Blonde

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La mujer: 1949 - 1953 » Nell, 1952

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Nell, 1952

Transformación: a esto aspira, consciente o inconscientemente, la naturaleza del actor.

MICHAEL CHEKHOV,

To the Actor

1

Yo la conocía. No era su amante sino su padre quien la había abandonado. Le dijeron que había desaparecido en la guerra. Mintieron: sólo había desaparecido de la vida de ella.

2

Frank Widdoes.

¡El detective de Homicidios de Culver City!

En el primer ensayo de Niebla en el alma, descubrió quién era en realidad «Jed Towers». No era el famoso actor (por quien no sentía nada, ni siquiera desprecio), sino su amante perdido, Frank Widdoes, a quien no veía desde hacía once años. En los ojos de Jed Towers, ella vio la mirada cruel, culpable y anhelante del detective. W era el hombre menos indicado para interpretar a un tipo duro pero con buen corazón. Era un papel digno de V, no de W, con su sonrisa torcida y sus provocadores ojos. De hecho, W era un matón, un asesino. Un depredador sexual. Sin embargo, Nell se derretía en cuanto él la tocaba. Se «derretía»: un término cursi, pero inevitable en este caso. La loca y refulgente seguridad en los ojos del actor. (En el papel de Nell, Norma Jeane insistió en usar un sostén que le ceñía y le subía el busto. Sus pechos parecían a punto de estallar bajo la tela de su vestido formal. Muy pronto Marilyn se distinguiría por su hábito de no llevar sostén, pero el papel de Nell lo exigía. «Los tirantes del sujetador se notarán a través de la ropa cuando me enfoquen de espaldas. Ella hace todo lo posible por mantenerse cuerda. Lo intenta desesperadamente.»)

Te quiero, haría cualquier cosa por ti. Yo no existo; sólo existes TÚ.

Besaría a Jed Towers. Con pasión, con avidez. Se movería entre los brazos del hombre con una vehemencia que sorprendería a Richard Widmark. Y lo asustaría un poco. ¿Estaba actuando? ¿Marilyn Monroe interpretaba a Nell o estaba loca de deseo por él? Aunque ¿qué es la «interpretación» a fin de cuentas? Norma Jeane nunca había besado a Frank Widdoes. Al menos no como él pretendía que lo besara. Ella lo sabía y se había negado a hacerlo. Le tenía miedo. Un hombre adulto tiene el poder de penetrar en tu alma. Sus otros novios eran unos críos. Los críos no tienen poder. Tal vez tengan la capacidad de herir, pero no la de colarse en tu alma.

—Eh, Norma Jeane, ven.

Ella no había tenido más remedio que subir a su coche, con su larga y rizada melena castaña cayéndole sobre la cara. ¿Qué podía saber Widmark de Widdoes? ¡Nada! No tenía ni idea. La había obligado a arrodillarse ante él, pero ella no lo amaba. No amaba su porte altivo, su arrogancia sexual, el pene del que tan orgulloso estaba; nada de eso era real para ella. Lo único real para ella era Frank Widdoes acariciándole el pelo. Murmurando su nombre. Un nombre que sonaba mágico en boca de él. «Norma Jeane» no era un nombre mágico por sí mismo, pero en la voz ronca y anhelante de Frank Widdoes se convertía en mágico y entonces ella sabía que era hermosa y deseable. Ser deseable es ser hermosa. Porque él la había escondido, pronunciado su nombre, ella había subido al coche de Frank. Un coche de la policía sin señas que lo identificaran. Era un agente de la ley. Del gobierno. Si el gobierno se lo ordenaba, podía matar. Le había visto pegar a un muchacho con el revólver, haciéndole caer de rodillas y luego de bruces sobre el suelo salpicado de sangre. Llevaba una pistola en la funda que colgaba de su hombro izquierdo, y una tarde lluviosa y con niebla, junto al terraplén del ferrocarril donde habían hallado un cadáver, él le cogió la mano, su pequeña y tersa mano, y cerró los dedos de ella alrededor de la culata de la pistola, que estaba caliente debido al contacto con su cuerpo. ¡Ah, cuánto lo amaba! ¿Por qué no lo había besado? ¿Por qué no había permitido que la desnudara, que la besara como él quería, que le hiciera el amor con la boca, las manos, el cuerpo? Él llevaba un «chubasquero», en un envoltorio de aluminio, en la cartera.

