Blonde

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La mujer: 1949 - 1953 » El rescate

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El rescate

En abril de 1953, los Dióscuros entran en la vida de Norma Jeane. Si hubiera sabido que estaban observándome, habría sido más fuerte.

Sucedían cosas. Y continuarían sucediendo. Un camión de basura cargado con los maravillosos regalos de Navidad que nunca había recibido en la Casa de Expósitos de Los Ángeles se detuvo y dejó caer sus tesoros sobre ella.

—¡Vaya! ¿Me está ocurriendo a mí? ¿Qué es lo que me ocurre?

La vida de aislamiento y cavilaciones de la solitaria niña que practicaba las escalas en un piano se llenó ahora de animación y fiesta, como la banda sonora de un musical puesta al máximo volumen, tan ensordecedora que una oye la melodía, pero no la letra. Puro estruendo.

—Me da miedo, ¿sabes? Porque yo no soy ella. No soy Rose, en absoluto.

—Me refiero a que no soy una puta. ¡Yo amaría de verdad a un hombre como Joseph Cotten! La guerra le ha dejado secuelas psicológicas y quizá también físicas. Es… ¿cómo se dice?, impotente, ¿no? No queda claro. En una escena salimos haciendo el amor o algo parecido. Rose lo toca, pero él no se entera; él ríe y es obvio que está loco por ella. En esa escena, yo me pondré seria. Como se pondría Rose con él. Ella está actuando, pero yo interpretaré el papel como si no lo hiciera. De una cosa estoy segura: me daría mucho miedo burlarme de un hombre que…, bueno, ya sabes, un hombre que no puede…, que no es un hombre.

La Productora («después de que les chupara la polla, uno a uno, a todos los que estaban sentados alrededor de la mesa») le perdonó el escándalo de la foto y le subió el sueldo a la suma de mil dólares semanales más gastos. De inmediato, Norma Jeane dispuso el traslado de Gladys Mortensen a un pequeño hospital psiquiátrico privado situado en Lakewood.

Su nuevo agente (que había reemplazado a I. E. Shinn) le aconsejó:

—Sé discreta, guapa, ¿de acuerdo? Nadie tiene por qué enterarse de que la madre de Marilyn Monroe sufre trastornos mentales.

Estaban en Monterrey, en un hotel turístico en el que se alojaban fuera de temporada. En una habitación con vistas al Pacífico y a los acantilados. Grandes piedras que rodaban como la locura en el cerebro. Ocasos deslumbrantes.

—Ahora sabemos qué aspecto tiene el infierno, al menos —dice V—. Quiero decir que por lo menos lo sabemos.

Norma Jeane, alegre y desenfadada en el papel de Marilyn, añade:

—¡Desde luego! Y también lo que se siente en el infierno. Eso es lo más importante.

V ríe y continúa bebiendo. ¿Qué ha murmurado? Norma Jeane no ha oído bien.

—Eso también.

Los amantes han ido al hotel turístico de Monterrey para celebrar el nuevo contrato de Marilyn con La Productora: un papel de protagonista en Niágara. Su nombre encabezaría el reparto y aparecería antes que el título. Celebran también algo más importante: V ha conseguido la custodia de sus hijos. Además, la serie en la que V trabaja como protagonista ha recibido buenas críticas en todo el país.

—Demonios, no es más que la tele —dice V—. No seas condescendiente.

—¿No es más que la tele? —repone Norma Jeane con la voz ronca y seria de Marilyn—. Yo diría que la tele es el futuro del país.

V se estremece.

—Joder, espero que no. Esa vulgar pantalla en blanco y negro.

—Las películas también empezaron en una vulgar pantalla en blanco y negro. Espera y verás, cariño.

—No. Tu cariño no puede esperar. Tu cariño ya no es joven.

—¿Quééééé? —protesta Norma Jeane—. ¡Claro que eres joven! ¡Eres el hombre más joven que conozco!

V apura su bebida y sonríe en el interior del vaso. Su infantil cara pecosa parece de cartón piedra.

—Tú sí que eres joven, pequeña. Yo no. Es posible que mi carrera haya terminado ya.

Regresarían a Hollywood, donde vivían en casas separadas, el domingo al mediodía.

Esas escenas inventadas, improvisadas en función de los hechos, la perseguirían durante el resto de su vida.

Durante los nueve años y cinco meses que le quedaban de vida.

Y los minutos volaban.

