Blonde

Blonde


La otra vida: 1959 - 1962 » Entrega en mano, 3 de agosto de 1962

Página 94 de 97

Entrega en mano, 3 de agosto de 1962

Ahí venía la Muerte, avanzando presurosa a su encuentro, aunque ella no podía saber en qué forma ni cuándo.

Esa noche, después de oír la noticia de la muerte de Cass Chaplin.

Después de colgar el auricular con manos entumecidas, permaneció sentada, inmóvil, durante largo rato, sintiendo un sabor metálico y frío en la boca. ¡Cass ha muerto! Nunca nos despedimos. Tenía treinta y seis años, igual que ella. Su hermano gemelo. Las notas necrológicas no serían amables con Charlie Chaplin Jr., el hijo de Charlot.

—¿Fue culpa mía? Ha pasado tanto tiempo.

Sentirse culpable a estas alturas sería un lujo. ¡Sentirse viva!

La había llamado Eddy G. Eddy G., que parecía borracho, hostil y fácilmente identificable.

Su primer impulso fue preguntar cómo has conseguido este número, porque es secreto, pero entonces recordó la corrección del Presidente: «Ningún número es secreto». Escuchó en medio de un silencio tenso, sabiendo que Eddy G. sólo la llamaría para comunicarle la muerte de Cass Chaplin, igual que Cass Chaplin sólo la llamaría para comunicarle la muerte de Eddy G.

¡De modo que Cass fue el primero de nosotros! Los Dióscuros.

Siempre había pensado secretamente que Cass era el padre del bebé.

Porque lo había amado más de lo que había sido capaz de amar a Eddy G.

Porque él había entrado en su vida antes de que fuese Marilyn. Cuando era Miss Sueños Dorados y tenía toda la vida por delante.

¿Fue culpa mía? Todos queríamos que el niño muriera.

Cass había muerto, decía Eddy G., a primera hora de esa mañana. Entre las tres y las cinco de la madrugada, según calculaba el forense. En la casa de Topanga Drive donde había estado viviendo y donde Eddy G. lo visitaba de vez en cuando.

Había sido una muerte de «borracho» y no de «yonqui», informó Eddy G.

Norma Jeane tragó saliva. ¡Ay, ella no quería saber eso!

Eddy G. prosiguió con voz temblorosa; uno podía ver al actor trabajando con sus emociones enterradas: la furia, que empezaba despacio, una serenidad engañosa, y finalmente un crescendo, las mandíbulas apretadas, la voz enronquecida:

—Estaba boca arriba en la cama, muerto. Había estado bebiendo, sobre todo vodka, y comiendo una cosa pastosa que quizá fueran rollos de primavera con chop suey, y empezó a vomitar. Estaba solo y demasiado débil para volverse de lado, de modo que se ahogó con su propio vómito. La típica muerte de un borracho, ¿eh? Lo encontré esta mañana, hacia el mediodía.

Norma Jeane lo escuchaba. Aunque no estaba segura de lo que oía.

Ahora inclinada hacia delante, con un puño metido en la boca.

Con pueril insistencia, Eddy G. decía (como si en realidad hubiese llamado para eso y no para lastimar y trastornar a Norma):

—Cass dejó un recuerdo para ti, Norma. La mayoría de las cosas me las dejó a mí, que siempre fui su amigo y nunca lo abandoné, pero él solía decir «esto será para Norma, algún día». Significaba mucho para él. «Norma siempre ha tenido mi corazón», decía.

—No —murmuró Norma Jeane.

—No ¿qué?

—No lo qui-quiero, Eddy.

—¿Cómo sabes que no lo quieres si aún no te he dicho qué es? —ella no supo qué contestar—. Vale, cariño. Te lo enviaré. Por correo expreso.

Ahí venía la Muerte, avanzando presurosa a su encuentro, y por fin, en la luz mortecina de lo que había sido un día de calor sofocante (lo suponía, pues no había salido ni abierto las cortinas), la Muerte llamó a su puerta y la angustia de la espera terminó, o terminaría pronto. La risueña Muerte, mostrando sus grandes y blancos dientes, secándose la sudorosa frente con la manga, un muchacho hispano alto y desgarbado con una camiseta del Instituto Tecnológico de California.

—¿Señora? Un paquete.