—No te haré daño, Norma Jeane. Te lo prometo.

En cambio, ella dejaba que le cepillara el pelo.

Porque él era su verdadero padre. Podía hacer daño a otros con el fin de protegerla, pero nunca a ella.

Había perdido a Frank Widdoes. Él había desaparecido de su vida junto con los Pirig, el señor Haring, su larga melena rizada de color rubio oscuro y sus incisivos ligeramente inclinados. Sin embargo, allí estaba Jed Towers, un personaje de película, mirándola fijamente. El actor se llamaba Richard Widmark.

No veía a Widmark, que a la sazón no significaba más para mí que el retrato de un actor famoso, sino a Frank Widdoes, que había penetrado en mi alma. ¡Qué pasión la de Nell! ¡Su piel ardiente, su cuerpo preparado para el amor! Se comporta de manera temeraria, haciendo señales a este desconocido con una persiana veneciana. Trabaja como niñera en un gran hotel. Ha entrado en un mundo de fantasía. Toma prestados ropa elegante, perfume, joyas y maquillaje, todo lo cual transforma a la insignificante Nell en una seductora belleza rubia dispuesta a conquistar a Jed Towers con su joven e insaciable cuerpo. Todo acto requiere una justificación. Es preciso buscar un motivo para todo lo que se hace sobre un escenario. Nell acaba de salir de un hospital psiquiátrico. Ha intentado suicidarse. Sus muñecas están surcadas por cicatrices. Está asustada, como se asustaba Gladys ante la perspectiva de abandonar Norwalk. Las manos de Gladys, fuertes como garras. Su delgado cuerpo se ponía rígido cuando Norma Jeane suplicaba Deberías venir a mi casa un fin de semana, ¿sí? Quizá el día de Acción de Gracias. ¡Oh, madre!

El desconocido golpea a la puerta de Nell. Sus provocativos ojos la recorren; la mira con inconfundible deseo. Ha traído una botella de whisky y es obvio que él también está nervioso. Los párpados de Nell tiemblan como si él le hubiera acariciado el vientre; su voz infantil se hace más grave: «¿Te gusto?». Poco después se besan. Cuando lo hacen, Nell se mueve como una serpiente hambrienta y vigorosa. Jed Towers se queda estupefacto.

Widmark se quedó estupefacto. Nunca sabría quién era Marilyn y quién era Nell. No era su estilo de interpretación. Él era un actor experimentado y con técnica. Seguía las indicaciones del director. A menudo, su mente volaba. Para un hombre, hay algo humillante en el trabajo de actor. Todo actor es una especie de mujer. El maquillaje, el vestuario. La importancia del aspecto, el atractivo. ¿A quién demonios le importa la apariencia de un hombre? ¿Qué clase de hombre usa maquillaje, carmín, colorete? Pero había previsto llevarse toda la fama en la película. Un melodrama vulgar que parecía una obra de teatro, pues sobraba texto, era estático y casi toda la acción se desarrollaba en un único escenario. Richard Widmark era el único actor de renombre del reparto y estaba convencido de que se comería todas las escenas. Se pavonearía durante todo el rodaje de Niebla en el alma mientras las dos jóvenes guapas, que no se conocían entre sí, se disputaban su amor. (La otra era Anne Bancroft y era su debut en Hollywood.) Pero cada puñetera escena con Nell era una batalla. Habría jurado que la chica no actuaba. Estaba tan metida en su papel que era imposible comunicarse con ella; como hablar con una sonámbula. Claro que Nell, la niñera, era una especie de sonámbula: así la describía el guión. Al ver a Jed Towers no lo ve a él, sino a su novio muerto; está atrapada en un espejismo. El guión no explicaba el significado psicológico del problema que planteaba como melodrama: ¿dónde termina la ensoñación y dónde empieza la locura? ¿Acaso todo «amor» se basa en un engaño?

Más adelante, Widmark contaría que la astuta zorra de Marilyn Monroe le había robado todas las escenas que habían hecho juntos. ¡Todas! Aunque en el momento no se notaba, quedaba claro al final de la jornada, cuando veían los fragmentos filmados ese día. Pero ni siquiera entonces les pareció tan evidente como cuando vieron la película terminada. De hecho, Marilyn Monroe había conseguido robar todas las escenas en las que intervenía. Cuando Nell no estaba ante la cámara, la película se descalabraba. Widmark detestaba a Jed Towers porque no hacía más que hablar. No mataba, ni golpeaba, ni vapuleaba a nadie; las jugosas escenas de acción eran para la rubia niñera loca, que ataba y amordazaba a una niña malcriada y estaba a punto de arrojarla por la ventana. (En el preestreno, aunque el público estaba compuesto en su mayor parte por veteranos de Hollywood, todo el mundo lanzaba exclamaciones ahogadas y suplicaba «¡No! ¡No!».) Lo más increíble era que en el plató Marilyn parecía muerta de miedo. Guardaba un as en el culo.