¿Existía algún reloj capaz de marcar un tiempo que transcurre hacia atrás? ¿No había descubierto Einstein que el tiempo retrocedería si se consiguiera invertir la dirección de un rayo de luz?

—¿Por qué no? No puedes evitar preguntártelo.

Einstein soñaba con los ojos abiertos. «Pensaba experimentos» y eso no era muy distinto de lo que hacía una actriz como Norma Jeane cuando improvisaba basándose en los hechos. Razón por la cual Marilyn Monroe empezaría a llegar cada vez más tarde a sus citas. No porque Norma Jeane Baker estuviera paralizada por el miedo, la indecisión y la inseguridad, contemplando su luminosa cara de muñeca en espejos de desesperación o esperanza; no, lo que la retenía eran las escenas inventadas e improvisadas.

Veamos, si hubiera un director que dijera de acuerdo, rodemos esta toma otra vez, lo harías, ¿no? Una y otra vez, tantas como fuera necesario para que la escena saliera perfecta.

Cuando no hay director, tienes que ser tu propio director. ¿No hay un guión que te oriente? Entonces debes crearlo tú.

De esa manera simple y clara, fingiendo saber cuál es el verdadero significado de una escena que se te antojó incomprensible mientras la vivías. El verdadero significado de una vida que se te antojó incomprensible en la densa selva del acto de vivirla.

«Durante esta búsqueda en el exterior —dice Konstantin Stanislavski—, el actor no debe perder su identidad».

—¡Yo jamás sería una zorra como Rose! Yo respeto a los hombres, estoy loca por ellos. Los quiero. Me gusta su aspecto, su conversación…, su olor. Un hombre con camisa blanca de manga larga, ¿sabes?, una camisa formal con puños y gemelos, me hace perder la cabeza. Yo nunca me burlaría de un hombre. ¡Y mucho menos de un veterano, como el marido de Rose! Una persona mentalmente «discapacitada». Es de lo más mezquino y cruel… Sí, me preocupa un poco lo que pueda pensar la gente. «Marilyn Monroe es una puta, ¿y no acaba de interpretar a una niñera psicótica?» La tal Rose no se contenta con ser infiel a su marido, también se burla de él en su propia cara y conspira para matarlo. Es demasiado.

Estas escenas inventadas, estas improvisaciones, pronto se hicieron tan habituales que era incapaz de recordar si alguna vez no habían ocupado su mente.

—Es tan sencillo. Lo único que quiero es hacer las cosas bien.

¿Crees que mereces vivir? ¿Tú? Zorra enferma, patética. Puta. No se atrevía a pedir consejo a V. Temía que su amante descubriera sus debilidades. Sin embargo, no podía evitar preguntarse si Nell tenía alguna relación con lo que le ocurría. Nell y Gladys. Porque Gladys era Nell, aunque disfrazada. Norma Jeane se había apropiado de las manos de Gladys, sin sospechar que ésta acabaría poseyéndola como un demonio que se apodera de un cuerpo (si una creía en esas supersticiones, que no era el caso de Norma Jeane). Esa mañana había viajado a Norwalk y penetrado en una atmósfera contagiosa. Dicen que los hospitales están infestados de gérmenes (invisibles), ¿por qué no iba a ocurrir lo mismo con los psiquiátricos? Sin duda, allí los gérmenes serían peores. Más letales. Norma Jeane estaba leyendo La interpretación de los sueños, de Sigmund Freud; solía llevar el libro a la peluquería, de modo que sus páginas estaban manchadas y semitransparentes a causa de las salpicaduras de decolorante. Todo tiene su origen en la infancia. Sin embargo, ¿qué pasa con los gérmenes, los virus, el cáncer, los trastornos cardíacos? Esas cosas son reales.

¿La perdonaría Gladys una vez que se hubiera adaptado a Lakewood?

