Blonde

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La mujer: 1949 - 1953 » La muerte de Rumpelstiltskin

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La muerte de Rumpelstiltskin

Cierto día él le había gritado por teléfono; al día siguiente, estaba muerto.

Ese día ella se había sentido profundamente avergonzada; al día siguiente, llena de dolor y remordimientos.

No lo quise lo suficiente. Lo traicioné.

Lo castigaron a él en mi lugar: ¡que Dios me perdone!

¡Qué escándalo! El desnudo de Norma Jeane en el papel de Miss Sueños Dorados, la fotografía que Otto Öse había tomado varios años antes, fue identificado y publicado con retraso en la primera página del periódico sensacionalista Hollywood Tatler:

¿MARILYN MONROE POSA DESNUDA

PARA UN CALENDARIO?

Su estudio lo niega.

«No teníamos noticia de ello», aseguran los directivos.

La jugosa historia pasó rápidamente a las páginas de Variety, L. A. Times, Hollywood Reporter y las agencias nacionales de noticias. Reprodujeron incluso la fotografía del calendario, con las zonas estratégicas del voluptuoso cuerpo de la joven oscurecidas o cubiertas sugestivamente por algo que parecía encaje negro opaco. («Ay, ¿qué me han hecho? Esto sí que es pornografía.») El desnudo se convirtió en el tema candente de la prensa del corazón, los programas radiofónicos de entrevistas e incluso algunos editoriales de periódicos. Los estudios no permitían que sus actrices posaran desnudas; la «pornografía» estaba prohibida. ¿Acaso Norma Jeane no había firmado un contrato que estipulaba que toda conducta contraria a la moral de la comunidad de Hollywood sería castigada con el cese temporal o incluso la anulación definitiva de dicho contrato? Un perspicaz reportero del Tatler (con una debilidad personal por los desnudos de jovencitas) había encontrado la foto en un calendario viejo, había examinado con interés la cara de la joven e identificado a la modelo como Marilyn Monroe, la joven actriz rubia; tras hacer algunas pesquisas, descubrió que ésta había firmado el contrato para las fotos en 1949 con el nombre falso de «Mona Monroe». ¡Qué primicia! ¡Qué escándalo! ¡Qué vergüenza para La Productora! Miss Sueños Dorados había aparecido en un almanaque de 1950 llamado Bellezas para todas las estaciones, publicado por Ace Hollywood Calendars, la clase de almanaque que colgaban en gasolineras, bares, fábricas, comisarías, parques de bomberos, clubes masculinos, cuarteles o residencias estudiantiles. Miss Sueños Dorados, con su sonrisa ansiosa e inocente, sus tersas axilas afeitadas, sus fabulosos pechos, vientre, muslos y pantorrillas y su melena de color rubio miel cayendo sobre la espalda, había protagonizado miles o centenares de miles de sueños masculinos sin mayor trascendencia que una imagen fugaz que contribuye al orgasmo y se olvida al despertar. La chica era una de las doce bellezas desnudas que aparecían en el almanaque sin identificación alguna. De hecho, no se parecía demasiado a ninguna de las innumerables fotografías publicitarias de Marilyn Monroe que empezaron a publicarse en la prensa en 1950 y que La Productora había distribuido como una fábrica que promociona el logotipo de un artículo de consumo masivo o crea un vistoso anuncio para vender sus productos. Miss Sueños Dorados habría podido ser la hermana menor de Marilyn Monroe: menos atractiva, menos estilizada, con el pelo aparentemente natural, poco maquillaje en los ojos y sin el llamativo lunar negro pintado en su mejilla izquierda. ¿Cómo la había reconocido el reportero? ¿Alguien le había pasado el dato?

Norma Jeane no había visto ni los negativos ni los contactos ni las copias de la ahora célebre fotografía por la cual Otto Öse le había pagado cincuenta dólares en efectivo. Si alguien la hubiera interrogado al respecto, ella habría dicho que había olvidado por completo la sesión de fotos, igual que había olvidado, o casi olvidado, al explotador Otto Öse.

Nadie parecía saber adónde se había ido Öse. Unos meses antes, durante un descanso en el rodaje de Niebla en el alma, Norma Jeane, movida por un impulso, había ido al viejo estudio de Otto pensando que quizá él la necesitara. ¿La echaría de menos? ¿Le haría falta dinero? (Ahora tenía unos pequeños fondos, aunque cada vez que cobraba un talón lo gastaba rápidamente, sin que el dinero luciera, cosa que la llenaba de ansiedad.) Sin embargo, el viejo y cochambroso estudio de Otto Öse había desaparecido, reemplazado por un consultorio de quiromancia.

