Widdoes «usaré una goma, no te preocupes»? Pero Norma Jeane, sonriendo, con la mirada fija al otro lado del parabrisas, no lo había oído ni lo oiría, porque la frase no se repitió.

Ese lenguaje grosero disgustaba a Norma Jeane. Ella era una romántica. Porque su amante era hermoso como una mujer y cuando estaban el uno junto al otro frente al espejo, se ruborizaban y sus ojos se dilataban de amor y reían y se acariciaban mutuamente el pelo y habría sido imposible decir cuál de los dos era más bello y cuál de los cuerpos, más deseable. ¡Cass Chaplin! Le encantaba pasear con él y observar cómo las demás mujeres se quedaban prendadas de él (¡y los hombres también! Ah, lo veía). Detestaban que la ropa se interpusiera entre ellos, de modo que andaban por la casa desnudos siempre que podían. Cass era la Amiga del Espejo rediviva. Su amante era apenas un par de centímetros más alto que ella y tenía un torso suave y musculoso, cubierto en la zona del liso pecho por una pátina de fino vello oscuro, apenas más grueso que la delicada pelusilla de los antebrazos de Norma Jeane, y ella disfrutaba acariciando ese torso, los hombros, los tersos y fuertes brazos, los muslos, las pantorrillas; disfrutaba apartándole de la frente el cabello grueso, húmedo, aceitoso, y besando, besando, besando esa frente y los párpados, los labios, succionando la lengua para que entrara en su boca, mientras el pene de Cass se levantaba, presto, impaciente, cálido y temblaba en la mano de la joven como un ser con vida propia. Aquello no era un cruel sueño perverso sobre una herida sangrante entre sus piernas; aquello era el destino, sin desesperación. ¡Esos ojos!

Te enamoras instantáneamente y es como si siempre hubieras estado enamorada.

Un salto cinematográfico en el tiempo.

¡Clive Pearce!, pensó esa mañana.

Durante el ensayo había recitado su texto con torpeza y falta de expresividad.

¡Qué incómoda se sentía trabajando con el célebre y maduro Louis Calhern, que nunca la miraba a los ojos! ¿La despreciaba por ser una actriz joven e inexperta? ¿O ella lo desconcertaba? Mientras que en la audición Norma Jeane había dicho las frases de Angela con aparente espontaneidad, tendida inocentemente en el suelo, ahora que estaba de pie se sentía paralizada de miedo ante la magnitud del desafío. ¿Y si te equivocas? Si te equivocas. Te equivocarás. Entonces tendrás que morir. Si la echaban de la película, se vería obligada a destruirse, por más que estuviera locamente enamorada de Cass y deseara tener un hijo suyo en el futuro. «¿Cómo voy a abandonarlo?» También tenía la responsabilidad de Gladys, que seguía en el hospital de Norwalk. «¿Cómo voy a abandonarla? Madre no tiene a nadie más que a mí.»

Todas sus escenas con Calhern eran interiores, ensayadas y rodadas en un estudio de sonido de la Metro en Culver City. En la película, Angela y su «tío Leon» se encontraban solos, pero en la realidad, en el plató, estaban rodeados de desconocidos. Una sentía una extraña satisfacción al aislarse de estos individuos. Cámaras, asistentes, el propio director. Igual que en el orfanato, cuando se columpiaba alto, muy alto, olvidándose del resto del mundo. O cuando se dirigía a su mesa del bullicioso comedor sin ver ni oír nada. Aquélla era su arma secreta y nadie podría arrebatársela. Creía que Angela, su personaje, era ella misma, aunque atrofiada. Sin lugar a dudas, Norma Jeane contenía a Angela en su interior. Sin embargo, Angela era demasiado limitada para contener a Norma Jeane. ¡Todo se reducía a una cuestión de dominio! En el argumento de la película, Angela es un ser impreciso. Norma Jeane reparó con perspicacia en que la joven era una fantasía de su «tío Leon». (Y una fantasía de los guionistas, que eran hombres.) En la hermosa, etérea y rubia Angela, la inocencia y la vanidad son la misma cosa. No existe una verdadera motivación para el personaje, excepto un egoísmo infantil. Ella no provoca escenas ni intercambios dramáticos. No es un ser activo, sino meramente reactivo. Recita sus frases como una actriz aficionada, dando palos de ciego, improvisando, guiándose por el pie que le da el «tío Leon». No existe por sí misma. Ninguna mujer de La jungla de asfalto tiene vida propia, salvo la que le conceden los hombres. Angela es pasiva como un lago en el que otros ven sus reflejos, pero ella, personalmente, es incapaz de «ver». No es casual que en su primera escena, Angela aparezca acurrucada en un sofá, dormida, y que la veamos a través de los posesivos ojos de su amante maduro. ¡Oh!, debo de haberme quedado dormida. Pero incluso despierta, con los ojos muy abiertos en una continua expresión de asombro, Angela es una sonámbula.