Una fiesta en Bel Air, en una terraza, encima de los alborotadores pavos reales. Estaba tan oscuro (la única luz procedía de las trémulas llamas de las velas) que era imposible distinguir las caras hasta que estaban muy cerca. Ésta era una careta de goma con las facciones de Robert Mitchum. Los soñolientos ojos de párpados caídos, la sonrisa ladina esbozada con las comisuras de la boca inclinadas hacia abajo. Ese hablar cansino, como si ambos estuvieran en la cama y la cámara los enfocara en un prodigioso primer plano. Y es alto, no un alfeñique. Norma Jeane, traspuesta frente a este ídolo de la pantalla, siente su aliento cálido y cargado de alcohol en la oreja y por una vez se alegra de que V la haya dejado sola. ¡Robert Mitchum! ¡Mirándola a ella! En Hollywood, Mitchum tiene una reputación que impediría a cualquier otro actor conseguir un contrato con un estudio. Nadie entiende por qué el Comité de Actividades Antiamericanas no se ha fijado en él. Por encima de los chillidos histéricos de los pavos reales, Norma Jeane reproducirá para sí esta conversación una y otra vez, como si se tratara de un disco.

MITCHUM: Hola, Norma Jeane. No seas tímida, guapa. Yo te conocí antes de que fueras Marilyn.

NORMA JEANE: ¿Cómo?

MITCHUM: Mucho antes de que fueras Marilyn. En el valle.

NORMA JEANE: ¿Usted es Robert Mi-mitchum?

MITCHUM: Llámame Bob, guapa.

NORMA JEANE: ¿Dice que me conoce?

MITCHUM: Digo que conocí a «Norma Jeane Glazer» mucho antes de que fuera Marilyn. En el 44 o el 45. Yo trabajaba con Bucky en la cadena de montaje de Lockheed.

NORMA JEANE: ¿Bu-Bucky? ¿Conocía a Bucky?

MITCHUM: No, no conocía a Bucky. Simplemente trabajaba con él. No me caía bien.

NORMA JEANE: ¿No? ¿Por qué no?

MITCHUM: Porque ese imbécil hijo de puta llevó al trabajo unas fotografías de su preciosa esposa adolescente y se las enseñó a los muchachos, fanfarroneando, hasta que yo le paré los pies.

NORMA JEANE: No entiendo… ¿Qué dice?

MITCHUM: Da igual. Ha pasado mucho tiempo. Supongo que Bucky habrá desaparecido de tu vida.

NORMA JEANE: ¿Fotografías? ¿Qué fotografías?

MITCHUM: Ve a por todas, Marilyn. Si La Productora te da mierda, haz como Bob Mitchum y págales con la misma moneda. Buena suerte.

NORMA JEANE: ¡Espere! Señor Mitchum… Bob…

Ahora V la miraba. V, que regresaba lentamente. V con la camisa abierta, con un solo botón de la americana abrochado. V, el estadounidense típico, el muchacho pecoso empujado hasta el límite de su resistencia por el enemigo nazi, arrebatándole una bayoneta a un alemán para clavársela en las entrañas, y el típico público estadounidense vitoreando como si se tratara de un touchdown en un partido entre estudiantes. V rodeó los hombros desnudos de Norma Jeane y le preguntó qué le había dicho Robert Mitchum para que ella pareciera tan intrigada, como si estuviera a punto de arrojarse en los brazos de ese cabrón. La joven respondió que Mitchum había sido amigo de su ex marido:

—Hace mucho tiempo. Se conocieron en el valle cuando eran unos críos.

En esa fiesta —un multimillonario magnate del petróleo que llevaba un parche en el ojo y quería invertir en La Productora; la sorprendente exhibición de pájaros y otros animales en el jardín, entre velas apoyadas en postes; una luna de papel translúcido sobre las palmeras, iluminada por dentro para que los invitados creyeran que ¡había dos lunas en el cielo!—, en esa fiesta, los Dióscuros (que habían acudido sin que nadie los invitara en un Rolls prestado) observaban a Norma Jeane desde lejos. Habían visto a Mitchum, pero no habían oído sus palabras. Habían visto a V, pero tampoco lo habían oído.

