Blonde

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La mujer: 1949 - 1953 » La transacción

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La transacción

No fui yo. Todas esas veces. Fue mi destino. Como un cometa que se aproxima a la Tierra, como la fuerza de gravedad. Es imposible resistirse. Por mucho que lo intentes, no lo consigues.

Finalmente, W mandó llamar a Norma Jeane. Ahora que ella era Marilyn. Después de tantos años.

Ella conocía la razón: en La Productora contemplaban la posibilidad de contratarla para una película titulada Niebla en el alma. Se había presentado a la audición, y según decían, había estado «brillante». Ahora esperaba. I. E. Shinn también esperaba. La había citado W, el protagonista masculino.

¿Por qué había estado pensando obsesivamente en Debra Mae durante las últimas cuarenta y ocho horas? No tenía sentido. La muerte no existe, y sin embargo los muertos siguen muertos. Pensar en ellos era perjudicial. Seguro que no desean nuestra compasión, se dijo Norma Jeane.

Se preguntó si W habría citado alguna vez a Debra Mae. O N, D o B. Z, le constaba, había mandado llamar alguna vez a la chica muerta. Pero Z también la había llamado a ella, que no estaba muerta.

—Hola, Marilyn.

La miraba con expresión sincera. Con su sonrisa torcida. Siempre es sorprendente ver a las estrellas de cine en persona. Ahí estaba W, con su sonrisa de tenorio, una sonrisa perversamente sensual. Imaginabas sus punzantes dientes caninos. Adivinabas su aliento jadeante y ardiente, capaz de quemar. De hecho, era un hombre apuesto con una cara delgada como un hacha y unos ojos provocativamente entornados. Detesta a las mujeres. Pero puedes conseguir que te ame a TI. Ella era tan bonita y tierna: un bombón. Un pastelillo de crema. Algo que merecía chuparse vigorosamente con la lengua en lugar de masticarlo y tragarlo. ¿Tendría piedad de ella? ¿Querría ella su piedad? Tal vez no. Sin perder un segundo, W rodeó con los dedos el tembloroso antebrazo desnudo de la joven. La piel de ella era del color de la nata, mucho más pálida que la de él. Los dedos de W eran fuertes y tenían manchas de nicotina. Norma Jeane se estremeció. Sintió una punzada en la boca del estómago. Una súbita humedad en cierta parte de su cuerpo. Los hombres eran los adversarios, pero una debía conseguir que el adversario la deseara. Y estaba ante un hombre que no era tierno como V, su amante secreto. Estaba ante un hombre que no era su alma gemela, como Cass Chaplin.

—Hace mucho que no nos vemos, ¿eh? Excepto en los periódicos.

En sus películas, W casi siempre era el asesino. Un asesino admirable, porque disfrutaba matando. Un muchacho demasiado alto y desgarbado con ojos pícaros y una sonrisa torcida y sensual. Con una risa bobalicona y estridente. En su debut cinematográfico, W había empujado por las escaleras a una anciana inválida. Ríe mientras la silla de ruedas cae por la escalera, se estrella y la mujer grita ante el objetivo de la cámara que enfoca la escena en una parodia de horror. Joder, sabes que siempre quisiste empujar a una vieja tullida por las escaleras; ¿cuántas veces deseaste empujar a la puta de tu madre por las escaleras para que se rompiera el cuello?

