Blonde

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Marilyn: 1953 - 1958 » El Ex Deportista y la Actriz Rubia: la proposición

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El Ex Deportista y la Actriz Rubia: la proposición

1

Al analizar el fracasado matrimonio en retrospectiva, como quien disecciona un cadáver, algunos observadores se preguntarían si había habido una proposición de matrimonio o si simplemente la pareja se habría visto obligada a oficializar su situación.

Nos amamos, es hora de que nos casemos, dijo en voz baja el Ex Deportista a la Actriz Rubia.

Hubo una pausa y luego, movida por su habitual miedo al silencio, la Actriz Rubia murmuró: ¡Oh, sí! ¡Sí, cariño! En su confusión, añadió con una risita nerviosa: Su-supongo que sí.

(¿Oyó el Ex Deportista estas últimas palabras titubeantes? Todos los indicios sugieren que no. ¿Oyó el Ex Deportista alguna frase de la Actriz Rubia, dicha en murmullos o de cualquier otra manera, que amenazara su orgullo? Todos los indicios sugieren que no.)

Después se besaron, terminaron la botella de champán y volvieron a hacer el amor con ternura y optimismo infantil. (En la acertadamente llamada Suite Imperial del Beverly Wilshire, donde La Productora alojó a Marilyn Monroe en la noche del estreno de Los caballeros las prefieren rubias, tras celebrar una fiesta para quinientas personas. ¡Ah, qué noche!) De repente la Actriz Rubia se echó a llorar. Profundamente conmovido, el Ex Deportista hizo lo que hacían los galanes de las ñoñas películas románticas de los cuarenta: enjugó con besos las lágrimas de su amada.

Diciendo: Te quiero tanto.

Diciendo: Lo único que quiero es protegerte de esos chacales.

Diciendo con infantil agresividad, encaramándose sobre los codos encima de ella, mirándola como quien estudia un territorio peligroso con la benigna ilusión de que atravesarlo no sólo será posible sino también una aventura dichosa: Sólo quiero sacarte de aquí. Quiero que seas feliz.

2

En los momentos cruciales, la película se desenfoca. Dado que es la única copia, es de suponer que tendrá un gran valor para los coleccionistas. Naturalmente, el sonido es malo. Los que somos capaces de leer los labios (una habilidad práctica para un aficionado al cine) contamos con una ventaja evidente, pero en este caso no lo era tanto, ya que el Ex Deportista movía los labios de una manera extraña, como si hablar lo cohibiera en la misma medida que sus imprevisibles e ingobernables emociones. La Actriz Rubia, por su parte, cuando no vocalizaba para la cámara (con la cual se «comunicaba» como nadie), tenía una exasperante tendencia a farfullar y a tragarse las palabras.

Míranos, Marilyn, queremos gritarle. Sonríe. Una sonrisa sincera. Sé feliz. Tú eres tú.

Cuando el Ex Deportista hablaba de los «chacales» y de su deseo de «sacar a Marilyn de allí», se refería a La Productora (sabía que los ejecutivos la explotaban y le pagaban una minucia en comparación con los millones que ganaban gracias a ella), a Hollywood en general y posiblemente al mundo entero, que, según le decía su intuición, no amaba lo suficiente a la actriz. (Ni a él tampoco. ¿Acaso no lo habían abucheado cuando, cojeando debido a una lesión ósea, había sido incapaz de estar a la altura de las expectativas de sus admiradores?) Es posible que también entrara en juego su virulento desprecio masculino hacia el variopinto grupo de fanáticos que en esos momentos se encontraba en la otra acera del mojado Wilshire Boulevard, frente al hotel (pues el conserje los había obligado a desalojar la lujosa entrada), con grandes libretas para autógrafos encuadernadas en plástico y baratas cámaras Kodak, esperando sin descanso a que saliera la célebre pareja; a menos que aquellos adoradores se contentaran imaginando que, aunque invisibles y totalmente inaccesibles para ellos, el moreno y apuesto Ex Deportista y la hermosa Actriz Rubia se apareaban sin cesar, como Shiva y Shakti, deshaciendo y recreando el universo.

Una cosa está clara. Después de que el Ex Deportista diga apasionadamente Quiero que seas feliz, la Actriz Rubia sonríe con timidez y dice algo, pero las interferencias impiden oír sus palabras. Tras estudiar esta secuencia varias veces, un infatigable lector de labios sospecha que la Actriz Rubia dice: ¡Oh! ¡Pero ya soy feliz! No había sido tan feliz en toda mi vi-vida. Acto seguido, como en medio de la explosión de una nova, el Ex Deportista y la Actriz Rubia se abrazan con desesperación entre las arrugadas sábanas de seda de la faraónica cama, chisporrotean y se incendian convirtiéndose en una luz intangible mientras la propia película se derrite.

Es un hecho histórico. Apropiado aunque irónico. Hemos aprendido a aceptarlo igual que cualquier hecho histórico irremediable. Nuestro primer impulso es rebobinar la cinta y volver a ver la secuencia, deseando que esta vez el resultado sea diferente y logremos descifrar los tartamudeos de la Actriz Rubia…

Pero no, nunca lo conseguiremos.

3

Durante el bullicioso estreno de Los caballeros las prefieren rubias, en el remodelado Teatro Egipcio de Grauman en Hollywood Boulevard, entre proyectores, fogonazos de cámaras, silbidos, vítores y aplausos, Yvet, la leal ayudante del señor Z, se aproxima a la Actriz Rubia con sigilo de leona y le murmura misteriosamente al oído:

—Acabo de enterarme, Marilyn. Esta noche debe ir sola a la habitación del hotel. La estará esperando alguien muy especial.

La Actriz Rubia ahuecó una mano junto a su oreja cargada de diamantes:

—¿Alguien es-especial? Oh. ¡Oh!