—A veces siento… ¿es que no tengo piel? ¿Le falta una capa? Todo duele. Como una quemadura de sol. Desde que murió el señor Shinn. Lo echo tanto de menos. Era el único que creía en Marilyn Monroe. Los jefes de La Productora no creían en ella, desde luego. La llamaban «zorra». Yo tampoco creía demasiado en ella. Hay tantas rubias… Cuando murió el señor Shinn, yo también quise morir. Yo lo maté, le rompí el corazón. Pero comprendí que debía seguir viviendo. Él decía que Marilyn era su invención y quizá fuera cierto. Tendría que vivir por Marilyn. No es que sea religiosa. Antes lo era, pero ahora no sé qué soy. Me parece que nadie sabe a ciencia cierta en qué cree, simplemente dicen lo que consideran que deben decir. Igual que con esos juramentos de lealtad que nos obligan a firmar. Todo el mundo ha de firmar. Un comunista mentiría, ¿no? Así que ¿para qué sirve? Pero supongo que es una obligación. ¿Una responsabilidad? En La máquina del tiempo, la novela de H. G. Wells, el Viajero del Tiempo se dirige al futuro en una máquina que no consigue controlar del todo, avanza muchos años y tiene esta visión: el futuro ya está ahí, delante de nosotros. En las estrellas. Yo no creo en las supersticiones como… ¿la astrología?, ¿la quiromancia? ¡Tratar de predecir el futuro por motivos tan insignificantes! Si yo pudiera leer el futuro, pediría una cura para el cáncer o para las enfermedades mentales. Quiero decir que el futuro está delante de nosotros como una carretera que nadie ha transitado aún, que quizá ni siquiera esté asfaltada. Tenemos que seguir vivos porque se lo debemos a nuestros descendientes, a los hijos de nuestros hijos. Debemos permanecer vivos para que nuestros hijos puedan nacer. ¿No es lógico? Yo creo que sí. A veces sueño con un niño…, es un sueño tan bonito. En fin, no quiero hablar de eso, porque es un tema muy íntimo. Lo único que me gustaría es que en el sueño me dieran un indicio de quién es el padre.

Abril de 1953. Norma Jeane había huido y estaba escondida en el tocador, llorando. Fuera retumbaban la música y las carcajadas. ¡Estaba tan ofendida! Se sentía insultada. El magnate del petróleo la había tocado para comprobar si era «real». Quería bailar el bugui-bugui con ella. No tenía ningún derecho a obligarla a acompañarlo en esa clase de baile. ¿Y si V los hubiera visto? Y delante del señor Z, con su cara de murciélago, y del señor D, con sus crueles miradas lascivas. No soy una puta en venta. ¡Soy una actriz! Cuánto echaba de menos al señor Shinn en momentos como ése. Porque V la quería, pero daba la impresión de que ella no terminaba de gustarle. Era la pura verdad. Además, últimamente parecía envidiar su éxito. V, que había conocido la fama cuando Norma Jeane estaba en el instituto y contemplaba embelesada su pecosa cara infantil en la pantalla del cine. Tal vez V no la quisiera. Puede que sólo le interesara tirársela.

Necesitó diez minutos para reparar los estragos del rímel. Diez minutos para volver a poner a punto a Marilyn, la rubia bonita y alegre, el alma de la fiesta.

—¡Justo a tiempo!

Una elegía para I. E. Shinn:

En las cavernas del cielo

yacen los espíritus que han alzado vuelo.

Pero esto no es más que una invención

porque no queremos aceptar su desaparición.

Era el primer poema que Norma Jeane escribía en mucho tiempo. Y era horrible.

A veces, en la cama, en brazos del hombre al que teme desesperadamente perder, su mente salta como una pulga sobre una plancha caliente. Suspira, gime, lloriquea mientras desliza los dedos entre el cabello rizado de él, todavía espeso. Acurrucada, feliz entre los musculosos brazos salpicados de pecas. (Lleva tatuada una banderita de Estados Unidos en el bíceps izquierdo. ¡Dan ganas de besarla!) Él sube encima de ella, besándola con pasión, penetrándola lo mejor que puede, y si consigue mantener la erección (ella contiene el aliento, esperando que así sea), le hace el amor con movimientos entrecortados, firmes, violentos; a medida que se aproxima al final, acelera el ritmo y el movimiento se vuelve extraño, espasmódico y temblón, porque cada hombre tiene un estilo particular de copular, a diferencia de las mamadas, que son todas iguales, ya sea la polla esquelética o gorda, corta o larga, suave o áspera como una soga, del color de la manteca o del de la morcilla, limpia y con olor a jabón o pringada de mucosidad, tibia o ardiente, lisa o arrugada, joven o decrépita: siempre es la misma, e invariablemente repulsiva. Cuando Norma Jeane ama a un hombre, como ama a V, hace una interpretación digna de un Oscar. Lo cierto es que siempre le ha costado experimentar alguna sensación física genuina con V. Tiene las mismas dificultades que con Bucky, que gruñía y resoplaba ¡arre, caballito! y se corría sobre el vientre de ella como si le escupiera tras un asqueroso estornudo, y eso cuando se acordaba de sacarla a tiempo. ¡Ah, cuánto desea complacer a V! Como si supiera de antemano que, tal como aseguran Screen Romance, PhotoLife y Modern Screen en sus artículos sobre las estrellas de cine, lo único que importa es el amor, el verdadero amor, y no la «carrera». Bueno, Norma Jeane ya lo sabe. Es una cuestión de sentido común. Cuando está con V, imagina lo que debe de ser el placer sexual, un ascenso primero lento y luego rápido hacia el orgasmo; evocando los largos y serenos encuentros con Cass Chaplin, cuando se sumían en un trance e ignoraban si era de noche o de día, la mañana o la tarde, porque Cass nunca llevaba reloj y rara vez, ropa; porque permanecía dentro de casa, con los ojos húmedos, imprevisible como un animal salvaje, y cuando hacían el amor cada parte de sus sudorosos cuerpos se pegaba a la parte correspondiente del otro, ¡hasta las pestañas!, ¡los dedos y las uñas de los pies! Ah, pero Norma Jeane ama a V más de lo que amaba a Cass. Está convencida de ello. V es un hombre de verdad, un ciudadano adulto. V ha estado casado. De modo que cuando se encuentra con V, que es tan orgulloso como todos los hombres a los que ella ha conocido, Norma Jeane procura que se sienta el rey del mundo. Quiere que él sepa que ella siente algo especial. Las pocas películas pornográficas que ha visto la han hecho avergonzarse de la actitud de las mujeres, que, en su opinión, deberían esforzarse más por fingir interés.

