Blonde

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La otra vida: 1959 - 1962 » Las confidencias de Whitey

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Las confidencias de Whitey

En el espejo, ¡Whitey lloraba!

—¿Qué pa-pasa, Whitey? —tartamudeó ella.

Muerta de vergüenza, sospechando que lloraba por compasión hacia ella. Su maquillador le tenía lástima.

Era tarde. Una mañana de abril, salvo que fuese ya mayo. En la tercera semana de rodaje. No, debía de ser más adelante, un par de semanas después. Al principio había creído que estaba en su día libre, pero se había dado cuenta de su error cuando el intrépido Whitey llegó a las siete y media de la mañana, como sin duda habían quedado. Nico, el masajista, se había marchado poco antes; una coincidencia, o quizá no fuera una coincidencia, porque los dos eran géminis. Nico también era insomne. Nico por la noche; Whitey de madrugada. Nunca necesitó decirles No contéis mis secretos, ¿eh? Ellos no sólo la conocían desnuda; conocían su alma.

Ahora Whitey lloraba, ¿por qué?

Oh, era culpa de ella, ¿verdad? Lo sabía.

¡Era tarde! Siempre era tarde. Supo sin mirar el reloj que era tarde. Aunque las cortinas estaban echadas, tétricamente grapadas a los marcos de las ventanas, impidiendo el paso del menor haz de luz. Gritaría de dolor si, tras aproximarse ligeramente al sueño, tenía que soportar el más delgado rayo de sol en su dormitorio, perforándole los párpados como agujas y devolviéndola a su agitada vigilia. Nico tropezaba en la oscuridad, de buen humor a pesar de su torpeza; Whitey, cuya entrada significaba el final de la noche, estaba obligado a encender la lámpara de bajo voltaje situada sobre la mesita de noche, su ama le había dado permiso para hacerlo. En las peores mañanas, Whitey se sentaba en la cama con su equipo y empezaba los preliminares (limpieza profunda, tonificación e hidratación) mientras ella permanecía tendida boca arriba, flotando en una nube onírica. Pero ésta no era una mala mañana, ¿no?

Sin embargo, Whitey lloraba. Aunque estoicamente, como lloran los hombres, procurando no gemir ni hacer muecas; sólo lágrimas deslizándose por sus mejillas y delatando su dolor.

—¿Qué pa-pasa, Whitey?

—Señorita Monroe, por favor. No estoy llorando.

—Vamos, Whitey, eso es mentira. Estás llorando.

—No, señorita Monroe, no.

Whitey, el obcecado. Whitey, el intrépido maquillador. No recordaba exactamente cuánto tiempo hacía que había empezado con su trabajo esa mañana, pero debía de hacer al menos dos horas, porque ella había consumido seis tazas de café negro, mezclado con tranquilizantes y unas gotas de ginebra (un hábito que había adquirido en Londres, durante el rodaje de otra película maldita), y Whitey se había bebido un litro de zumo de pomelo sin azúcar (directamente de la botella, al estilo de un borracho, con la nuez moviéndose en el cuello). Whitey, que jamás le preguntaría a su ama: Señorita Monroe, ¿qué le pasó después del viaje a Nueva York en abril? ¡Ay!, ¿qué le pasó? Whitey, tan discreto con los asuntos de los demás como con los suyos propios.