Aquella esquirla de cristal en su corazón. En la deliciosa turbulencia de la Benzedrina, prácticamente cualquier comentario parece un heraldo del destino, una agridulce puñalada en el corazón. Benzedrina y champán, ¡qué mezcla! La Actriz Rubia empezaba a descubrir lo que todos los demás habitantes de Hollywood ya sabían.

—¿Es… mi pa-padre?

—¿Quién?

La música de la película es ensordecedora. Tocan A Little Girl from Little Rock. Entre los gritos de la multitud y la voz amplificada del locutor, Yvet no la oyó, aunque la Actriz Rubia tampoco pretendía que la oyera. (Razonando con la lógica de la Benzedrina, si el misterioso visitante era de hecho el padre de Norma Jeane Baker / Marilyn Monroe, habría ocultado su identidad a los desconocidos y sólo se la revelaría en privado a ella.) Yvet, con un elegante vestido de terciopelo negro, un collar de perlas de una sola vuelta, el cabello del color del acero y unos perplejos ojos del mismo tono que llegaban al alma de la Actriz Rubia. Te conozco. He visto tu coño ensangrentado. He visto cómo te vaciaban las entrañas como a un pez. Nadie te conoce mejor que yo. Yvet se apretó un dedo contra los labios. ¡Es un secreto! No digas nada. La Actriz Rubia —que no había caído en la cuenta de que atenazaba la mano de la mujer mayor igual que una adolescente asustada y eufórica— decidió no dejarse ofender por esta advertencia y, en cambio, demostrar simple gratitud, como habría hecho la propia Lorelei Lee:

—¡Gracias!

No iba a llevar a ningún hombre conmigo. Emborracharme y recoger a alguien. Eso es lo que ellos pensaban de Marilyn.

Para gran decepción del equipo de relaciones públicas de La Productora, el Ex Deportista no acompañaría a la Actriz Rubia al estreno. Acudiría vestida con sus mejores galas y escoltada por ejecutivos de La Productora, sus mentores el señor Z y el señor D. El Ex Deportista se encontraba en la Costa Este, recibiendo un homenaje en el Baseball Hall of Fame. ¿O estaba en Key West pescando con papá Hemingway, uno de los mayores admiradores del bateador? ¿O en Nueva York, su ciudad favorita, donde podía pasar prácticamente inadvertido, cenando con Walter Winchell en Sardi’s, o con Frank Sinatra en el Stork Club, o en el restaurante de Jack Dempsey en Times Square, en la mesa del ex campeón de pesos pesados, bebiendo, fumando puros y firmando autógrafos junto al propio Dempsey?

—¿Sabes qué es la «fama», chico? Que te paguen por decir mentiras durante el resto de tu vida.

En cuanto ganó el título de pesos pesados, en 1919, Dempsey perdió todo su interés por el boxeo. Por el cuadrilátero. Por la afición. Incluso por ganar.

—Ganar es para los tontos.

El Ex Deportista admiraba muchísimo a este ex campeón de un deporte más masculino, más peligroso y en consecuencia más prestigioso que el béisbol, a este Dempsey cubierto de estropeada piel de elefante, a este obeso que guiñaba un ojo y reía.

—¡Eh, lo he conseguido! ¡Soy el gran Dempsey!

A la Actriz Rubia no le molestaba esta necesidad infantil del Ex Deportista de rodearse de machotes. De hecho, ella compartía esa necesidad.

¡Cuántas aburridas y fatigosas horas habían dedicado a preparar a la Actriz Rubia para esta velada festiva! Había llegado a La Productora a las dos de la tarde, con una hora de retraso, vestida con pantalones, chaqueta y zapatillas de lona. Sin más maquillaje que el carmín. ¡Sin cejas! Aún no había tomado sus pastillas de Benzedrina, de modo que estaba lúcida y mordaz. Con el cabello rubio platino recogido en una cola de caballo, aparentaba unos dieciséis años y cualquiera la habría tomado por una vulgar aunque atractiva animadora de un instituto del sur de California, con un busto extraordinariamente desarrollado.

—¿Por qué diablos no puedo ser yo misma? —protestó—. Aunque sólo sea una vez.

Le gustaba entretener al personal de La Productora. Le encantaban sus risas y quería caerles bien. Marilyn es una más. Es estupenda. A veces demostraba una imperiosa necesidad de granjearse el afecto de los peluqueros, los maquilladores, las encargadas de guardarropía, los cámaras, los electricistas, el ejército entero de empleados conocidos exclusivamente por nombres familiares como «Dee-Dee», «Tracy», «Whitey» o «Gordo». ¿Cómo es en realidad Marilyn Monroe? ¡Fantástica! Les hacía regalos. Obsequios que a su vez le habían hecho a ella o cosas que compraba ex profeso. Les pasaba invitaciones. Se acordaba de interesarse por la enfermedad de la madre de uno, por la muela del juicio de otro, por sus tempestuosas vidas amorosas, que le parecían mucho más fascinantes que la suya propia.

No se te ocurra decir nada en contra de Marilyn. Si lo haces, te haré tragarte los dientes. Es el único ser humano entre ellos.

El día del estreno de Los caballeros las prefieren rubias, las manos de media docena de expertos se arrojaron sobre la Actriz Rubia como lo harían los desplumadores de pollos sobre los cadáveres de estas aves. Le lavaron y moldearon el pelo y le decoloraron las oscuras raíces con agua oxigenada tan potente que tuvieron que encender un ventilador para que no se asfixiara. Tras aclarar el cabello por segunda vez, le pusieron grandes rulos de plástico rosas y le cubrieron la cabeza con un ruidoso secador que parecía una máquina diseñada para administrar electrochoques. Le dieron un baño de vapor en la cara y el cuello, que luego enfriaron e hidrataron con cremas. La bañaron y le aceitaron el cuerpo, eliminando el antiestético vello; la empolvaron, perfumaron y maquillaron. Le pintaron las uñas de un intenso tono rojo a juego con su fosforescente boca.