A veces llega al clímax. O al menos siente algo en lo más profundo del vientre. Una sensación espasmódica que asciende hasta una crisis de sorpresa e incredulidad y cesa rápidamente, como si alguien apagara la luz. ¿Es un orgasmo? Quizá algo parecido. Lo ha olvidado. Pero murmura:

—Ay, cariño, te quiero, te quiero, te quiero.

¡Y es verdad! Se queda embelesada pensando que hace mucho tiempo, cuando era una joven esposa, apretó con fuerza la mano de su marido en la platea de un cine de Mission Hills mientras contemplaba a este hombre, a su amante, el valiente piloto de Héroes del aire, lanzándose en paracaídas, descendiendo lentamente entre el humo, las llamas y la tensión casi insoportable de la banda sonora. ¡Cuánto se habría sorprendido Norma Jeane si hubiera imaginado que algún día haría el amor con ese mismo hombre!

—Aunque no es el mismo hombre, desde luego. Nunca lo es.

Detrás de las deslumbrantes luces de los reflectores, oculto entre las estratégicas sombras, está el Francotirador. Ágil como un lagarto, acuclillado sobre un muro del jardín, vestido con un traje elástico de surfista, un mono con cremallera y del color de la noche. Es objeto de polémica incluso entre los entendidos: ¿hay un solo francotirador en California o son varios? Sería lógico suponer que existe cierto número de francotiradores asignado a cada distrito de Estados Unidos, con mayor concentración en las regiones saturadas de judíos, como la ciudad de Nueva York, Chicago y Los Ángeles. Por el visor de infrarrojos de su rifle de gran calibre, el Francotirador observa con serenidad a los invitados del multimillonario magnate del petróleo. Es una etapa de vigilancia temprana, inocente; las carcajadas le impiden descifrar las palabras, incluso aquellas pronunciadas a gritos. ¿Vacila al ver las caras casi familiares de las estrellas entre las demás? Ver la cara de una «estrella» siempre causa un pequeño impacto, una punzada de desencanto, como si te concedieran un deseo con demasiada facilidad. ¡Pero cuántos rostros hermosos! Y cuántas caras masculinas impresionantes, con frentes curtidas y prominentes, desproporcionados cráneos redondeados como bolos y brillantes ojos de insecto. Corbatas negras, esmóquines, almidonadas camisas con volantes. Es gente elegante. Sin embargo, el Francotirador, un profesional con experiencia, no se deja amilanar ni por la belleza ni por el poder. El Francotirador trabaja a las órdenes de Estados Unidos, y por encima de Estados Unidos, a las órdenes de la justicia, la decencia y la moral. Podría decirse que trabaja a las órdenes de Dios.