Whitey, con sus dedos hábiles y sus bolas de algodón mojadas en tónico astringente. Sus aceites calmantes, rizadores de pestañas, minúsculos cepillos y lápices, pastas, coloretes, y polvos que hacían magia, o casi hacían magia. Esta mañana llevaba horas trabajando y ella era sólo parcialmente MARILYN MONROE en el espejo. En mañanas tan gafes, ella no podía salir de su casa, no se atrevía a abandonar el dormitorio, hasta que aparecía MARILYN MONROE. No exigía una MARILYN MONROE perfecta, pero sí una respetable y reconocible MARILYN MONROE. Una persona de la que nadie pudiera decir con asombro en la calle, en La Productora o en el estudio de sonido: «Oh, Dios mío, ¿ésa era Marilyn Monroe? ¡No la había reconocido!». La actriz tenía treinta y nueve de fiebre, a causa de un virus que le bullía en la sangre. Tenía la impresión de que su cabeza estaba llena de helio. A pesar de la fuerte medicación, la fiebre continuaba. ¿Quizá tuviera la malaria? ¿Se la habría contagiado el Presidente? (¿O estaría embarazada?) Uno de sus médicos de Brentwood le había dicho que debía ingresar en el hospital porque tenía los glóbulos blancos muy bajos, pero entonces ella había dejado de ir a verlo. Prefería a los psiquiatras, que nunca la examinaban pero le prescribían pastillas: su interpretación de los problemas de la actriz era teórica, freudiana. Lo que equivale a decir mítica, legendaria. Una persona tan hermosa como usted no tiene motivos para ser desgraciada, señorita Monroe. Y con su talento. Creo que ya lo sabe, ¿no? Dos días la semana anterior y otros tres seguidos en ésta, Whitey había llamado a La Productora para comunicarle a C, el director, que la señorita Monroe estaba enferma y no podría ir a trabajar; otros días llegaba con horas de retraso, tosiendo, con los ojos rojos y la nariz goteando o, sorprendentemente, como la radiante y maravillosa MARILYN MONROE.

A veces, la sola visión de MARILYN MONROE en el plató hacía que el equipo de producción prorrumpiera en aplausos y ovaciones. Pero en los últimos tiempos reinaba un silencio absoluto.

C, el célebre director de medio pelo, despreciaba y temía a MARILYN MONROE. C se había enrolado en el proyecto sabiendo a la perfección lo que podía pasar, pero necesitaba el trabajo y el dinero. Ella diría, no sin razón, que C la castigaba cambiando constantemente sus escenas, eliminando párrafos enteros del banal y trillado guión de Something’s Got to Give y ordenando correcciones de la noche a la mañana. Cada vez que MARILYN MONROE estaba preparada para una escena, la recibían con un diálogo nuevo. El nombre de su personaje había sido alternativamente Roxanne, Phyllis, Queenie y de nuevo Roxanne. Con la temblorosa risilla de Marilyn, ella le había dicho a C (cuando todavía se hablaban):

—¡Caray! ¿Sabe a qué se parece mucho esto? A la vida.

Esa mañana, MARILYN sólo asomaba en el espejo brevemente, para retirarse de inmediato como una niña pícara. Aparecía y desaparecía. Su imagen se esbozaba y huía a toda prisa. Vivía en algún lugar de las profundidades de cristal y había que obligarla a salir. Era la Amiga Mágica del Espejo, a quien Norma Jeane había adorado en un tiempo, pero en quien ya no podía confiar. Tampoco el pobre Whitey podía confiar en ella. Ni siquiera Whitey, que era mucho más paciente y difícil de desanimar que Norma Jeane. Porque de repente, mientras le pintaba las pestañas, podía aparecer la artera MARILYN con los ojos azules resplandeciendo de vida; hacía un guiño y se reía de los dos. Pero minutos después, tras un ataque de tos, los ojos de MARILYN desaparecían dejando en su lugar los de Norma Jeane, desolados y llenos de autodesprecio.

—Ay, Whitey, dejémoslo —decía.

El maquillador pasaba esos comentarios por alto, porque los consideraba indignos de ella. Y de él.

Norma Jeane hacía todo lo posible para que su voz no delatara la desesperación que sentía. Era lo menos que podía hacer por Whitey, que la adoraba.