Whitey, el maquillador, llevaba una hora trabajando cuando notó con pesar una ligera asimetría en las cejas pintadas de la actriz; retiró la pintura y volvió a aplicarla. Movieron el falso lunar un par de milímetros, pero luego lo devolvieron prudentemente a su sitio original. Pegaron las pestañas postizas.

—Por favor, señorita Monroe, mire hacia arriba —entonó el meticuloso Whitey, impaciente—. Por favor, no se encoja. ¿Alguna vez le he pinchado un ojo?

El delineador se acercó peligrosamente al ojo de la Actriz Rubia, pero, en efecto, no entró. A estas alturas la Actriz Rubia había tomado Nembutal para tranquilizarse, no porque se sintiera ansiosa por el estreno de esa noche (ya habían hecho varios pases de la película, preestrenos para los entendidos, y las primeras críticas le auguraban un éxito seguro y elogiaban a Marilyn Monroe en el papel de Lorelei Lee), sino porque estaba curiosamente enfadada e impaciente. ¿Echaba de menos al Ex Deportista? La preocupaba que no estuviera a su lado en el estreno, pues no le gustaba ser el centro de atención.

Cuando el Ex Deportista estaba lejos, la Actriz Rubia sufría. Cuando el Ex Deportista estaba cerca, la Actriz Rubia tenía poco que decirle y él, poco que decirle a ella.

—¿Es posible que el matrimonio sea así? Dos almas en paz.

Para el Ex Deportista era un orgullo que lo vieran con la Actriz Rubia colgada del brazo en sitios públicos. Él frisaba los cuarenta; ella era mucho más joven y aparentaba aún menos años de los que tenía. Después de estas apariciones públicas, el Ex Deportista le hacía el amor con la energía de un hombre con la mitad de edad. Sin embargo, se enfurecía si otros hombres miraban demasiado a la Actriz Rubia. O si hacían comentarios vulgares en su presencia. No le gustaba verla en el papel de Marilyn. Quería que vistiera provocativamente sólo para él, no para los demás. Se había escandalizado y disgustado al ver Niágara, tanto por el contenido de la película como por los lascivos y omnipresentes carteles. ¿El contrato de la actriz no le daba derecho a intervenir en la forma en que la promocionaban? ¿No le molestaba que la presentaran como si fuera un trozo de carne? Cuando desenterraron la foto de Miss Sueños Dorados para publicarla en las páginas centrales de Playboy, el Ex Deportista se enfureció. La Actriz Rubia intentó explicarle que no tenía ningún control sobre ese desnudo; la compañía de almanaques la había vendido sin su autorización y sin pagarle nada a cambio. Indignado, el Ex Deportista dijo que quería matar a esos cabrones, a todos y cada uno de ellos.

Ella se miró en el espejo.

—El matrimonio debería ser así, ¿no? Un hombre que me quiere. Que jamás me explotaría.

Antes de salir hacia el cine, la Actriz Rubia tomó una o quizá dos pastillas de Benzedrina para contrarrestar el efecto del Nembutal. Tenía la impresión de que su corazón latía cada vez más despacio. ¡Ah, qué necesidad tan grande, qué necesidad tan imperiosa sentía de acurrucarse en el suelo y dormir! Precisamente ahora, en la noche más feliz y triunfal de su vida, lo único que deseaba era dormir, dormir, dormir un sueño semejante a la muerte.

Pero la Benzedrina lo cambiaría todo. ¡Oh, sí! Podía contar con que las anfetas le aceleraran el pulso y produjeran un delirante burbujeo en la sangre y el cerebro. Esa dulce y cálida agitación que llegaba al cerebro como un rayo caído del cielo. Pero no corría ningún peligro, porque las drogas de la Actriz Rubia eran legales. Ella jamás sucumbiría al triste destino de Jeanne Eagels, Norma Talmadge o Aimee Semple McPherson. Nunca se desviaría de las prescripciones del médico. La Actriz Rubia era una joven inteligente y astuta y no la típica diva de Hollywood. Los que la conocían bien sabían que era Norma Jeane Baker, una chica nacida en Los Ángeles que había escalado posiciones con esfuerzo para escapar de sus humildes orígenes. El médico de La Productora, Doc Bob, le prescribía únicamente los fármacos apropiados. Sabía que podía confiar en él, porque La Productora jamás arriesgaría su inversión millonaria. Tomaba Benzedrina con moderación para «animarse», para obtener una «rápida y preciosa energía», imprescindible para una actriz cansada. Y tomaba Nembutal con moderación para «tranquilizar los nervios» y conseguir «un descanso reparador y sin sueños», imprescindible para una actriz cansada e insomne. Con cierto recelo, la Actriz Rubia preguntó a Doc Bob si esos fármacos producían adicción y Doc Bob, poniéndole una mano paternal sobre la rodilla llena de hoyuelos, respondió:

—Mi querida jovencita: la vida es adictiva, y sin embargo debemos seguir viviendo.

4

Necesitaron cinco horas y cuarenta aburridos y fatigosos minutos para convertir a la Actriz Rubia en la Lorelei Lee de Los caballeros las prefieren rubias. ¡Pero aquella multitud enfervorizada en Hollywood Boulevard! Los gritos de «¡Marilyn!, ¡Marilyn!». Tenía que admitir que el esfuerzo había merecido la pena, ¿no?