Durante los ensayos, Calhern se impacientaba con Norma Jeane. ¡Era verdad que la despreciaba! El personaje del actor era Alonzo Emmerich, y estaba predestinado a volarse los sesos. Angela era su única esperanza de rejuvenecer y empezar una vida nueva: una esperanza vana. Me culpa a mí. No puede tocarme. En su corazón no hay amor, sino ira.

No encontraba la clave para entenderlo. La clave de las escenas que compartían. Norma Jeane sabía que si no conseguían trabajar bien juntos, la reemplazarían por otra actriz.

Ensayaba compulsivamente las escenas. Tenía pocas frases, casi todas en respuesta a las de «tío Leon» y más tarde a las de los policías que la interrogaban. Practicaba con Cass cuando éste se encontraba a su lado o estaba de humor para ayudarla. Él decía que quería que Norma Jeane triunfara. Que sabía lo que eso significaba para ella. (El «éxito» significaba poco para él, que era hijo del actor más famoso de todos los tiempos.) Sin embargo, enseguida se impacientaba con ella. La sacudía como a una muñeca de trapo para despertarla del trance de Angela. Se burlaba, tratando de disimular su furia.

—Por el amor de Dios, Norma Jeane. El director te guiará paso a paso en cada escena; así son las películas. No se trata de una verdadera interpretación, como en el teatro o como cuando estás a solas. ¿Por qué te esfuerzas tanto? ¿Por qué te vuelves loca? Estás sudando como un caballo. ¿Por qué le das tanta importancia?

La pregunta quedó suspendida en el aire. ¿Por qué le das tanta importancia? ¡Tanta importancia!

Sabía que no podía explicar a Cass su absurda motivación: Porque no quiero morir, porque la muerte me inspira terror. No puedo dejarte. Porque fracasar en su carrera de actriz equivalía a fracasar en la vida que había escogido para justificar su inexcusable nacimiento. Pero a pesar de encontrarse fuera de sí, percibía la falta de lógica de semejante razonamiento.

Se enjugó los ojos y rió.

—A diferencia de ti, yo no puedo decidir qué es verdaderamente importante para mí. No tengo ese poder.

Ayúdame a adquirir ese poder. Enséñame, cariño.

El insomnio de Norma Jeane empeoraba. Su cabeza era un continuo clamor en el que destacaban susurrantes voces burlonas y risas crueles, imprecisas y sin embargo familiares. ¿Eran sus jueces o los espíritus de los condenados que la esperaban? Angela era su única arma contra ellas. Sólo contaba con su trabajo —su interpretación—, su «arte». ¿Por qué le das tanta importancia? Permanecía en vela cuando estaba sola en su minúsculo apartamento, tendida en la cama de bronce que había comprado en la tienda del Ejército de Salvación, y también cuando Cass dormía con ella, en esa misma cama o en otra. (¡El escurridizo Cass Chaplin! El apuesto joven tenía muchos amigos en Hollywood, Beverly Hills, Hollywood Hills, Santa Mónica, Bel Air, Venice y Venice Beach, Pasadena, Malibú y cualquier otro sitio de Los Ángeles, y esos amigos, casi todos desconocidos para Norma Jeane, eran propietarios de apartamentos, bungalows, casas y mansiones en los que Cass era bien recibido a cualquier hora del día o de la noche. No tenía una dirección permanente. Sus posesiones, que se limitaban casi exclusivamente a prendas de vestir caras y regaladas, estaban desperdigadas en una docena de residencias y a menudo viajaban con él en un bolso de lona y una gran maleta raída con las iniciales «C. C.» grabadas en oro.)