El pobre Whitey había engordado y su piel y su pelo se habían vuelto cenicientos durante los años de difícil servicio a MARILYN MONROE. Su cuerpo afeminado tenía forma de pera y su cabeza, una cabeza apuesta con facciones nobles, se veía desproporcionadamente pequeña sobre los grandes y encorvados hombros. Sus ojos empezaban a parecerse a los de su ama: los ojos de un niño envejecido antes de tiempo. Miembro de la tribu de los enanos de Hollywood, era orgulloso, obcecado y leal. Si alguna vez tropezaba con algo en el atestado suelo de la habitación (lleno de ropa, toallas, platos de papel, recipientes de comida, libros, periódicos, odiosos guiones enviados por el agente de Marilyn, igual que desperdicios arrastrados a la playa después de una tormenta), maldecía en voz baja, como haría cualquier persona normal, pero jamás la reñía, y ella estaba segura de que tampoco la censuraba. (Norma Jeane se había cansado de ir ordenando detrás de Marilyn. ¡Sus desordenados hábitos eran claramente defectos innatos e incorregibles! La Productora había contratado a una mujer para que limpiara la casa de la señorita Monroe y atendiera a la señorita Monroe, su inversión, pero Norma Jeane le había pedido que no volviera hasta por lo menos una semana después. «Seguirá cobrando, pero necesito estar sola.» Había descubierto a la mujer revisando sus armarios y cajones, leyendo su diario, examinando la rosa de papel metalizado que estaba encima del piano.) Whitey era su amigo, más querido que el nocturno Nico. Le dejaría una sorpresa en su testamento: un porcentaje de las futuras regalías de las películas de la Monroe, si es que en el futuro había regalías.

Sin embargo, Whitey parpadeaba para contener las lágrimas. Verlo así le partía el corazón.

—¿Qué pasa, Whitey? Dímelo, por favor.

—Señorita Monroe, mire al techo, por favor.

El obcecado Whitey, con el entrecejo fruncido, continuó con su trabajo. Delineó los párpados con un lápiz marrón oscuro cruelmente afilado y cubrió las rizadas pestañas con rímel. Su aliento era afrutado y cálido como el de un bebé. Cuando por fin terminó con su laboriosa tarea, se incorporó y desvió la vista del espejo.

—Señorita Monroe, le pido disculpas por mi debilidad. Lo que pasa es que anoche se murió mi gata, Marigold.

—Ay, Whitey, lo siento mucho. ¿Marigold?

—Tenía diecisiete años, señorita Monroe. Sé que era muy vieja para ser una gata, ¡pero nunca lo pareció! Hasta el momento en que murió en mis brazos. Era una hermosa gata manchada con pelo largo y sedoso, una vagabunda que llegó a mi puerta hace todos esos años, huérfana, abandonada y muerta de hambre. Marigold dormía sobre mi pecho casi todas las noches y siempre me hacía compañía cuando yo estaba en casa. Era tan dulce y buena, señorita Monroe. ¡Ronroneaba con tanto entusiasmo! No sé cómo voy a vivir sin ella.

Esta parrafada de Whitey, que rara vez hablaba y sólo lo hacía en voz baja, sorprendió a Norma Jeane. Con su melena platina y su maquillaje de MARILYN, se sintió avergonzada. Habría querido coger las manos de Whitey, pero éste se había apartado, ocultando su cara llorosa.

—Es que ha muerto tan repentinamente, ¿sabe? Ahora ya no está. No puedo creerlo. Y casi un año después de la muerte de mi madre.

Norma Jeane miró la esquiva cara de Whitey en el espejo. Estaba demasiado atónita para reaccionar. ¿La madre? ¿La madre de Whitey? No se había enterado de la muerte de la madre de Whitey; es más, ni siquiera sabía que Whitey tenía una madre. Norma Jeane se jactaba de conocer y mimar a sus ayudantes. Recordaba la fecha de sus cumpleaños, les hacía regalos y escuchaba sus confidencias. Sus experiencias, que tenían poca o ninguna relevancia en el mundo público, eran mucho más importantes para ella que las suyas propias, cuyo significado se exageraba desproporcionadamente en ese mundo. ¿Cómo reaccionar ante el dolor de Whitey? Era obvio que Marigold acaparaba los pensamientos del maquillador; era ella con quien había dormido y por quien sufría ahora, pero Norma Jeane tenía que mencionar a la madre, ¿no? Qué extraño que Whitey no hubiera dicho nada de la muerte de la mujer en su momento. Ni una palabra. Ni una alusión. Jamás había hablado de su madre con Norma Jeane. Darle las condolencias por las dos pérdidas ahora sería trivializar la muerte de la madre.