Le habían cosido el vestido mientras lo llevaba puesto. Esta hazaña sola había requerido más de una hora de trabajo. Era el vestido sin tirantes de Lorelei Lee, confeccionado en seda de color rosa subido, lo bastante escotado para dejar al descubierto la parte superior de sus nacarados pechos y tan estrecho como una camisa de fuerza. Le habían advertido que tomara aire con inspiraciones pequeñas y controladas. Los guantes hasta los codos le apretaban los brazos como torniquetes. En sus delicadas orejas, alrededor de su empolvado cuello y en los brazos lucía diamantes (de hecho eran circonitas, propiedad de La Productora), y sobre su platina melena de algodón de azúcar, la misma tiara de «diamantes» que había llevado brevemente en una escena de la película. Una estola de piel de zorro blanco cubría sus hombros, y sus pies, ya doloridos, calzaban unas sandalias de raso rosas con tacón de aguja, tan apretadas e inseguras que la Actriz Rubia se veía obligada a andar con pasitos infantiles, sonriendo, apoyándose en los brazos del señor Z y el señor D, ambos vestidos con esmoquin y tan dignos como propietarios de unas pompas fúnebres. Habían cortado el tráfico en varias manzanas de Hollywood Boulevard y en las aceras había millares de espectadores —¿decenas de miles?, ¿centenares de miles?— sentados en tribunas o empujándose escandalosamente al otro lado de las barreras de la policía. Una lluvia de decapitadas cabezas de rosas rojas caía sobre el convoy de limusinas de La Productora. La multitud gritaba enfervorizada: «¡Marilyn!, ¡Marilyn!». Tenía que admitir que cualquier esfuerzo había merecido la pena, ¿no?

Chillidos, silbidos, reflectores que la deslumbraban, micrófonos que se acercaban bruscamente a su cara.

—¡Marilyn! Hable para los oyentes de nuestra emisora. ¿Se siente sola esta noche? ¿Cuándo va a casarse?

La Actriz Rubia respondió con astucia:

—Cuando me decida, serán los primeros en enterarse —un guiño—. Lo sabrán antes que él.

¡Risas, vítores, silbidos y aplausos! Un chaparrón de pimpollos rojos, como pequeños pájaros desquiciados.

Junto a la atractiva coprotagonista morena Jane Russell, la Actriz Rubia lanzaba besos y saludaba a las cámaras, sus ojos ahora más animados y sus mejillas pintadas con colorete, resplandecientes. ¡Ah, qué feliz era! ¡Era feliz! *LOS DIÓSCUROS* (la película) hará que esa felicidad sea eterna. Si Cass Chaplin y Eddy G. estaban entre la multitud, mirando a la Actriz Rubia —odiando a su Norma, a la mamaíta, al Pescado, su mascota; cómo los había traicionado la muy puta; cómo los había convencido de una paternidad ridícula si no monstruosa en un principio, que sin embargo ellos habían llegado a aceptar, con el tiempo, como parte de un destino extraordinario aunque ingobernable—, ni siquiera los hermosos Dióscuros podrían privar a la Actriz Rubia, a ella, que era tan tímida, de la felicidad que sentía ante su primera gran multitud. ¡Admiradores! El efecto de la Benzedrina en su forma más pura. Al público de Hollywood le hacía ilusión (o eso se decía) el hecho de que, en Los caballeros las prefieren rubias, la morena Jane Russell y la rubia Marilyn Monroe no fuera rivales sino amigas. ¡Habían sido compañeras de instituto!

—¡Qué asombrosa coincidencia! Da que pensar. Estas cosas sólo ocurren en Estados Unidos.

En presencia de Jane Russell, la Actriz Rubia se mostraba ingeniosa y sarcástica, algo pícara, mientras que Jane, una cristiana devota, parecía ingenua e impresionable. Exactamente al contrario que en la película. Mientras las dos elegantes jóvenes estaban en la plataforma, sonriendo y saludando a la multitud, ambas con vestidos escotados y ceñidos como camisas de fuerza, ambas respirando con pequeñas y contenidas inhalaciones, la Actriz Rubia dijo por la comisura de su pintarrajeada boca:

—¡Jane, tú y yo podríamos provocar un escándalo! ¿Sabes cómo?

Jane dejó escapar una risita ahogada.

—¿Desnudándonos?

La Actriz Rubia le dirigió una coqueta mirada de reojo y le dio un pequeño codazo justo debajo de su voluminoso pecho.

—No, nena. Besándonos.

¡La cara de Jane Russell!

Momentos deliciosos, ignorados por los biógrafos y los historiadores de Hollywood, que *LOS DIÓSCUROS* (la película) ha hecho eternos.

5

—¿He muerto? ¿Qué es esto?

Grandes ramos de flores en su camerino, que ya se le había quedado pequeño. Montañas de telegramas y cartas. Regalos torpemente envueltos por sus «admiradores». Aquéllos eran los individuos fieles, impersonales, anónimos que compraban entradas de cine en el vasto continente de América del Norte, los que hacían posible la existencia de La Productora y de la Actriz Rubia. Al principio, en las primeras y emocionantes semanas de fama, la Actriz Rubia se había sentido halagada. Leía las cartas de sus admiradores y lloraba. ¡Oh, algunas eran tan sentidas y sinceras! ¡Cartas conmovedoras! Cartas que habría podido escribir la propia Norma Jeane cuando era una adolescente fascinada por las estrellas de cine. Había algunas de inválidos, de personas con enfermedades misteriosas, de veteranos de guerra confinados en hospitales, de ancianos o individuos que escribían como ancianos y de otros que firmaban como poetas: «Corazón desgarrado», «Un eterno devoto de Marilyn Monroe», «Fiel para siempre a La Belle Dame Sans Merci». La Actriz Rubia respondía a estas últimas con ayuda de sus asistentes.

—Es lo mínimo que puedo hacer. Estos pobres desdichados que escriben a Marilyn como si escribieran a la Virgen María.