Durante las horas de la madrugada, Norma Jeane se paseaba por la casa, descalza y temblorosa. Si Cass no estaba con ella, sufría y lo echaba de menos, pero si dormía a su lado, envidiaba su sueño, un sueño en el que no podía penetrar y durante el cual su amante la eludía. En momentos semejantes recordaba a su antigua amiga Harriet y a su hijita, Irina, que también había sido una hija para Norma Jeane. Harriet le había contado que ella también había padecido insomnio en la infancia y la adolescencia, pero que durante el embarazo no había hecho más que dormir y luego, después del nacimiento de su hija y la desaparición de su marido, dormía cuanto podía, un descanso tranquilo y sin sueños que Norma Jeane conocería algún día si tenía suerte. Si me quedara embarazada. Si tuviera un hijo. Ahora no, pero ¿cuándo? No imaginaba a Angela embarazada. De hecho, no podía imaginarla en circunstancias distintas de las del guión. Había repetido las frases de su personaje hasta que éstas perdieron el sentido, como incomprensibles palabras extranjeras aprendidas de memoria. Bastó una semana de rodaje para que empezara a sentirse agotada. Jamás habría adivinado que actuar fuera una experiencia tan fatigosa. ¡Como levantar su propio peso! Rompió a llorar, o quizá a reír. Se enjugó los ojos con las palmas de ambas manos.

Entonces Cass, el hermoso joven, salió desnudo y con el pelo alborotado al minúsculo balcón donde estaba ella y alargó una mano con dos píldoras blancas.

—¿Qué es eso? —preguntó Norma Jeane con recelo.

—Una poción que te ayudará a dormir, mi querida Norma. Que nos ayudará a dormir a ambos —respondió Cass besando la nuca húmeda de la joven.

—¿Una poción mágica? —preguntó Norma Jeane.

—Las pociones mágicas no existen. Pero ésta sí.

Norma Jeane se volvió de espaldas en un gesto de desaprobación. No era la primera vez que Cass le ofrecía sedantes. Barbitúricos, como los llamaban. O whisky, ginebra, ron. Y a ella le habría gustado ceder. Sabía que de ese modo complacería a su amante, que rara vez dormía sin tomar previamente píldoras, alcohol, o ambas cosas. Cass se jactaba de que el mero agotamiento no podía con él. Con su cálido aliento en el oído de Norma Jeane, rodeando sus pechos con un brazo, dijo:

—Un gran filósofo griego dijo que, de todos los estados del ser humano, no hay ninguno tan dulce como no haber nacido. Aunque yo creo que el estado más dulce es el sueño. Estás muerto, pero vivo. No existe otra sensación tan placentera.

Norma Jeane apartó a su amante con más fuerza de la que pretendía. En momentos como aquél, no amaba a Cass Chaplin. O lo amaba, pero le tenía miedo. Era el demonio en persona, tentándola. Sabía que la doctora Mittelstadt no aprobaría esa actitud. Ni la Ciencia Cristiana. Ni su tatarabuela Mary Eddy Baker.

—No, no me parece bien. Es un sueño artificial.

Cass rió, pero Norma Jeane rechazó su poción y permaneció en vela, ansiosa, mientras su amante dormía plácidamente. Al amanecer, la joven se preparó para ir al estudio y durante el largo día en Culver City estuvo irritable y nerviosa; se equivocó al decir las frases que tan bien conocía y reparó en la mirada crítica de John Huston, que sin duda estaría preguntándose si él, que nunca cometía errores al escoger el reparto, lo habría cometido con ella, de modo que esa noche Norma Jeane aceptó las dos cápsulas que Cass le ofreció y le puso solemnemente sobre la lengua, como si fueran hostias.

¡Y qué sereno y profundo fue su sueño esa noche! No recordaba haber dormido tan bien en toda su vida. Un sueño artificial pero saludable, ¿no? La poción era mágica, después de todo.

Y a la mañana siguiente, mientras ensayaba con Louis Calhern en el plató, Norma Jeane pensó: ¡Clive Pearce!

Atribuiría esta revelación a la poción mágica de Cass. Quizá no hubiera sido un descanso sin sueños. ¿Era posible que aquel hombre maduro se le hubiera aparecido en sueños?