Corría el cruel rumor de que Otto Öse había muerto de desnutrición y de una sobredosis de heroína en un miserable hotel de San Diego. O de que había vuelto, derrotado, a su pueblo natal en Nebraska. Enfermo, hundido, moribundo. Ahogado en el lodazal del destino. Arrastrado por la irracional marea de la voluntad. Había enfrentado su frágil receptáculo humano —la «idea» de su individualidad— contra la insaciable voluntad, y había perdido. En un libro que le había dejado a Norma Jeane —El mundo como voluntad y representación, de Schopenhauer—, la joven había leído que «el suicida quiere la vida y simplemente está descontento con las circunstancias que le han tocado en suerte».

—Ojalá esté muerto. Me traicionó. Nunca me quiso.

Norma Jeane lloró con amargura. ¿Por qué Otto Öse la había perseguido con la cámara? ¿Por qué no permitió que se escondiera en Radio Plane? Ella era una joven esposa, casi una niña, y él la había expuesto al mundo de los hombres. A los ojos de los hombres. El halcón clavando su pico en el pecho de un pajarillo cantor. Pero ¿por qué? Si Otto Öse no hubiera aparecido y destrozado su vida, ella aún seguiría casada con Bucky. Tendrían varios hijos. ¡Dos varones y una niña! ¡Serían felices! La señora Glazer habría sido una abuela adorable. ¡Serían tan felices! Porque ¿no le había dicho Bucky, poco antes de partir hacia Australia: «Tendremos tantos niños como quieras, Norma Jeane, tú mandas»?

El chabacano escándalo. Vulgar y vergonzoso, publicado bajo los titulares de los heridos en Corea; las fotos de los «espías de la bomba atómica», Julius y Ethel Rosenberg, condenados a morir en la silla eléctrica, y las noticias de las pruebas de la bomba de hidrógeno en la Unión Soviética. I. E. Shinn acababa de llamar a Norma Jeane para felicitarla por las críticas favorables de Niebla en el alma. Era obvio que el agente no había esperado esa reacción, pues la mayoría de los críticos, según decía, eran personas serias, inteligentes, respetables.

—Y los otros, los gilipollas, que se vayan a la mierda. ¿Qué sabrán ellos?

Norma Jeane se estremeció. Quería colgar el auricular de inmediato. Desde el estreno, se sentía como un pájaro sobre una valla, expuesta a las pedradas o a los disparos. Un colibrí observado a través de la mira de un rifle. Shinn, V y otros amigos demostraban buenas intenciones al defenderla de críticos a quienes no conocía ni conocería.

Shinn leía ahora, con la voz de Walter Winchell, fragmentos de críticas publicadas en periódicos de todo el país, y Norma Jeane se esforzaba por escucharlo a pesar del alboroto que sentía en los oídos.

—«Marilyn Monroe, una nueva y prometedora actriz de Hollywood, demuestra tener una fuerte y dinámica presencia escénica en esta turbadora película de suspense coprotagonizada por Richard Widmark. Su interpretación de una joven niñera desequilibrada es tan sobrecogedora y convincente que uno llega a creer que…»

Norma Jeane apretó el auricular. Se esforzó por sentir alegría, satisfacción. Oh, sí, estaba contenta…, ¿no? Sabía que había hecho un buen trabajo, quizá más que bueno. Pero una idea la atormentaba: ¿y si Gladys veía Niebla en el alma? ¿Si descubría que Norma Jeane había imitado sus manos semejantes a garras, sus ausentes gestos de sonámbula? Norma Jeane interrumpió al agente exclamando:

—¡Oh, señor Shinn! No se enfade conmigo, pero tengo la intensa sensación, tan intensa que más bien parece un recuerdo, de que en la película aparezco d-desnuda —rió, incómoda—. No es así, ¿verdad? No consigo recordarlo.

Por alguna razón, había tenido una fugaz visión de sí misma desnudándose en una de las escenas. Nell había tenido que quitarse el vestido de fiesta porque no era suyo.

—¡Calla, Norma Jeane! —exclamó el agente—. No seas ridícula.

—Ya sé que es una tontería —repuso ella con tono culpable—. No es más que… una idea. En el estreno cerré los ojos muchas veces. No podía creer que esa chica fuera yo. Y todavía, ya sabe, a pesar del tiempo transcurrido, porque el tiempo es un río que nos atraviesa velozmente…, en fin, todavía no lo creo. Pero el público pensó que yo era Nell. Y después, en la fiesta, que yo era Marilyn.

—¿Estás tomando analgésicos? —preguntó Shinn—. ¿Tienes la regla?

—N-no —respondió Norma Jeane—. ¡Eso no es asunto suyo! No he tomado analgésicos.

¡Y el resto de su conversación con I. E. Shinn! La última vez que él le hablaría con amabilidad, con amor. Había mencionado otro trabajo. La Productora estaba pensando en darle un papel junto a Joseph Cotten en una película titulada Niágara, ambientada en las cataratas; Norma Jeane interpretaría a una intrigante llamada Rose, una atractiva adúltera con intenciones asesinas.