(Antes incluso del éxito de Los caballeros las prefieren rubias, Marilyn Monroe recibía tantas cartas de admiradores como Betty Grable en la cumbre de su carrera, y muchas más de las que la Grable recibía ahora.) Esa atención exagerada la conmovía y la inquietaba a la vez. Conllevaba responsabilidades. Por eso soy actriz, se decía ella con seriedad, para llegar al corazón de las personas. Firmó centenares de fotografías, imágenes de estudio de la rubia Marilyn (como una lolita con trenzas y jersey escolar; como chica de portada con un peinado a lo Veronica Lake; como la letalmente sexy Rose, acariciándose sugestivamente un hombro desnudo; como Lorelei Lee, la corista de cara angelical), con la misma diligencia de la joven dócil y risueña que había hecho agotadores turnos de ocho horas en Radio Plane. Porque ¿no era aquélla otra forma de patriotismo? ¿No exigía también sacrificios? Desde que vio sus primeras películas en el Teatro Egipcio de Grauman, cuando era una niña fascinada por el Príncipe Encantado y la Bella Princesa, sabía que el cine era la religión de Estados Unidos. ¡Claro que ella no era la Virgen María! No creía en la Virgen María. Pero podía creer en Marilyn… hasta cierto punto. Por respeto a sus admiradores. A veces imprimía un beso con carmín en su fotografía, y con los ondulantes trazos que había aprendido a imitar, firmaba

«Con cariño, Marilyn», hasta que le dolía la muñeca y se le nublaba la vista. Catando el pánico antes de comprender que la voracidad de los desconocidos es inagotable e insaciable.

A finales de 1953, aquel año de maravillas, la Actriz Rubia se había convertido en una escéptica. Una persona escéptica es una persona melancólica. Una persona melancólica provoca la hilaridad pública. Igual que un cómico radiofónico, la Actriz Rubia creó su propio repertorio de chistes para hacer reír a sus ayudantes.

—¡Vaya, cuántas flores! ¿Soy un cadáver? ¿Estamos en una funeraria? Todo cadáver necesita un maquillador. ¡Whitey!

Cuanto más reían ellos, más payasadas hacía la Actriz Rubia. Decía «White-eey» imitando el larguísimo chillido con que Lou Costello llamaba a «¡Ab-bott!». Sacudía los brazos con afectación teatral, protestando:

—Soy una esclava de Marilyn Monroe. Pagué por un crucero de lujo y estoy en tercera clase, ¡y remando!

Cuando interpretaba sus números cómicos, la Actriz Rubia hablaba como en ningún otro momento: inflamada por una maravillosa llama demoníaca, se permitía mostrarse irreverente o vulgar; los ayudantes de La Productora a veces se escandalizaban, pero siempre reían, reían hasta que se les saltaban las lágrimas.

—No lo dirá en serio, señorita Monroe —dijo Whitey con tono de reproche, como un tío entrado en años—. Si no fuera Marilyn Monroe, ¿qué sería?

—¡Señorita Monroe! No sea cruel —terció Dee-Dee enjugándose las lágrimas—. Cualquiera de nosotros, cualquier persona en el mundo, daría su brazo derecho por estar en su lugar. Y usted lo sabe.

—¡Oh! ¿De ve-veras? —tartamudeó la Actriz Rubia, alicaída.

¡Cambiaba de humor con tanta facilidad! No te lo esperabas. Era como una mariposa o un colibrí.

¡Y esos cambios no se debían a las drogas! Al menos al principio.

Algunas de las cartas dirigidas a Marilyn Monroe no eran elogiosas. Aludían al físico de la actriz y podían calificarse de hostiles, incluso de repulsivas. Algunas procedían de personas con trastornos mentales. Sin embargo, cuando ella se enteraba de que le ocultaban cartas, se empeñaba en verlas.

—Puede que digan algo de mí que me convendría saber.

—No, señorita Monroe —respondía Dee-Dee con sensatez—. Esas cartas no son sobre usted. Son de gente que sólo cree conocerla.

Aun así, había algo agradablemente realista en el hecho de que la llamaran puta, guarra o zorra rubia. En su confuso mundo de ensueño, cualquier cosa que prometiera ser real se le antojaba estimulante. Pero muy pronto hasta la correspondencia hostil se volvió previsible y formularia. Tal como Dee-Dee pudo comprobar, los detractores de la Actriz Rubia desfogaban su odio con un ser imaginario.

—Son como los críticos de cine. Algunos adoran a Marilyn y otros la odian. Pero ¿qué saben de ?

La Actriz Rubia no le contó a nadie, salvo al Ex Deportista —después de que éste se convirtiera en su amante y en su mejor amigo (al menos eso quería creer ella)—, que seguía leyendo las montañas de cartas de desconocidos con la esperanza de encontrar nombres familiares, nombres que la vincularan con su pasado. En efecto, recibió correspondencia de algunas de estas personas, casi todas mujeres: cartas de ex compañeras de instituto, del colegio de El Centro Avenue, donde había hecho el primer ciclo de bachillerato, e incluso de la escuela elemental («Siempre ibas tan elegante; sabíamos que tu madre trabajaba en el mundo del cine y que algún día tú también serías actriz»), cartas de vecinos de Verdugo Gardens (aunque ninguna de la desaparecida Harriet); cartas de mujeres cuyos nombres la Actriz Rubia no recordaba pero que decían haber salido con Norma Jeane y Bucky Glazer antes de que ellos se casaran («En aquel entonces te llamabas Norma Jeane. Bucky Glazer y tú estabais tan unidos que a todos nos sorprendió vuestro divorcio. Supongo que se debió a la guerra, ¿no?»). Elsie Pirig le escribió no una sino varias veces:

Querida Norma Jeane:

Espero que me recuerdes. No estarás enfadada conmigo, ¿no? Temo que lo estés, porque hace muchos años que no recibo noticias tuyas, aunque sabes dónde vivo y seguimos teniendo el mismo número de teléfono.

La Actriz Rubia rompió esta carta. Hasta entonces no había reparado en lo mucho que odiaba a la tía Elsie. Cuando llegó una segunda carta, y una tercera, la actriz hizo una bola con ellas y las arrojó triunfalmente al suelo.

—Caray, señorita Monroe —dijo Dee-Dee, sorprendida—. ¿De quién es esa carta que la ha alterado tanto?