Porque ahora creía verlo todo claro: Louis Calhern, el «tío Leon», era en realidad el señor Pearce. El señor Pearce en el papel de Alonzo Emmerich.

Hasta ese momento había visto al célebre Calhern como un extraño, cuando de hecho era el señor Pearce, que regresaba a ella: tenía aproximadamente la misma edad, aproximadamente el mismo contorno y figura y ¿no era acaso la ajada y apuesta cara de Calhern la cara de Clive Pearce con unos años más? Los ojos furtivos, la boca temblorosa y no obstante un porte altivo, o un resabio de orgullo; por encima de todo, cultivaba un tono ligeramente irónico. En los ojos de Norma Jeane debió de reflejarse una luz. Una corriente eléctrica debió de recorrer su ágil e inquieto cuerpo de niña. Era Marilyn —no, era Angela—, era Norma Jeane que interpretaba a Marilyn interpretando a Angela, como una muñeca rusa compuesta por muñecas pequeñas encerradas dentro de una más grande, que es la madre; en cuanto comprendió quién era el «tío Leon», se convirtió en una mujer dulce y seductora, tan ingenua y confiada como una niña. Calhern se dio cuenta en el acto. Era un experto en las técnicas de interpretación e imitaba emociones como si las señalara; no era un actor nato, pero advirtió el cambio en el acto. Y el director también. Al final de la jornada, él, que era parco en elogios y que hasta el momento prácticamente no había hablado con Norma Jeane, dijo:

—Hoy ha ocurrido algo, ¿verdad? ¿Qué ha sido?

Norma Jeane, que estaba muy contenta, meneó la cabeza en silencio y sonrió como si no lo supiera, porque ¿cómo explicárselo a él cuando era incapaz de explicárselo a sí misma?

Parte de su talento residía en que se dejaba dirigir. Podía leerme la mente. Las cosas habrían podido ser de otra manera, desde luego, y a mí me pareció un hecho accidental, como si hubiera arrojado semillas en el suelo y éstas hubieran brotado inesperadamente.

Su único beso. El de Norma Jeane y Clive Pearce. Él jamás la había besado en la boca, como hubiera deseado. Había tocado su cuerpo escurridizo, le había hecho cosquillas y (según creía) la había besado en sitios que ella no podía ver, pero nunca en los labios y ahora se derretía con su contacto, llena de deseo y al mismo tiempo inocente, virginal, porque era su alma la que se abría ante el hombre maduro y no su tenso cuerpo de mujer. ¡Oh! ¡Oh! ¡Te quiero! No me dejes nunca. Jamás perdonaría a Pearce por haberla engañado, por haberla llevado al orfanato para abandonarla allí; sin embargo, ahora que Pearce había vuelto a ella convertido en el distinguido abogado Alonzo Emmerich, en el «tío Leon», lo perdonó de inmediato y después del espectacular y conmovedor beso siguió pegada a él, los ojos de Angela brumosos y vehementes, los labios entreabiertos, mientras Louis Calhern, un veterano con décadas de experiencia, la miraba estupefacto.

Esa chica no actuaba. Era ella misma. Se había convertido en la Angela que quería mi personaje. En su deseo.

A partir de ese momento, Norma Jeane no volvió a preocuparse por Angela.

En el plató era una joven callada, respetuosa, atenta y perspicaz. Ahora que había resuelto el enigma de su personaje, le fascinaba ver cómo los demás resolvían el suyo, o batallaban con él. Porque actuar consiste en desentrañar una sucesión de misterios, ninguno de los cuales sirve para explicar los demás. Porque el actor es una sucesión de identidades unidas por la promesa de que, en la interpretación, todas las pérdidas son recuperables. Llamaba la atención el hecho de que la joven cliente rubia de I. E. Shinn, Marilyn Monroe, observara con tanto interés las escenas, ensayos y rodajes de los demás, presentándose en el plató incluso cuando no le tocaba trabajar.

Utilizó la cama para medrar. Empezando con Z y con X. También estaba Shinn, por supuesto. Y Huston, desde luego. Y los productores. Y Widmark. Y Roy Baker. Y Sol Siegel, y Howard Hawks. Y cualquier otro nombre que se os ocurra.