Estaban en la planta baja de un edificio de apartamentos en La Brea, cerca de Slauson. No era una zona de Los Ángeles que Norma Jeane conociera bien. Más tarde, dolorida y avergonzada, no la recordaría con claridad. Como no recordaría muchos apartamentos, bungalows, suites de hotel, «cabañas» y casas de fin de semana en Malibú durante los primeros años de lo que suponía sería su carrera o, en cualquier caso, su vida. Los hombres dominaban Hollywood y era preciso aplacarlos. No era una verdad profunda. Era una verdad banal y en consecuencia, fiable. Igual que no existe el mal, no existe el pecado, no existe la muerte. Ni el dolor. El apartamento, con las ventanas oscurecidas por espigadas palmeras, estaba austeramente amueblado, como un sueño en el que los contornos están vacíos. Un piso prestado. Un piso compartido. No había alfombras sobre el arañado suelo de madera. Unas pocas sillas desperdigadas, un teléfono solitario sobre el alféizar de la ventana, cubierto de cadáveres de insectos. Una página arrancada de Variety con un titular que contenía las palabras «esqueleto tuerto», a menos que fuera «esqueleto muerto». En la sombría habitación del fondo, una cama. Un colchón de aspecto flamante que alguien había cubierto con una sola sábana, en apariencia con prisas, aunque quizá fuera distraídamente, en un estado de ensoñación. Qué alivio supone para el frenético discurrir de la mente encontrar significados y motivaciones. La joven empezaba a entender que el mundo es un gigantesco poema metafísico cuya invisible forma interior es idéntica a su forma visible y tiene exactamente el mismo tamaño. Con sus tacones de aguja y su vestido floreado, como una foto de portada de Family Circle, Norma Jeane pensaba que quizá la sábana estuviera limpia o acaso no (una mujer de veintiséis años, casada a los dieciséis, era forzosamente realista). En el pequeño y apestoso lavabo habría toallas, quizá limpias o acaso no. Sabía lo que vería en la papelera de mimbre, enrollado y endurecido como un fósil de caracol, así que ¿para qué mirar?

Ahora rió y se volvió con encantadora torpeza.

—Oh. ¿Qué…? —para que W pudiera sujetarla, reconfortarla con un protector ademán masculino.

—No es nada, pequeña. Sólo…, ya sabes, bichos.

Con el rabillo del ojo, Norma Jeane vio la vertiginosa fuga de unas cuantas cucarachas brillantes como trozos de plástico negro. No eran más que cucarachas (y ella tenía muchas en casa), pero su corazón se aceleró, alarmado.

W chasqueó los dedos en la cara de la joven.

—¿Estás soñando despierta, guapa?

Norma Jeane se sobresaltó y rió. Su primer reflejo era siempre sonreír o reír. Al menos lo hizo con su nueva voz, grave y seductora, en lugar de soltar los ridículos chillidos de antes.

—No, no, no… —farfulló, improvisando como en una clase de interpretación—. Sólo pensaba que aquí no hay serpientes de cascabel. Hay que dar gracias por ello, porque no hay ninguna serpiente de cascabel en esta habitación, ¿no? Ni esperando en la cama, ¿verdad?

Más que una afirmación, era una pregunta llena de ansiedad. En presencia de hombres como W, una sólo hacía afirmaciones en forma de preguntas. Era una demostración de buenos modales, de tacto femenino. W la recompensó con una sonora carcajada.

—Eres la monda, Marilyn o… Norma. ¿Qué nombre prefieres?

Entre ellos se respiraba una fuerte tensión sexual. Los provocativos ojos de W recorrieron la figura de la chica: los pechos, el vientre, las piernas, los delgados tobillos desnudos sobre las altas sandalias de tacón. Se clavaron en su boca. Era evidente que W sabía apreciar su sentido del humor. A menudo, el extraño sentido del humor de Norma Jeane sorprendía a los hombres, que no esperaban nada semejante de Marilyn, una rubia dulce y bobalicona con la inteligencia de una niña de once años precoz. Porque era un sentido del humor parecido al de ellos. Mordaz e imprevisible, como encontrar cristales al morder un pastelillo de nata.

W le contó con entusiasmo una anécdota sobre una serpiente de cascabel. En la temporada en la que aparecían estas serpientes, todo el mundo tenía alguna historia que contar al respecto. Los hombres competían entre sí, pero era indispensable contar con oyentes femeninas. Norma Jeane no pensaba ya en Debra Mae; ahora le atormentaba la visión de una serpiente de cascabel introduciendo su hermosa cabeza con forma de porra, su oscilante lengua y sus ponzoñosas mandíbulas en eso que se llama vagina, su vagina, que no era más que un corte vacío, una nada, igual que el útero es un globo vacío que debe llenarse para cumplir su destino. Hizo un esfuerzo para escuchar a W, que trabajaría con ella si la contrataban. Si la contrataban. Procuró imprimir a su preciosa cara de muñeca una expresión que convenciera a aquel idiota de que no había vuelto a distraerse y le prestaba atención.