En un característico gesto inconsciente, la Actriz Rubia se tocaba la boca como si, según decían algunos, quisiera cerciorarse de que tenía labios. Parpadeaba para contener las lágrimas.

—Es de mi madre de acogida. Cuando aún no era más que una niña, una pobre huérfana, quiso destrozar mi vida porque tenía celos de mí. Me obligó a casarme a los quince años para que me largara de su casa. Porque su marido se había enamorado de mí y ella estaba ce-celosa.

—¡Ay, señorita Monroe! ¡Qué historia tan triste!

—Lo fue, pero ya no me importa.

Warren Pirig no le escribió nunca, naturalmente. Tampoco el detective Frank Widdoes. De los numerosos chicos con quienes había salido mientras estudiaba en el Instituto de Van Nuys, sólo tuvo noticias de Joe Santos, Bud Skokie y un tal Martin Fulmer, a quien no recordaba. El señor Haring, el profesor de lengua y literatura al que tanto había querido y que entonces parecía corresponder a su afecto, no le escribió nunca.

—Supongo que estará ofendido conmigo. Me he desviado mucho de sus enseñanzas.

Después de salir del orfanato, Norma Jeane había mantenido correspondencia con la doctora Mittelstadt durante un par de años. La mujer le enviaba publicaciones sobre la Ciencia Cristiana y regalos de cumpleaños. Pero de buenas a primeras habían dejado de escribirse. Norma Jeane suponía que la culpa había sido suya.

—Pero ¿por qué no me escribe ahora? Aunque no vaya al cine, seguramente habrá visto fotografías de Marilyn. ¿No me habrá reconocido? ¿Estará enfadada conmigo? ¿Ofendida? Oh, la odio. Ella también me abandonó.

Le dolía, asimismo, que la señora Glazer no le escribiera.

Naturalmente, cada vez que entraba en su camerino para leer la correspondencia pensaba: Tal vez me haya escrito mi padre. Sé que sabe quién soy, que ha seguido de cerca mi carrera.

No estaba claro que su padre hubiera seguido de cerca su carrera. Ni por qué Norma Jeane estaba convencida de que lo había hecho.

Pero pasaron las semanas y los meses de este año de maravillas y el padre de Norma Jeane no le escribió. A pesar de que Marilyn Monroe se había vuelto tan famosa que era imposible no ver sus fotos y su nombre por todas partes. En los periódicos, las columnas de cotilleos, los carteles de películas, las marquesinas de los cines. ¡La publicidad de Los caballeros las prefieren rubias! ¡Un cartel gigantesco en Sunset Boulevard! La publicación del desnudo de Miss Sueños Dorados en el primer ejemplar de Playboy, en la página central de esta atrevida revista nueva para hombres, desató una avalancha de cartas y despertó un interés aún mayor en la prensa. La Actriz Rubia informó verazmente a los reporteros de que no había dado su autorización para que la foto de Miss Sueños Dorados apareciera en Playboy ni en ninguna otra revista, pero ¿qué podía hacer? Los negativos no eran propiedad suya. Había renunciado por escrito a sus derechos. Y todo por cincuenta dólares, en 1949, cuando era desesperadamente pobre. Leviticus, un periodista célebre por su cruel ingenio y sus escandalosas revelaciones en Hollywood Confidential, sorprendió a sus lectores dedicando una columna entera a una carta abierta que comenzaba en los términos siguientes:

Querida Miss Sueños Dorados 1949:

Sin duda es usted «la novia del mes». De cualquier mes.

Sin duda es una víctima más de la vil explotación de la inocencia femenina en nuestra sociedad.

Y es usted una de las afortunadas, ya que seguramente continuará triunfando en su carrera cinematográfica. ¡Enhorabuena!

Pero debería saber que es una mujer aún más hermosa y deseable que Marilyn Monroe. ¡Y eso es mucho decir!

Profundamente conmovida por la afectuosa galantería de Leviticus, la Actriz Rubia envió al periodista una copia del polémico desnudo con la inscripción: «Su amiga para siempre, Mona / Marilyn Monroe».

La Productora había mandado hacer copias de la foto precisamente con ese fin.

—¿Por qué no? Al fin y al cabo, la de la fotografía soy yo. Que los propietarios del almanaque nos demanden si quieren.

Un día, una semana antes del estreno de Los caballeros las prefieren rubias, una demudada Dee-Dee entregó una carta a la Actriz Rubia.

—¿Señorita Monroe? Creo que se trata de una carta confidencial.

Intuyendo el contenido de la misiva (escrita a máquina), la Actriz Rubia la cogió con nerviosismo y leyó:

Querida Norma Jeane:

Ésta es la carta más difícil que he escrito en mi vida.

En realidad, no sé qué me ha inducido a ponerme en contacto contigo después de tantos años.

No tiene nada que ver con que seas Marilyn Monroe, pues yo tengo mi propia vida, mi profesión (de la que recientemente me he retirado) y mi familia.

Soy tu padre, Norma Jeane.

Tal vez pueda explicarte las circunstancias de mi relación contigo cuando nos veamos personalmente. Hasta entonces

Mi querida esposa, con quien he compartido muchos años de mi vida, está enferma y no sabe que te escribo. Esta información la alteraría sobremanera.

No he visto, ni probablemente veré, ninguna película de Marilyn Monroe. Debo confesar que no voy al cine. Soy un hombre de radio, y prefiero «usar la imaginación». Mi breve paso por La Productora como aspirante a actor me permitió descubrir la vulgaridad y la estupidez de ese mundo, con el cual ya no he querido tener relación alguna.

Para serte franco, Norma Jeane, no he visto tus películas porque no apruebo la impudicia de los espectáculos de Hollywood. Soy un hombre educado y demócrata. Estoy totalmente de acuerdo con el senador Joe McCarthy y con su cruzada contra el comunismo. Soy un cristiano de pura cepa, igual que mi esposa y las dos ramas de su familia.