Norma Jeane creía que en presencia de los grandes actores sus poros podían absorber sabiduría. Que el mero contacto con un gran director le enseñaría a «dirigir». Porque Huston era un genio; de él aprendió la verdad esencial del cine: que lo importante no es lo que ocurra en una escena, sino lo que se ve. Lo que eres o dejas de ser es irrelevante; lo único que importa es lo que proyectas en la película. La película te redimirá y sobrevivirá a ti. Por ejemplo, Jean Hagen, que interpretaba el papel de la amante de Sterling Hayden, en el plató exudaba personalidad y era apreciada por todos. En la pantalla, sin embargo, su personaje parecía una mujer demasiado sentimental, nerviosa y poco seductora. Yo habría interpretado el papel más despacio, con mayor profundidad, pensó Norma Jeane. Le falta misterio.

La joven y rubia Angela, por el contrario, rebosaba misterio a pesar de su superficialidad. Porque nadie podía asegurar que esa superficialidad no fuera, más bien, una profundidad inconmensurable. ¿Manipula al embobado viejo con su inocencia? ¿Se propone destruir a su «tío»? La irritante falta de expresión en su rostro era el espejo en el cual los demás, el público incluido, podían mirarse.

Norma Jeane estaba emocionada, eufórica. ¡Ya era una actriz! Nunca volvería a dudar de sí misma.

Sorprendió a John Huston al preguntarle si volvería a filmar escenas con las que él estaba satisfecho. El director preguntó por qué y ella respondió:

—Porque sé que podría hacerlas mejor.

Estaba nerviosa, pero llena de determinación. Y sonreía. Marilyn sonreía continuamente. Marilyn hablaba en voz baja, grave y sensual. Marilyn casi siempre se salía con la suya. Aunque Louis Calhern estuviera satisfecho con su propia interpretación, aceptó repetir el rodaje, fascinado por Marilyn. Y así fue: la interpretación de la joven mejoró en cada toma nueva.

El último día de rodaje, John Huston dijo con ironía:

—Bueno, Angela, nuestra jovencita ya es toda una mujer, ¿eh?

No volveré a dudar de mí misma. Soy una actriz. Estoy segura. Puedo serlo. ¡Lo seré!

Sin embargo, a medida que se acercaba la fecha del preestreno, los antiguos temores volvieron a asaltar a Norma Jeane. Porque por muy satisfecha que se sintiera con su papel y por muchas alabanzas que hubiera recibido de sus compañeros, aún debía enfrentarse a un vasto mundo de desconocidos con opiniones propias, entre los cuales se encontraban profesionales del cine y críticos de Hollywood que no sabían nada de Norma Jeane Baker y le concederían la misma importancia que a una hormiga solitaria que se cruza en el camino, un insecto que podían pisar de manera accidental e involuntaria. ¡Y adiós, hormiga!

Norma Jeane confesó a Cass que se sentía incapaz de asistir al preestreno y, menos aún, a la fiesta que se celebraría a continuación. Cass se encogió de hombros y respondió lo harás, es lo que se espera de ti. Norma Jeane insistió: ¿y si le entraban náuseas? ¿Y si se desmayaba? Cass volvió a encogerse de hombros. Era imposible precisar si se alegraba por Norma Jeane o sentía envidia, si le molestaba o le entusiasmaba que ella trabajara con un director de la talla de Huston. (¿Y su carrera? Norma Jeane no le preguntaba cómo habían ido sus entrevistas, audiciones o citas. Sabía que Cass era sensible y malhumorado. Él mismo reconocía con sarcasmo que se ofendía tan fácilmente como el Gran Dictador. Había aceptado un pequeño papel en un musical de la Metro, pero había cambiado de idea pocos días después, al enterarse de que habían ofrecido un papel más importante a un rival, otro joven bailarín.) Norma Jeane se acurrucó contra el pecho de Cass y ocultó la cara en su cuello. Ahora él era más hermano que amante, un hermano gemelo capaz de protegerla del mundo. ¡Cuánto le habría gustado refugiarse entre sus brazos! Esconderse allí para siempre.

—No lo dices en serio, Norma —dijo Cass acariciándole distraídamente el pelo, enganchándose las uñas en su pelo—. Eres una actriz, hasta es posible que seas una buena actriz, y las actrices quieren que las vean y que las amen. Necesitan el amor de las multitudes, y no sólo el de un hombre solitario.