—Qué imbécil. A pesar de su bonita cara y su figura escultural, uno quería huir de ella como si tuviera la peste. En aquellas escenas de «amor», era como si me chupara la sangre y, francamente, no me sobra sangre. O bien es incapaz de actuar, o está actuando todo el tiempo. Su vida entera es una representación; actúa como respira.

Lo que más cabreaba a Widmark era que Nell pretendía repetir mil veces cada maldita escena.

—Por favor. Sé que puedo hacerlo mejor —decía con su vocecilla de niña porfiada.

Así que volvíamos a empezar, aunque el director estuviera conforme con la toma anterior. Puede que la interpretación mejorara con cada nueva toma, pero ¿qué más daba? ¿Acaso ese vulgar melodrama merecía tanto esfuerzo?

Puede que ella estuviera luchando por su vida; pero él no.

3

Qué curioso. Una mañana cayó en la cuenta. Todos conocían a Marilyn Monroe, pero no a Norma Jeane.

4

¡De verdad quería matar a la niña! Había crecido demasiado; ya no era una niña. Estaba perdiendo aquello que la convertía en alguien especial.

—Su motivación para matar a la niña es que la niña es ella —le dijo al director—. La niña es Nell. Quiere matarse a sí misma. No quiere madurar, y quien se niega a madurar debe morir. ¡Ojalá me permitiera añadir texto! Sé que podría mejorar el guión. Nell es una poetisa, ¿sabe? Ha hecho un cursillo nocturno de poesía y escribe poemas sobre el amor y la muerte. Sobre el amor que le ha arrebatado la muerte. Estuvo recluida en un hospital y sigue entre rejas aunque esté libre, porque su prisión es su mente. ¿Por qué me miran así? Está clarísimo. Es evidente. Deje que interprete a Nell a mi manera. Yo la conozco.

5

También a Nijinsky lo abandonó su padre en la infancia. Su apuesto padre bailarín. Un prodigio abandonado. ¡Baila, baila! Debutó a la edad de ocho años y se derrumbó veinte años después. ¿Qué más puedes hacer aparte de bailar y bailar? ¡Bailar! Bailas sobre brasas candentes y el público aplaude, porque cuando dejas de bailar, las brasas te consumen. Yo soy Dios, soy la muerte, soy el amor; soy Dios, muerte y amor. Soy tu hermano.

6

Serena como una muñeca de cuerda. Pero al mismo tiempo, aunque nadie lo notara, era un manojo de nervios y temblaba. Su piel estaba pálida y húmeda (la piel de Nell era pálida y húmeda) y, sin embargo, caliente al tacto. Cuando nos besábamos, yo le sorbía el alma como si fuera la lengua. Reía: ¡ese hombre me tenía tanto miedo! No estaba loca (la loca era Nell) pero veía a través de los penetrantes ojos de la locura. Ella no era Nell, desde luego, sino la capaz actriz joven que interpretaba a Nell, como quien «interpreta» una melodía al piano. No obstante, ella contenía a Nell. Un actor es más grande que las partes que contiene, de modo que Norma Jeane era más grande que Nell porque la contenía. Nell era el germen de la locura en su cerebro. Nell prometía en murmullos: «Seré como tú quieras que sea». Al final, mientras se la llevaban, murmuraba: «Las personas que se aman…». Nell, la Pobre Doncella. La Nell sin apellidos. Pretendía transformarse en princesa apropiándose de las posesiones de una mujer rica: un elegante vestido de fiesta negro, pendientes de diamantes, perfume y carmín. Pero la Pobre Doncella fue desenmascarada y humillada. Desbarataron incluso su intentona de suicidio. En un lugar público, el vestíbulo de un hotel, ante la mirada atónita de unos desconocidos. Nunca fui tan feliz como cuando rocé mi cuello con el borde de la navaja de afeitar. Y la voz de madre animándola: ¡Corta! ¡No seas cobarde como yo! Pero Norma Jeane respondió con serenidad: No. Soy una actriz. Éste es mi arte. Hago lo que hago para simular y no para ser. Porque si bien yo contengo a Nell, ella no me contiene a mí.