Sopla una agradable brisa y es la víspera del Domingo de Ramos, el domingo anterior al de Resurrección. En la mansión de estilo normando del multimillonario magnate del petróleo, una residencia situada en las colinas del prestigioso barrio de Bel Air, Norma Jeane está pensando: ¿Qué hago aquí, entre desconocidos? y simultáneamente: ¡Algún día tendré una mansión como ésta, lo juro! Sabe que la observan y se siente incómoda. Marilyn Monroe atrae las miradas como la luz a las polillas. Lleva un escotado vestido de color rojo carmín que deja al descubierto gran parte de sus pechos y se ciñe a sus caderas y su cintura de avispa. Parece una muñeca esculpida, pero se mueve. Es un ser animado, sonríe y es obvio que está ¡muy pero muy contenta de encontrarse en tan agradable compañía! Y ese pelo platino como algodón de azúcar. Esos translúcidos ojos azules. El Francotirador piensa que la ha visto antes, ¿no es la apetitosa rubia que firmó una petición a favor de los comunistas y sus simpatizantes, defendiendo a esos traidores de Charlie Chaplin y Paul Robeson (que además de traidor es negro y encima un negro con ínfulas)? El nombre de esa chica está fichado; por muchos seudónimos y alias que tenga, el Estado le seguirá los pasos. El Estado la conoce. El Francotirador se demora mirando a Marilyn por el visor, apuntándola con el rifle.

El demonio puede adoptar cualquier forma; absolutamente cualquiera. Incluso la forma de un niño. En el siglo XX, las fuerzas del mal han de identificarse y erradicarse como se haría con la fuente de una plaga.

Y junto a la actriz en ciernes Marilyn Monroe está V, el actor veterano, el patriótico protagonista de Héroes del aire y Victory over Tokyo, dos películas que conmovieron al Francotirador en su juventud. ¿Acaso están liados?

Si yo fuera una puta como Rose, desearía a todos estos hombres, ¿no?

En parte, la fiesta es un homenaje a los Héroes de Hollywood.

Norma Jeane no lo sabía. No sabía que Z, D, S y otros estarían presentes y le sonreirían con sus furiosos dientes de hiena.

Los Héroes de Hollywood: los patriotas que habían salvado los estudios de la cólera de Estados Unidos y de la ruina económica.

Eran los testigos «voluntarios» que habían declarado en Washington ante el Comité de Actividades Antiamericanas, denunciando a los comunistas, a los simpatizantes del comunismo y a los «alborotadores» de los sindicatos. Hollywood se estaba sindicalizando y la culpa era de los rojos. Allí estaban el apuesto actor Robert Taylor, el canijo y atildado Adolphe Menjou, el meloso y siempre risueño Ronald Reagan y el bellamente feo Humphrey Bogart, que aunque al principio se había opuesto a la investigación, más tarde se había retractado.

¿Por qué? Porque Bogie sabe lo que le conviene, igual que el resto de nosotros. El verdadero patriotismo se demuestra delatando a los amigos. Porque delatar a los enemigos es muy fácil.

Norma Jeane se estremeció.

—¿No crees que deberíamos irnos? —murmuró a V—. Algunas de estas personas me dan miedo.

—¿Miedo? ¿Por qué? ¿Te preocupa que descubran tu pasado?

Norma Jeane rió, apoyándose en V. ¡Los hombres eran unos bromistas!

—Ya te lo he di-dicho, cariño: yo no tengo pasado. Marilyn nació ayer.

¡Cómo chillaban! Como niños heridos con bayonetas.

Había espectaculares pavos reales de color verde y azul iridiscentes, paseándose y sacudiendo la cabeza con movimientos entrecortados, como el golpeteo del código morse. Los invitados cloqueaban y chasqueaban la lengua. Daban palmadas para asustarlos. A Norma Jeane le sorprendió que las colas desplegadas de los pavos reales no estuvieran erectas, sino que las aves las arrastraran deshonrosamente por el suelo.

—Parece que las consideraran una carga, ¿no? Tener que llevar esas hermosas y pesadas colas consigo a todas partes.

A falta de un guión, Norma Jeane se había pasado la velada diciendo frases tontas y banales. Cuando a su mente acudían palabras sueltas como «alocución», «éxtasis», «altar», era incapaz de pronunciarlas, porque ¿qué significaban en el contexto de la fiesta del multimillonario petrolero de Texas? No lo sabía. Y V no habría podido oírla con tanto alboroto.

Caminaban por un sinuoso sendero que discurría junto a un arroyo artificial. Al otro lado del arroyo había más pavos reales y otras aves elegantes con plumas de color rosa fosforescente.