—Estarás estupenda como Rose, cariño. Te lo prometo. Esta película tiene mucha más clase que Niebla en el alma, que entre nosotros, confidencialmente, es un bodrio efectista en el que lo único rescatable eres tú. Ahora bien, si puedo conseguir un buen trato con esos cabrones…

Unas horas después, Shinn volvió a telefonear. Sus gritos se oyeron antes de que Norma Jeane terminara de levantar el auricular.

—¡… no me contaste que hubieras hecho algo semejante! ¿Cuándo fue? ¿En 1949? Ya estabas contratada, ¿no? ¡Idiota! ¡Imbécil! Es muy posible que La Productora rescinda tu contrato, precisamente ahora, en el peor momento posible. ¡Miss Sueños Dorados! ¿Qué es esto, pornografía blanda? ¡Ese hijo de puta de Öse! ¡Ojalá que se pudra en el infierno!

Shinn hizo una pausa para respirar, resoplando como un dragón. Más tarde, Norma Jeane tendría la impresión de que Rumpelstiltskin había estado con ella, en la misma habitación. Se quedó paralizada con el auricular en la mano. ¿A qué se refería su agente? ¿Por qué estaba tan furioso? ¿Quién era Miss Sueños Dorados? ¿Y a santo de qué mencionaba a Otto Öse? ¿El fotógrafo había muerto?

—Marilyn era mía, imbécil —prosiguió Shinn—. Marilyn era preciosa y era mía. No tenías ningún derecho a rebajarla.

Fueron las últimas palabras que el agente dirigió a Norma Jeane. Y ella no volvería a verlo vivo.

—Ni que fuera c-comunista, ¿no? Todos los periódicos hablan de mí.

Norma Jeane pretendía bromear. ¿Por qué era tan importante?

¿Por qué no les hacía gracia? ¡Todos estaban tan enfadados con ella! ¡La odiaban! ¡Como si fuera una delincuente, una pervertida! Explicó que había posado desnuda una sola vez y que lo había hecho por dinero.

—Porque estaba desesperada. ¡Cincuenta dólares! Ustedes, en mi lugar, también habrían estado desesperados.

Cuando le enseñamos el almanaque, no se reconoció. No daba la impresión de que estuviera fingiendo. Sonreía y sudaba. Hojeó el almanaque, buscando a Miss Sueños Dorados hasta que uno de nosotros se la señaló; ella miró largamente la foto y su cara adquirió una expresión de pánico. Fue entonces cuando pareció fingir que se reconocía, fingir que recordaba. Porque no se acordaba.

¡Ya echaba de menos a I. E. Shinn! Temía que se negara a seguir representándola. No habían permitido que la acompañara a la reunión urgente que había convocado La Productora y que se celebraría en el despacho del señor Z. Ella pasaría toda la tarde con aquellos hombres furiosos. ¡Ni una sola vez rieron sus chistes! Estaba acostumbrada a que los hombres respondieran con carcajadas a sus ocurrencias más tontas. Marilyn Monroe sería una gran comediante. Pero todavía no. No para esos hombres.

Allí, con su cara de murciélago, estaba el señor Z, que apenas si se atrevía a mirarla. Allí, con sus apretados tirabuzones, estaba el señor S, que la miraba como si nunca hubiera visto una mujer tan infame y despreciable y no pudiera apartar los ojos de ella. Allí estaba el señor D, uno de los productores de Niebla en el alma, que la había mandado llamar a su despacho al día siguiente de su cita con W. Allí estaba el ceñudo señor F, el jefe de relaciones públicas de La Productora, claramente disgustado. También estaban el señor A y el señor T, los abogados. De vez en cuando entraban otros, todos hombres. Norma Jeane estaba tan aturdida que más tarde no recordaría a estas personas. ¡El señor Shinn le había gritado! ¡Otras voces le habían gritado por teléfono! ¿Y qué hizo ella? Correr al lavabo de su apartamento y sacar una navaja de afeitar del armario y levantarla igual que Nell en la película, pero le temblaron las manos, el teléfono volvió a sonar y la fina navaja resbaló de entre sus dedos.

Sabía que debía medicarse para superar esa crisis. Fue su primer impulso, así como en otros tiempos su primer impulso hubiera sido rezar. Una fotografía de Marilyn Monroe desnuda. Descubierta. Hollywood Tatler. Los directivos de La Productora estaban furiosos. Un escándalo. La Legión Católica de la Decencia, la Guía de Entretenimiento de la Familia Cristiana. Amenazas de censura, de boicot. Rápidamente tomó dos de los analgésicos con codeína que el médico de La Productora le recetaba para los dolores menstruales y la migraña, y al comprobar que no hacían efecto de inmediato, apuró un tercero.