Fue una época de autodisciplina. Se mataba de hambre y bebía agua helada. Al amanecer corría por las calles de West Hollywood y llegaba incluso a Laurel Canyon Drive, hasta que su cuerpo sano y joven vibraba de energía. No necesitaba dormir. No tomaba pociones mágicas para conciliar el sueño. Por las noches, alternaba los vigorosos ejercicios de calentamiento para actores con la lectura de libros, casi todos prestados o comprados en librerías de viejo. Nijinsky la fascinaba. Había tanta belleza y seguridad en su locura.

Empezó a pensar que conocía a Nijinsky desde hacía años. Compartía muchos de sus sueños.

Ella contenía a Nell, pero Norma Jeane no era Nell, desde luego. Porque Nell era una mujer inmadura, emocionalmente atrofiada. Era incapaz de vivir sin un amante que la protegiera de la locura y la autodestrucción. Era preciso vencerla, destruirla. ¿Por qué Nell no se vengaba? En la escena de mayor suspense de la película, Norma Jeane sentía la tentación de arrojar a la fastidiosa niña actriz por la ventana. Igual que madre había sentido la tentación de dejar caer al suelo a su pequeña hija. Se me ha resbalado, le había gritado a la enfermera. No ha sido culpa mía. Norma Jeane detuvo el rodaje al preguntar a N, el director, si podía reescribir parte de la escena. Sólo algunas líneas.

—Yo sé lo que diría Nell y éstas no son sus palabras.

Pero N se negó. Estaba perplejo. ¿Qué harían si todas las actrices quisieran reescribir su texto?

—Yo no soy todas las actrices —protestó Norma Jeane.

No le dijo a N que era una poetisa capaz de redactar sus propias frases. Le indignaba el injusto destino de Nell. Porque en un mundo que ensalza la cordura, la locura debe castigarse. Así se vengan los mediocres de los superdotados.

Hasta I. E. Shinn comenzaba a advertir los cambios que se operaban en su cliente. Había visitado el plató de Niebla en el alma varias veces. ¡El gesto de Rumpelstiltskin! Norma Jeane estaba tan absorbida en su papel que no se había fijado en él, como tampoco se fijaba en los demás espectadores. Entre una toma y otra, se escondía. No era «sociable». No acudía a las entrevistas. Los demás actores no sabían qué pensar de ella. Anne Bancroft estaba fascinada por su vehemencia, pero la miraba con recelo. ¡Sí, podía ser contagioso! Widmark se sentía sexualmente atraído por ella, pero la chica lo irritaba y le inspiraba desconfianza. El señor Shinn le aconsejó que no se «entregara tanto», que no fuera tan «apasionada». Ella habría querido reírse en su cara. Estaba dejando atrás a Rumpelstiltskin. Que siguiera con sus hechizos. Como si él hubiera inventado a Marilyn. ¡Él!

Fue una época de autodisciplina. Con el tiempo recordaría su trabajo con Nell como el verdadero comienzo de su vida de actriz. El momento en el que había descubierto que actuar era una vocación, un destino. Su «carrera» no era más que vulgar propaganda orquestada por La Productora. No tenía nada que ver con su intensa vida interior. A solas, vivía y revivía las escenas de Nell. Memorizaba su texto. Intentaba encontrar un cuerpo y un ritmo verbal para Nell. Por la noche, demasiado nerviosa para dormir después de un frenético día de trabajo, leía To the Actor, de Michael Chekhov, Un actor se prepara, de Konstantin Stanislavski y otro libro recomendado por su profesor de teatro, The Thinking Body, de Mabel Todd.

El cuerpo es inestable,

por eso sobrevive.