Su fea y herrumbrosa bicicleta le permitiría abrirse paso entre el denso tráfico, y ella sonrió al ver a este extraño que le traía la Muerte sin saber qué le traía. Era un empleado del Servicio de Mensajería de Hollywood y también sonreía, porque seguramente esperaba una generosa propina en una dirección de Brentwood, y ella no quiso decepcionarlo. Cogió de sus manos el ligero paquete, envuelto en papel de regalo con rayas iguales que las de un bastón de caramelo y con un lazo de seda.

M. M., OCUPANTE DEL

12305 FIFTH HELENA DRIVE

BRENTWOOD, CALIFORNIA

EE. UU.

LA TIERRA

Se oyó reír. Firmó como «MM».

El mensajero no preguntó ¿ése es su nombre, señora?, un nombre raro, ¿eh? Era obvio que no había reconocido a «MM».

Vestida con ropa limpia pero sin planchar, descalza y con las uñas de los pies pintadas con laca rosa descascarillada, el pelo enredado y oscuro en las raíces oculto bajo un turbante de toalla. Con las oscuras y grandes gafas cuyos cristales despojaban de color al mundo como un negativo fotográfico.

—Espera. Sólo será un segundo —dijo ella.

Entró a buscar su bolso, pero su cartera no estaba en el bolso, ay, dónde la había puesto, esperaba que no se la hubieran robado igual que la anterior, porque le quitaban tantas cosas, o las perdía, las extraviaba, y todo esto llevando el paquete envuelto en papel de regalo como si no fuese nada del otro mundo, sólo un paquete que había estado esperando y cuyo contenido conocía, mordiéndose el labio superior, empezando a sudar mientras buscaba la puta cartera en el caos de objetos que había en su sombrío salón, una lámpara todavía en su paquete original de celofán en el sofá, tapices mexicanos comprados a principios del verano y aún por colgar, floreros de cerámica decorados en tonos tierra y, ay, ¿dónde estaba la cartera con su carné de conducir del estado de California, las tarjetas de crédito y todo el dinero que le quedaba?, y en el dormitorio, con su punzante aroma medicinal mezclado con perfume, polvos de talco, el olor a podrido del corazón de una manzana que debía de haberse caído debajo de la cama la otra noche, y finalmente en la cocina, donde encontró lo que buscaba, revisó la cara cartera de becerro, regalo de un amigo olvidado, hasta encontrar un billete y corrió a la puerta, pero…

—Oh, lo siento.

El mensajero hispano y su bicicleta grande habían desaparecido.

En la palma de su mano, un billete de veinte dólares.

Era el pequeño tigre de peluche.

Un juguete de niño. El mismo que Eddy G. había robado para el niño.

—Oh, Dios mío.

¡Había pasado tanto tiempo! Al abrir el envoltorio con dedos temblorosos pensó…, no, era una locura, pero pensó que se trataba del tigre que le habían robado en el orfanato; Fleece había dicho que se lo había robado ella, inducida por los celos, pero tal vez (¡tal vez!) le hubiese mentido; entonces pensó que quizá fuera el tigre que había confeccionado para Irina con materiales comprados en un baratillo y por el que Harriet nunca le había dado las gracias; aunque, naturalmente, sabía que tenía que ser el juguete que Eddy G. había robado de un escaparate. Recordaba la tienda con claridad: HENRI’S TOYS. NUESTRA ESPECIALIDAD: JUGUETES CONFECCIONADOS A MANO. Eddy G. le había dado un susto de muerte al romper la luna del escaparate y robar el tigre que Norma Jeane había dicho que quería para ella y para el bebé.

Ahora, mientras contemplaba el juguete, el corazón le latía con tanta fuerza que su cuerpo entero parecía temblar. ¿Por qué se lo había dejado Cass? Aunque tenía diez años, el tigre parecía nuevo. Ningún niño lo había abrazado ni ensuciado. Cass debía de haberlo guardado en un cajón, su recuerdo de Norma Jeane y el bebé, pero no lo había olvidado.

—Tú también querías que el niño muriera. Sabes que es verdad.

Examinó la tarjeta que había adjuntado Eddy G. A menos que la hubiese escrito Cass, previendo su muerte:

PARA MM EN su VIDA, TU AFLIGIDO PADRE.

Ir a la siguiente página

Report Page