Blonde

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Marilyn: 1953 - 1958 » La ahogada

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La ahogada

¿Aquello era ya Venice Beach? Lo sabía sin verlo.

Le pasaba algo en los ojos; se los había frotado con fuerza con el dorso de la mano. Arena en los ojos. Y en el cielo, la aurora rompía como la imagen cuarteada de un rompecabezas cuyas piezas, si se soltaran, nunca podrían volver a juntarse. ¡Por qué le latía la sangre, le latía, le latía el corazón!, temerosa de poder tenerlo en la mano como un pajarillo.

Yo no quería morir, fue desafiar a la muerte. No quería envenenarme. Dios muere cuando no se lo ama, pero a mí no me amaban y no morí.

Era Venice Beach, la franja de arena compacta, ráfagas de niebla como velos, algas como anguilas adormiladas, el primer surfista, extraños y también silenciosos, como criaturas marinas chorreando agua, mirándola. Le habían roto la pechera del vestido de gasa cereza y los pechos le colgaban libremente. Pezones duros como huesos de fruta. El pelo aplastado, la boca hinchada y sonriente y el pegajoso sudor de Benzedrina cubriéndole la piel.

Eh, oye, ¿cómo te llamas? Yo soy Miss Sueños Dorados. ¿Crees que soy bella, deseable, digna de amor? ¿Cuánto te gustaría amarme? Yo sé que podría amarte.

Primero había ido al puerto de Santa Mónica. Hacía horas. Con el vestido de gasa, sin medias ni bragas. Se había subido en la noria, había sacado una entrada de niño y se había llevado a una pequeña cuyos padres, sonrientes y desconcertados, al parecer la habían reconocido aunque no situado con exactitud (pues en Hollywood había muchas rubias), y ella había sacudido la cabina y la niña había gritado en sus brazos, «¡Ay, ay, ay!», volando hacia el cielo. No estaba borracha. ¡Que le olieran el aliento! Dulce como una naranja. Aunque había huellas de pinchazos en la tierna carne de la sangría del brazo, no se había inyectado nada. Ciertas partes corporales se le habían dormido y alejado flotando. La muñeca, el brazo, el cuello, donde le había apretado el musculoso ex marido. Dedos hermosos y fuertes. Años antes había conocido a uno que sólo quería hacer el amor con sus tetas, con el ávido y gordo pene entre los pechos, que apretaba con manos trémulas mientras se restregaba, hasta que se corría con un sollozo de angustia, derramándole el semen encima; pero Norma Jeane no estaba allí, los ojos inexpresivos y ciegos como piedras. No duele. Es muy rápido. Se olvida inmediatamente. Había preguntado si la niña podía irse a vivir con ella un tiempo. Esforzándose por explicar a los padres, alarmados tras la vuelta en la noria, que también ellos podían ir a visitarla. ¿Y por qué estaba enfadado el mecánico de la noria? Nadie había resultado herido. ¡Había sido jugando! Dio al hombre un billete de veinte dólares y el enfado desapareció. Y la niña estaba bien, cogida de la mano de la señora rubia y guapa, y sin ganas de soltarse. Mientras otra niña le cogía la mano a ella. El tigre de trapo que cosí para Irina. Desapareció con ella. ¿Adónde fue? Y aquellos asesinatos cometidos en el condado de Los Ángeles, había habido otro el mes anterior, los periódicos la habían descrito como una «modelo pelirroja» de sólo diecisiete años. A veces, el asesino enterraba a la muchacha en una «tumba superficial», y la lluvia removía el suelo arenoso y dejaba al descubierto el cadáver o lo que quedaba del cadáver. Pero a Norma Jeane nunca le había pasado nada. Conocía a las ocho, nueve o diez chicas violadas y mutiladas, o había podido conocerlas, compañeras principiantes en La Productora, compañeras modelos de la agencia Preene o de Otto Öse, y sin embargo ella no. ¿Qué significaba aquello? ¿Que estaba destinada a vivir mucho? ¿Mucho más de treinta años y más allá de Marilyn?