Parecía poesía, una paradoja y, a su vez, una verdad. Sabía que su forma de interpretar era intuitiva, que quizá no estuviera actuando en absoluto y que su pasión podía llegar a consumirla antes de que cumpliera los treinta. Eso había dicho el señor Shinn. Norma Jeane era como una atleta joven ansiosa por superar sus propios límites, dispuesta a entregar su juventud a cambio del aplauso del público. Era lo mismo que le había pasado al prodigioso Nijinsky. Un genio no necesita técnica. Pero la «técnica» es cordura. Sus profesores le decían que le faltaba «técnica». Pero ¿qué es la «técnica» sino la ausencia de pasión? Nell no era accesible a través de la «técnica». Sólo se podía llegar a ella zambulléndose en su alma. Nell era una mujer feroz y condenada. Era preciso vencerla, negar su sexualidad. Ah, ¿cuál era el secreto de Nell? Norma Jeane se había acercado a él, pero no alcanzaba a desentrañarlo. Sólo podía «ser» Nell hasta cierto punto. Consultó con N, que no entendió nada de lo que le dijo. Habló con V, confesándole que nunca había pensado que una actriz pudiera sentirse tan sola.

—La del actor es la profesión más solitaria que conozco —respondió V.

7

Yo nunca la exploté; en absoluto. No pretendía imitarla. Fue un regalo que me hizo ella. ¡Lo juro!

Fue una mañana llena de emoción aquella en la que Norma Jeane pidió prestado un descapotable Buick y emprendió viaje al Hospital Estatal de Norwalk. Una mañana libre. Un día sin Nell. No tendría que ensayar ni filmar ninguna escena. Como de costumbre, Norma Jeane llevó regalos a Gladys: un pequeño libro de poemas de Louise Bogan y ciruelas y peras en un cesto de mimbre, aunque tenía motivos para pensar que Gladys no leía los volúmenes de poesía que le llevaba y que desconfiaba de los obsequios comestibles. Pero ¿quién iba a querer envenenarla? ¿Quién, aparte de ella misma? Norma Jeane le dejaría dinero, como siempre. Se sentía avergonzada porque no había visitado a su madre desde Pascua y ya estaban en el mes de septiembre. Le había enviado un giro postal de veinticinco dólares, pero todavía no le había dado la buena noticia de Niebla en el alma. De hecho, hacía bastante tiempo que no le comunicaba las alentadoras novedades de su vida y su carrera, pensando: ¿Es posible que nada de esto sea cierto? ¿Podría ser un sueño? ¿Me lo arrebatarán todo?

Para la visita al hospital, Norma Jeane se puso elegantes pantalones de fibra sintética, una blusa de seda negra, un pañuelo de gasa negro sobre su reluciente cabello rubio platino y brillantes zapatos negros de tacón mediano. Tenía un aspecto refinado y hablaba con voz aterciopelada. No estaba tensa ni ansiosa ni en vilo; no era Nell, había dejado a su personaje atrás; Nell habría sentido pánico en un hospital psiquiátrico, se habría quedado paralizada en la puerta.

—Es evidente que no soy Nell.

No es más que un personaje, se decía. Un papel en una película. Una parte de un todo. Nell no es real; tú no eres ella. Nell no es tu vida. Ni siquiera es tu carrera.

Nell está enferma y tú te encuentras bien.

Nell es el «personaje» y tú eres la actriz.

Era verdad. ¡Era verdad!

Esta mañana, ella era la Bella Princesa que visitaba a su madre en Norwalk. A una madre «con trastornos mentales» a quien quería y no había olvidado. A su madre, Gladys Mortensen, a la que nunca abandonaría, a diferencia de tantos hijos, hijas, hermanos y hermanas que abandonaban a sus familiares en el hospital.

Ahora era la Bella Princesa, a quien otros observaban con esperanza y exaltada admiración, midiendo la distancia que los separaba de ella y deseando no equivocarse en el cálculo.

Ahora era la Bella Princesa a quien La Productora y la agencia Preene habían ordenado aparecer en público siempre perfectamente vestida y maquillada, sin un pelo fuera de lugar, porque es imposible pasar inadvertida, porque los ojos y los oídos del mundo están pendientes de ti.

Advirtió de inmediato que la recepcionista y las enfermeras la miraban con risueño interés. Como si una llama andante hubiera entrado en el lóbrego hospital. Y ahora acudía a su encuentro el doctor K, que nunca había aparecido con tanta rapidez. Y un colega, el doctor S, a quien Norma Jeane no había visto antes. ¡Sonrisas, apretones de manos! Todos estaban impacientes por ver a la hija actriz de Gladys Mortensen. Ninguno había visto La jungla de asfalto ni Eva al desnudo, pero sí habían visto, o creían haber visto, fotografías de la hermosa actriz Marilyn Monroe en revistas y periódicos. Incluso aquellos que sabían tan poco de Marilyn Monroe como de Norma Jeane Baker querían verla aunque sólo fuera fugazmente mientras las enfermeras la conducían por un laberinto de pasillos al lejano pabellón C. (¿«C» de enfermos «crónicos»?)