Ahora, a través de un telescopio, veía a una rubia que no dejaba de parpadear, rodeada por varios hombres indignados. La rubia sonreía como quien resbala en una cuesta y sonríe para indicar que no había reparado en la inclinación del terreno. Diciéndose que la situación era grave. En una película de los hermanos Marx, la situación sería cómica. Tonta del culo. Zorra enferma, patética. La Productora se proponía comercializar el cuerpo de la rubia, pero en sus propios y estrictos términos. Abajo se congregaban cada vez más reporteros y fotógrafos. Equipos de radio y televisión. Habían anunciado que Marilyn Monroe y el portavoz de La Productora harían declaraciones sobre la fotografía del almanaque. Pero ¿no era ridículo?

—Es como si yo fuera el general Ridgway y estuviera a punto de dar una noticia importante sobre la guerra de Corea. Todo por una estúpida foto —protestó Norma Jeane.

Los hombres siguieron mirándola. Ahí estaba el señor Z, que no había intercambiado una sola palabra con ella desde que la invitara a ver su aviario, hacía casi cinco años. ¡Qué joven era ella entonces! Un tiempo después de aquello, al señor Z lo habían ascendido a jefe de producciones. El mismo señor Z que había querido destruir la carrera de Marilyn Monroe como castigo por ser una zorra y por haber manchado de sangre su bonita alfombra de piel blanca. ¿O no había sucedido así? En tal caso, ¿por qué lo recordaba con tanta nitidez? El señor Z jamás perdonaría a Marilyn, aunque su estudio la hubiera contratado; él nunca podría librarse de Marilyn porque temía que la contratara uno de sus rivales. Él era un padre furioso; ella, una hija arrepentida y sin embargo provocativa.

—¿Qué importancia tiene? —protestaba Norma Jeane con tono plañidero—. ¿Tanto lío por una foto mía? ¿Nunca han visto fotografías de los campos de concentración nazis? ¿O de Hiroshima y Nagasaki? Montañas de cadáveres apilados como leña. Cadáveres incluso de niños y bebés —Norma Jeane se estremeció. Sus propias palabras la angustiaban más de lo que había previsto. Estaba improvisando y empezaba a perder el hilo—. Eso sí que es preocupante. Eso es pornografía, y no la foto de una tonta desesperada por cobrar cincuenta dólares.

Por eso nunca confiamos en ella. Era incapaz de ceñirse al guión. De su boca podía salir cualquier cosa.

A la mañana siguiente, la despertó el teléfono, aunque ella lo había descolgado expresamente. Podía jurar que había oído las vibraciones. Su corazón dio un vuelco; estaba convencida de que el que llamaba era el señor Shinn para decirle que la perdonaba. ¿Cómo no iba a perdonarla él si la había perdonado La Productora, si habían decidido no despedirla? En la conferencia de prensa, había hecho una brillante interpretación de Marilyn Monroe contando a los reporteros la pura verdad. En 1949 era tan pobre que habría hecho cualquier cosa por cincuenta dólares. No posé desnuda en ninguna otra ocasión, ni antes ni después, y ahora lo lamento, pero no me siento avergonzada. Nunca haré nada de lo que pueda avergonzarme porque me han educado como a una buena cristiana.

Al ver que eran casi las diez, Marilyn colgó y el teléfono empezó a sonar de inmediato.

—¿Di-diga? ¿Isaac? —preguntó.

Pero no era el señor Shinn, sino su ayudante, Betty (Norma Jeane sospechaba que era una espía del FBI, aunque no habría podido explicar por qué y parecía un hecho poco probable, dada la devoción que la mujer demostraba a su jefe).

—¡Oh, Norma Jeane! ¿Estás sentada? —la voz de Betty sonaba afligida y ahogada.

Norma Jeane estaba tendida en su apestosa cama, desnuda, con el teléfono en la mano, casi serena, pensando: El señor Shinn ha muerto. Ha sido su corazón. Lo he matado yo.

Esa misma mañana, Norma Jeane se tomó el resto de los analgésicos con codeína, unas quince píldoras en total. Las tragó con un vaso de leche ligeramente rancia. Desnuda y temblando, se tendió en el suelo del dormitorio con la intención de morir mirando el oscuro y agrietado techo. Ahora hemos perdido al bebé; los dos lo hemos perdido para siempre. ¿Habría sido un bebé con la columna torcida? Habría sido un bebé con hermosos ojos y un alma maravillosa. Pocos minutos después vomitó una pasta viscosa mezclada con bilis, una pasta que se endurecería como cemento entre sus dientes, aunque ella los cepilló y los cepilló hasta que sus delicadas encías empezaron a sangrar.

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