Es inadmisible que durante tantos años Hollywood, que como todo el mundo sabe es un nido de judíos, haya servido de refugio a traidores como Charlie Chaplin, aunque admito con vergüenza que en el pasado pagué por ver sus películas. Y hay

Te preguntarás por qué te escribo, Norma Jeane, después de más de veintisiete años. Te seré franco: recientemente he sufrido un ataque al corazón, he hecho un riguroso balance de mi vida y no me he sentido orgulloso de mi conducta en ciertos casos. Mi esposa no sabe

Creo que tu cumpleaños es el primero de junio; el mío es el 8, de modo que ambos nacimos bajo el signo de Géminis. Yo soy cristiano y no me tomo muy en serio esos cuentos paganos, pero es posible que las personas como nosotros tengan ciertos rasgos de temperamento en común. No soy un entendido en el tema, ya que no leo las revistas femeninas.

Tengo ante mí una entrevista a Marilyn Monroe en el último número de Pageant. Mientras la leía, mis ojos se llenaron de lágrimas. Has dicho al reportero que tu madre está hospitalizada y que aunque no conoces a tu padre, vives «esperando que aparezca». Mi pobre hija, no lo sabía. Te he conocido a distancia. Tu exigente madre nos separó. Con los años, la distancia entre nosotros se hizo insuperable. Yo enviaba a tu madre cheques y dinero para tu manutención. Nunca esperé, ni recibí, ninguna muestra de gratitud por su parte. ¡Desde luego que no!

Sé que tu madre está enferma. Pero antes de enfermar, Norma Jeane, era una mala mujer.

Me excluyó de tu vida. Y su mayor crueldad fue (lo sé con seguridad) hacerte creer que yo la había excluido a ella.

Me he extendido demasiado. Perdona a este viejo. Sin embargo, no estoy enfermo; mi médico dice que me recuperaré por completo. Ha dicho que está sorprendido de mi mejoría, considerando el alcance de

Espero poder verte en persona pronto, Norma Jeane. Mi querida hija, búscame en alguna ocasión especial de tu vida, cuando padre e hija podamos celebrar el amor del que nos han privado durante tanto tiempo.

Tu afligido padre

La carta no tenía remite, pero el matasellos era de Los Ángeles.

—Es él —murmuró con tono triunfal la Actriz Rubia.

Dejó la carta torpemente escrita a máquina sobre la mesa y comenzó a alisar las arrugas de manera compulsiva. Dee-Dee la observó durante varios minutos tensos, hasta que Norma Jeane releyó la carta y repitió, no para Dee-Dee sino para sí, como si hablara sola:

—Es él. Lo sabía. Nunca lo dudé. Ha estado cerca durante todos estos años. Vigilándome. Yo lo intuía. Lo sabía.

Su bonita cara reflejaba tanta felicidad —se maravillaría más tarde Dee-Dee—, que era casi irreconocible.

6

Después de que Yvet murmurara su secreto al oído de la Actriz Rubia, la velada del estreno transcurrió en medio de una turbulenta nebulosa inducida por la Benzedrina y el alcohol; un deslumbrante paisaje en tecnicolor contemplado, por ejemplo, desde una montaña rusa. Esta noche debe ir sola a la habitación del hotel. La estará esperando alguien muy especial. Aunque su padre había escrito que era «un hombre de radio» y despotricaba contra Hollywood, la Actriz Rubia estaba convencida de que asistiría al estreno de Los caballeros las prefieren rubias; tenía contactos en La Productora y podía conseguir una entrada.

«Si me hubiera dicho su nombre, lo habría invitado a sentarse a mi lado.» Estaba en algún lugar, entre la multitud de acaudalados asistentes. ¡Sí, estaba segura! Sería un hombre mayor, aunque no demasiado; seguramente rondaría los sesenta. ¡Sesenta años no son muchos para un hombre! No había más que ver al célebre señor Z. Su padre sería un caballero de pelo cano y aspecto digno, que acudiría al estreno solo. Incómodo con el esmoquin, pues le molestaba la ostentación. Sin embargo, acudiría; lo haría por ella. Ésta era, en efecto, una «ocasión especial» en la vida de su hija.

Mientras la observaban desde todos los ángulos, la Actriz Rubia, con el vestido sin tirantes de seda rosa estratégicamente cosido sobre el cuerpo para revelar cada deliciosa curva y cada voluptuosa prominencia de sus estupendas carnes de mamífero, estaba radiante como una bombilla de alto voltaje y escrutaba a la multitud, buscándolo a él. Se parecía más a su padre que a su madre. Siempre había sido así. Oh, esperaba que él no se avergonzara de su hija acicalada, pintarrajeada y expuesta como una gran muñeca animada.

«La espectacular sustituta de Betty Grable. Justo a tiempo.»

Esperaba que él no cambiara de idea y se marchara disgustado. ¿No había dicho que no había visto ninguna de sus películas y que probablemente no las vería nunca?

«Desaprobaba la “impudicia”.»

La Actriz Rubia soltó una sonora carcajada mientras tragaba un sorbo de champán, y el burbujeante líquido salió por sus orificios nasales.

—Ojalá Cass estuviera aquí.

Cass era la única persona de Hollywood a quien podía hacer confidencias. Estaba al tanto del «sórdido pasado novelesco» de Norma Jeane, como lo llamaba él. O por lo menos sabía todo lo que ella había querido contarle.

Cuando la Actriz Rubia tomó la decisión de romper con los Dióscuros, de someterse a la operación y de aceptar el papel de Lorelei Lee en Los caballeros las prefieren rubias a pesar de la modesta suma que recibiría a cambio (apenas superior a la décima parte de lo que cobraría Jane Russell), su agente le envió una docena de rosas rojas y su enhorabuena:

MARILYN, ISAAC ESTARÍA MUY ORGULLOSO DE TI.