Es guapa, ¿no? ¡Qué elegante! ¡Y qué pelo! Es una peluca, desde luego. No hay más que ver el cabello de la pobre Gladys. Pero se parecen, ¿verdad? Es evidente que son madre e hija.

Pero Gladys no dio señales de reconocer a Norma Jeane. Ladina y terca, siempre tardaba en demostrar que la conocía. Estaba sentada en un desvencijado sofá, como si no fuera más que un montón de ropa sucia, al fondo de una sala lúgubre y apestosa. Quizá fuera una madre solitaria esperando la visita de su hija, o quizá no. Norma Jeane sintió una punzada de dolor y decepción: Gladys llevaba un andrajoso vestido gris de algodón, muy parecido al que se había puesto el Domingo de Resurrección a pesar de que su hija la había avisado de que irían a desayunar fuera. Hoy también saldrían, irían al pueblo de Norwalk. ¿Acaso Gladys lo había olvidado? Daba la impresión de que hacía días que no se peinaba. Tenía el pelo grasiento, mustio y de un extraño tono metálico entre castaño y gris. Sus ojos hundidos parecían alerta; todavía eran hermosos, aunque más pequeños de como los recordaba Norma Jeane. Su boca, rodeada de profundos surcos, también era más pequeña.

—¡Oh, ma-madre! Aquí estás —una observación impulsiva y tonta.

Norma Jeane besó la arrugada mejilla de su madre conteniendo instintivamente la respiración para evitar oler su sudor. Gladys alzó su cara inexpresiva y dijo con brusquedad:

—¿Nos conocemos, señorita? Huele usted muy mal.

Norma Jeane se ruborizó y rió. (Había miembros del personal sanitario cerca. Se entretenían deliberadamente junto a la puerta, decididos a no perder detalle de la visita de Marilyn Monroe a su madre.) Gladys bromeaba, claro está. Le molestaba el olor del pelo decolorado de su hija y el perfume Chanel que le había regalado V. Avergonzada, Norma Jeane murmuró una disculpa y Gladys se encogió de hombros en un gesto de indulgencia, o acaso de desdén. Daba la impresión de que despertaba lentamente de un trance. Cuánto se parece a Nell. Pero no pretendía imitarla, lo juro.

Llegó el momento del breve rito de los regalos. Norma Jeane se sentó junto a Gladys en el desvencijado sofá y le entregó el libro de poemas y el cesto con fruta, hablando de estos objetos como si estuvieran llenos de significado en lugar de ser meros accesorios teatrales, algo con lo cual mantener las manos ocupadas. Gladys le dio las gracias con un gruñido. Le gustaba recibir regalos, pese a que los usaría poco y seguramente se los daría a otra persona en cuanto Norma Jeane se marchara, o no se molestaría en evitar que se los robaran. No pretendía imitar a esta mujer. ¡Lo juro! Como de costumbre, Norma Jeane habló por las dos. Pensaba que no debía mencionar a Nell: su madre no debía saber nada del morboso melodrama Niebla en el alma y su retrato de una joven trastornada que maltrata y está a punto de matar a una niña. Una película semejante era terreno vedado para Gladys Mortensen, igual que para cualquier paciente de Norwalk. Sin embargo, no pudo resistir la tentación de contarle que estaba actuando en una obra «seria y difícil»; seguía contratada por La Productora; habían publicado un artículo en Esquire, donde la mencionaban entre las nuevas actrices de Hollywood. Gladys la escuchaba con su habitual expresión de sonámbula, pero cuando Norma Jeane abrió la revista y le enseñó la espectacular foto de página entera de Marilyn Monroe —con un escotado vestido de lentejuelas, sonriendo alegremente a la cámara—, Gladys parpadeó y observó la imagen con atención.

—¡El vestido no es mío! —dijo Norma Jeane con tono culpable—. Me lo dieron en La Productora.

—¿Llevas un vestido que no es tuyo? —Gladys frunció el ceño—. ¿Estaba limpio? ¿Era un vestido limpio?

La joven rió, incómoda.

—Ya sé que no parezco yo. Dicen que Marilyn es fotogénica.

—¡Ja! ¿Lo sabe tu padre?

—¿Mi padre? —preguntó Norma Jeane—. Si sabe ¿qué?