Sin embargo, era por Marigold por quien lloraba Whitey.

Por fin, Norma Jeane dijo con ambigüedad:

—Ay, Whitey, lo lamento muchísimo.

Tendría que valer por ambas.

—Esto no volverá a ocurrir, señorita Monroe. Se lo prometo.

Se enjugó las lágrimas y volvió al trabajo. Whitey conseguiría que una radiante y juvenil MARILYN MONROE se presentara en el plató de la condenada Something’s Got to Give, aunque fuese con varias horas de retraso. Mientras terminaba de empolvarla y acicalarla con habilidad, Norma Jeane pensó angustiosamente: Pero esto es una novela. Una novela rusa. Un cochero rompe a llorar, ¿su hijo ha muerto y nadie lo escucha? ¡Ay!, ¿por qué no consigo recordar? Desde que su furioso amante le había cerrado la puerta en la cara, se olvidaba de todo, y eso la aterrorizaba.

Otra historia de Whitey. Un día, Whitey estaba haciendo una limpieza de cutis a su ama en su camerino de La Productora. Le había puesto una mascarilla que olía a barro y aguas estancadas, pero a ella le gustaba ese olor, era un olor que iba bien con Norma Jeane. La sensación de tirantez que producía la mascarilla al secarse también era relajante, hipnótica y reconfortante. Estaba tendida en un diván, cubierta con toallas y con los ojos protegidos por algodones húmedos. Aquel día la habían llevado a La Productora sedada y aturdida. La habían entregado a sus ayudantes como si fuese una inválida, MARILYN MONROE recién salida de la clínica Cedars of Lebanon (¿infección de vejiga, neumonía, agotamiento, anemia?), y ese día en La Productora sólo debía posar para unas fotos publicitarias, nada de hablar ni de actuar, de modo que no había razón para inquietarse, por eso en cuanto Whitey hubo terminado de aplicarle la mascarilla de barro, se tendió en el diván y se durmió como alguien privado de sus perturbadores sentidos, la niña que ve demasiado y entonces un cuervo le arranca los ojos, la niña que oye demasiado y entonces un gran pez que camina sobre la cola le devora las orejas, y después de un rato despertó, se sentó, agitada y confundida, se quitó los algodones de los ojos, se vio a sí misma en el espejo —la cara cubierta de barro, los ojos desnudos y desolados— y gritó, y Whitey corrió a su lado, con las manos en el corazón, preguntando qué pasa, señorita Monroe, y la señorita Monroe respondió, riendo:

—¡Dios mío, Whitey! Creí que estaba muerta. Fue sólo un segundo.

Los dos rieron, quién sabe por qué. Entre la multitud de regalos que había en el camerino de MARILYN MONROE, otrora camerino de MARLENE DIETRICH, había una botella de licor de chocolate y cerezas abierta de la que ambos bebieron varios tragos y rieron otra vez, con lágrimas en los ojos, porque una mujer con una mascarilla de barro es una imagen cómica, la boca y los ojos limpios de barro pero perfilados por el barro, y Norma Jeane dijo con su temblorosa voz de MARILYN, que significaba que hablaba en serio, que no pretendía bromear, ni coquetear ni provocar, y no repitas esto, por favor:

—¿Whitey? ¿Me prometes una cosa? Después de que… —titubeando, temiendo decir «muera» o incluso «desaparezca» por consideración hacia Whitey— ¿maquillarás a Marilyn? ¿Por última vez?

—Lo haré, señorita Monroe —respondió Whitey.

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