Blonde

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La mujer: 1949 - 1953 » Los Dióscuros

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Los dos sonreían, aunque estaban aterrorizados. Todavía no habían cumplido los treinta; eran casi unos niños. Hacía tanto tiempo que no conseguían ningún trabajo de interpretación que les costaba simular emociones. La mirada que intercambiaron reflejaba la certeza de que con aquella jovencita chalada no habría una solución sencilla, pues no aceptaría someterse a un aborto. Además de desear un bebé, Norma Jeane despotricaba a menudo contra el aborto. En su tierno corazón de mema, seguía siendo una devota de la Ciencia Cristiana. Creía, o quería creer, en gran parte de esa basura. En consecuencia, no habría aborto y no tenía sentido sacar el tema. Si los amantes Dióscuros tenían la esperanza de que Marilyn Monroe se enriqueciera pronto, esto alteraba sus planes. Era un auténtico obstáculo para sus fantasías. Sin embargo, si jugaban bien sus cartas, quizá quedara en un engorro temporal.

Norma Jeane fijó sus bonitos, ansiosos y brillantes ojos en los de ellos.

—¿Os alegráis por mí? Quiero decir…, ¿por nosotros? ¿Los Dióscuros?

Sólo podían decir que sí.

El tigre de peluche. Un episodio que parecía un sueño, pero era real. Era real y compartido con los Dióscuros. Aunque se había emborrachado con vino tinto (ella había bebido sólo dos o tres vasos, mientras que los muchachos apuraron dos botellas) y más tarde no recordaría con claridad lo sucedido. Aproximadamente a medianoche, ella, Cass y Eddy G., mareados, eufóricos y llorosos, salieron del restaurante donde habían celebrado la noticia y pasaron junto a una juguetería con las luces apagadas, una tienda pequeña por delante de la cual sin duda habrían pasado muchas veces sin fijarse, a menos que Norma Jeane se detuviera de vez en cuando para mirar con añoranza los bonitos animales de peluche, una gran familia de muñecas, los cubos decorados con letras de un rompecabezas, los trenes, camiones y coches de juguete, pero Cass y Eddy G. habrían podido jurar que jamás habían visto esa juguetería, y qué coincidencia, declaró Cass, verla por primera vez precisamente esa noche.

—Como en las películas. Es la clase de cosa que ocurre sólo en las películas.

El alcohol no embotaba los sentidos de Cass; por el contrario, los aguzaba. Estaba convencido de que nunca estaba tan lúcido como cuando bebía.

—¡Las películas! —exclamó Eddy G. con la boca torcida—. ¡Todo lo que nos pasa ha pasado antes en las putas películas!

Norma Jeane, que rara vez bebía y había prometido no volver a hacerlo durante el resto de su embarazo, se tambaleó ante el escaparate. Exclamó un «Oh», empañando el cristal con su aliento. ¿Era posible que estuviera viendo lo que veía?

—¡Oh! Ese tigre. Yo tuve uno igual hace mucho tiempo, cuando era pequeña.

(¿Era verdad? ¿El muñeco era igual a aquel regalo de Navidad desaparecido en el orfanato? ¿O éste era más grande, peludo y caro? También recordó el tigre que había confeccionado para la pequeña Irina con telas de un baratillo.) Con la brutal agilidad que lo había hecho famoso en el submundo de Hollywood, Eddy G. dio un puñetazo a la luna del escaparate, aguardó a que terminara de caer la lluvia de cristales y, ante la mirada atónita de Cass y Norma Jeane, introdujo la mano por el agujero para coger el tigre.

—¡El primer juguete del niño! ¡Es precioso!

El desagravio. A última hora de la mañana siguiente, atormentada por la culpa, Norma Jeane volvió a la juguetería. Le dolía la cabeza, tenía resaca y unas ligeras náuseas.

—¿Habrá sido un sueño? No me pareció real.

Llevaba el pequeño tigre de peluche en el bolso. No quería pensar que Eddy G. había roto la luna del escaparate como consecuencia de su impulsivo comentario. Pero tenía muy claro que el joven le había dado el juguete, que había dormido con él y que ahora estaba en su bolso.

—¿Qué voy a hacer? No puedo presentarme y devolverlo como si tal cosa.

¡Allí estaba la juguetería! HENRI’S TOYS, y en letras más pequeñas: «Nuestra especialidad: juguetes confeccionados a mano». Era una tienda diminuta con una fachada de menos de cuatro metros. Y qué desamparada parecía con una luna del escaparate rota y cubierta parcialmente con un trozo de madera. Norma Jeane espió por el cristal y comprobó con horror que, sí, la tienda estaba abierta. Henri estaba detrás del mostrador. Norma Jeane abrió la puerta con timidez y una campanilla resonó sobre su cabeza. Henri alzó la vista y la miró con ojos tristes. La tienda estaba escasamente iluminada, como el interior de un castillo. El aire olía a tiempos antiguos. Cerca de allí, en Beverly Boulevard, el tráfico estaba congestionado como todos los mediodías, pero en HENRI’S TOYS reinaba una reconfortante paz.