Se había dirigido en coche a Santa Mónica desde el rico y residencial Bel Air. Las colinas. Una mansión de cuento junto al Club de Golf de Bel Air. Él se había ofrecido a costearle el divorcio del Ex Deportista. «Crueldad mental.» «Incompatibilidad.» Era un Bentley verde botella, con un ligero arañazo en el guardabarros de la parte izquierda de delante, producido al pasar rozando la barrera lateral de la autovía de Santa Mónica. ¿Fue cuando a Gladys la trataban con electrochoques? Porque también a ella le dolía, se le partía la cabeza. Los pensamientos se le desmandaban con frecuencia. Se podía sonreír a la Vecina de Arriba, pero la Vecina de Arriba tenía un guión y nunca se equivocaba. Casi todas las risas eran suyas. Terapia de choque electroconvulsiva, así se llamaba. Habían pedido a Norma Jeane, pariente más próximo, tutora legal de la enferma, permiso para practicarle una lobotomía. Ella, la hija, se negó. Una lobotomía puede obrar prodigios a veces en un paciente trastornado y con alucinaciones, le aseguró un médico. Sí, pero no en mi madre. No en el cerebro de mi madre. Mi madre es una poetisa, mi madre es una mujer inteligente y compleja. Sí, mi madre es una mujer trágica, pero también lo soy yo. Y en consecuencia se limitaron a «electrochocar» a Gladys. Ah, pero si aquello fue en Norwalk, años antes. No fue en el más agradable Lakewood, donde estaba Gladys ahora.

¡Madre, él quiere verte! Cuanto antes. Dice que te perdonará. Nos quiere a las dos.

Debía de tener algún significado que su padre la hubiera llamado «Norma». Al principio la había llamado «Norma Jeane»; luego, al final de la carta, «Norma». Éste fue pues su nombre desde que se encontraron: «Norma». No «Norma Jeane» ni Marilyn. Y desde luego «hija». Por último, había cogido las llaves del Bentley, con ganas de huir. Pero él no había avisado a la policía. Su debilidad era que la adoraba. Un hombrecillo gruñón y servil, con pinta de cerdito Porky, a sus pies. A los pies descalzos de Marilyn. ¡Le había chupado los mugrientos dedos! Ella había gritado, le hacía muchas cosquillas. Era un hombre bueno, decente y rico. Tenía acciones de la 20th Century-Fox. No sólo había querido costearle el divorcio, sino también contratar a un curtido detective privado (en realidad, un pluriempleado inspector de policía de Los Ángeles con cierta cantidad de «homicidios justificados» en su haber) para asustar al detective privado del Ex Deportista. Había querido presentarla a un abogado amigo suyo, para que la ayudara a fundar su propia productora. Producciones Marilyn Monroe, S. A. Se libraría de La Productora y destruiría su poder. Hacía unos años, Olivia de Havilland había recurrido a los tribunales para anular el contrato que tenía con otros estudios y había ganado. Él le había regalado un par de pendientes de zafiro, de Madrid; ella le dijo que nunca se ponía joyas caras. Es que soy de Oklahoma, dijo. Había guardado los pendientes de zafiro, con otras joyas caras, en el fondo de los zapatos y zapatillas que se encontrarían en un polvoriento armario después de su muerte. Pero no durante mucho tiempo. No tenía intención de morirse durante mucho tiempo. Durante años.

Soy Miss Sueños Dorados. ¿Dónde te gustaría besarme? ¿En todas partes? Heme aquí aguardando. Me han amado ya cientos de hombres. Y mi reinado no ha hecho más que comenzar.

Aquella noche había visto La tentación vive arriba en el Sepulveda. A Bucky le habría gustado la película, riendo y apretando la mano de Norma Jeane, con fuerza. Luego le habría dicho que se pusiera un erótico salto de cama con encajes y se la habría follado con ganas, joven, sano, casado y supercaliente. Pero ella estuvo todo el rato con aquel ser de la pantalla que no soy yo. Había tomado la decisión de desaparecer. Como Harriet al llevarse a Irina. Podía suceder en menos de una hora. Podía suceder en menos de un minuto. Desaparecería de Hollywood y de la vigilancia del Ex Deportista, se trasladaría a Nueva York y viviría sola en un piso. Estudiaría interpretación. ¡Aún no era tarde! Viviría de forma anónima. Empezaría de nuevo, con humildad, como una aficionada. Estudiaría interpretación teatral. Teatro vivo. Interpretaría a Chéjov, a Ibsen, a O’Neill. El cine era un medio muerto, vivo únicamente para el público. La Bella Princesa y el Príncipe Encantado sólo estaban vivos para el público. Sólo los amaba el público, ignorante y menesteroso. Pero no existía ninguna Bella Princesa, ¿verdad? Ningún Príncipe Encantado que nos salve.