—Lo de esa tal Marilyn.

—Supongo que no conocerá mi nombre artístico —respondió la joven—. ¿Cómo iba a saberlo?

Pero Gladys empezaba a animarse. Miraba la fotografía con orgullo, un orgullo materno debilitado por su largo delirio. Contempló las espléndidas fotos de seis preciosas actrices en ciernes como si cualquiera de ellas pudiera ser hija suya. Norma Jeane se sintió ofendida, como si la hubieran reprendido. Me usaría para llegar a él. Es el único valor que me concede. No me quiere a mí, sino a él.

—Si me dijeras el nombre de mi padre, podría enviarle la revista —dijo Norma Jeane con astucia—. Hasta podría visitarlo de vez en cuando. ¿Sigue vivo? ¿Está en Hollywood?

Norma Jeane no se atrevió a confesarle que llevaba años haciendo pesquisas sobre su escurridizo padre y que algunas personas bienintencionadas, casi todas hombres, le habían facilitado algunos nombres, pero no había servido de nada. Pretenden animarme, lo sé. Pero ¡no me daré por vencida! (En un estreno, nerviosa y achispada por el champán, había coqueteado con Clark Gable. Medio en broma, había insinuado al célebre actor que quizá estuvieran emparentados, pero él se había quedado estupefacto, preguntándose adónde querría llegar la despampanante joven rubia.)

—Si me dijeras cómo se llama mi padre —repitió Norma Jeane—. Si…

Pero Gladys había perdido el entusiasmo. Cerró la revista y dijo con voz fría y sin inflexiones:

—No.

Norma Jeane peinó a su madre, la adecentó un poco, envolvió su arrugado cuello con el pañuelo de gasa negro, que también era un regalo de V, y la llevó de la mano hacia la puerta del hospital. Ya había hecho los trámites necesarios para sacarla de paseo: Gladys Mortensen gozaba de ese privilegio. Fue una larga escena cinematográfica con un alegre fondo musical. Los uniformados miembros del personal, incluido el doctor X, sonreían al verlas pasar.

—¡Qué guapa está hoy, señora Mortensen! —dijo la recepcionista.

Gladys Mortensen, que gracias al vaporoso pañuelo negro se había convertido en una mujer con dignidad, no dio señales de haber oído el halago.

Norma Jeane llevó a Gladys a un salón de belleza de Norwalk, donde le desenredaron, lavaron y cortaron el pelo. Aunque no cooperaba, Gladys tampoco se resistió. Después, Norma Jeane la llevó a comer a un salón de té. La escasa clientela estaba compuesta exclusivamente por mujeres, que miraron sin disimulo a la hermosa joven rubia y a la enclenque mujer madura que debía de ser —¿sería?— su madre. Al menos ahora el pelo de Gladys estaba presentable y el pañuelo ocultaba la sucia y arrugada pechera del vestido. Fuera del asfixiante ambiente del psiquiátrico, Gladys parecía casi normal. Norma Jeane pidió la comida de ambas y ayudó a su madre a servirse una taza de té.

—¿No es un alivio salir de ese horrible lugar? Podríamos subir al coche y viajar y viajar, ¿no, madre? Eres mi madre, así que no estaríamos haciendo nada ilegal. Viajaríamos por la costa de San Francisco hasta Portland, Oregón. ¡Hasta Alaska! —en innumerables ocasiones, Norma Jeane había invitado a Gladys a que pasara unos días con ella en su apartamento de Hollywood; un fin de semana tranquilo—. Las dos solas.

No era un plan viable, dado que ahora Norma Jeane trabajaba doce horas diarias en el plató; sin embargo, no olvidaba esa idea, esa oferta permanente. Gladys se encogió de hombros y gruñó, desconcertada. Masticaba la comida, bebía el té sin que pareciera importarle que el caliente líquido le quemara los labios.

—Deberías salir de allí, madre —dijo Norma Jeane con tono zalamero—. De hecho, no te pasa nada. Son los «nervios», pero todos sufrimos de los nervios. En La Productora hay un médico contratado exclusivamente para que recete tranquilizantes a los actores. Yo me niego a tomarlos. Prefiero estar nerviosa.

Norma Jeane oyó su provocativa voz de niña. La voz que había cultivado para el papel de Nell. ¿Por qué decía esas cosas? Le fascinaba escucharse a sí misma.

—A veces pienso que no quieres curarte, madre. Te estás escondiendo en ese horrible lugar. Además, apesta.

