Blonde

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Marilyn: 1953 - 1958 » El chillido. La canción

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El chillido. La canción

Imagine que en el mismo espacio que ocupa usted con su cuerpo verdadero, existe otro cuerpo, el cuerpo imaginario de su personaje, que usted ha creado en su mente.

MICHAEL CHEKHOV,

To the Actor

No era el brillante coche negro de La Productora, digno de la realeza, sino un feo Nash de techo abombado y del melancólico tono del agua de fregar los platos después de que las burbujas hayan estallado, y el chófer con uniforme y gorra era un individuo de tez morena, en parte rana y en parte humano, con unos ojos grandes y vidriosos que la asustaban.

—¡Oh, no me mire! ¡Ésta no soy yo!

Había tragado arena y tenía la garganta seca. ¿O le habían llenado la boca de algodón para amortiguar sus gritos? Trató de explicarle a la mujer con guantes de redecilla que la empujaba en el asiento trasero del Nash que había cambiado de idea, pero la mujer se negaba a escucharla. Y sus manos eran fuertes, hábiles, experimentadas.

—No, por favor. Qui-quiero volver. Esto es…

Los balbuceos de una niña asustada. ¿Miss Sueños Dorados? El Chófer Sapo conducía su abombado vehículo con una maestría digna de encomio a través de las luminosas calles de la Ciudad de Arena. No era de noche, pero brillaba un sol tan cegador que se veía menos que si fuera de noche.

—¡Eh! He cambiado de idea, ¿entienden? Te-tengo derecho a cambiar de idea.

Había granos de arena no sólo en su boca, sino también en sus ojos. La mujer con las manos enguantadas hizo una mueca que era una mezcla de sonrisa y enfurruñamiento. El coche se detuvo con brusquedad. Norma Jeane comprendió que habían viajado en el tiempo. Para un actor, cualquier papel supone un viaje en el tiempo. Uno se separa para siempre de su yo anterior. ¡Una curva inesperada! ¡Un umbral con escalones de cemento! Un pasillo y un penetrante olor a medicamentos o sustancias químicas, semejante al aroma que despedían las grandes manos de Bucky Glazer. Sin embargo, le aguardaba una sorpresa (igual que en una película en la que de súbito se abre una puerta mientras sube el volumen de la música): una estancia elegantemente amueblada. Una sala de espera. Las paredes estaban cubiertas de relucientes paneles de madera, de los cuales colgaban reproducciones de los dibujos de Norman Rockwell publicados en The Saturday Evening Post. Había sillas «modernas» con patas metálicas. Un escritorio grande y brillante y… ¿un cráneo humano? El cráneo amarillento, surcado por grietas finas como las de la cobertura de un pastel, tenía un inquietante hueco en la coronilla (¿consecuencia de una autopsia? ¿Te serraban un agujero en la cabeza?) y estaba lleno de lápices, estilográficas y las caras pipas del médico. Oficialmente, era el día de descanso del médico. Más tarde, el doctor jugaría al golf en el Wilshire Country Club con su amigo Bing Crosby. Había luces brillantes que ella confundía con mentiras brillantes.[3] Al amanecer, se había levantado de la sudada cama para tomar una, dos o tres pastillas de codeína.

—¡Por favor! ¿Por qué no me escuchan? He cambiado de idea.

Pero no podía cambiar de idea. Se dijo que debía animarse. La luz esteriliza. El peligro de gérmenes e infecciones será mínimo. (Esos pensamientos curiosos y cómicos pasaban a menudo por su cabeza en el plató. Las exageradas luces, la intensidad del vidrioso objetivo de la cámara, la certeza de que cuando comienza la película, mientras tu yo cinematográfico surge sin esfuerzo, como cuando guiñas un ojo, tú y tu Amiga Mágica se convierten en un mismo ser, en medio de una seguridad y una dicha absolutas.) Sin embargo, trataba de explicar que había cometido un error, que no quería someterse a la operación; sí, pero estaba «en buenas manos»; el señor Z se lo había prometido. No estaba dispuesto a arriesgar una inversión de un millón de dólares. Era verdad; ella no correría riesgo alguno. Si era Marilyn Monroe, La Productora no permitiría que se pusiera en peligro. Para tranquilizarla, Yvet tarareaba: «Hay manos bondadosas que curarán tus tristezas, manos bondadosas que lustrarán tus zapatos. Manos bondadosas de la mañana a la noche». Al ver que no escuchaban sus ruegos, dijo con la vocecilla cómica y sensual de Lorelei Lee:

—¿Sabéis una cosa? Tengo la impresión de que en cualquier momento todos vosotros empezaréis a cantar y a bailar.

El médico no sonrió ante estas palabras, pero sonrió. Tenía cara de seta y una nariz regordeta llena de pelos. La llamaba «querida», quizá para convencerla de que no conocía su nombre y nunca la delataría. Era un alivio que el médico no reconociera a su famosa paciente. Ninguno de los presentes la conocía. Estaba temblando, desnuda bajo la fina bata de hospital. Bucky nunca le había permitido ver un cadáver, pero de alguna manera ella los había visto y sabía cómo eran. La piel grisácea, los ojos hundidos en sus cuencas. Cuando hundes un dedo en la piel esponjosa, ésta no vuelve a su posición original. Se removía, se mordía los labios para contener una risa histérica y ellos la acostaron sobre una camilla cubierta de papel, un papel que crujía y se arrugaba bajo su cuerpo; estaba tan asustada que se le escapó el pis, pero ellos la limpiaron en silencio y le pusieron los pies en unos estribos. ¡Sus pies descalzos! ¡Las vulnerables plantas de sus pies!