Después se había dirigido a Venice Beach. Se recordaba con el pie descalzo en el acelerador, buscando el freno. Pero ¿dónde estaba el embrague? Había abandonado el arañado y recalentado Bentley en Venice Boulevard, con las llaves puestas. A pie pues. Descalza. Corriendo. No estaba asustada, sino jubilosa mientras corría. Le habían roto la pechera del bonito vestido. Las toscas manos del mendigo barbudo. Amanecía y conocía aquel trozo de playa. La abuela Della vivía cerca de allí. La tumba de la abuela Della estaba cerca de allí. Ella y Norma Jeane paseaban por la playa protegiéndose los ojos de los reflejos de las olas. La abuela Della estaba orgullosa de ella, naturalmente; sin embargo, le había dicho: «Si detestas la vida que llevas, tienes que tomar una decisión, querida». Gaviotas, aves marinas. Chillaban y trazaban círculos en el cielo. Corrió hacia el agua, la primera ola, siempre nos sorprende el ímpetu del oleaje, el frío del agua. El agua es tan fina que se escurre entre los dedos, ¿cómo puede ser tan fuerte, tan peligrosa? ¡Qué extraño! Entre aquellas olas, a lo lejos, vio algo vivo, una criatura indefensa que se ahogaba, tenía la obligación de salvarla.

Bueno, sabía que aquello no era verdad, que era un sueño, o una alucinación, o un embrujo que le había hecho alguna persona malvada, ella lo sabía, pero en cierto modo no podía sentir que lo sabía con convicción y por lo tanto tenía que actuar con rapidez. ¿Era él, el niño? ¿O era el niño de otra mujer? Una criatura viva, indefensa, y sólo Norma Jeane la veía, sólo Norma Jeane podía salvarla. Se metió en el agua corriendo con paso vacilante y las olas le abrazaron las pantorrillas, los muslos, el vientre. No eran caricias cariñosas, sino puñetazos. Subían corriendo por la profunda abertura que tenía entre las piernas. La derribaron y tuvo que manotear para incorporarse. Ya distinguía a la pequeña y forcejeante criatura. Flotó en la cresta de una montaña de espuma y luego cayó en una depresión; volvió a subir, volvió a caer. ¡Agitaba los diminutos miembros! Sintió un principio de hiperventilación. Le faltaba oxígeno. Tragaba agua. El agua se le metía por la nariz. Una mano en su cuello. Manos fuertes y hermosas. Antes nos moriríamos. Pero él la había dejado ir…, ¿por qué? Siempre la dejaba ir, ésta era la debilidad del hombre, que la amaba.

Los surfistas la salvaron de morir ahogada.

Y ella les pidió que guardaran el secreto.

Por suerte era una playa a la que solían acudir cinco o seis surfistas. Algunos de nosotros incluso dormíamos al raso cuando la noche era buena. Al amanecer ya estábamos despiertos y en el agua, encima de unas olas serias y fuertes. Y de pronto vimos a aquella señora rubia correteando por la playa, con cara de ida y el vestido roto. Descalza y con el pelo suelto.

Al principio pensamos que la seguía alguien, pero estaba sola. ¡Y entonces se metió en el agua! Y qué olas tan fuertes. Era como una muñeca rubia, derribada y arrastrada por las olas, y se habría ahogado en unos minutos si uno de los muchachos no hubiera llegado a tiempo, saltado de la tabla, arrastrándola a la playa y puéstose encima de su cuerpo inmóvil para hacerle la respiración artificial que había aprendido con los Boy Scouts, y muy pronto la vimos toser, atragantarse, vomitar y respirar normalmente otra vez, volver a vivir otra vez, por suerte no había tragado mucha agua ni le había llegado a los pulmones.

Fue un fantástico momento de película que no olvidaríamos, cuando la rubia abrió sus atónitos ojos, de un azul vítreo, inyectados en sangre, y miró a los seis que estábamos allí, de pie, mirándola, reconociéndola, bueno, sabiendo quién podía ser. «Oh, ¿por qué?», fue lo primero que dijo con una vocecita estrangulada. Pero riéndose al mismo tiempo. Y vomitando otra vez, y el que la había salvado, un universitario de Oxnard, de cara lampiña, le limpió la boca con la palma de la mano, con una ternura espontánea impensable a sus diecinueve años, y se acordaría toda la vida de que la mujer que había estado a punto de ahogarse, la célebre Actriz Rubia, le cogió la mano y se puso a besarla, diciendo algo que parecía «gracias», aunque sollozaba demasiado para estar seguro, y el oleaje era fuerte, y el chico de Oxnard, arrodillado junto a ella en la arena mojada, tuvo que preguntarse si había obrado bien.

«Como si hubiera querido morir. Y yo me hubiera entrometido. Pero si no hubiera sido yo, habría sido cualquier otro, ¿verdad? ¿Qué culpa tengo yo?»

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