—¿Son flamencos? —Norma Jeane nunca había visto un flamenco de cerca—. ¡Qué pájaros tan bonitos! Están vivos, ¿no?

El multimillonario magnate del petróleo era célebre por su colección de aves y otros animales exóticos. En la entrada de su mansión había un par de elefantes disecados con grandes colmillos de marfil. Sus ojos eran reflectores. ¡Parecían vivos! Sobre el tejado de la casa de estilo normando había buitres africanos disecados dispuestos en fila, como ominosos paraguas negros plegados. Aquí, junto al arroyo, había un puma sudamericano en una jaula, y en el interior de una amplia zona alambrada, monos aulladores, monos araña, loros y cacatúas de brillante plumaje. Los invitados admiraban una gigantesca boa que estaba dentro de una caja de cristal y parecía un plátano largo y grueso.

—¡Ay! —exclamó Norma Jeane—. No me gustaría que ese bicho me abrazara. No, gracias.

Era una insinuación para que V le rodeara el talle con los brazos. Pero V, abstraído en la contemplación de la enorme serpiente, no captó la indirecta.

—Oh, ¿qué es eso? ¡Vaya cerdo grande y raro!

V leyó la placa atornillada al tronco de una palmera.

—Es un tapir.

—¿Un qué?

—Un tapir. Un ungulado nocturno procedente de los trópicos.

—¿Un qué nocturno?

—Ungulado.

—¡Caray! ¿Qué hace aquí un ungulado de los trópicos?

La rubia Norma Jeane hablaba con exclamaciones para disimular su creciente ansiedad. ¿La observaban unos ojos ocultos? ¿Había alguien detrás de los movedizos reflectores, vigilando a la multitud? Por momentos, la apuesta cara de V parecía descolorida, como una arrugada careta de pergamino. Sus ojos eran cuencas oscuras. ¿Por qué estaban allí? Una gota de sudor, solidificada por efecto de los polvos de talco, se deslizó entre los grandes y hermosos pechos enfundados en el vestido rojo.

Siempre hay un guión. Aunque a veces no lo conozcas.

Por fin se acercaron a ella.

Lo sabía; los esperaba.

La rodearon como hienas. Sonriendo.

¡George Raft! Una voz grave y sugerente.

Hola, Marilyn.

El señor Z, con su cara de murciélago, jefe de producciones.

—Hola, Marilyn.

El señor S, el señor D, el señor T y otros a los que Norma Jeane no reconoció. Y el multimillonario magnate del petróleo, que era el principal inversor en Niágara. Las monstruosas caras estaban salpicadas de sombras, como en una película muda del expresionismo alemán. Observados de cerca por V, los hombres empezaron a tocar a Norma Jeane, a acariciar con dedos gordos como salchichas sus hombros desnudos, brazos, pechos, caderas y vientre; cerraron el círculo y rieron en voz baja, haciendo un guiño a V. A ésta ya la hemos catado. Todos la catamos. Cuando Norma Jeane consiguió librarse de ellos y se volvió hacia V, éste se alejaba.

Corrió tras él. Estaban a punto de marcharse de la fiesta, aunque todavía no era medianoche.

—¡Espera! Ay, por favor…

Presa del pánico, había olvidado el nombre de su amante. Lo alcanzó y lo cogió del brazo, pero él se soltó, maldiciéndola.

—¡Buenas noches! —dijo, o quizá—: ¡Adiós!

—No me he acostado con ninguno de ellos —protestó Norma Jeane—. ¡De veras!

Le falló la voz. Era una mala actriz. Una vez más, las lágrimas hicieron que se le corriera el rímel. ¡Qué difícil era ser hermosa y mujer! De súbito Norma Jeane sintió que alguien le cogía la mano, se volvió y se quedó estupefacta al ver a… ¿Cass Chaplin? Alguien le cogió la otra mano, unos dedos fuertes se enlazaron con los suyos y al volverse vio a… ¿Eddy G., el amante de Cass? Los atractivos jóvenes vestidos de negro la habían seguido con la presteza y el sigilo de un par de pumas hasta el borde de la terraza, donde Norma Jeane se tambaleaba sobre sus tacones, aturdida por el dolor y la humillación.

—No debes estar con gente que no te quiere, Norma —murmuró Cass con su dulce voz infantil—. Ven con nosotros.

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