Bueno, era verdad. En efecto, todo el mundo estaba orgulloso de ella. Los veteranos de Hollywood, los ejecutivos de los estudios, los productores, los inversores y sus arpías esposas, que por fin sonreían a la Actriz Rubia como si fuera una de ellas.

Durante el estreno de Los caballeros las prefieren rubias, que la Actriz Rubia había visto varias veces en su totalidad y que vería de manera menos sistemática muchas veces más (pues también en el papel de «Lorelei Lee» se había comportado como una perfeccionista, exasperando a los demás actores y al director durante el rodaje), la Actriz Rubia no conseguía concentrarse. ¡Ah, el cálido y burbujeante flujo de su sangre! ¡La felicidad palpitando en su pecho! La estará esperando alguien muy especial. Se alegraba de que el Ex Deportista no estuviera a su lado, ni V (que había acudido con su nueva acompañante femenina, Arlene Dahl), ni el señor Shinn. Se alegraba de estar sola ahora y muy probablemente durante el resto de la noche. La estará esperando alguien muy especial. Sin duda lo había arreglado todo La Productora, que pagaba la suite, a través del señor Z o de algún empleado de su oficina, alguien con suficiente autoridad para ordenar a la administración del Beverly Wilshire que condujera a un visitante a la suite de Marilyn Monroe. Le emocionaba la idea de que el señor Z, que había sido su enemigo hasta hacía poco tiempo y la había tratado con crueldad, como si fuese una cualquiera, conociera a su padre, estuviera al tanto de la inminente reunión y les deseara lo mejor a los dos. «Es como el final feliz de una película larga y complicada.» Antes de que las luces de la platea se apagaran y se oyeran los primeros acordes de la banda sonora, la Actriz Rubia dijo al señor Z, que estaba sentado a su lado:

—Tengo entendido que me han concertado una cita especial para esta noche, en la suite del hotel.

El ladino señor Z, con su cara de murciélago, esbozó una sonrisa cómplice y se llevó un dedo a los labios, igual que había hecho antes Yvet. ¿Era posible que lo supieran todos los miembros de La Productora? ¿Que lo supiera todo Hollywood?

Me desean lo mejor. Desean lo mejor para su Marilyn. ¡Los quiero!

Era extraño encontrarse otra vez en el Teatro Egipcio de Grauman. Ese simple hecho era como una escena de película: La Actriz Rubia regresa al mismo cine en el cual, siendo una niña solitaria, había empezado a reverenciar a otras actrices rubias como ella. Después de la Depresión, habían invertido mucho dinero en reformar esa sala. Porque estaban en otra era, la de la próspera posguerra. De los escombros de Europa y las demolidas ciudades de Hiroshima y Nagasaki había brotado un palpitante mundo nuevo.

La Actriz Rubia, conocida como Marilyn Monroe, habitaba este nuevo mundo. La Actriz Rubia sonreía constantemente, aunque sin la calidez, el sentimiento o la complejidad espiritual que denominaban «profundidad».

El ambiente en el Teatro Egipcio era festivo. Todos intuían que Los caballeros las prefieren rubias sería un bombazo. Éste no era un estreno como el de La jungla de asfalto, Niebla en el alma o Niágara, películas que podían ofender a algunos espectadores y, en efecto, lo habían hecho. Los caballeros las prefieren rubias era una obra artificiosa, chabacana y excesivamente cara, una victoria de la deslumbrante vulgaridad, un dibujo animado en tecnicolor sobre cómo triunfar a la manera estadounidense, y, en consecuencia, era una triunfadora segura, contratada ya por miles de cines en Estados Unidos y destinada a producir beneficios millonarios tanto dentro como fuera del país.

—¡Señor! ¿Ésa soy yo? —chilló la Actriz Rubia contemplando a la gigantesca y preciosa mujer-muñeca que se alzaba sobre el público, cogiendo con entusiasmo infantil las manos del señor Z y el señor D.

¡Ah, la poción mágica bullía en su sangre! De hecho, no tenía ni idea de lo que sentía, si es que sentía algo.

En Broadway, Los caballeros las prefieren rubias había sido una revista con números musicales y no una comedia musical. No había «argumento» ni «personajes». La película era apenas un poco más coherente, pero la coherencia no era su objetivo principal. Cuando Norma Jeane recibió el guión, se había quedado estupefacta ante la falta de elaboración y la banalidad de su personaje; había pedido más diálogo para Lorelei Lee, un ligero cambio en el personaje, antecedentes, profundidad, pero, naturalmente, le habían negado todas esas cosas. Envidiaba el papel de Dorothy, que era más adulta e inteligente, pero le habían dicho:

—Mira, tú eres la rubia, Marilyn. Tú eres Lorelei.

La cara de la Actriz Rubia palideció mientras veía la película, a medida que la euforia se iba desvaneciendo. No quería ni imaginar lo que estaría pensando su padre si se encontraba entre el público. Esa Lorelei Lee de gomaespuma y su mamífero congénere y amiga Dorothy, ambas soltando sus estúpidas frases, pretendidamente ingeniosas, y moviéndose con aire provocativo. A Little Girl from Little Rock. Ay, ¿y si papá se marchaba del cine sin dirigirle la palabra? ¿Si se enfadaba (por razones obvias) y decidía que, al fin y al cabo, no quería conocer a su hija?

—Oh, papá, esa mujer de la pantalla no soy yo.

¡Qué extraño! Lorelei Lee fascinó al público. Dorothy también les gustó —Jane Russell era maravillosamente tierna, atractiva, comprensiva y graciosa—, pero estaba claro que preferían a Lorelei Lee. ¿Por qué? Esas caras embelesadas, sonrientes. Marilyn Monroe era una triunfadora, y todo el mundo ama a los triunfadores.

Ah, la gran ironía era que todas esas personas deberían saber que Marilyn Monroe no existía.

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