La cara ausente de Gladys se tensó. Los hundidos ojos parecieron retroceder aún más. La mano con la que sujetaba la taza tembló, salpicando inadvertidamente el pañuelo de gasa negro. La joven continuó hablando en voz baja e infantil. ¡Era como si la madre y la hija estuvieran conspirando! Planeando una fuga. Norma Jeane no era Nell, pero usaba su voz y sus ojos entornados brillaban como los de Nell en las fascinantes escenas en las que dominaba a Jed Towers, igual que Marilyn Monroe dominaba a Widmark. Gladys no conocía a Nell. Jamás la conocería. Sería una crueldad, como obligarla a mirarse en un espejo que distorsiona las imágenes: un espejo que volvería a convertir a la mujer madura en una joven de deslumbrante belleza. Norma Jeane contenía a Nell, como toda buena actriz contiene a su personaje, pero obviamente no era Nell, porque ésta no existía. Le habían arrebatado a su amante, le habían arrebatado a su padre y decían que estaba loca: por todas estas razones, Nell no existía.

—De todos los enigmas, madre, hay uno que me parece el más incomprensible —dijo con aire pensativo—. Que algunos «existimos», pero la mayoría no. Un filósofo griego dijo que no hay nada tan agradable como no existir, pero yo no estoy de acuerdo, ¿y tú? Porque en ese caso estaríamos privados del conocimiento. Hemos conseguido nacer y eso ha de significar algo. ¿Dónde estábamos antes de nacer? Una amiga mía llamada Nell, una actriz que trabaja conmigo en La Productora, dice que se pasa toda la noche en vela, atormentada por esa clase de preguntas. ¿Qué significa nacer? Cuando muramos, ¿todo será igual que antes de que naciéramos? ¿O habrá una nada diferente? Porque quizá entonces conservaríamos el conocimiento. La memoria.

Gladys se removió en la silla, incómoda, pero no respondió.

Gladys, relamiéndose los pálidos labios.

Gladys, la mujer que guardaba secretos.

Fue entonces cuando Norma Jeane se fijó en las ajadas manos de su madre. Fue entonces cuando recordó que, en la sala de visitas del hospital, las había visto enlazadas sobre las rodillas de Gladys, y más tarde hundidas en su regazo. Las manos de su madre cerradas en puños. O abiertas, con los delgados e inquietos dedos acariciándose unos a otros. Las uñas mordidas, rotas, rodeadas de sangre, clavándose las unas en las otras. En ocasiones, las manos de Gladys parecían disputarse el control. Incluso cuando la mujer aparentaba una indiferencia propia de una sonámbula, allí, sobre su regazo, estaba la prueba de su actitud alerta, de su agitación. Las manos son su secreto. ¡Ha revelado su secreto!

La Bella Princesa devolvió a su madre al pabellón C del Hospital Psiquiátrico Estatal de Norwalk para que la cuidaran. La Bella Princesa se enjugó las lágrimas y se despidió de su madre con un beso. Con delicadeza, desató el vaporoso pañuelo negro del cuello de la mujer madura y lo colocó alrededor de su hermoso cuello sin arrugas.

—¡Perdóname, madre! Te quiero.

8

No era su intención. No pretendía explotar a su madre. Quizá no fuera consciente de ello. ¡Las manos! Las manos inquietas y ansiosas de Nell. Las manos de la locura. En Niebla en el alma, Norma Jeane tenía las manos y la mirada ausente de Gladys Mortensen. El alma de Gladys Mortensen en el cuerpo joven de Norma Jeane.

Cass Chaplin y su amigo Eddy G. vieron la película en un elegante cine de Brentwood situado a pocos minutos de la casa que estaban cuidando y que pertenecía a la ex esposa de un ejecutivo de la Paramount, una mujer que durante mucho tiempo había estado enamorada de Eddy G. Norma Jeane interpretaba tan bien el papel de la loca y sexy rubia —¡dejando entrever incluso los tirantes de su sujetador!— que fueron a ver la película una segunda vez y quedaron aún más fascinados. Cuando llegó el THE END, inevitable como la muerte, Cass dio un codazo a Eddy.

—¿Sabes una cosa? Todavía estoy enamorado de Norma.

Eddy G. cabeceó, como si quisiera aclarar sus ideas, y respondió:

—¿Sabes una cosa? Yo también estoy enamorado de Norma.

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