Quiero interpretar a Nell. Soy Nell. No podrás separarme de ella. Te robaré la película ante tus propias narices.

W le preguntaba si recordaba cómo se habían conocido en Schwab’s. Claro que lo recordaba, respondió Norma Jeane con dulzura. ¿Cómo olvidarlo?

—Pe-pero ¿esa mañana iba acompañada por mi amiga Debra Mae? ¿O alguna otra mañana?

Las palabras surgieron inesperadamente de su boca. Ya no podía retirarlas.

W se encogió de hombros.

—¿Quién? No —estaba tan cerca, que ella podía olerlo. Un inconfundible olor a sudor y a tabaco—. Así que crees que podemos trabajar juntos, ¿eh?

—Pues sí, cre-creo que podríamos. Claro.

—Te vi en La jungla de asfalto y en… ¿cómo se llamaba la otra? Ah, sí, Eva. Me quedé impresionado.

Norma Jeane sonreía con tanto esfuerzo que empezó a temblarle la mandíbula.

Se miraron largamente. No había música de película; sólo el rumor del tráfico y del correteo de las cucarachas. ¿O lo estaba imaginando?… Pero ella lo sabía. Una siempre lo sabe. Esa mirada decía con elocuencia quiero follarte. No serás una calientabraguetas, ¿no? W sería el único actor famoso en la película, así que tenía derecho a elegir a su coprotagonista. D, el productor, informaría a Norma Jeane de la decisión de W. Si éste daba su visto bueno, la siguiente entrevista sería con D. ¿O no? Naturalmente, también estaba el director, N, pero puesto que éste trabajaba a las órdenes de D, su opinión no sería decisiva. Asimismo, había que contar con B, un ejecutivo del estudio. Lo que se decía de B hacía que una no quisiera saber nada más de él. No existe el mal, no existe el pecado, no existe la muerte. No existe la fealdad, a menos que permitamos que nuestros ignorantes ojos nos traicionen.

¿Y si el señor Shinn estaba al tanto de esta cita con W? (¿Era posible que se hubiera enterado?) Norma Jeane se avergonzaba de sí misma porque había rechazado su proposición de matrimonio después de haber fingido aceptarla en un principio. ¡Estaba loca! A partir de aquel día horrible, Isaac Shinn adoptó una actitud brusca y expeditiva y se comunicaba con ella principalmente por teléfono o a través de su secretaria. Ya no la llevaba a cenar a Chasen’s ni al Brown Derby. No había vuelto a inventar malos y encantadores pretextos para «dejarse caer» por el apartamento de la chica. Dios, Shinn había llorado como ella jamás había visto llorar a un hombre adulto. Le había roto el corazón. No puedes romperle el corazón a un hombre más que una vez. Ella no se proponía engañarlo; sencillamente, se había trastornado al oírle decir que era judío. La angustia la había embargado al ver a I. E. Shinn deshecho en lágrimas. Esto es lo que hace el amor. Incluso a un hombre. Incluso a un judío.

A pesar de todo, el agente le había enviado el guión de Niebla en el alma. Todavía quería que Marilyn Monroe fuera su cliente. Le dijo que lo mejor de la película era el título. El guión era pretencioso y melodramático, con horrorosos toques «cómicos», pero si ella conseguía el papel de Nell, sería su primer trabajo como protagonista. Compartiría cartel con Richard Widmark. ¡Widmark! Era un papel serio y dramático, en lugar de la habitual bazofia de rubia tonta.

—Encarnarías a una niñera psicótica —explicó Shinn.

—¿Una qué? —preguntó Norma Jeane.

—Una niñera esquizofrénica que se propone arrojar a una niña por la ventana —respondió Shinn riendo—. La ata y la amordaza. Es un trabajo arriesgado. No tendrás grandes escenas de amor con Widmark, que hace de pelele, pero lo besarás una vez. Hay tensión sexual y Widmark lo hará bien. La tal Nell, la niñera, trata de seducirlo porque lo confunde con un antiguo novio suyo, un piloto que de hecho murió durante la guerra en el Pacífico. Vamos, un dramón lacrimógeno. Es asquerosamente cursi, pero nadie se dará cuenta. Al final, Nell amenaza con cortarse el cuello con una navaja de afeitar. Los polis la encierran en un manicomio. Widmark se queda con otra mujer. Pero tendrás más escenas que nadie en la película y una oportunidad para actuar de verdad, por fin.