—Por favor, no me miren. No me hagan fotos.

Lo único que tengo que hacer es no interferir, había advertido la tía Elsie. Y así era como Norma Jeane hacía el amor casi siempre: se quedaba muy quieta, sonriendo alegremente con expectación, tierna, insegura y esperanzada, y se abría de piernas para su amante, se convertía en un regalo para él; ¿no es eso lo que quieren los hombres? Con el Ex Deportista se había llevado una sorpresa: él era un amante tierno pero vigoroso, igual que V, jadeaba, sudaba y se mostraba agradecido, y puesto que era un caballero, jamás se reía de ella como lo habían hecho los Dióscuros, imperdonablemente.

—Un titular para el Tatler: MORBOSA REVELACIÓN: LA SEX SYMBOL MARILYN MONROE PREGUNTA: «¿FOLLAR ES UN VERBO?».

Ja, ja, ja.

Bueno, ella también había reído. El médico le hacía cosquillas con los dedos enfundados en guantes de goma. Unos dedos pequeños que la penetraban. Igual que el tío Pearce subiendo y bajando por sus costados, metiéndose en la raja de su pequeño culo como un ratoncillo pícaro. Pero esos dedos volvían a salir con tanta rapidez que una no se enteraba de que el ratoncillo había estado allí. La codeína la había aletargado y se encontraba en ese estado en el que el dolor se percibe como algo lejano. Igual que cuando se oyen gritos en la habitación contigua. No se resista, por favor, decía el médico. Apenas si sentirá una pequeña molestia. Esta inyección la adormecerá. No queremos atarla.

—Espere. No. Ha habido un error. Yo…

Apartó las manos del médico. Esas manos de goma. No veía las caras. La luz la cegaba. Quizá se hubiera adentrado demasiado en el futuro, donde el sol se había expandido hasta ocupar todo el cielo.

—¡No! ¡Ésta no soy yo!

Gracias a Dios, consiguió bajarse de la camilla. Gritaron tras ella, pero ya había desaparecido. Corría descalza, jadeando. ¡Oh, conseguiría escapar! No era demasiado tarde. Corrió por el pasillo. Olía a humo, pero aún no era demasiado tarde. La puerta que estaba en lo alto de la escalera no tenía llave, así que la abrió. Allí estaban los rostros familiares de Mary Pickford, Lew Ayres, Charlie Chaplin. ¡Oh, Charlot! Charlie era su verdadero padre. ¡Esos ojos! Oyó un sonido amortiguado en la habitación contigua. Sí, era el dormitorio de Gladys. Un sitio prohibido, pero Gladys ya no estaba allí. Entró y vio la cómoda y el cajón que debía abrir. Tiró, tiró y tiró de ese cajón. ¿Estaba atascado? ¿O ella no era lo bastante fuerte para abrirlo? Por fin lo abrió y apareció el bebé, agitando sus manos y pies diminutos, respirando con dificultad. Babeaba y trataba de recuperar el aliento para llorar. Precisamente cuando el frío espéculo penetraba en su cuerpo, entre sus piernas abiertas. Precisamente cuando la vaciaban como quien vacía un pescado. Sus entrañas se deslizaban por los bordes de la cucharilla. Giró la cabeza a un lado y a otro, gritando, hasta que los tendones del cuello se agarrotaron.

El niño chilló. Una vez.

—¿Señorita Monroe? Por favor. Es la hora.

Bueno, hacía rato que era la hora. ¿Cuánto hacía que la llamaban, que golpeaban con cautela en la puerta de su camerino? Llevaba cuarenta minutos sentada allí, mirando al vacío como en un trance, enfundada en su precioso vestido rosa, con el pelo perfecto, el maquillaje perfecto, guantes hasta los codos, la parte superior de sus grandes pechos al descubierto y rutilantes joyas en sus orejas y alrededor de su bonito cuello. Era hora de interpretar Diamonds Are a Girl’s Best Friend.

Monroe hizo un trabajo impecable. Como una auténtica profesional. Una vez que hubo memorizado cada palabra, cada sílaba, cada compás, funcionó como un reloj. No era un «personaje», un «papel». Debía de tener la capacidad de imaginarse en la película, como en una animación. Y controlaba esa animación desde su interior. Sabía cómo la percibirían los desconocidos espectadores desde la oscuridad de la platea.

Así era Marilyn Monroe durante el rodaje: la imagen animada que los desconocidos verían y adorarían algún día.

En cierta ocasión en la que me enviaron a buscarla a su camerino, llamé a la puerta, agucé el oído y podría jurar que oí el chillido de un bebé. No fue un sonido fuerte, como si en efecto hubiera un niño en el camerino, pero puedo asegurar que oí chillar a un bebé. Sólo una vez.

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