—No, Cass, cariño, no es verdad —protestó la joven—. eres lo único que quiero.

Cass rió. Enganchándose las uñas mordidas en el pelo de Norma Jeane.

Sí; ella hablaba en serio. Se casaría con él, tendría un hijo suyo, viviría con él y para él en Venice Beach, por ejemplo. En una casita estucada con vistas al canal. El hijo de ambos, un niño de alborotado cabello moreno y hermosos ojos azabache, dormiría en una cuna situada junto a la cama de matrimonio. Y a veces en la cama, entre los dos. Un pequeño príncipe. El bebé más hermoso del mundo. ¡El nieto de Charlie Chaplin!

—Abuela Della, no vas a creer lo que tengo que decirte —dijo Norma Jeane con voz quebrada por la emoción—. ¡No lo creerás! Mi marido es el hijo de Charlie Chaplin. Fue amor a primera vista y estamos locos el uno por el otro. Mi hijo es el nieto de Charlie Chaplin. ¡Tu bisnieto, abuela!

La robusta anciana miró a Norma Jeane con incredulidad. Después esbozó una sonrisa y finalmente soltó una carcajada. Nos has sorprendido a todos, Norma Jeane. Estamos muy orgullosos de ti, cariño.

Y Gladys aceptaría a su nieto, aunque se hubiera negado a aceptar a su nieta. Después de todo, era una suerte que les hubieran arrebatado a Irina.

Cuando te llega la hora, te llega. Puede ocurrir rápidamente o no. A través de una estrecha ventana del bungalow de Montezuma Drive vio el ágil cuerpo desnudo andando sobre la alfombra. Era Cass Chaplin, ajeno a su presencia. El muchacho se inclinó sobre el piano y tocó varios acordes, una débil y fluida cascada de notas tan hermosas como las de Debussy o Ravel, sus compositores favoritos, y luego pareció apuntar algo o escribir la melodía en un cuaderno de música. Durante la última semana de rodaje de Norma Jeane en Culver City, Cass pasó varios días en una casa situada al otro lado de Olympic Boulevard, trabajando en una composición y una coreografía de ballet. (El bungalow colonial, rodeado de una selva de palmeras raquíticas y descuidadas enredaderas, era propiedad de un guionista que figuraba en la lista negra y se había exiliado a Tánger.) Cass le había dicho a Norma Jeane que la música había sido su primer amor y deseaba volver a dedicarse a ella.

—La interpretación no es lo mío. Yo no soy actor, porque no me interesa encarnar a otros. Quiero encarnar la música, que es pura.

Siempre que había un piano cerca, Cass interpretaba fragmentos de sus composiciones para Norma Jeane y a ella le parecían preciosas. También bailaba para la joven, aunque medio en broma y durante pocos minutos. Ahora, de pie en el sendero cubierto de hojas de esta casa casi desconocida, Norma Jeane miró a través de la ventana la figura espectral de su amante y sintió la sangre palpitando en su cabeza. No debo interrumpirlo. No estaría bien.

Me odiará si descubre que lo he estado espiando, pensó. No puedo arriesgarme.

Se ocultó al otro lado del sendero y durante cuarenta minutos escuchó como en un trance los acordes, las notas que subían y bajaban de volumen. El tiempo se detuvo y ella deseó que siguiera así eternamente.

Cuando te llega la hora.

Shinn en el papel de transmisor de la verdad. Bajando su ronca voz para decirle que, al contrario de lo que Chaplin Jr. pretendía hacerle creer a ella, Chaplin Sr. había entregado una pequeña fortuna a su ex mujer y a su hijo. Los abogados lo habían obligado.

—Naturalmente, no queda nada de ella —dijo Shinn con una sonrisa burlona—. La pequeña Lita se la pulió hace veinticinco años.

Norma Jeane miró sin parpadear a su agente. ¿Cass le había mentido? ¿O ella le había entendido mal?

—Entonces es lo mismo —balbuceó—. Su padre lo desheredó y lo abandonó. Está solo.

—Tan solo como cualquiera de nosotros —replicó Shinn con una risita desdeñosa.

—Su padre lo ha ma-maldecido y es una maldición doblemente cruel porque procede del gran Charlie Chaplin. ¿Es que le resulta imposible sentir compasión, señor Shinn?

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