Shinn trataba de imprimir entusiasmo a su voz, que sin embargo no sonaba sincera a través del teléfono. Era una voz sensata, sobria. La voz ronca y áspera de un hombre maduro. Una voz abotonada hasta el cuello en una chaqueta de punto. Una voz bifocal. ¿Qué había pasado con el feroz Rumpelstiltskin? ¿Acaso su magia había sido fruto de la imaginación de Norma Jeane? ¿Y qué le ocurriría a la Bella Princesa, su creación, si Rumpelstiltskin estaba perdiendo sus poderes?

Él me conocía: yo era la Pobre Doncella. Todos me conocían.

Diciendo con tono afable: «Eres libre para marcharte en cualquier momento».

—Cariño. Hemos conseguido el papel.

Habían pasado tres días y un radiante I. E. Shinn hablaba con ella por teléfono.

Norma Jeane apretó con fuerza el auricular. No se encontraba bien. Había estado leyendo unos libros que le había dejado Cass: El manual del actor y la vida del actor, repleto de anotaciones, y Diario, de Nijinsky. Cuando quiso hablar con Shinn, le falló la voz.

—¿Estás despierta, nena? —preguntó Shinn, molesto—. Acabo de decirte que te han dado el papel de protagonista. El de la niñera. Widmark ha pedido que lo hagas tú. ¡Lo hemos conseguido!

Uno de los libros cayó al suelo. El lápiz, con la punta perfectamente afilada, rodó por la alfombra.

Norma Jeane trató de aclararse la garganta. De soltar lo que fuera que tuviera atascado en ella.

—Es una buena noticia —murmuró con voz ronca.

—¿Una buena noticia? ¡Es estupenda! —replicó Shinn con tono acusador—. ¿Hay alguien contigo? No pareces muy contenta, Norma Jeane.

No había nadie con ella en el apartamento. V llevaba varios días sin llamarla.

—Lo estoy. Estoy contenta —empezó a toser.

Shinn siguió hablando con entusiasmo mientras ella tosía. Parecía haber olvidado su desengaño amoroso. Su humillación. Nadie hubiera dicho que era un hombre de cincuenta y dos años y que moriría pronto. Norma Jeane consiguió aclararse la garganta y escupió un esputo verdoso en un pañuelo de papel. Una sustancia similar le nublaba la vista. Durante días, había bloqueado sus senos frontales, ascendido y penetrado en los resquicios de su cerebro y formado una pasta dura entre sus dientes.

—No pareces contenta, Norma Jeane —protestó el agente—. Me gustaría saber por qué coño no te alegras. Me he roto el culo para dejarte bien ante D en La Productora y lo único que me dices es «ajá, estoy contenta» —imitó una voz que Norma Jeane supuso sería la suya, una vocecilla nasal de niña quejica. Hizo una pausa, respirando ruidosamente.

Norma Jeane podía verlo al otro lado de la línea telefónica: los ojos brillantes como piedras preciosas, la prominente nariz con sus peludas ventanas abriéndose y cerrándose, la enfurruñada boca blanda como un puré. Esa boca que había sido incapaz de besar. Cuando él se había acercado con esa intención, ella había dado un respingo y retrocedido gritando: Lo lamento. No puedo. No puedo amarlo. Perdóneme.

—Mira, Nell será dinamita. Vale, el personaje no es muy sesudo y el final es horroroso, pero será tu primer trabajo como protagonista. Es una película seria. Por fin Marilyn empezará a brillar. ¿No me crees? ¿Acaso dudas de la palabra de tu único amigo?

—¡Oh, no! No —Norma Jeane volvió a escupir en el pañuelo y lo hizo un bollo rápidamente, sin mirarlo—. Yo jamás dudaría de usted, señor Shinn.

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