—¿Sí, señorita? ¿En qué puedo servirle? —era una voz de tenor, melancólica pero no acusatoria.

No me culpará. No es de los que juzgan a la gente.

—Yo… yo… yo… lo la-lamento mucho, señor Henri —dijo Norma Jeane con emoción infantil, tartamudeando—. Parece que le han roto una luna del escaparate. ¿Ha sido un robo? ¿Sucedió anoche? Vivo cerca de aquí y no había visto el agujero antes.

El cariacontecido Henri, un hombre cuya edad Norma Jeane no habría podido adivinar, aunque sabía que no era joven, esbozó una sonrisa llena de amargura.

—Sí, señorita. Fue anoche. No tengo alarma antirrobo. Me decía ¿quién va a querer robar juguetes?

Norma Jeane apretó la correa de su bolso, temblando.

—Es-espero que no se hayan llevado muchas cosas —dijo.

—Me temo que lo hicieron —repuso Henri con rabia contenida.

—Lo siento mucho.

—Se llevaron todos los juguetes que pudieron y eligieron los más caros. Un tren artesanal, una muñeca de tamaño natural pintada a mano y con pelo de verdad.

—¡Oh! Lo lamento.

—Y juguetes más pequeños, muñecos de peluche que cose mi hermana. Ella es ciega —Henri hablaba con serena vehemencia, observando con disimulo a Norma Jeane como quien mira furtivamente al público desde un escenario.

—¿Ciega? ¿Tiene una hermana ciega?

—Sí. Es una modista excelente y cose animalitos guiándose tan sólo por el tacto.

—¿Y también robaron ésos?

—Cinco, además de los otros artículos. Y de romper el escaparate. Se lo he contado todo a la policía, aunque, naturalmente, no tengo ninguna esperanza de que pillen a los ladrones. ¡Los muy cobardes!

Norma Jeane no sabía si Henri se refería a los ladrones o a la policía.

—Pero tendrá seguro, ¿no? —preguntó tras un pequeño titubeo.

—Desde luego, señorita —respondió Henri con aire ofendido—. No soy idiota.

—Bu-bueno, es una suerte.

—Sí, es una suerte. Aunque el seguro no me compensará por los nervios que hemos pasado mi hermana y yo, ni me devolverá la fe en la naturaleza humana.

Norma Jeane sacó el pequeño tigre del bolso. Tratando de pasar por alto la mirada estupefacta de Henri, se apresuró a decir:

—He… encontrado esto en un callejón, detrás del edificio donde vivo. Supongo que es suyo, ¿no?

—Pues sí…

Henri la miraba fijamente, parpadeando con rapidez. Su pálida cara se tiñó de un casi imperceptible color rojo.

—Lo he en-encontrado en el suelo. Me imaginé que se-sería suyo. Pero me gustaría comprarlo. Si no es demasiado caro.

Henri la miró largamente en silencio. Norma Jeane no podía adivinar lo que pensaba, del mismo modo que él, suponía, no podía adivinar lo que pensaba ella.

—¿El tigre? —preguntó—. Es una de las especialidades de mi hermana.

—Está un poco sucio. Por eso me gustaría comprarlo. Quiero decir que… —Norma Jeane rió con nerviosismo—, supongo que ahora no podrá venderlo. Y es tan bonito.

Sujetaba el tigre con las dos manos para que Henri lo viera. Norma Jeane estaba delante del mostrador, a unos treinta o cuarenta centímetros de él, pero Henri no hizo ademán de coger el juguete. Era varios centímetros más bajo que la chica, un hombrecillo que parecía una talla de madera con botones negros a modo de ojos, y orejas y codos puntiagudos.

—Usted es una buena persona, señorita. Tiene buen corazón. Le dejaré el tigre por… —Henri hizo una pausa y sonrió, esta vez con sinceridad, acaso imaginando que Norma Jeane era más joven de lo que era en realidad, una chica de poco más de veinte años, estudiante de teatro o de baile, bonita pero vulgar con su cara redonda e inocente y una piel demasiado pálida sin maquillaje. Con zapatos bajos parecía a un tiempo tetona y varonil. Tan falta de presencia y seguridad en sí misma que jamás triunfaría en el mundo del espectáculo— diez dólares. Costaba quince.

Henri pareció olvidar que el tigre tenía una etiqueta con la cifra 8,98 $ escrita a lápiz.

Rápidamente, aliviada, Norma Jeane sonrió y sacó la cartera.

—No, señor Henri. Gracias. Pero el juguete será para mi primer hijo y quiero pagar el precio íntegro.

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